16
Poco después se emitió una orden de busca y captura contra Henry Wapshott. Lo capturaron cuando iba a tomar el vuelo de Londres. Wapshott fue trasladado a los calabozos de la policía en Hverfisgata, y Erlendur obtuvo una orden judicial para registrar su habitación. Los agentes de la policía científica llegaron al hotel a medianoche. Peinaron la habitación en busca del arma del crimen, pero los resultados fueron muy modestos. Lo único que encontraron fue una maleta que, obviamente, Wapshott pensaba dejar allí, el neceser de afeitado en el baño, un tocadiscos viejo, parecido al que le habían prestado a Erlendur, un televisor y un aparato de vídeo, algunos diarios y revistas inglesas. Una de estas era Record Collector. Un experto en huellas dactilares buscó posibles pruebas de que Gudlaugur hubiera estado en la habitación. Rastrearon los marcos de la puerta y los bordes de la mesa. Erlendur estaba en el pasillo observando a los técnicos. Le apetecía un cigarrillo e incluso una copa de Chartreuse, porque se acercaba la Navidad; y echaba en falta su sillón y sus libros. Pensó en marcharse a casa. No sabía realmente por qué estaba alojado en aquel hotel de muerte. No sabía qué hacer.
Caía al suelo el polvo blanco para la detección de huellas que usaban los técnicos.
Erlendur vio al director del hotel, que avanzaba por el pasillo con sus andares de pato. Llevaba en alto un pañuelo, jadeaba y resoplaba. Miró la habitación y a los técnicos que trabajaban en ella, y sonrió de oreja a oreja.
—Me han dicho que ya le habéis cazado —dijo pasándose el pañuelo por el cuello—. Y que es un extranjero.
—¿Cómo te has enterado? —preguntó Erlendur.
—Pues por la radio, claro —dijo el director, que no podía ocultar su alegría, y es que tenía buenos motivos para sentirse contento. Habían encontrado al culpable de aquella atrocidad, que además no era un islandés ni un empleado del hotel. El director resopló—: En las noticias han dicho que le detuvieron en el aeropuerto de Keflavík cuando intentaba marcharse a Londres. ¿Un inglés, quizá?
Sonó el móvil de Erlendur.
—No tenemos ni idea de si se trata de la persona que estamos buscando —dijo Erlendur, y cogió el teléfono.
—No hace falta que bajes —dijo Sigurdur Óli cuando respondió Erlendur—. Al menos por ahora.
—¿No estabas haciendo el pan de Navidad? —preguntó Erlendur, alejándose del director del hotel para hablar por el móvil.
—Está bien borracho —dijo Sigurdur Óli—. Ese tal Henry Wapshott. No servirá de nada hablar con él. ¿No valdría más la pena dejarle dormir la borrachera esta noche e interrogarle mañana temprano?
—¿Opuso resistencia?
—No, en absoluto. Por lo que me han dicho, les acompañó en silencio y sin protestar. Lo detuvieron en la inspección de pasaportes y lo mantuvieron retenido en la sala de registros, y cuando llegó la policía, lo metieron directamente en un coche patrulla y lo trajeron a Reikiavik. Ninguna resistencia. Está muy callado, eso sí, y se durmió en el coche durante el camino a la ciudad. Ahora está durmiendo en la celda.
—Por lo que sé —dijo Erlendur—, en las noticias han informado de la detención —miró al director del hotel—. La gente confía en que se trate del auténtico culpable.
—Solo llevaba equipaje de mano. Un maletín grande para guardar documentos.
—¿Contiene algo interesante?
—Discos. Antiguos. Trastos de vinilo como el que encontramos en la habitación del sótano.
—¿Te refieres a discos de Gudlaugur?
—Eso me pareció. No muchos. Y llevaba otros discos más. Puedes echarles un vistazo mañana.
—Buscaba discos de Gudlaugur.
—A lo mejor ha podido aumentar su colección —dijo Sigurdur Óli—. ¿Nos vemos mañana por la mañana en comisaría?
—Necesitamos una muestra de saliva —dijo Erlendur.
—Yo me encargo de ello —dijo Sigurdur Óli, y cortaron la conversación.
Erlendur volvió a guardar el móvil en el bolsillo.
—¿Ha confesado? —preguntó el director del hotel—. ¿Ha confesado ya?
—¿Recuerdas si el tipo ese había estado antes en el hotel? Henry Wapshott, un inglés. Un hombre de unos sesenta años. Me dijo que era su primera visita a Islandia, pero resulta que ya se había alojado antes en este mismo hotel.
—No recuerdo a nadie con ese nombre. ¿No tendrás una foto suya?
