19
Cuando Erlendur bajó al vestíbulo del hotel, camino de la cocina, vio a Marion Briem en recepción, con un abrigo gastado y un sombrero, y con sus huesudos dedos en constante movimiento. Tras saludarse, Erlendur le acompañó al comedor para sentarse. Se dio cuenta de que Marion había envejecido mal en los años transcurridos desde su último encuentro, pero los ojos seguían igual de despiertos e interrogantes, y, como siempre, no perdía el tiempo en preámbulos innecesarios.
—Tienes un aspecto horrible —dijo Marion, y se sentó—. ¿Qué es lo que te está reconcomiendo tan profundamente? —un purito surgió de algún bolsillo del abrigo, acompañado de una caja de cerillas.
—Aquí seguro que está prohibido fumar —dijo Erlendur.
—Ya no se puede fumar en ningún sitio —dijo Marion, encendiendo el cigarro. Tenía una expresión dolorida en el rostro. La piel grisácea, flácida y arrugada. Sus descoloridos labios apretaron el cigarro. Las uñas estaban exangües y sus dedos huesudos se extendieron para coger el cigarro cuando los pulmones hubieron recibido su dosis.
Aunque su relación tenía tras de sí una larga historia, llena de acontecimientos compartidos, nunca se habían llevado del todo bien. Marion había sido el mando superior de Erlendur durante muchos años, e intentó enseñarle el oficio. Erlendur era indisciplinado y no le gustaba recibir órdenes, no aguantaba tener a nadie por encima de él en aquellos tiempos, ni tampoco ahora. Eso le atacaba los nervios a Marion, y se producían fuertes y frecuentes discusiones entre ambos, aunque Marion sabía que era realmente difícil encontrar un colaborador mejor, aunque solo fuera porque Erlendur no tenía obligaciones familiares, con la pérdida de tiempo que estas suponían. Erlendur no hacía otra cosa que trabajar. Algo semejante le sucedía a Marion Briem, que había vivido toda su vida en solitario.
—¿Qué me cuentas de ti? —preguntó Marion, dando una calada al puro.
—Nada —respondió Erlendur.
—¿No te van las navidades?
—Nunca he conseguido comprender eso de las navidades —dijo Erlendur con la cabeza en otro sitio, y miró hacia la cocina, por si veía el gorro de cocinero.
—No, claro —dijo Marion—. Demasiada alegría y demasiada felicidad, me parece. ¿Por qué no te buscas una mujer? No eres tan viejo. Hay montones de tías que serían capaces de irse con un muermo como tú. Te lo aseguro.
—Lo he intentado —dijo Erlendur—. ¿Qué has encontrado sobre…?
—¿Te refieres a tu mujercita?
Erlendur no estaba dispuesto a continuar una conversación sobre su vida privada.
—Para ya, por favor —dijo.
—Me enteré de que…
—Te he dicho que pares —dijo Erlendur enfadado.
—Vale, vale —dijo Marion—. Tu forma de vivir no es asunto mío. Lo único que sé es que la soledad mata poco a poco. —Calló—. Pero naturalmente, tú tienes a tus hijos. ¿O no?
—¿No podríamos dejar ya ese tema? —dijo Erlendur—. Eres… —no continuó.
—¿Qué soy?
—¿Qué estás haciendo aquí? ¿No podías llamar por teléfono?
Marion miró a Erlendur, y en su viejo rostro pareció dibujarse una sonrisa.
—Me han dicho que te estás quedando a dormir en el hotel. Que no vas a tu casa ni aunque sea Navidad. ¿Pero qué te pasa? ¿Por qué no te marchas a casa?
Erlendur no respondió.
—¿Tan aburrido estás ya de ti mismo?
—¿Podemos hablar de otra cosa?
—Conozco esa sensación. La de estar aburrido de uno mismo. De ese bicho que somos y que no nos quitamos de la cabeza. Uno puede llegar a librarse de él algún rato, pero siempre regresa y empieza a dar la tabarra otra vez. Uno puede intentar quitárselo a base de beber. O cambiando de ambiente. Alojándose en un hotel cuando las cosas se ponen peor.
