10
Erlendur se llevó a su habitación los dos discos que había en el cuarto de Gudlaugur, y luego llamó al hospital y preguntó por Valgerdur. Le pusieron en contacto con su departamento. Respondió otra mujer. Volvió a pedir que le pusieran con Valgerdur, la mujer dijo que esperara un momento y, finalmente, Valgerdur se puso al teléfono.
—¿Te queda alguno de esos bastoncillos de algodón? —preguntó Erlendur.
—¿Por algún accidente de alguien perdido a la intemperie? —dijo ella.
Erlendur esbozó media sonrisa.
—En el hotel hay un extranjero al que necesitamos analizar.
—¿Es muy urgente?
—Tendría que hacerse hoy mismo.
—¿Estarás tú ahí?
—Sí.
—Nos vemos.
Erlendur colgó. Accidentes de personas perdidas a la intemperie, pensó, con una sonrisa. Tenía una cita con Henry Wapshott en la planta baja. Bajó y se sentó en la barra a esperar. Un camarero le preguntó si quería algo, pero dijo que no. Cambió de opinión y lo llamó para pedir un vaso de agua. Paseó la mirada por los estantes del bar, por las filas de botellas de licores de todos los colores del arco iris.
Habían encontrado una astillita de cristal, casi invisible, en el mármol del salón. Restos de Drambuie en el mueble bar, Drambuie en los calcetines del niño y en la escalera. Encontraron fragmentos de cristal en la bayeta y en la aspiradora. Todo apuntaba a que una botella de licor se había estampado contra el suelo de mármol. Probablemente, el niño había pisado el charco que se formó y echó a correr escaleras arriba para meterse en su habitación. Las manchas de la escalera indicaban que, más que caminar, había subido corriendo. Pisadas rápidas de piececitos. Por eso imaginaron que el chico había roto la botella y que su padre perdió los nervios y le zurró tan fuerte que hubo que llevarlo al hospital.
Elínborg hizo que citaran al padre para un interrogatorio en la jefatura de policía de Hverfisgata, y allí le informó sobre los resultados obtenidos por la policía científica y sobre la reacción del niño cuando le preguntó si quien le había pegado con tanta violencia era su padre, así como su íntimo convencimiento de que él era el culpable. Erlendur estaba presente en el interrogatorio. Elínborg le dijo al padre que tenía la condición legal de sospechoso y que tenía derecho al asesoramiento de un abogado. Que lo mejor era que pidiera un abogado inmediatamente. El padre dijo que prefería no llamar a un abogado por el momento. Que era inocente, y repitió que no comprendía que se le considerara sospechoso única y exclusivamente porque se hubiera caído al suelo una botella de licor.
Erlendur puso en marcha una grabadora en la sala de interrogatorios.
—Esto es lo que pensamos que sucedió —dijo Elínborg, como si estuviese leyendo un informe escrito; intentaba dejar a un lado sus propios sentimientos—. El niño volvió del colegio a casa. Eran casi las cuatro. Poco después llegaste tú. Tenemos entendido que ese día saliste pronto del trabajo. Quizás estabas ya en casa cuando sucedió. Por algún motivo, al niño se le cayó al suelo una botella grande de Drambuie. Se asustó y se fue corriendo a su habitación. Tú te enfadaste, o más que eso, tuviste un ataque de ira. Perdiste el control de ti mismo y subiste a la habitación del niño para castigarlo. La cosa se salió de madre y le diste una paliza tan tremenda que hubo que ingresarlo en el hospital.
El padre miró a Elínborg sin decir ni una palabra.
—Utilizaste un objeto contundente que no hemos podido encontrar aún, pero que era redondeado, o al menos no afilado; puede ser perfectamente que le golpearas contra el borde de la cama. Le propinaste numerosas patadas. Antes de llamar a la ambulancia arreglaste el salón. Recogiste el licor con tres toallas que echaste al cubo de basura de delante de la casa. Pasaste la aspiradora para recoger hasta los más pequeños restos de cristal. Además, barriste el suelo y lo fregaste a toda prisa. Limpiaste el armario a fondo. Le quitaste los calcetines al niño y los tiraste al cubo de la basura. Utilizaste detergente para quitar las manchas de la escalera pero no conseguiste borrarlas por completo.
