Lo que pasó en la isla

Al sexto día los despertó la lluvia, finas gotas de lluvia que les golpeaban en el rostro. Los niños saltaron de la barca y se refugiaron debajo de uno de los árboles de la isleta. Desde allí, helados de frío, contemplaban cómo la lluvia caía suavemente sobre las aguas plateadas del gran río. El perro, indiferente a la lluvia, corría de acá para allá ladrando alegremente.

—¿Qué vamos a hacer ahora? —preguntó Amapola.

—Nada —dijo Fridolín—. Esperar a que deje de llover y luego seguir.

Todos quedaron en silencio.

—Estamos perdidos —dijo Roto—. No sabes dónde estamos, y no sabes adónde nos llevas.

Era lo que pensaban todos. Fridolín notó al instante que los otros habían estado hablando, y que lo que decía Roto reflejaba lo que pensaban todos los demás.

—Ya no estamos en el Parque de las Lilas —dijo Roto—. Creo que ni siquiera estamos en Aquitania. En Aquitania no hay ríos como este, con leones en las orillas y cocodrilos dentro del agua.

—Te equivocas —dijo Fridolín—, sí estamos en el Parque de las Lilas. Lo que sucede es que el parque no está en ningún lugar.

—¿Qué dices, Frido? Eso no lo entiendo —dijo Abbás.

—Es verdad que no estamos en Aquitania —dijo Fridolín—, pero sí estamos dentro del parque. Estamos dentro de la imaginación del parque. ¿Lo entendéis?

—No —dijeron sus amigos.

Fridolín se quedó callado porque tampoco él mismo entendía del todo lo que acababa de decir.

Como no sabía qué hacer, abrió su mochila y sacó su libro. Sus amigos le miraban con una expresión extraña.

—Frido —dijo Roto—, no queremos que vuelvas a mirar en ese libro.

—¿Qué? —dijo Fridolín.

—Hemos estado hablando —dijo Abbás—. Todos queremos volver.

Fridolín abrió mucho los ojos y les miró asombrado.

—¿Volver? —preguntó—. ¿Volver adónde?

—Nos estamos alejando cada vez más —dijo Amapola, mirándole con expresión de desconsuelo—. Estamos en un territorio salvaje, lleno de animales peligrosos. Tenemos que volver, Frido.

—¿Y tú, Rani? —preguntó Fridolín—. ¿También piensas lo mismo?

Rani le miró con sus grandes ojos oscuros y con los labios contraídos en una mueca de disgusto.

—Tenemos que volver, Frido —dijo Roto—. Este río es cada vez más grande. Tenemos que regresar río arriba, retornar al parque e intentar encontrar el camino para volver a casa.

—¿Eso es lo que habéis estado hablando? —dijo Fridolín—. ¿Es que no lo entendéis? No se puede «volver». No hay ningún sitio adonde volver. Os lo he explicado un montón de veces. En el libro lo dice con toda claridad…

En ese momento, Roto agarró el libro que Fridolín tenía en la mano, se lo arrancó de un tirón, echó a correr con él hasta la orilla y lo arrojó con fuerza a las aguas del río. Todos vieron cómo el libro trazaba un arco en el aire y luego caía en el agua con una salpicadura y se quedaba flotando unos instantes. Luego se hundió como una piedra.

—¡Roto! —dijo Amapola—. ¿Por qué has hecho eso?

—Ya está —dijo Roto regresando con los demás—. Se acabó el libro.

—Entonces ¿no queréis llegar al árbol de los deseos? —dijo Fridolín.

—Queremos volver a casa —dijo Abbás.

Fridolín se apartó de sus amigos, llamó a Brabante y se dirigió con él al borde del río, al lugar donde Roto había tirado al agua La regla del acechador. Seguía lloviendo muy suavemente, pero no le importaba mojarse. Sentía la lluvia como un llanto muy suave, como si todo el mundo estuviera llorando. Él mismo también estaba llorando por dentro. A lo mejor los otros tenían razón. Al fin y al cabo, él no era un verdadero acechador. Los acechadores aprendían su arte de otros acechadores, y en ocasiones pasaban muchos años hasta que un aprendiz de acechador se atrevía a entrar solo en el parque. Él no había recibido ningún entrenamiento real, y estaba actuando a lo loco y poniendo en peligro su vida y las vidas de sus amigos. ¿Cómo se le había ocurrido meterse en aquella aventura?

