23

Erlendur se quedó mirando a Stína mientras intentaba comprender lo que acababa de decir sobre el hermano de Ösp. Stína se movía inquieta delante de él.

—Venga —dijo—. ¿Pasa algo? ¿No piensas contestar al teléfono?

—¿Por qué creías que Ösp lo había dejado?

—Jo, es un curro horrible.

Erlendur respondió al móvil pensando en otra cosa.

—Ya era hora —dijo Elínborg al teléfono.

Ella y Sigurdur Óli habían ido a Hafnarfjördur con intención de llevarse a la hermana de Gudlaugur, para interrogarla, a la comisaría de Reikiavik, pero se negó a acompañarles. Pidió explicaciones y no quisieron dárselas, y al final dijo que no podía dejar solo a su padre, que estaba en silla de ruedas. Se ofrecieron a buscar a una persona para que se quedara con él, y le dijeron que podía llamar a un abogado para que asistiera al interrogatorio, pero daba la impresión de que no se daba cuenta de la seriedad del caso. Se negó rotundamente a ir a la comisaría, y Elínborg le propuso un arreglo, muy en contra de los deseos de Sigurdur Óli. La llevarían al hotel a ver a Erlendur y una vez él hablara con ella, decidirían qué hacer a continuación. Se lo tuvo que pensar. Sigurdur Óli estaba a punto de perder la paciencia y estaba a punto de llevársela por la fuerza, cuando ella dijo que aceptaba la proposición. Llamó a una vecina, que acudió al instante, evidentemente acostumbrada ya a ocuparse del anciano cuando era necesario. Pero a continuación, la mujer volvió a negarse a ir, y Sigurdur Óli se puso de muy mal humor.

—Ahora la lleva camino del hotel —dijo Elínborg en el teléfono—. Por él, la habría metido directamente en el calabozo. La mujer nos preguntó no sé cuántas veces por qué queríamos hablar con ella, y no nos creyó cuando le dijimos que lo ignorábamos. ¿Y por qué quieres hablar con ella, en realidad?

—Vino al hotel unos días antes del asesinato de su hermano, pero nos había dicho que no se habían visto desde hacía decenios. Quiero saber por qué no nos lo contó, por qué nos está mintiendo. Ver la expresión de su cara.

—Seguramente estará cabreada —dijo Elínborg—. Sigurdur Óli no estaba demasiado contento con su forma de comportarse.

—¿Qué pasó?

—Él te lo contará.

Erlendur apagó el móvil.

—¿Qué quieres decir con lo de que el hermano de Ösp es más puta que tú? —le preguntó a Stína, que miraba su bolsito dudando si encender o no otro cigarrillo—. ¿Qué quisiste decir?

—¿Cómo?

—El hermano de Ösp. Dijiste que él era más puta que tú.

—Pregúntaselo a ella —dijo Stína.

—Lo haré, pero lo que quiero decir es, que… ¿es su hermano pequeño, me dijiste?

—Sí, y es bi.

—¿Bi? ¿Quieres decir…?

—Bisexual.

—¿Y también se vende, como tú?

—Más bien sí. Es yonqui. Siempre tienen detrás a alguien que les quiere pegar porque le deben dinero.

—¿Y qué hay de Ösp? ¿De qué la conoces?

—Fuimos juntas al colegio. Y él también. Es solo un año menor que ella. Nosotras dos tenemos la misma edad. Íbamos a la misma clase. Ella no anda demasiado bien de la cabeza —Stína se tocó la cabeza con un dedo—. No tiene nada aquí dentro —añadió—. Lo dejó después de los exámenes comunes. Cateó en todos. Yo los saqué todos. Acabé el bachillerato.

Stína sonrió de oreja a oreja.

Erlendur la observó.

—Sé que eres amiga de mi hija y me has ayudado bastante —dijo—, pero no deberías compararte con Ösp. Para empezar, a ella no le pican los puntos.

