26
Estuvo un largo rato en silencio junto a la ventana, mirando la nieve caer sobre la tierra.
Finalmente se puso de nuevo a mirar las cintas. La hermana de Gudlaugur no volvió a aparecer en la pantalla, ni nadie más que conociera, con la excepción de algunos empleados que había conocido en el hotel y que caminaban apresurados para entrar o salir del trabajo.
Sonó el teléfono del hotel, y Erlendur respondió.
—Me parece que Wapshott dice la verdad —comenzó Elínborg—. Le conocen bien en las tiendas de coleccionistas y en el rastro.
—¿Estuvo por allí a la hora que afirmaba?
—Les enseñé fotos suyas y pregunté sobre las horas, y lo recordaban con bastante precisión. Lo suficiente para que podamos descartar su presencia en el hotel cuando se produjo la agresión a Gudlaugur.
—Tampoco es que tenga pinta de asesino, me parece.
—Es un pedófilo pero quizá no un asesino. ¿Qué piensas hacer con él?
—Supongo que lo enviaremos al Reino Unido.
Terminaron la conversación y Erlendur estuvo dándole vueltas al asesinato de Gudlaugur sin llegar a ninguna conclusión. Pensó en Elínborg y su mente se desplazó de nuevo al caso del niño maltratado por su padre, a quien Elínborg odiaba.
—Tú no eres el único que hace estas cosas —le había dicho Elínborg al padre. No intentaba darle ánimos. El tono era acusador, como si quisiera que supiera que no era más que uno de los muchos sádicos que arremetían contra sus hijos. Quería hacerle conocer el mundo del que formaba parte. Y las cifras de ese mundo.
Había estudiado a fondo las estadísticas. Entre los años 1980 y 1999 unos cuatrocientos niños habían sido puestos en observación en los hospitales pediátricos por sospecha de maltrato. De ellos, hubo 232 casos por sospecha de abuso sexual y 43 por sospecha de daños físicos o de violencia. Intoxicación por medicamentos, Elínborg repitió la expresión, intoxicación por medicamentos, así como negligencia culpable, se incluían en esas cifras. Leyó las palabras escritas en una hoja de papel con fría imperturbabilidad: traumatismos craneales, fracturas óseas, quemaduras, heridas en la piel, mordiscos. Repitió los términos mientras miraba fijamente al padre a los ojos.
—Se sospecha que dos niños murieron por violencia física en ese periodo de veinte años —dijo—. Ninguno de los dos casos llegó a juzgarse en los tribunales.
Le dijo que los especialistas consideraban que se trataba de casos que procuraban ocultarse, lo cual significaba, en definitiva, que probablemente hubo bastantes más.
—En el Reino Unido —prosiguió— mueren cuatro niños por semana a causa de malos tratos. Cuatro niños —repitió—. Cada semana.
—¿Quieres saber las circunstancias que se alegan? —Erlendur estaba sentado en la sala de interrogatorios, sin moverse. Solo estaba allí para apoyar a Elínborg, por si acaso lo necesitaba, aunque su impresión era que no precisaba de ninguna ayuda.
El padre bajó los ojos. Miró la grabadora. No la habían puesto en marcha. En realidad no se trataba de un interrogatorio formal. No habían avisado a su abogado, pero el padre no había presentado objeciones y aún no había protestado por su detención. No había pedido que lo pusieran en libertad.
—Te daré algunos ejemplos —continuó Elínborg, y empezó a enumerar las causas por las que los padres agredían violentamente a sus hijos—. Estrés —comenzó—, dificultades económicas, enfermedad y paro, aislamiento y falta de apoyo de la pareja, accesos de locura.
Elínborg miró al padre.
—¿Crees que alguna de esas circunstancias se aplica a ti? ¿Un acceso de locura?
No respondió ni una palabra.
—Algunos son incapaces de controlarse, y se han registrado casos en que los padres se ven tan acosados por el sentimiento de culpa por lo que han hecho, que hacen lo posible por delatarse. ¿Te suena?
Calló.
—Llevan al niño al médico, quizás al médico de familia, porque el niño tiene, por ejemplo, un resfriado persistente. Pero en realidad no van a causa del resfriado, sino porque quieren que el médico note las heridas del niño, los moretones. Quieren que les descubran. ¿Sabes por qué?