—Marion —rogó Erlendur—. Déjame en paz.
—Quien tenga discos de Gudlaugur Egilsson —dijo Marion Briem, entrando de repente en materia—, se puede bañar en oro.
—¿Por qué dices eso?
—Hoy en día son un tesoro. Desde luego, no hay mucha gente que los tenga o que sepa de su existencia, pero quienes los conocen están dispuestos a pagar por ellos cantidades astronómicas. Los discos de Gudlaugur son una absoluta rareza en el mundo de los coleccionistas, y son muy codiciados.
—¿Qué cantidades astronómicas? ¿Decenas de miles?
—Podrían ser cientos de miles —dijo Marion Briem—. Por cada copia.
—¡¿Cientos de miles?! No puede ser verdad —Erlendur se irguió en su asiento. Pensó en Henry Wapshott. Comprendió por qué iba a Islandia en busca de Gudlaugur. En busca de sus discos. No era solo la atracción por el niño de coro lo que le movía, como quería hacerle creer. Erlendur comprendió por qué le había dado medio millón a Gudlaugur sin garantías del resultado.
—Por lo que he podido saber, solo se grabaron esos dos discos con el chico —dijo Marion Briem—. Y lo que los hace tan valiosos, aparte de la increíble voz del niño, es que la edición fue muy limitada y casi no se vendieron. Hay pocas personas que posean alguno de esos discos hoy en día.
—¿El canto tiene alguna importancia en sí mismo?
—Creo que sí, pero la norma es que la calidad de la música, la calidad de lo que contienen los discos, tiene menos importancia que el estado general de estos. La música puede ser mala, pero si hay una buena interpretación de la pieza adecuada, con el productor adecuado y en el momento justo, el valor puede ser ilimitado. La calidad artística no es el criterio principal.
—¿Qué fue de las demás copias? ¿Lo sabes?
—No aparecen. Se han ido perdiendo con el paso del tiempo, o sencillamente las arrojaron a la basura. Probablemente no hubo muchas, en todo caso, quizá solo unos cuantos centenares. El motivo de que los discos sean tan caros se debe sobre todo a que, al parecer, circulan muy pocas copias por el mundo. Otro factor es que la carrera del chico fue muy breve; solo existen esos dos discos, editados en el mismo año. Y después, tengo entendido que cambió la voz y no volvió a cantar nunca más.
—Al pobre chico le sucedió durante un concierto —dijo Erlendur—. Un gallo, se llama. Se rompe la voz.
—Y aparece asesinado muchos decenios más tarde.
—Si el valor de esos discos alcanza los cientos de miles…
—¿Sí?
—¿No es eso motivo suficiente para matarlo? En su cuarto encontramos un ejemplar de cada disco. En realidad, era casi lo único que tenía.
—Entonces, quien lo apuñaló no debería de tener mucha idea de su valor —dijo Marion Briem.
—¿Quieres decir que, de saberlo, habría robado los discos?
—¿En qué estado se encontraban las copias?
—Como nuevas —dijo Erlendur—. Las fundas no tenían ni una arruga, ni una mancha, y me parece que no los han puesto jamás en un tocadiscos.
Miró a Marion Briem.
—¿Es posible que Gudlaugur fuera el dueño de las copias sobrantes? —preguntó.
—¿Por qué no? —dijo Marion.
—Encontramos una llave en su cuarto que no sabemos de qué son. ¿Dónde podría guardarlos?
—A lo mejor no se trata de todos los discos —dijo Marion—. Solo de una parte. ¿Qué otra persona podría tenerlos, aparte del propio solista del coro?
—No lo sé —dijo Erlendur—. Hemos detenido a un coleccionista que vino de Inglaterra para hablar con Gudlaugur. Un individuo un tanto misterioso que intentó escapar y que adora al antiguo niño de coro. Es la única persona, que yo sepa, que conoce el valor de los discos de Gudlaugur. Colecciona discos de escolanos.
