29
La tranquila música del bar ejercía un efecto relajante sobre ellos, y permanecieron sentados en silencio hasta que Valgerdur se inclinó hacia él y le tomó la mano.
—Es mejor que me marche ya —dijo.
Erlendur asintió con la cabeza y los dos se pusieron en pie. Ella le besó en la mejilla y durante un instante se arrimó a él.
Ninguno de los dos se dio cuenta de que Eva Lind había entrado en el bar y los miraba desde lejos. Los vio levantarse, vio que ella le besaba y parecía arrimarse a él. Eva Lind dio un respingo y se acercó a ellos con rapidez.
—¿Quién coño eres tú, tía? —dijo Eva, mirándolos a los dos fijamente.
—Eva —dijo Erlendur secamente, sorprendido de ver a su hija en el bar así, de repente—. Sé amable.
Valgerdur alargó la mano. Eva Lind recorrió a la mujer con la mirada y luego la dirigió a la mano extendida. Erlendur miró a una y a la otra, y finalmente clavó los ojos en Eva.
—Se llama Valgerdur y es una buena amiga —dijo.
Eva Lind miró a su padre y luego otra vez a Valgerdur, pero no aceptó su mano. Valgerdur sonrió incómoda y dio medio vuelta. Erlendur la vio salir del bar y siguió mirándola mientras cruzaba el vestíbulo. Eva Lind se acercó a él.
—¿Esto qué es? —dijo—. ¿Andas comprando tías en el bar?
—¡Qué descarada eres! —exclamó Erlendur—. ¿Cómo se te ocurre comportarte de esta forma? Esto no es asunto tuyo. ¡Déjame en paz, coño!
—¡Vaya! ¡Tú puedes andar metiendo las narices en mis asuntos todo el puto día y yo no puedo saber con quién follas tú en el hotel!
—¡Deja de decir barbaridades! ¿Por qué te crees que puedes hablarme así?
Eva Lind calló, pero miró furiosa a su padre. Él clavó los ojos en ella con idéntico enfado.
—¡¿Qué coño quieres de mí, niña?! —le gritó, y luego echó a correr detrás de Valgerdur. Ya había salido del hotel, y a través de la puerta giratoria la vio entrar en un taxi. Cuando llegó a la acera, delante del hotel, vio los rojos pilotos traseros del taxi alejarse y desaparecer por la esquina.
Erlendur se quedó mirando el taxi y maldijo en silencio. No le apetecía nada volver al bar, donde le esperaba Eva Lind, y con la mente en otro sitio entró y bajó por la escalera hacia el sótano, sin darse cuenta de lo que hacía hasta que se encontró en el pasillo del cuchitril de Gudlaugur. Encontró un interruptor, lo pulsó y las escasas bombillas que aún funcionaban arrojaron sobre el pasillo una fúnebre claridad. Fue hasta el cuartucho, abrió la puerta y encendió la luz. El póster de Shirley Temple apareció ante sus ojos.
La pequeña princesa.
Oyó pasos ligeros en el pasillo y supo quién era antes de que Eva Lind apareciese por la puerta.
—La de arriba me dijo que te había visto bajar al sótano —dijo Eva mirando la habitación. Sus ojos se detuvieron en la mancha de sangre de la cama—. ¿Fue aquí donde sucedió? —preguntó.
—Sí —dijo Erlendur.
—¿Qué póster es ese?
—No lo sé —dijo Erlendur—. No comprendo cómo puedes comportarte así. No debiste llamarla «tía» y negarte a darle la mano. Ella no te ha hecho nada.
Eva Lind calló.
—Debería darte vergüenza —dijo Erlendur.
—Perdona —dijo Eva.
Erlendur no respondió. Estaba allí, en pie, contemplando el póster. Shirley Temple con un precioso vestido de verano y un lazo en el pelo, sonriendo en colores. The Little Princess. Filmada en 1939, sobre una historia de Frances Hodgson Burnett. Temple hacía el papel de una niña muy despierta a la que mandaban a un internado de Londres porque su padre tenía que viajar al extranjero; y la abandonaba en manos del severo director del centro.