El padre se mantuvo en silencio.
—Porque quieren que eso acabe. Que alguien tome las riendas. Que intervenga en algo que ellos son incapaces de controlar. Son incapaces de hacerlo solos y confían en que el médico se ocupará de arreglar las cosas.
Miró al padre. Erlendur observaba en silencio. Estaba preocupado de que Elínborg fuera demasiado lejos. Parecía intentar con todas sus fuerzas mostrarse como una profesional, aparentar que el caso no la afectaba personalmente. Pero era una batalla perdida, y parecía que ella misma se daba cuenta de ello. Sus emociones estaban demasiado a flor de piel.
—Hablé con tu médico de familia —dijo Elínborg—. Dijo que en dos ocasiones había enviado notas de advertencia al servicio de protección de la infancia, por heridas que observó en el niño. El servicio investigó el caso las dos veces pero no llegó a ninguna conclusión. No fue de mucha ayuda que el niño no dijera nada y que tú lo negaras todo. No es lo mismo querer hablar de violencia que asumir la responsabilidad cuando llega el momento. Leí los informes. En el último, le preguntaron a tu hijo qué tal era vuestra relación, pero fue como si no comprendiera la pregunta. Le volvieron a preguntar: ¿En quién tienes más confianza? Y respondió: «En mi papá. Tengo más confianza en mi papá que en nadie».
Elínborg hizo una pausa.
—¿No te parece tremendo? —dijo.
Miró a Erlendur y luego al padre.
—¿No te parece tremendo?
Erlendur pensó que hubo un tiempo en que él habría contestado lo mismo que aquel niño. Habría mencionado a su padre.
Cuando llegó la primavera y la nieve se fundió, subió a los páramos en busca de su hijo e intentó adivinar el camino que habría seguido en medio de la tormenta, tomando como referencia el punto donde encontraron a Erlendur. Parecía haberse recuperado un poco, pero estaba agobiado por el sentimiento de culpa. Recorrió el páramo y subió a la ladera de la montaña hasta más lejos de lo que habrían podido llegar sus hijos, pero no encontró nada. Acampó allí arriba. Le acompañaban Erlendur y su madre, que participaba en la búsqueda, y a veces venía gente de los alrededores a ayudarles, pero nunca encontraron al niño. Era fundamental hallar el cuerpo. Hasta entonces no habría muerto de verdad; solo lo habrían perdido. La herida permanecería abierta y de ella seguiría brotando un dolor infinito.
Erlendur luchaba contra él en su soledad. Se sentía mal, y no solo por la pérdida de su hermano. Consideraba una suerte que lo hubieran encontrado a él, pero aquello le producía también una extraña sensación de culpa por haber sido él y no su hermano pequeño quien se salvó. No bastaba con haber soltado la mano de su hermano en medio de la tormenta de nieve, sino que le agobiaba también la idea de que habría debido ser él quien muriera. Él era el mayor, y era responsable de su hermano. Así había sido siempre. Lo había cuidado. En todos sus juegos. Cuando estaban solos en casa. Cuando los mandaban a hacer algún recado. Había sido responsable de él y había hecho honor a la confianza que le habían otorgado. Pero esta vez le había fallado, y quizá no merecía haberse salvado, porque su hermano murió. No sabía por qué estaba él vivo. Pero a veces pensaba que tal vez habría sido mejor que se hubiera perdido él en el páramo.
Nunca verbalizó estos pensamientos ante sus padres, y en su soledad a veces tenía la impresión de que ellos pensaban lo mismo que él. Su padre se había recluido en su propio sentimiento de culpa y no quería que nada lo distrajera. Su madre estaba abrumada por el dolor. Los dos se sentían culpables de alguna forma por lo sucedido. Entre ellos reinaba un extraño silencio, más fuerte que cualquier grito, y Erlendur libraba su propia batalla solitaria reflexionando sobre la responsabilidad, la culpa y la buena suerte.
Si no lo hubieran encontrado a él, ¿habrían encontrado a su hermano?