—¿No estará chalado? —preguntó Marion Briem.
—Sigurdur Óli se encargará de comprobarlo —dijo Erlendur—. Gudlaugur era el Papá Noel del hotel —añadió, como si existiera un puesto fijo de Papá Noel.
Marion esbozó una sonrisa desde su grisácea vejez.
—Encontramos una nota en el cuarto de Gudlaugur en la que ponía Henry y una hora, las 18:30, como si tuviera una cita con alguien a esa hora. Henry Wapshott dice que estuvo con él a las seis y media, el día antes del crimen.
Erlendur calló, sumido en sus pensamientos.
—¿Qué estás rumiando? —preguntó Marion.
—Wapshott me dijo que le había pagado a Gudlaugur medio millón de coronas para demostrarle que iba en serio, o algo por el estilo. Que quería comprar discos. Ese dinero podría encontrarse en su cuartucho cuando se produjo la agresión.
—¿Insinúas que alguien podía estar al corriente de los tratos de Wapshott con Gudlaugur?
—No es imposible.
—¿Otro coleccionista?
—Quizá. No lo sé. Wapshott es un tipo muy raro. Sé que nos está ocultando algo. Si es algo sobre él mismo o sobre Gudlaugur, eso no lo sé.
—Y naturalmente, cuando lo encontraron, ese dinero había desaparecido.
—Sí.
—Tengo que irme —dijo Marion, y se puso en pie. Erlendur se levantó también—. No llego ni a la mitad del día —añadió Marion—. Un cansancio de muerte. ¿Cómo le va a tu hija?
—¿A Eva? Pues no lo sé. Creo que no anda muy bien.
—Quizá deberías pasar las vacaciones en casa con ella.
—Sí, quizá.
—¿Y el asunto de la mujercita?
—Vale ya con lo de la mujercita —dijo Erlendur, y su mente voló hacia Valgerdur. Tenía ganas de llamarla, pero no se atrevía. ¿Qué iba a decirle? ¿Qué le importaba a ella su pasado? ¿A quién le importaba su vida? Qué estupidez, invitarla a cenar, así, sin más. No sabía por qué lo había hecho.
—Tengo entendido que estuviste cenando con una mujer —dijo Marion—. Por lo que se sabe, no había pasado en muchos años.
—¿Quién te ha contado eso? —preguntó Erlendur, atónito.
—¿Quién era la mujer? —preguntó Marion sin contestar su pregunta—. Me dijeron que era muy atractiva.
—No hay ninguna mujer —le espetó Erlendur, y se marchó a toda prisa. Marion Briem se quedó mirándolo y luego salió del hotel a pasos lentos, con una sonrisita en los labios.
Mientras bajaba al vestíbulo, Erlendur pensaba en cómo acusar de robo al cocinero jefe de forma cortés, pero Marion le había dejado muy mal cuerpo. Cuando se llevó al cocinero a un rincón de la cocina, no le quedaba ya mucho de lo que se suele llamar tacto.
—¿Eres un ladrón? —preguntó sin más—. ¿Como todos los demás, aquí, en esta cocina? ¿Robáis cualquier cosa que no esté atornillada al suelo?
El jefe de cocina lo miró.
—¿Qué estás diciendo?
—Lo que estoy diciendo es que Papá Noel fue apuñalado porque conocía los robos a gran escala que se producen en el hotel. Quizá lo mataron porque sabía quién estaba al frente. Quizá te escabulliste tú hasta su cuartucho y lo mataste a puñaladas para que no lo soltara todo. ¿Qué te parece mi teoría? Y de paso lo desvalijaste.
El cocinero clavó los ojos en Erlendur.
—¡Estás loco! —le soltó en un suspiro.
—¿Robas de la cocina?
—¿Con quién has estado hablando? —preguntó el cocinero, muy serio—. ¿Quién te ha contado esas mentiras? ¿Ha sido alguien del hotel?