—Necesito encontrar una. Para saber si alguno de los empleados le conoce. Es posible que alguien se acuerde de ese hombre. No importa que se trate de algo insignificante.
—Ojalá puedas aclarar pronto este asunto —dijo el director del hotel con un hondo suspiro—. Hemos tenido algunas cancelaciones por culpa del crimen. La mayoría, de islandeses. La noticia aún no se ha difundido demasiado por el extranjero. Pero en el bufé hay menos tráfico y las reservas han disminuido. Nunca debí dejar que siguiera viviendo en el sótano. Así le pagan a uno la bondad. Maldita bondad.
—Eres un verdadero manantial de bondad —dijo Erlendur.
El director del hotel lo miró sin saber del todo si le estaba tomando el pelo, pero Erlendur puso cara de póquer. El jefe de la científica salió al pasillo, se dirigió hacia ellos, saludó al director del hotel y se llevó a Erlendur aparte.
—Todo es exactamente igual que lo que tendría cualquier viajero que se alojara en una habitación doble de hotel en Reikiavik —dijo—. El arma homicida no está encima de la mesilla de noche, si era eso lo que esperabas, ni hay ropa ensangrentada en la maleta, en realidad no hay nada que lo relacione con el hombre del sótano. Hay un montón de huellas dactilares ahí dentro. Pero es evidente que ese hombre estaba huyendo. Dejó su habitación como si hubiera bajado un momento al bar. La maquinilla de afeitar está aún enchufada. Un par de zapatos en el suelo. Incluso las zapatillas. En realidad, eso es lo único que sabemos en este momento. Ese hombre tenía mucha prisa. Estaba huyendo.
El jefe volvió a entrar en la habitación y Erlendur se acercó al director del hotel.
—¿Quién se encarga de la limpieza de este pasillo? —preguntó—. ¿Quién puede entrar en esta habitación? ¿Los encargados de la limpieza se reparten las plantas?
—Sé perfectamente quiénes son las encargadas de este pasillo —dijo el director del hotel—. No hay hombres. Por algún motivo.
Lo dijo con ironía, como si las labores de limpieza fueran una evidente tarea de mujeres.
—¿Y quiénes son, entonces? —preguntó Erlendur.
—Bueno, pues, por ejemplo, la chica con la que hablaste.
—¿La chica con la que hablé? —preguntó Erlendur.
—La del sótano —dijo el director del hotel—. La que encontró el cadáver. La chica que encontró muerto a Papá Noel. Este pasillo es suyo.
Cuando Erlendur llegó a su habitación, dos plantas más arriba, Eva Lind estaba en el pasillo, esperándole. Estaba sentada en el suelo, con la espalda apoyada en la pared y la barbilla sobre las rodillas, y Erlendur creyó que dormía. Cuando su padre se acercó, levantó la vista y extendió las piernas.
—¡Vaya, me encanta tener que venir a este hotel! —exclamó—. ¿No piensas largarte a casa?
—Esa era mi intención —dijo Erlendur—. Yo también estoy empezando a aburrirme en este edificio.
Pasó la tarjeta por la ranura de la cerradura y la puerta se abrió. Eva Lind se puso en pie y entró en la habitación detrás de él. Erlendur cerró y Eva se tumbó cuan larga era en su cama. Él se sentó junto a la pequeña mesa de escritorio.
—¿Avanza el case? —preguntó Eva, tumbada boca abajo en la cama con los ojos cerrados, como si tuviera intención de dormirse.
—Muy poco a poco —dijo Erlendur—; y deja de usar esa palabra inglesa, case. Deberías haber dicho: ¿Avanza el caso?
—Ay, cállate ya —dijo Eva Lind con los ojos cerrados. Erlendur sonrió. Miró a su hija en la cama y pensó en la clase de educación que habría recibido ella. ¿Le habría exigido demasiado? ¿La habría matriculado en clases de ballet? ¿La habría animado a aprender piano? ¿Habría esperado que llegara a ser una pequeña virtuosa? ¿La habría golpeado si hubiera tirado al suelo su botella de licor?
—¿Estás ahí? —preguntó Eva, sin abrir los ojos.
—Sí, estoy aquí —dijo Erlendur con voz cansina.
—¿Por qué no dices nada?
—¿Qué tengo que decir? ¿Siempre hay que estar diciendo algo?
—Bueno, por ejemplo, lo que estás haciendo en este hotel. En serio.
—No lo sé. No me apetecía irme al apartamento solo, como siempre. Esto es un pequeño cambio.
—¿Un cambio? ¿Cuál es la diferencia entre estar sin hacer nada en esta habitación o estar sin hacer nada en tu propia casa?