Sigurdur Óli había buscado datos sobre la película en internet. La información disponible no les desveló el motivo por el que Gudlaugur guardaba aquel póster colgado en su cuarto.
La pequeña princesa, pensó Erlendur.
—De pronto me puse a pensar en mamá —dijo Eva Lind detrás de él—. Cuando vi a esa mujer contigo en el bar. Y en Sindri y en mí, por quienes no has mostrado nunca el más mínimo interés. Me puse a pensar en todos nosotros. En nosotros como familia, porque se mire como se mire seguimos siendo una familia. Al menos, así es como yo lo veo.
Erlendur se volvió hacia ella.
—No comprendo por qué nos abandonaste —continuó Eva—. Sobre todo a mí y a Sindri. No consigo entenderlo. Y tú no ayudas mucho, precisamente. Nunca quieres hablar de nada que tenga que ver contigo. Nunca dices nada. Es como hablar con una pared.
—¿Por qué necesitas explicaciones para todo? —dijo Erlendur—. Hay cosas que no tienen explicación. Y cosas que no necesitan explicarse.
—¡Ya habló el madero!
—La gente habla demasiado —dijo Erlendur—. Deberían callar más. Sería mejor para ellos.
—Estás hablando de criminales. Siempre estás pensando en crímenes. ¡Nosotros somos tu familia!
Callaron.
—Probablemente cometí un error —dijo luego Erlendur—. No con vuestra madre, creo. Aunque tal vez sí. No lo sé. La gente se divorcia, y a mí me resultaba insoportable la vida con ella. Pero seguramente hice mal con Sindri y contigo. Y quizá no me di cuenta hasta que tú me encontraste y luego empezaste a visitarme, y algunas veces traías a tu hermano. No me había dado cuenta cabal de que tenía dos hijos con los que no había estado en contacto en toda su infancia y que, siendo tan jóvenes aún, estaban llevando ya una vida caótica, y empecé a darle vueltas a la idea de si mi indiferencia habría podido ser la causa de aquello. He pensado mucho en por qué fueron así las cosas. Igual que tú, exactamente igual. Por qué no acudí a los tribunales para conseguir un régimen de visitas y por qué no peleé como una fiera para teneros conmigo. O por qué no intenté hablar con vuestra madre para llegar a un acuerdo. O simplemente, presentarme en la puerta de vuestro colegio y raptaros.
—Simplemente, porque no sentías el más mínimo interés por nosotros —dijo Eva Lind—. ¿No es esa la realidad?
Erlendur calló.
—¿No es esa la realidad? —repitió Eva.
Erlendur sacudió la cabeza.
—No —dijo—. Me gustaría que todo fuera más sencillo.
—¿Sencillo? ¿Qué quieres decir?
—Creo…
—¿Qué?
—No sé cómo expresarlo. Creo…
—Sí.
—Creo que yo también me morí en el páramo.
—¿Cuándo murió tu hermano?
—Es difícil explicarlo, y puede que hasta imposible. Tal vez sea imposible explicar todas las cosas, y quizá haya algunas cosas que es mejor dejarlas sin explicar.
—¿Qué quiere decir eso de que te moriste en el páramo?
—Yo no soy… había algo en mí que murió.
—Quieres…
—Me encontraron y me salvé, pero también estaba muerto. Murió algo dentro de mí. Algo que tenía antes. No sé exactamente lo que era. Mi hermano murió y creo que algo murió también en mí. Siempre pensé que era responsabilidad mía cuidarlo, y que le fallé. Así me he sentido siempre, desde entonces. He tenido sentimiento de culpa porque fui yo, y no él, quien sobrevivió. Desde entonces evité responsabilizarme de nadie. Y aunque no puedo afirmar que a mí me abandonaran, como hice yo con Sindri y contigo, era como si yo ya no tuviera ninguna importancia. No sé si es cierto, y nunca podré saberlo, pero es lo que empecé a sentir cuando me bajaron del páramo, y es lo que he sentido desde entonces.
—¿Durante todos estos años?
—El tiempo no cuenta para los sentimientos.