A lo mejor sus amigos tenían razón, y lo que tenían que hacer era darse la vuelta. De pronto, Fridolín empezaba a dudar de todo.

A lo mejor el árbol de los deseos no existía. Al fin y al cabo, en los últimos días les habían pasado cosas muy extrañas, pero si uno se ponía a pensar en ello, no había sucedido nada que fuera verdaderamente «mágico», nada que no pudiera explicarse de forma racional. Encontrarse con un león era algo muy extraño, es cierto, pero no imposible. En el mundo real existen los leones, y las serpientes, y los soldados, y la gente se pierde, y a veces cuando estás asustado o en un lugar extraño la imaginación te juega malas pasadas, como cuando ves un monstruo en los pliegues de una cortina o en las sombras de una pared.

Sí, era posible que sus amigos tuvieran razón y que fuera una locura seguir y seguir aquel viaje sin sentido. Uno tiene que aprender a aceptar los errores y los fracasos, se dijo Fridolín. A veces las cosas no son como nosotros esperamos.

Se puso en cuclillas en la orilla cenagosa, y el perro se sentó a su lado, respirando afanosamente y con la lengua colgando, y los dos se pusieron a mirar el río. Era un río muy ancho, todavía más ancho que la tarde anterior. Parecía como si durante la noche se hubiera hecho el doble o el triple de ancho que antes.

Y, de pronto, algo apareció en mitad de las aguas, como a unos diez metros del lugar donde él estaba. Era un objeto redondeado y muy grande, que se asomaba apenas sobre la superficie del agua. ¿Qué sería aquello? Fridolín se volvió a mirar a sus amigos. Seguían todos debajo del árbol, pero ahora se habían sentado en el suelo y parecían estar discutiendo animadamente.

El objeto que había dentro del río comenzó a ascender poco a poco. Y entonces Fridolín vio como surgían, en medio de brillantes chorros de agua color chocolate con leche, una frente muy arrugada, unos ojos abiertos que parpadearon enseguida con enormes párpados, una gran nariz y una boca de gruesos labios. Era una cabeza gigantesca, que le miraba directamente a los ojos con expresión de pocos amigos.

El perro no ladró, ni manifestó sorpresa de ninguna clase. Se incorporó y se puso a mover el rabo alegremente, mirando la gran cabeza que acababa de surgir de las aguas como si aquello fuese lo más normal del mundo.

—Fridolín —dijeron los labios de la cabeza gigantesca.

—¿Quién eres? —preguntó Fridolín.

—Soy Miedo —dijo la cabeza—. Llevo bastante tiempo siguiéndoos.

—¿El miedo? —preguntó Fridolín—. ¿Quieres decir que te llamas Miedo, o que eres el miedo en general?

—Soy Miedo —repitió la cabeza—. Surjo cuando hay discusiones, cuando os enfrentáis unos con otros.

—Entonces ¿por qué no me das ningún miedo? —dijo Fridolín—. Fíjate, más que miedo casi me das hasta risa.

La gran cabeza sonrió.

—Eso es lo que les pasa a todos cuando ven a Miedo directamente —dijo—. Se dan cuenta de que no hay nada que temer.

—¿Por qué estás dentro del río?

—Siempre estoy escondido en algún sitio.

—¿Eres tú el que oímos acercarse en la estatua del ángel caído?

—Sí. Siempre voy cuando hay sospechas, o envidia, o violencia, o cuando alguien se siente más importante que los demás…

—Y eres también el monstruo que apareció cuando estábamos con los soldados.

—Sí.

—¿Y no te hicieron nada sus disparos?

—Claro que me hicieron —dijo la gran cabeza que salía del río—. Ese día crecí tres o cuatro metros más. Cuando se disparan armas de fuego, Miedo crece.

Fridolín se quedó pensativo.

—Has utilizado la palabra «monstruo» —dijo entonces la gran cabeza—. ¿Es así como me veis? ¿Como un gran «monstruo»?