—No podrás demostrar nada —dijo el padre—, todo eso es absurdo. El niño no ha dicho nada. No ha dicho una palabra de quién le agredió. ¿Por qué no intentas sonsacarles a sus compañeros de colegio?
—¿Por qué no nos dijiste nada sobre el licor?
—No tiene nada que ver con esto.
—¿Y los calcetines del cubo de la basura? ¿Y las huellas de la escalera?
—Se rompió una botella de licor, pero se me rompió a mí. Fue dos días antes de la agresión a mi hijo. Iba a tomarme una copa cuando se me cayó al suelo y se hizo pedazos. Addi lo vio y se asustó. Le dije que tuviera cuidado por dónde andaba, pero ya había pisado el licor. Subió las escaleras a todo correr y se metió en su cuarto. Eso no tiene nada que ver con la agresión que sufrió, y debo deciros que me he quedado absolutamente asombrado por cómo has presentado las cosas. ¡No tienes nada que corrobore lo que has dicho! ¿Acaso te dijo él que yo le agredí? Lo dudo mucho. Y nunca lo dirá, porque no fui yo. Nunca podría hacerle algo semejante. Nunca.
—¿Por qué no nos contaste todo eso enseguida?
—¿Enseguida?
—Cuando encontramos las manchas. En aquel momento no dijiste nada.
—Pensé que pasaría precisamente esto. Sabía que relacionaríais el accidente con la agresión a Addi. No quería complicar las cosas. Fueron los chicos del colegio quienes le hicieron eso.
—Tu empresa está a punto de quebrar —dijo Elínborg—. Has despedido a veinte personas y estás preparando nuevos despidos. Imagino que estarás sometido a un estrés considerable. Vas a perder tu casa…
—Eso son solo cuestiones de negocios —repuso él.
—Pero además creemos que ya has usado la violencia contra él en ocasiones anteriores.
—No, oye…
—Hemos comprobado su historial médico. Dos veces en los últimos cuatro años sufrió rotura de dedos.
—¿Tienes niños? Los niños tienen accidentes constantemente. Eso es una estupidez.
—Un especialista de la planta de pediatría notó algo extraño en la rotura del dedo la segunda vez e informó al Servicio de Protección a la Infancia. Era el mismo dedo. Los del Servicio fueron a verte a tu casa. Hicieron una inspección. No encontraron nada especial. El pediatra encontró pinchazos de alfiler en el dorso de la mano del niño.
El padre calló.
Elínborg no pudo contenerse.
—¡Maldita bestia! —gritó.
—Quiero hablar con mi abogado —dijo él, apartando la mirada.
—I said, good morning!
Erlendur volvió en sí y vio a Henry Wapshott de pie, delante de él, dándole los buenos días. Estaba profundamente sumido en sus reflexiones sobre el niño que había subido las escaleras a todo correr, y no había visto a Henry entrar en el bar ni había oído su saludo.
Se puso en pie de un salto y le estrechó la mano. Wapshott llevaba puesta la misma ropa del día anterior. Parecía cansado, y su pelo estaba como más ralo. Pidió un café, y Erlendur también.
—Hablábamos de coleccionistas —dijo Erlendur.
—Yes —respondió Wapshott, y en su rostro se esbozó una mueca parecida a una sonrisa—. Bunch of loners, like my self.
—¿Cómo es que un coleccionista del Reino Unido, como usted, se entera de que hace casi cuarenta años andaba por Hafnarfjördur, en Islandia, un niño de coro con una voz muy bonita?
—Oh, mucho más que una voz muy bonita —dijo Wapshott—. Mucho más, mucho más que eso. Ese chico tenía una voz única.