—¿Quieres oír un poco de música? —preguntó Erlendur intentando evitar la conversación sobre sí mismo. Empezó a explicarle el caso a su hija punto por punto, para tener él mismo una visión de conjunto. Le habló de la chica que encontró al Papá Noel apuñalado, que en otros tiempos aquel hombre fue considerado un escolano de dotes extraordinarias, y que los dos discos que había grabado eran muy codiciados por los coleccionistas. Tenía una voz excepcional.
Alargó el brazo para coger el disco que había estado escuchando. Tenía dos salmos y resultaba evidente que se había editado justo antes de unas navidades. En la parte delantera de la funda estaba Gudlaugur con gorro de Papá Noel, sonriendo de oreja a oreja, dejando ver unos dientes de adulto, y Erlendur pensó en la ironía del destino. Puso el disco en el plato y la voz del muchacho inundó la habitación con una hermosa, tierna melodía. Eva Lind abrió los ojos y se incorporó en la cama.
—¿Me estás tomando el pelo?
—¿No te parece magnífico?
—Nunca he oído a un niño cantar de una forma tan hermosa —dijo Eva—. Creo que nunca he escuchado a nadie cantar de una forma tan hermosa —se sentaron en silencio y escucharon la canción hasta el final. Erlendur volvió a estirar el brazo, dio la vuelta al disco y puso el salmo de la segunda cara. Lo estuvieron escuchando, y cuando terminó de sonar, Eva Lind le pidió que lo pusiera otra vez.
Erlendur le habló de la familia de Gudlaugur, del recital del Cine Municipal, de que ni el padre ni la hermana habían estado en contacto con él en más de treinta años, y del coleccionista inglés que había intentado huir del país, y a quien lo único que le interesaba eran los niños de coro. Le contó que los discos de Gudlaugur podrían ser valiosos hoy día.
—¿Crees que pudieron cargárselo por eso? —preguntó Eva Lind—. ¿Por los discos? ¿Porque hoy día son muy valiosos?
—No lo sé.
—¿Quedan muchas copias?
—No creo —dijo Erlendur—, y probablemente sea eso lo que los hace tan codiciados. Elínborg dice que los coleccionistas buscan objetos únicos en el mundo. Pero igual eso no tiene ninguna importancia. A lo mejor fue alguien del hotel quien le agredió. Alguien que no sabía nada de su pasado como niño de coro.
Erlendur prefirió no contarle a su hija los detalles de cómo encontraron a Gudlaugur. Sabía que en su peor época había ejercido la prostitución y estaba bien enterada de su funcionamiento en Reikiavik. Sin embargo, rechazaba la idea de hablar con ella de ese tema. Ella vivía su vida y pasó por lo que tuvo que pasar sin que en ningún momento él hubiera tenido nada que decir al respecto, pero consideró la posibilidad de que Gudlaugur se hubiera comprado algún favorcillo en el hotel, y le preguntó si sabía si en ese hotel se practicaba la prostitución.
Eva Lind miró a su padre.
—Pobre hombre —dijo ella, pero no respondió. Estaba pensando aún en el niño de coro—. En mi colegio también había una niña así. En primaria. Cantaba, y grabó varios discos. Se llamaba Vala Dogg. ¿La recuerdas? Se montó mucho ruido con ella. Una chiquilla rubia y dulce.
Erlendur agitó la cabeza.
—Era una niña prodigio. Cantaba también en programas infantiles de la radio, y cantaba muy bien, una auténtica muñequita. Su padre era un simple telonero, se dedicaba a la música pop, pero a la madre se le fue la olla y decidió convertirla en una estrella pop. Pobre chica, todos se metían con ella sin parar. En realidad era muy linda y nada presumida ni afectada, pero estaban fastidiándola a todas horas. Aquí no hay más que envidia y mala leche. La acosaron, dejó la escuela y se puso a trabajar. Yo la veía mucho cuando me metí en la droga, y ella ya estaba hecha un guiñapo. Peor que yo. Quemada y olvidada. Me dijo que había sido lo peor que le había sucedido nunca.
—¿El convertirse en niña prodigio?
—Aquello la destrozó por completo. Nunca llegó a recuperarse. No pudo ser ella misma. Su madre era espantosamente autoritaria. Nunca le preguntó si era eso lo que quería. Le gustaba cantar y le divertía estar sobre el escenario, con las luces y todo eso, pero no comprendía lo que estaba sucediendo. Nunca pudo ser otra cosa que una muñeca de fiestas infantiles. Sólo podía tener esa única dimensión. Ser la preciosa pequeña Vala Dogg. Y encima se metían con ella por todo, y no comprendió nada hasta que creció y se dio cuenta de que nunca sería otra cosa que una linda muñequita que cantaba vestida con faldita de colegiala. Que nunca llegaría a ser una cantante pop mundialmente famosa, como decía siempre su madre.