Stína lo miró y sonrió con media sonrisa, salió en silencio del despacho y cruzó el vestíbulo. En el camino se echó por encima el abrigo con cuello de piel, pero en sus movimientos no había ya la seguridad de antes. Se cruzó con Sigurdur Óli y la hermana de Gudlaugur, que entraban en ese momento por la puerta, y Erlendur vio que los ojos de Sigurdur Óli se quedaron clavados en los pechos de Stína. Pensó que probablemente la chica había empleado bien su dinero, a fin de cuentas.

El director del hotel estaba allí delante, como si se hubiera quedado a esperar el fin de la conversación de Stína con Erlendur. Ösp estaba al lado del ascensor, mirando a Stína salir del hotel. Su expresión delataba que la conocía. Cuando Stína pasó por delante del jefe de recepción, que estaba tras el mostrador, este levantó la vista y la vio desaparecer por la puerta. Miró al director, que se puso en marcha con dificultad en dirección a la cocina, mientras Ösp desaparecía en el ascensor, que se cerró tras ella.

—¿A qué viene esta estupidez, me lo dices de una vez? —oyó Erlendur que decía la hermana de Gudlaugur al acercarse hacia él—. ¿Qué significa eso de tratarme con semejante rudeza y falta de respeto?

—¿Rudeza y falta de respeto? —dijo Erlendur con voz de asombro—. No hay nada de eso, que yo sepa.

—Este hombre —dijo la hermana, que obviamente ignoraba el nombre de Sigurdur Óli—, este hombre se ha comportado conmigo con extremada rudeza, y exijo que me pida disculpas.

—Ni lo pienses —dijo Sigurdur Óli.

—Me empujó y me sacó de mi casa como si fuera una delincuente cualquiera.

—Le puse las esposas —dijo Sigurdur Óli—. Y no pienso pedirle disculpas. Que se vaya olvidando. Me llamó de todo, y también a Elínborg, y opuso resistencia. Yo quería meterla en el calabozo. Ha obstaculizado la labor de la policía.

La hermana miró a Erlendur y calló. Él sabía que la mujer se llamaba Stefanía e intentó imaginar cómo la llamarían de pequeña.

—No estoy acostumbrada a que se me trate de semejante modo —dijo al fin.

—Llévala a comisaría —dijo Erlendur a Sigurdur Óli—. Métela en la celda, al lado de la de Henry Wapshott. La interrogaremos mañana —miró a la hermana—. O pasado.

—No puedes hacer eso —dijo Stefanía, y Erlendur vio que estaba tremendamente trastornada—. No tienes ningún motivo para tratarme de este modo. ¿Por qué crees que me puedes meter en la cárcel? ¿Qué he hecho yo?

—Has mentido —dijo Erlendur—. Adiós. Luego hablamos —le dijo a Sigurdur Óli.

Se dio la vuelta y se dirigió en la misma dirección que había seguido el director del hotel. Sigurdur Óli cogió del brazo a Stefanía para llevársela, pero la mujer se mantuvo quieta y en silencio, viendo alejarse a Erlendur.

—¡Está bien, de acuerdo! —le gritó. Intentó soltarse de Sigurdur Óli—. ¡Esto no es necesario! —continuó—. ¡Podemos sentarnos y hablar como personas civilizadas!

Erlendur se detuvo y se volvió hacia ella.

—¿Hablar de qué?

—De mi hermano —dijo—. Hablaremos de mi hermano, si eso es lo que quieres. Pero no sé qué vas a ganar con eso.

Se sentaron en el cuartucho de Gudlaugur. Ella dijo que prefería ir allí. Cuando Erlendur le preguntó si había estado antes en aquel lugar, respondió que no. Cuando le preguntó si había visto a su hermano alguna vez en todos aquellos años, repitió lo que había dicho la vez anterior, que no había tenido relación alguna con su hermano. Erlendur estaba convencido de que estaba mintiendo. Que el asunto que la llevó al hotel cinco días antes del asesinato de Gudlaugur tenía algo que ver con él de un modo u otro, y que no se trataba de una mera casualidad.