De pie, junto a la ventana, reflexionaba sobre las consecuencias que la pérdida de su hermano había tenido sobre su vida, y si no serían más serias de lo que creía. Volvió a pensar en aquellos acontecimientos cuando Eva Lind comenzó a hacerle preguntas. No tenía respuestas fáciles para ellas, pero en lo más profundo sabía dónde había que buscarlas. Muchas veces se había preguntado por qué le acuciaba tanto a Eva Lind hacerle afrontar sus propias circunstancias.
Erlendur oyó que llamaban a la puerta y se dio la vuelta.
—¡Entra! —dijo en voz alta—. No está cerrado con llave.
Sigurdur Óli abrió y entró en la habitación.
Había pasado el día entero en Hafnarfjördur, hablando con personas que conocían a Gudlaugur.
—¿Tienes alguna novedad?
—Averigüé el mote que le habían puesto. ¿Recuerdas? El nuevo mote que le pusieron cuando todo se vino abajo.
—Sí, ¿quién te lo dijo?
Sigurdur Óli suspiró y se sentó en la cama. Su mujer, Bergthóra, se había quejado de que no estaba lo suficiente en casa, precisamente ahora que se acercaban las fiestas, y ella tenía que encargarse de todos los preparativos navideños. Él debería estar ya en casa para acompañarla a comprar el árbol de Navidad, pero primero había tenido que ir a ver a Erlendur. Se lo dijo a su mujer por teléfono mientras iba camino del hotel, y también le dijo que procuraría darse prisa, pero ella ya había oído lo mismo demasiadas veces como para creerle, y al concluir la conversación se quedó con un sabor amargo.
—¿Piensas quedarte todas las navidades en esta habitación? —preguntó Sigurdur Óli.
—No —respondió Erlendur—. ¿Qué descubriste en Hafnarfjördur?
—¿Por qué hace tanto frío aquí?
—El radiador —dijo Erlendur—. No calienta. ¿Quieres ir al grano?
Sigurdur Óli sonrió.
—¿Comprarás un árbol de Navidad para estas fiestas?
—Si comprara un árbol de Navidad lo haría para estas fiestas.
—Localicé a un hombre que después de muchos prolegómenos dijo que había conocido bien a Gudlaugur en los viejos tiempos —dijo Sigurdur Óli. Sabía que tenía información que podría alterar la marcha de la investigación, y disfrutaba haciéndoles esperar un poco.
Sigurdur Óli y Elínborg se habían propuesto interrogar a todos los que fueron a la escuela con Gudlaugur o lo conocieron en aquellos tiempos. La mayoría de ellos tenían algún recuerdo de él, de su carrera de cantante y de las burlas que la acompañaron. Algunos se acordaban perfectamente de él y de lo que había sucedido el día que dejó inválido a su padre. Uno de ellos lo conocía hasta un punto que Sigurdur Óli no habría podido imaginar.
Una compañera de colegio de Gudlaugur le remitió a él. La mujer vivía en una casa unifamiliar en la zona más nueva de Hafnarfjördur. La había llamado por la mañana, de modo que cuando llegó, lo estaba esperando. Se dieron la mano y lo invitó a pasar al salón. Estaba casada con un piloto de aviación y trabajaba media jornada en una librería, los niños ya eran mayores.
Le contó con mucho detalle todo lo que sabía de Gudlaugur, que no era mucho, recordaba también vagamente a su hermana, que sabía era algo mayor que él. Recordaba también que había perdido la voz cuando las perspectivas parecían más favorables, pero ignoraba qué había sido de él cuando acabaron el colegio, y se llevó una impresión tremenda al ver en la prensa que era él el hombre que habían encontrado asesinado en un trastero del sótano del hotel.
Sigurdur Óli escuchaba todo aquello con la mente en otro sitio. La mayor parte de aquellas cosas ya las había oído de labios de otros compañeros de colegio de Gudlaugur. Cuando la mujer terminó de hablar, le preguntó si conocía el mote que le pusieron a Gudlaugur de niño para burlarse de él. Ella no lo recordaba en absoluto, pero añadió, al ver que Sigurdur Óli se disponía a marcharse, que mucho tiempo atrás había oído algo sobre Gudlaugur que podía interesar a la policía, si es que no lo sabía ya.