—No te veíamos con claridad —dijo Fridolín.

—No sé por qué tenéis que considerarme un «monstruo» —dijo la gran cabeza, que parecía muy ofendida—. ¿Solo por ser más grande que vosotros? Yo soy tan grande como vosotros me hacéis.

—No —dijo Fridolín—, es porque no te veíamos, y no sabíamos qué forma tenías…

—Sí —dijo la gran cabeza suspirando—. Eso es lo que le pasa a casi todo el mundo. Que no pueden verme con claridad.

—No te ofendas —dijo Fridolín.

—Cuando se me conoce, uno se da cuenta de que no soy mala persona. Soy muy útil. Aviso de los peligros.

—Gracias, Miedo.

—En vez de darme las gracias, ¿por qué no me haces un regalo? Así quedaríamos en paz.

—¿Un regalo? —dijo Fridolín—. ¿Te conformarías con…? ¿Te conformarías con el rubí inmortal de la princesa Flermonde…?

En los ojos de Miedo hubo un brillo de codicia. Una mano inmensa salió del agua del río. Fridolín se sacó del bolsillo la piña de ciprés que todavía llevaba y la lanzó al aire. La mano de Miedo la atrapó sin dificultad.

La gran cabeza comenzó a hundirse en el agua.

—¿Hay algún peligro del que debas avisarnos ahora? —preguntó Fridolín.

—Tened mucho cuidado con el árbol —dijo la cabeza—. Tened mucho cuidado con el…

Ahora sus labios se hundían en el agua, y las siguientes palabras no provocaron más que burbujeos en las aguas del río. Luego se hundieron la enorme nariz, los ojos muy abiertos y las cejas. Al cabo de unos segundos, solo un remolino señalaba el lugar donde se había asomado la gran cabeza. Luego, el agua siguió corriendo.

Cuando la cabeza desapareció completamente bajo las aguas, el perro volvió a sentarse sobre los cuartos traseros.

—¿Tú has visto eso, Brabante? —le preguntó Fridolín.

El perro ladró dos veces.

En ese momento, Fridolín vio que había otra cosa que se acercaba moviéndose sinuosamente bajo la superficie del agua. Era un cocodrilo.

No se dio cuenta de lo enorme que era hasta que lo vio salir del agua y arrastrarse unos cuantos pasos sobre la arena de la orilla.

Fridolín se apartó prudentemente. Sabía que los cocodrilos eran torpes en tierra, pero que podían dar saltos muy rápidos y atacar con ferocidad a cualquier presa. El cocodrilo traía una cosa roja entre los dientes. En un primer momento pensó que se trataba de un trozo de carne. El animal avanzó unos metros arrastrando su vientre sobre la arena, abrió las mandíbulas y soltó lo que traía. Era La regla del acechador. Luego se dio la vuelta y volvió a meterse en el agua.

—Mira, Brabante —dijo Fridolín muy excitado—. ¡Nos ha devuelto el libro!

Lo cogió de la arena y regresó a donde estaban los otros. El libro estaba chorreando, y tenía claramente las marcas de los dientes del cocodrilo en la portada y la contraportada.

Los otros seguían debajo del árbol, sentados o en cuclillas sobre la hierba húmeda.

—¿Qué era eso? —dijo Rani—. ¡Había un gigante dentro del río!

—Sí —dijo Fridolín.

—¡Y luego ha salido un cocodrilo del agua! —dijo Abbás.

—Sí —dijo Fridolín—. Me ha devuelto el libro.

Lo abrió. Todas las páginas estaban en blanco.

—¡Está todo en blanco! —dijo Fridolín.

—Se ha borrado la tinta —dijo Roto.

Los niños se pusieron a mirar el libro. Era el mismo, no cabía duda, y en la portada seguía poniendo La regla del acechador con letras doradas, pero todas las páginas estaban ahora blancas.

—No me lo creo —dijo Rani—. Yo una vez metí un libro dentro de la bañera y la tinta no se borró, pero luego hubo que tirarlo porque se quedaron pegadas las páginas.