Ella miró el póster de Shirley Temple en el papel de La pequeña princesa, sin hacer gesto alguno y sin decir ni una palabra. Abrió el armario y contempló el uniforme de portero. Finalmente se sentó en la única silla del cuarto y Erlendur se quedó en pie junto al armario. Sigurdur Óli tenía citas en Hafnarfjördur con otros compañeros de escuela de Gudlaugur y se marchó en cuanto bajaron al sótano.

—Aquí murió —dijo la hermana. En su voz no había ni un asomo de dolor, y Erlendur trató de comprender, igual que la primera vez, por qué aquella mujer parecía no albergar sentimiento alguno hacia su hermano.

—Apuñalado en el corazón —dijo Erlendur—. Probablemente con un cuchillo de la cocina —añadió. Aún había sangre en la cama.

—Qué sitio tan miserable —dijo ella mirando a su alrededor—. Y que viviera aquí todos estos años. ¿En qué estaría pensando?

—Yo esperaba que tú pudieras ayudarme a entenderlo.

Ella lo miró en silencio.

—Yo no lo sé —prosiguió Erlendur—. Parece que se contentaba con esto. Otros son incapaces de vivir si no disponen de quinientos metros cuadrados. Tengo entendido que aprovechaba el hecho de vivir en el hotel. Disponía de toda una serie de ventajas.

—¿Ya habéis encontrado el arma del crimen? —preguntó.

—No, pero quizás algo que se le parece —dijo Erlendur. Calló entonces para esperar a que ella dijera alguna cosa, pero no lo hizo, y transcurrió un buen rato hasta que rompió el silencio.

—¿Por qué dices que te estoy mintiendo?

—No sé cuánto hay de mentira, pero sé que no me estás diciendo todo lo que sabes. No me estás diciendo la verdad. Y sobre todo, desde luego, es que no me estás diciendo nada. Además, me asombra tu reacción y la de tu padre ante la muerte de Gudlaugur. Es como si no os afectara ni lo más mínimo.

Ella se quedó un buen rato mirando a Erlendur, y luego pareció que tomaba una decisión.

—Nos llevábamos tres años —dijo de repente—, y aunque yo era muy pequeña, recuerdo cuando lo trajeron a casa. Uno de mis primeros recuerdos en la vida, supongo. Fue la niña de los ojos de mi padre desde el primer día. Siempre jugaba mucho con él, y creo que ya desde el principio tenía puestas en él grandes esperanzas. No fue algo que se produjera más tarde y por casualidad, como tal vez hubiera debido ser, sino que nuestro padre siempre tuvo grandes proyectos para cuando Gudlaugur creciera.

—¿Y tú? —preguntó Erlendur—. ¿No veía en ti ningún talento?

—Siempre fue bueno conmigo, pero adoraba a Gudlaugur.

—Y lo presionó hasta que acabó rompiéndose.

—Simplificas demasiado las cosas —repuso ella—. Y las cosas no son casi nunca tan simples, y yo pensaba que una persona como tú, un policía, sería capaz de entenderlo.

—Me parece que no estamos hablando de mí —dijo Erlendur.

—No —dijo ella—. Claro que no.

—¿Cómo acabó Gudlaugur en este cuchitril, como un desarraigado? ¿Por qué mostráis tanto odio hacia él? Puedo llegar a comprender la postura de tu padre, si perdió la salud por su culpa, pero no comprendo por qué mantienes tú una actitud tan dura hacia él.

—¿Qué perdió la salud? —dijo ella, mirando atónita a Erlendur.

—Cuando le empujó escaleras abajo —dijo Erlendur—. He oído contar esa historia.

—¿A quién?

—Eso no importa. ¿Es cierta la historia? ¿Dejó inválido a tu padre?

—Creo que eso no es asunto tuyo.

—Desde luego que no —dijo Erlendur—. A menos que tenga relación con la investigación. Entonces me temo que será cosa de otras personas, además de vosotros.

Stefanía calló y miró la sangre de la cama, y Erlendur se quedó pensando por qué habría querido hablar con él en el cuartucho donde fue asesinado su hermano. Consideró la posibilidad de preguntárselo, pero no lo hizo.