—¿Ya te han tomado la muestra de saliva?
—¿Quién te lo dijo?
—¿Por qué no querías que te tomaran una muestra?
—Ya me la tomaron, por cierto. Me parece que eres idiota. ¡Tomar muestras a todos los que trabajan en el hotel! ¿Para qué? ¡Para convertirnos a todos en unos gilipollas! Y luego vienes y me llamas ladrón. Nunca he robado ni un repollo de la cocina. ¡Jamás! ¿Quién te ha contado esa patraña?
—Si Papá Noel sabía algo malo sobre ti es porque eres un ladrón, ¿y no podría ser que te obligara a hacerle algunas cosillas? Como ch…
—¡Cierra la boca! —gritó el jefe de cocina—. ¡¿Fue el chuloputas ese?! ¿Fue él quien te soltó esa trola?
Erlendur creyó que iba a echarse sobre él y agredirlo. El cocinero se había acercado tanto que sus rostros casi se tocaban. El gorro se inclinó hacia delante y Erlendur lo miró de arriba abajo.
—¿Fue ese cabrón de chuloputas? —bramó el cocinero.
—¿Quién es el chuloputas?
—Ese gilipollas de mierda, el director del puto hotel —dijo el cocinero con los dientes apretados.
El móvil de Erlendur empezó a sonar en su bolsillo. Los dos se miraron a la cara, ninguno de ellos dispuesto a ceder. Finalmente, Erlendur sacó el teléfono. El cocinero se dio la vuelta, rojo de furia.
Era el jefe de la policía científica.
—Es sobre la saliva del preservativo —dijo después de presentarse.
—Sí —dijo Erlendur—, ¿ya habéis encontrado al dueño?
—No, para eso aún falta bastante —dijo el jefe—. Pero, a cambio, la hemos analizado con más detalle, me refiero a la composición química, y entre otras cosas hemos encontrado trazas de tabaco.
—¿De tabaco? ¿Del que se fuma?
—Sí, pero es que se parece más al de mascar —dijo la voz al teléfono.
—¿De mascar? No te entiendo.
—La composición química. Hace tiempo se compraba en las tiendas de tabacos, pero no estoy seguro de que siga siendo así. A lo mejor en los drugstores, no tengo muy claro si sigue estando permitida su venta. Tendremos que comprobarlo. La gente se lo pone bajo el labio, suelto o en bolsitas, supongo que debes de saberlo.
El cocinero dio una patada a la puerta de un armario y dejó escapar una sarta de maldiciones.
—Me estás hablando de tabaco de mascar —dijo Erlendur—. ¿Hay restos de tabaco de mascar en la muestra del preservativo?
—Eso es —dijo el jefe.
—¿Y eso qué significa?
—Quien estuvo con Papá Noel mastica tabaco.
—¿Qué ganamos con saber eso?
—Nada. Por el momento. Pero pensé que te gustaría saberlo. Y hay otra cosa más. Me preguntaste por el cortisol de la saliva.
—Sí.
—La cantidad era pequeña, en realidad era bastante normal.
—¿Y eso qué nos dice? ¿Que todo estaba tranquilo?
—Si se encuentra mucho cortisol, es que la presión sanguínea ha aumentado a causa de la tensión o la presión. La persona que estuvo con el portero se sintió tranquila todo el tiempo. Nada de estrés ni de tensión. Estaba segura de que no tenía nada que temer.
—Hasta que sucedió algo —dijo Erlendur.
—Sí —dijo el jefe—. Hasta que sucedió algo.
Se despidieron y Erlendur volvió a guardar el móvil en el bolsillo. El jefe de cocina lo miraba sin pestañear.
—¿Sabes de alguien en el hotel que consuma tabaco de mascar? —peguntó Erlendur.
—¡Cállate! —aulló el cocinero.
Erlendur respiró hondo, se puso las manos sobre la cara y se la frotó un poco, cansado, y de pronto recordó los dientes de Henry Wapshott, amarillentos por el tabaco.