—La tinta no se borra tan fácilmente —dijo Abbás—. Debe de ser un truco.

—¿Es que no lo entendéis? —dijo Fridolín, sintiendo que no podía soportar más la incredulidad de sus amigos—. ¿Qué más queréis? ¡El parque nos está hablando! Roto ha tirado el libro al agua, y el parque nos lo devuelve. ¡Nos habla todo el rato, cuida de nosotros, nos escucha, nos contesta! ¿Qué más pruebas queréis?

Todos quedaron en silencio.

—Si el parque quiere decirnos algo, como tú dices, podría hablar más claro —dijo Abbás—. Además, ¿por qué lo ha devuelto sin letras?

—Porque ya no necesitamos el libro —dijo Fridolín—. ¿Qué más señales queréis? ¿Por qué tenéis el corazón tan duro?

—Creo que Fridolín tiene razón —dijo entonces Amapola—. Creo que no podemos volver, y que lo único que podemos hacer es seguir hacia delante.

—¡Amapola! —protestó Roto.

—Tenemos que estar juntos —dijo Amapola—. Ya veis lo que pasa cuando discutimos.

—Pero Amapola, estábamos todos de acuerdo —dijo Roto.

—Pues yo he cambiado de idea —dijo Amapola—. Fridolín tiene razón, y yo me voy con él.

—Yo me voy también con Frido —dijo Abbás entonces—. Si puedo enfrentarme con un león, puedo enfrentarme con cualquier cosa.

Roto le miró con cara de fastidio.

—Bueno, está bien —dijo—. Está bien, yo también voy.

—¿Rani? —preguntó Fridolín.

Rani parecía muy disgustada. Se había cruzado de brazos y tenía los labios contraídos en un puchero.

—Estoy harta —dijo—. Hace no sé cuántos días que no me baño. Estoy sucia, y me pica el pelo, y quiero beber un vaso de leche caliente y comer tarta de chocolate, y dormir en mi cama y que mi mamá me cante una canción para dormirme, y montar en mi elefante de verdad por el jardín, e ir a la piscina, y ponerme guapa y estar en una comida de gala con mis papás, y que todos me digan lo guapa que estoy, y que Sundri me lave el pelo tres veces seguidas con champú y luego me peine y me haga coletas, y ver la tele, y jugar con mis muñecos, y ver el vídeo de El mundo de las hadas, y ponerme mi disfraz de hada, y jugar al escondite con Ozman y Bharat, y estoy harta de este sitio y de estar mojada y con los pies mojados y sin comer y con soldados estúpidos que cuando volvamos de aquí le voy a decir a mi padre que los meta a todos en la cárcel, y ya no aguanto más…

—Pero Rani… —comenzó a decir Fridolín.

—¡Estoy sucia! —dijo Rani—. Tengo los pies mojados. Me ha picado un mosquito, ¡mira! —añadió mostrando un habón en el brazo con gesto muy dramático—. ¡Ahora esta picadura me picará y me picará y yo me rascaré y me rascaré, y como no tenemos crema para los mosquitos se me pondrá rojo y no se me curará, y me picará tanto que no podré dormir, y luego vendrá otro mosquito y me picará en otro sitio, y ya estoy harta!

Todos quedaron en silencio, sin saber cómo reaccionar ante aquella explosión de furia.

—Rani —dijo Fridolín—, todos tenemos ganas de volver a nuestra casa, y de estar con nuestros padres.

—¡No es verdad! —dijo Rani—, ¡porque vuestras casas son feas, y no tenéis criados, y vuestra madre tiene que fregar los cacharros y se les ponen las manos rojas y se ponen viejas y gordas y feas porque trabajan todo el día, no como mi mamá, que es guapísima y salió una vez en una revista, y además no tenéis jardín, ni elefante de verdad como yo, y por eso no os importa estar aquí sucios y sin comer y durmiendo en el suelo como si fuerais perros sarnosos, y ya estoy harta!

—Oye, Rani… —empezó a decir Amapola.

—Espera, Amapola, yo creo que Rani tiene razón —dijo Roto—. La pobre lo debe de estar pasando muy mal, porque no es como nosotros, es una niña especial.