—¿De qué se trata? —preguntó Sigurdur Óli, que ya se había puesto en pie.
Se lo contó, y se alegró al comprobar que había despertado el interés del policía.
—¿Y ese hombre sigue vivo? —preguntó Sigurdur Óli a la mujer, que aseguró no saberlo a ciencia cierta, aunque le dio el nombre. Se levantó, hojeó el listín telefónico y en él pudo encontrar el nombre y la dirección. Vivía en Reikiavik. Se llamaba Baldur.
—¿Seguro que es ese hombre? —preguntó Sigurdur Óli.
—No lo sé exactamente —dijo la mujer, y sonrió como si esperara haber sido una gran ayuda—. Todo el mundo hablaba de ello —añadió.
Sigurdur Óli decidió ir rápidamente a la capital con la esperanza de que el hombre estuviera en casa. Ya era algo tarde. El tráfico de entrada en Reikiavik era muy denso, y en el camino, Sigurdur Óli llamó a Bergthóra, que…
—¿Quieres ir al grano? —dijo Erlendur, impaciente, interrumpiendo el relato de Sigurdur Óli.
—No, esto te afecta —dijo Sigurdur Óli, y una sonrisita burlona se dibujó en sus labios—. Bergthóra quería saber si ya te había invitado a pasar la Nochebuena con nosotros, en casa. Le dije que sí, pero que aún no me habías dado una respuesta.
—Pasaré la Nochebuena en mi casa con Eva Lind —dijo Erlendur—. Esa es la respuesta. ¿Quieres ir ya al grano?
—OK —dijo Sigurdur Óli.
—Y deja de decir OK.
—OK.
Baldur vivía en una elegante casa de madera del barrio de Thingholt y acababa de llegar a casa del trabajo: era arquitecto. Sigurdur Óli tocó el timbre y se presentó como policía de la brigada de homicidios, y le informó de que estaba allí en relación con el asesinato de Gudlaugur Egilsson. El hombre no mostró asombro ninguno. Miró a Sigurdur Óli de arriba abajo, sonrió y lo invitó a entrar.
—A decir verdad, te estaba esperando —dijo—, o a alguno de vosotros. Estaba pensando en ponerme en contacto con vosotros, pero lo he ido retrasando. Nunca es divertido hablar con la policía. —Sonrió de nuevo, esperó a que Sigurdur Óli se quitara el abrigo, y él mismo lo colgó.
Allí dentro todo estaba en perfecto orden. Había velas encendidas en el salón, y el árbol de Navidad parecía recién decorado. El hombre le ofreció un licor a Sigurdur Óli, pero este no lo aceptó. Era un hombre delgado, de talla mediana y rostro jovial. El cabello había empezado a clarear pero se lo había teñido de rojo en un intento de sacarle el máximo partido. Sigurdur Óli creyó reconocer la voz de Frank Sinatra procedente de los pequeños altavoces del salón.
—¿Y por qué nos esperabas, a mí o a otros policías? —preguntó Sigurdur Óli, sentándose en un gran sofá rojo.
—Por Gulli —dijo el hombre, que se sentó frente a él—. Sabía que lo descubriríais.
—¿El qué? —preguntó Sigurdur Óli.
—Que yo estaba con Gulli en los viejos tiempos —dijo el hombre.
—¿Qué quiere decir que estaba con Gudlaugur en los viejos tiempos? —preguntó Erlendur, volviendo a interrumpir el relato—. ¿A qué se refería?
—Lo expresó con esas palabras —dijo Sigurdur Óli.
—¿Que estaba con Gudlaugur?
—Sí.
—¿Y eso qué significa?
—Que estaban juntos.
—¿Quieres decir que Gudlaugur era…? —Una plétora de pensamientos atravesó la mente de Erlendur como si se tratara de rayos, y se detuvieron en el duro gesto de la hermana de Gudlaugur y de su padre, en la silla de ruedas.
—Eso dice el tal Baldur —repitió Sigurdur Óli—. Pero Gudlaugur no quería que nadie lo supiese.
—¿No quería que nadie supiese la existencia de esa relación?
—Quería mantener en secreto su homosexualidad.