—No puede haber sido siempre así —dijo, en vez de hacerle la pregunta—. Subiste al escenario a ayudar a tu hermano en el Cine Municipal cuando perdió la voz. Hubo un tiempo en que erais amigos. Hubo un tiempo en que él era tu hermano.

—¿Cómo sabes lo que sucedió en el Cine Municipal? ¿Cómo has averiguado todo eso? ¿Con quién has hablado?

—Estamos recopilando información. En Hafnarfjördur hay personas que se acuerdan perfectamente. En aquellos tiempos, tu hermano no te era totalmente indiferente. Cuando erais niños.

Stefanía calló.

—Aquello fue un suplicio —dijo—. Un suplicio espantoso.

El día en que iba a cantar en el Cine Municipal se respiraban en su casa de Hafnarfjördur, desde primera hora, la expectación y la tensión. Ella se despertó temprano y preparó el desayuno pensando en su madre, y se dio cuenta de que había pasado a desempeñar su papel en el hogar y que se sentía orgullosa de ello. Su padre se hacía lenguas de lo trabajadora que era, al cuidar de ellos dos después de la muerte de su madre. Lo adulta y responsable que era en todo lo que hacía. Pero, aparte de eso, nunca le hablaba. No se preocupaba por ella. Nunca lo había hecho.

Echaba de menos a su madre. Una de las últimas cosas que le dijo cuando estaba ingresada en el hospital fue que ahora le correspondía a ella ocuparse de su padre y su hermano. No podía decepcionarlos. Prométemelo —dijo su madre—. No siempre será fácil. Tu padre es muy cabezota y muy estricto, y no sé si Gudlaugur podrá soportar su forma de ser. Si llegara el momento, tú tienes que ponerte del lado de Gudlaugur, prométeme eso también, dijo su madre, y ella le dijo que sí con la cabeza y se lo prometió. Y se cogieron las manos hasta que su madre se quedó dormida, y ella le acarició el cabello y la besó en la frente.

Dos días más tarde estaba muerta.

«Dejemos a Gudlaugur dormir un poco más», dijo su padre cuando bajó a la cocina. «Es un día muy importante para él».

Un día muy importante para él.

Ella no recordaba que hubiera habido nunca un día muy importante para ella. Todo giraba en torno a él. Su canto. Sus grabaciones. Los dos discos que se habían editado. El anunciado viaje a los países nórdicos. Los conciertos en Hafnarfjördur. El recital de esa tarde en el Cine Municipal. Su voz. Sus ejercicios de canto, durante los cuales ella tenía que marcharse de casa para no molestar en el salón, donde estaba el piano que tocaba su padre mientras le prodigaba consejos al niño, le daba ánimos y le ofrecía muestras de afecto y comprensión cuando este se comportaba como debía, pero se mostraba firme y estricto si pensaba que no se concentraba lo suficiente en su tarea. A veces perdía los nervios y lo reprendía con violencia. En otras ocasiones lo abrazaba y le decía que era maravilloso.

Si ella hubiera recibido tan solo una pequeña parte de la atención que le dedicaba a él y de la motivación que le proporcionaba día a día por tener aquella hermosa voz. Ella se sentía insignificante, pues no poseía talento alguno que despertara la atención de su padre. A veces le decía que era una pena que no tuviese voz. El padre consideraba inútil intentar enseñarla a cantar, aunque ella sabía que no era ese el motivo. Sabía que su padre no estaba dispuesto a gastar energía en enseñarle a ella, porque su voz no era nada especial. Ella carecía del talento de su hermano para el canto. Ella podía cantar en un coro y aporrear un piano, pero tanto su padre como el profesor de piano que le proporcionó, porque él no tenía tiempo para dedicárselo a ella, aseguraban que carecía de sentimiento para la música.

En cambio, su hermano tenía una voz preciosa y un profundo sentimiento para la música, aunque no fuera más que un chico normal y corriente, del mismo modo que ella era solo una chica como las demás. Ella no sabía en qué radicaba la diferencia entre ambos. Él no era tan distinto a ella. Ella se ocupaba en cierto modo de su educación, sobre todo desde que su madre cayó enferma. Él la obedecía y hacía lo que le ordenaba, y se mostraba respetuoso con ella. Y ella le tenía un gran afecto, aunque también sentía celos cuando él era objeto de aquella atención tan exclusiva. Tenía miedo de aquel sentimiento, y jamás se lo mencionó a nadie.