—¿Cómo supo de la existencia de Gudlaugur Egilsson?
—A través de otras personas con intereses similares a los míos. Los coleccionistas de discos están especializados en algo concreto, como creo que le expliqué ayer. Si nos limitamos a la música coral, puede dividirse a los coleccionistas en los que coleccionan solamente ciertas canciones, o ciertos arreglos, y otros que coleccionan ciertos coros. Otros más, como yo, se especializan en niños de coro. Algunos solo coleccionan grabaciones de niños de coro editadas en discos de pizarra, de 78 revoluciones, que se dejaron de fabricar en los años sesenta. Otros coleccionan discos de 45 revoluciones, pero solo de determinados sellos discográficos. La especialización es infinita. Algunos buscan todas las ediciones que pueda haber de una única canción, digamos por ejemplo Stormy Weather, que seguramente le resultará familiar. Usted ya debe de saber todo esto. Me enteré de la existencia de Gudlaugur por un grupo, o más bien una asociación, de coleccionistas japoneses que manejan una magnífica red de información y venta por internet. No hay nadie que coleccione tanta música occidental como los japoneses. Viajan por todo el mundo como aspiradoras y compran todo lo que llega a sus manos y que se haya grabado alguna vez en disco. Sobre todo si es algo del periodo de los hippies y de los Beatles. Son famosos en las ferias de discos, y lo mejor de todo es que dinero no les falta.
Erlendur pensó por un momento en si se podría fumar en el bar, y decidió arriesgarse. Wapshott vio que iba a sacar un cigarrillo y sacó también una arrugada cajetilla de Chesterfield sin filtro. Erlendur le dio fuego.
—¿Cree que se puede fumar aquí? —preguntó Wapshott.
—Enseguida lo veremos —dijo Erlendur.
—Los japoneses tenían un solo ejemplar del primer single de Gudlaugur —continuó Wapshott—. El que le mostré ayer. Se lo compré a ellos. Me costó un ojo de la cara, pero no lo lamento. Cuando pregunté por el origen del disco, me dijeron que se lo habían comprado a un coleccionista de Bergen, en Noruega, durante una feria de discos en Liverpool, Inglaterra. Me puse en contacto con el coleccionista noruego y resulta que él había comprado unos discos de los herederos de un productor discográfico de Trondheim. Este último podría haber recibido aquel ejemplar directamente desde Islandia, quizá de alguien que quería promocionar la carrera del chico en el extranjero.
—Menudo trabajo de investigación por un disco viejo —dijo Erlendur.
—Los coleccionistas somos como los genealogistas. Parte de la gracia del coleccionismo es descubrir el origen. Desde entonces he intentado hacerme con más discos, pero ha resultado enormemente difícil. Solamente se editaron dos discos suyos.
—Me dijo que los japoneses le vendieron ese disco a un precio muy elevado. ¿Qué valor tienen esos discos?
—Ninguno, excepto para los coleccionistas. Y no estamos hablando de cantidades astronómicas.
—Pero sí lo suficientemente grandes como para que usted se viniera a Islandia a comprar más. Por eso quería reunirse con Gudlaugur. Para saber si tenía más discos.
—Llevo cierto tiempo en contacto con dos o tres coleccionistas islandeses. Desde mucho antes de interesarme por los discos de Gudlaugur. Por desgracia, ya no quedan discos suyos. Esos coleccionistas islandeses no encontraron nada. Aún tengo esperanzas de conseguir una copia por internet, desde Alemania. Vine aquí para reunirme con esos coleccionistas, para conocer personalmente a Gudlaugur, por cuya voz siento gran admiración, y para recorrer las tiendas de coleccionistas y ver cómo anda el mercado.
—¿Y vive usted de esto?
—No, qué va —respondió Wapshott llevándose el Chesterfield a los labios; tenía los dedos amarillos de llevar fumando muchos años—. Recibí una herencia. Unas propiedades en Londres. Me encargo de gestionarlas, pero la mayor parte de mi tiempo se va en el coleccionismo de discos. En estos temas se puede hablar quizá de auténtica pasión.