—¿Porque fuiste tú y no él quien sobrevivió?
—En lugar de intentar construir algo a partir de esa destrucción, como creo que intenté al conocer a vuestra madre, me enterré más y más profundamente en ella, porque es más cómodo, y porque uno se siente como protegido ahí dentro. Como cuando tú te drogas. Es más cómodo. Es tu refugio. Y como sabes, aunque uno se dé cuenta de que está dañando a otros, uno mismo es lo más importante. Por eso sigues drogándote. Por eso me entierro una y otra vez en la nieve del páramo.
Eva Lind miró fijamente a su padre, y aunque no comprendía plenamente lo que le decía, sí pudo entender que estaba intentando explicarle, con el corazón en la mano, algo que había sido siempre un misterio para ella y que un día la impulsó a buscarlo. Comprendía que había llegado a un lugar que nadie había alcanzado nunca, ni siquiera él mismo, salvo para asegurarse de que todo siguiera oculto.
—¿Y esa mujer? ¿Qué tiene que ver con todo esto?
Erlendur se encogió de hombros, como si volviera a cerrar la puerta que se había abierto en él.
—No lo sé —dijo.
Los dos callaron un buen rato hasta que Eva Lind dijo que tenía que marcharse y salió al pasillo. No parecía muy segura de qué dirección debía seguir y escrutó la oscuridad del extremo del pasillo; de pronto Erlendur se dio cuenta de que se había puesto a olisquear como un perro.
—¿Notas el olor? —dijo ella, levantando la nariz al aire.
—¿Qué olor? —dijo sin comprender nada.
—Un olor como a hachís —dijo Eva.
—¿Olor a hachís? —dijo Erlendur—. ¿De qué estás hablando?
—Hachís —dijo Eva Lind—. Estoy hablando de hachís. ¿Me estás diciendo que nunca has olido el hachís?
—¿El hachís?
—¿No notas el olor?
Erlendur avanzó por el pasillo y empezó también a olisquear el aire.
—¿Eso es hachís? —dijo.
—Yo debería saberlo, creo —dijo Eva Lind mientras seguía olisqueando.
—Alguien ha estado fumando hachís aquí, y no hace mucho tiempo —añadió.
Erlendur sabía que habían iluminado el final del pasillo cuando estuvieron investigando el escenario del crimen, pero no estaba seguro de que lo hubiera registrado a fondo.
Miró a Eva Lind.
—¿Hachís?
—El mismo olor —dijo ella.
Volvió a entrar en la habitación, cogió una silla y la puso debajo de una de las bombillas del pasillo que funcionaban, y la desenroscó. La bombilla quemaba, así que tuvo que usar la manga de la chaqueta para sacarla. Encontró una bombilla estropeada en la zona oscura del final del pasillo y la cambió. De pronto, la oscuridad se iluminó y Erlendur saltó de la silla.
Al principio no vieron nada que les llamara la atención, pero luego Eva Lind señaló a su padre lo cuidadosamente limpio que parecía aquel rincón en comparación con el resto del pasillo. Erlendur asintió. Era como si alguien se hubiera dedicado a limpiar hasta la más mínima mancha del suelo, e incluso hubiera fregado las paredes.
Erlendur se puso en cuclillas y examinó el suelo con detenimiento. Los tubos del agua caliente pasaban junto a la pared cerca del suelo, y se puso a cuatro patas para mirar bajo los tubos y entre ellos.
Eva Lind lo vio detenerse y pasar la mano bajo los tubos para coger algo que le había llamado la atención. Se puso en pie, se acercó a ella y le enseñó lo que había encontrado.
—Al principio creí que era una gran caca de rata —dijo sosteniendo un pequeño objeto marrón entre los dedos.
—¿Qué es? —preguntó Eva Lind.
—Es una bolsita —dijo Erlendur.
—¿Una bolsita?
—Sí, con tabaco de mascar, del que se pone por debajo del labio. Alguien ha tirado o escupido su tabaco en el pasillo.
—¿Quién? ¿Quién ha estado en el pasillo?
Erlendur miró a Eva Lind.
—Alguien que es más puta que yo —dijo.