Oyó a Gudlaugur bajar por la escalera y luego lo vio aparecer en la cocina y sentarse al lado de su padre.

«Igual que mamá», dijo al ver a su hermana servir café a su padre.

Hablaba mucho de su madre, y ella sabía que la echaba terriblemente de menos. Acudía a ella siempre que tenía un problema, cuando se burlaban de él o cuando su padre perdía la paciencia, o sencillamente cuando necesitaba que alguien lo abrazara sin que fuera una recompensa por sus buenos resultados.

La expectación y la impaciencia reinaron en la casa durante todo el día, y la atmósfera se volvió casi insoportable por la tarde, cuando se vistieron con sus mejores ropas y se dirigieron al Cine Municipal. Acompañaron a Gudlaugur tras las bambalinas y su padre saludó al maestro de coro, y luego se dirigieron a la sala, que ya estaba llenándose de público. La sala se oscureció. Se abrió el telón. Gudlaugur, bastante alto para su edad, bellísimo y asombrosamente seguro sobre el escenario, comenzó por fin a cantar con su voz llena de emoción.

Ella contuvo la respiración y cerró los ojos.

No se dio cuenta de nada más hasta que su padre la agarró del brazo tan fuerte que le hizo daño, y lo oyó gemir: «¡Dios mío!».

Abrió los ojos y vio la cara de su padre, pálida, y cuando miró al escenario vio a Gudlaugur intentando cantar, pero algo le había sucedido a su voz. Era como si cantara en falsete. Se puso en pie y miró hacia atrás, a la sala, y vio que la gente había empezado a sonreír y que algunos reían abiertamente. Subió corriendo al escenario e intentó sacar a su hermano de allí. El director del coro acudió en su ayuda y finalmente consiguieron llevárselo entre bastidores. Vio a su padre de pie sin moverse, en la primera fila, con los ojos clavados en ella, como un dios del trueno.

Mientras se quedaba dormida, esa noche, pensó en aquellos horribles instantes y el corazón le dio un vuelco, no de miedo o de terror por lo que había sucedido, ni por el sufrimiento de su hermano, sino por una misteriosa alegría que se sentía incapaz de explicar y que intentaba reprimir en lo más profundo de sí misma, como si fuera un crimen horrible.

—¿Tuviste remordimientos por ese pensamiento? —preguntó Erlendur.

—Me pareció tremendamente extraño —respondió Stefanía—. Nunca jamás había pensado nada parecido.

—Imagino que no debe de ser demasiado raro alegrarse por las desgracias de los demás —dijo Erlendur—, aunque sean personas muy cercanas a nosotros. Puede tratarse de una reacción involuntaria, una especie de reacción defensiva cuando sufrimos un shock.

—Quizá no debería contarte estas cosas con tanto detalle —dijo Stefanía—. No te formarás una imagen muy positiva de mí. Y quizá tengas razón. Todos sufrimos un shock. Un shock espantoso, como podrás imaginar.

—¿Cómo fue tu relación con Gudlaugur y con tu padre después de aquello? —preguntó Erlendur.

Stefanía no contestó.

—¿Sabes lo que es no sentirte la preferida en nada? —preguntó, en vez de responder—. ¿Cómo es ser solo una persona vulgar, sin recibir jamás la menor atención? Es como si no existieras. Y todo el tiempo hay alguien, a quien consideras tu igual, al que miman como si fuera el elegido, alguien que ha venido a este mundo para alegría de sus padres y de todo el resto de la humanidad. Lo ves suceder día tras día, semana tras semana y año tras año, y nunca cesa ni un momento, sino que la admiración por esa persona crece con los años y se convierte casi… casi en adoración.

Miró a Erlendur.

—Los celos empiezan a despertar —prosiguió—. Otra cosa sería impensable en un ser humano. Y en vez de ahogar ese sentimiento, llegas a alimentarlo porque, de alguna forma absurda, te hace sentir mejor.