—Y colecciona niños de coro.
—Sí.
—¿Ha encontrado en este viaje algo a lo que hincarle el diente?
—No. Nada. Parece que aquí no hay mucho interés por conservar las cosas. Aquí todo tiene que ser nuevo. Todo lo viejo es basura. Nada merece la pena guardarse. Tengo la sensación de que en este país maltratan los discos. Los tiran, sin más. Cuando se vacía una casa tras un fallecimiento, por ejemplo. No avisan a nadie para que les eche un vistazo. Los echan a la basura. Siempre creí que una empresa de aquí, de Reikiavik, que se llama Sorpa, era una asociación de coleccionistas. La mencionaban bastante en mi correspondencia. Luego resultó ser un centro de reciclaje que vende lo que recibe. Los coleccionistas de aquí encuentran toda clase de maravillas en la basura, y las venden a buen precio a través de internet.
—¿Islandia tiene algún interés especial para los coleccionistas? —preguntó Erlendur— ¿Tenemos algo que no abunde por ahí fuera?
—La principal ventaja de Islandia para los coleccionistas de discos es el reducido tamaño del mercado. De cada grabación se edita solo un pequeño número de ejemplares, que no tardan mucho en desaparecer del mercado y esfumarse total y definitivamente. Como sucedió con los discos de Gudlaugur.
—Tiene que resultar emocionante ser coleccionista en un mundo que rechaza todo lo viejo e inútil. Y uno debe de sentir satisfacción al pensar que está rescatando objetos culturales valiosos.
—Somos unos cuantos majaretas luchando contra la destrucción —dijo Wapshott.
—Y también habrá un cierto margen de beneficio.
—Puede ser.
—¿Qué le pasó a Gudlaugur Egilsson? ¿Qué fue del niño prodigio?
—Lo que les pasa a todos los niños prodigio —dijo Wapshott—. Creció. No sé exactamente lo que le sucedió, pero no volvió a cantar, ni de adolescente ni de adulto. Su carrera de cantante fue breve pero muy hermosa, y luego volvió a desaparecer entre la muchedumbre y dejó de ser especial y único. Nadie volvió a decir maravillas de él, y naturalmente aquello debió de afectarle. Hace falta mucha entereza de ánimo para soportar la admiración y la fama siendo tan joven, y mucha más aún cuando la gente te vuelve la espalda.
Wapshott miró el reloj de la pared del bar, y luego su reloj de pulsera, y carraspeó.
—Me marcho a Londres en el avión de esta noche y tengo que resolver un par de cosas antes de irme. ¿Hay algo más que quiera usted saber?
Erlendur lo miró.
—No, creo que es suficiente. Creía que se marchaba mañana.
—Si puedo ayudarle en alguna otra cosa, aquí tiene mi tarjeta —dijo Wapshott sacando una tarjeta de visita del bolsillo de su chaqueta, y se la entregó a Erlendur.
—¿Ha cambiado el vuelo? —preguntó Erlendur.
—Ya que no pude conocer a Gudlaugur… —dijo Wapshott—. He terminado prácticamente todo lo que quería hacer en el transcurso de este viaje, y así me ahorro una noche de hotel.
—Solo una cosa —dijo Erlendur.
—Dígame.
—Dentro de un rato vendrá un técnico de laboratorio a tomarle una muestra de saliva, si no tiene inconveniente.
—¿Una muestra de saliva?
—Para la investigación del crimen.
—¿Por qué de saliva?
—No puedo decirle nada más en estos momentos.
—¿Soy sospechoso?
—Hemos tomado muestras a todos los que conocieron a Gudlaugur de una u otra forma. Cosas de la investigación. No significa que sospechemos de usted.
—Comprendo —dijo Wapshott—. ¡Saliva! Qué raro.
Sonrió, y Erlendur vio que tenía los dientes de abajo ennegrecidos por el hollín del tabaco.