Eva Lind calló y miró a su padre.
—Se fue totalmente a la mierda. Dijo que lo peor había sido el acoso escolar, aquello la había dejado hecha un trapo. Siempre acabas por tener de ti mismo la misma opinión que tienen los que te torturan.
—Probablemente, a Gudlaugur le sucedió algo semejante —dijo Erlendur—. Se marchó de casa muy joven. Debe de ser un infierno para un chico encontrarse en una situación como esa.
Los dos callaron.
—Claro que hay putas en este hotel —soltó de repente Eva Lind, tumbándose de nuevo en la cama—. ¡¿Qué te pensabas?!
—¿Qué sabes de ese asunto? ¿Algo que me pudiera ayudar?
—Hay putas en todas partes. Se puede llamar a un número y te estarán esperando en el hotel. Putas finas. Ellas no se llaman a sí mismas putas, sino que prefieren el nombre de «servicio de señoritas de compañía».
—¿Conoces a alguna que tenga relación con este hotel? ¿Chicas o mujeres que ejerzan esa actividad?
—No tienen por qué ser islandesas. También pueden ser emigrantes. Llegan como turistas por unas semanas, para eso no necesitan permiso. Y luego vuelven al cabo de seis meses.
Eva Lind miró a su padre.
—Habla con Stína. Es amiga mía. Conoce este asunto. ¿Crees que fue una puta quien lo mató?
—No tengo ni la menor idea.
Callaron. Fuera, en la oscuridad, resplandecían los copos de nieve que caían al suelo. Erlendur se acordó de que en la Biblia se decía algo acerca de la nieve, algo sobre los pecados y la nieve, e intentó recordarlo con más precisión. «¿Son vuestros pecados como escarlata? ¡Quedarán blancos como la nieve!».
—Estoy a punto de perder el control —dijo Eva Lind. No había tensión alguna en la voz. Ni énfasis.
—Quizás es que no puedes conseguirlo tú sola —dijo Erlendur, que ya había animado a su hija otras veces a buscar ayuda—. A lo mejor debería ayudarte alguna otra persona, aparte de mí.
—No empieces con tus mierdas psicológicas —dijo Eva.
—Aún no te has recuperado, y es evidente que te encuentras mal y que dentro de poco tratarás de aliviar tu malestar con el viejo sistema, y entonces acabarás en el mismo caos que antes.
Erlendur estuvo a punto de pronunciar una frase que hasta entonces nunca se había atrevido a decirle en voz alta a su hija.
—Siempre el mismo sermón —dijo Eva Lind, y se levantó, presa de un súbito nerviosismo.
Erlendur decidió jugárselo todo a una carta.
—Estarías traicionando a la niña muerta.
Eva Lind clavó en su padre unos ojos llenos de furia.
—La única posibilidad que tienes es enfrentarte a esta mierda de vida, como tú la llamas, y aguantar ese sufrimiento que siempre la acompaña. Aguantar los sufrimientos que todos tenemos que aguantar, siempre, para poder superarlos y sentir, y gozar incluso de la alegría y la felicidad que la existencia puede proporcionarnos, pese a todo.
—¡Y me lo dices tú! ¡Tú, que no eres capaz ni siquiera de ir a tu casa en Navidad porque allí no hay nada! ¡Nada en absoluto, y sabes que no es más que un agujero vacío y ya no te apetece meterte en él!
—Siempre estoy en casa en Navidad —dijo Erlendur.
Eva Lind vaciló. No entendía bien lo que le quería decir.
—¿De qué hablas?
—Es lo peor de la Navidad —dijo Erlendur—. Siempre vuelvo a casa.
—No te comprendo —dijo Eva Lind, y abrió la puerta—. Nunca conseguiré entenderte.
Cerró dando un portazo. Erlendur se levantó con intención de seguirla, pero no lo hizo. Sabía que volvería. Fue a la ventana y miró su reflejo en el cristal, hasta que la vio en medio de la oscuridad y bajo los relucientes copos de nieve.
Había olvidado que tenía intención de irse a casa, a ese agujero vacío, como lo había definido Eva Lind. Dio la espalda a la ventana y puso en el plato el disco de salmos de Gudlaugur, se tumbó otra vez y escuchó a aquel muchacho que mucho tiempo después sería encontrado en un cuartucho de hotel, olvidado por todos, y pensó en pecados blancos como la nieve.