—¿Es esa la explicación de que sintieras alegría por la desgracia de tu hermano?

—No lo sé —dijo Stefanía—. Yo no era dueña de ese sentimiento. Cayó sobre mí como un chorro de agua fría, y temblé, me estremecí e intenté alejarlo de mí, pero se negó a desaparecer. Nunca pensé que pudiera suceder.

Los dos callaron.

—Envidiabas a tu hermano —dijo Erlendur.

—A lo mejor, de vez en cuando. Luego empecé a sentir pena por él.

—Y finalmente, a odiarlo.

Ella miró a Erlendur.

—¿Qué sabes tú del odio? —dijo.

—No mucho —dijo Erlendur—. Pero sé que puede ser peligroso. ¿Por qué nos dijiste que no habías estado en contacto con tu hermano en casi treinta años?

—Porque es cierto —respondió Stefanía.

—Eso no es verdad —repuso Erlendur—. Estás mintiendo. ¿Por qué mientes?

—¿Es por esa mentira por la que quieres meterme en la cárcel?

—Si es necesario, lo haré —dijo Erlendur—. Sabemos que viniste al hotel cinco días antes de que lo mataran. Nos dijiste que no habías visto a tu hermano, ni habías estado en contacto con él, durante muchos años. Luego descubrimos que viniste al hotel unos días antes de su muerte. ¿Qué querías de él? ¿Y por qué nos mentiste?

—Habría podido venir al hotel sin tener que venir a verle a él. Este es un hotel muy grande. ¿No se te ha ocurrido esa posibilidad?

—Lo dudo. Creo que no es casualidad que vinieras al hotel poco antes de su muerte.

La vio vacilar. Vio que estaba haciendo un terrible esfuerzo para decidirse a dar o no el siguiente paso. Evidentemente podría darle muchos más detalles, pero no lo hizo en su primer encuentro, y ahora había llegado el momento de retroceder o de dar un paso adelante.

—Tenía una llave —dijo, pero en voz tan baja que Erlendur apenas la oyó—. La que le enseñaste a nuestro padre.

Erlendur recordó el llavero que encontraron en la habitación de Gudlaugur y la navajita rosa con la imagen de un pirata que colgaba de él. Había dos llaves, una que pensó sería la de una casa y otra que podía corresponder a un armario, una caja de seguridad o un almacén.

—¿Qué pasa con la llave? —preguntó Erlendur—. ¿La conoces? ¿Sabes de qué es?

Stefanía sonrío con frialdad.

—Yo tengo una exactamente igual —dijo.

—¿A qué corresponde esa llave?

—Es de nuestra casa en Hafnarfjördur.

—¿De tu casa, quieres decir?

—Sí —respondió Stefanía—. De la casa donde vivimos mi padre y yo. Él entraba por la puerta del sótano, en la parte de atrás. Del sótano sale una escalera estrecha que lleva al primer piso, y desde allí se puede acceder al salón y a la cocina.

—¿Quieres decir…? —Erlendur intentaba comprender lo que le estaba diciendo—. ¿Quieres decir que podía ir a la casa?

—Sí.

—¿Y entrar en ella?

—Sí.

—Pero yo creía que no mantenías ninguna relación con él. Tú me dijiste que tu padre y tú no os habíais preocupado por él durante decenios. Que no estuvisteis en contacto. ¿Por qué me mentiste?

—Porque mi padre no lo sabía.

—¿No sabía qué?

—Que venía. Debía de echarnos de menos. No se lo pregunté, pero debía de ser así. Y seguramente, por eso lo hacía.

—¿Qué es, exactamente, lo que tu padre ignoraba?

—Que Gudlaugur venía a veces a nuestra casa por la noche sin que nos diéramos cuenta de su presencia, se sentaba en el salón sin hacer ruido y luego desaparecía antes de que nos despertáramos. Lo estuvo haciendo durante años, y nosotros nunca nos enteramos.

Miró la mancha de sangre de la cama.

—Hasta que una noche me desperté y lo vi.