—¡Claro que soy especial! —dijo Rani—. ¡Claro que no soy como vosotros! ¡Mi padre sale en la televisión y tiene un traje de chaqué y los vuestros huelen a sudor y van al trabajo en autobús! ¡Y mi padre va a todas partes en coche oficial, y yo también voy en coche oficial cuando voy a la piscina del Club Diplomático, y ya estoy harta! ¡Y mi padre juega al polo, y es campeón de polo, y vosotros no tenéis ni idea de lo que es el polo, y no sabéis montar a caballo! ¡Estoy harta!

—Pobrecita Rani —decía Roto—. Ella debe de estarlo pasando mucho peor que nosotros. Debe de tener muchas ganas de darse un baño.

—¡Pues sí! —dijo Rani—. ¡Un baño de sales, y no como vosotros, que os dais una ducha y os laváis con jabón, y luego se os corta la piel y por eso cuando sois mayores sois tan feos y tenéis tantas arrugas, como vuestros padres, que parecen todos viejos y enfermos, y además huelen mal porque no se ponen perfume, y mi mamá solo usa perfume francés, y yo tengo mi propio frasco de perfume solo para mí, y un día vi a Sundri ponerse el perfume de mi madre y pintarse con su pintalabios y probarse unos pendientes y un collar de mi madre y no me chivé, pero le dije que si hacía algo que no me gustaba me chivaría, y desde entonces Sundri hace todo lo que yo le digo, ja, ja!

—Tenemos que ayudar a Rani —dijo Roto—. ¡Pobrecita! Vamos a darle un baño.

—¿Qué? —dijo Rani.

Abbás y Amapola cogieron a Rani de los brazos y Roto la cogió de las piernas, y entre los tres la levantaron del suelo, y Rani al instante se puso a chillar y a retorcerse.

—¡Ya verás qué limpia te quedas! —decía Roto.

Entre los tres llevaron a Rani a la orilla del río.

—¿Qué hacéis? —gritó Fridolín—. ¡Dejadla en paz!

Intentó detenerles, intentó que Abbás soltara a Rani y que Amapola también la soltara pero no lo consiguió, y los otros tres, muertos de risa, llevaron a Rani hasta la orilla del río.

—¡Está lleno de cocodrilos! —dijo Fridolín.

—¡A la una! —dijo Roto, comenzando a balancear a Rani—. ¡A las dos! ¡Y a las tres!

—¡¡¡Mamiiiiiiiiiii​iiiiiiiiiiiiiiiiiiiii​iiiiiiiiiiiiiiiiiii!!! —chilló Rani en su vuelo por el aire.

Todavía le dio tiempo de taparse la nariz antes de caer a las aguas color chocolate unos metros más allá. Y se hundió en el agua con una salpicadura y salió inmediatamente resoplando como un perrito, y se puso a nadar para regresar a la orilla.

—¡Los cocodrilos! —dijo Roto señalando detrás de ella—. ¡Corre, Rani, que vienen!

Era cierto. Varios cocodrilos se dirigían a toda velocidad en dirección a Rani, que en dos brazadas llegó al lugar donde hacía pie y salió del agua disparada y sin dejar de chillar.

Cinco o seis cocodrilos estaban ya en el lugar donde Rani había caído al agua, y los niños se apartaron de la orilla riendo. Rani había pasado tanto miedo que al salir del agua no había parado de correr y se había perdido gritando entre los árboles de la isleta.

Dios mío, pensó Fridolín, que no podía evitar reír también a carcajadas, si no llegamos pronto al árbol Bo, nos vamos a convertir todos en unos salvajes.

Y se fue a buscar a Rani, que estaba llorando tumbada sobre las raíces de un árbol, en el interior de la isleta. A su lado estaba Miedo, el inmenso gigante, sentado con las piernas cruzadas. Era extraño que Rani no pudiera verle, porque el gigante era alto como una casa, y una de sus enormes rodillas estaba justo encima de ella. Cuando vio aparecer a Fridolín, Miedo le hizo un gesto de saludo con los ojos, se levantó sigilosamente y desapareció entre los árboles, rumbo a las aguas del río.

Cuando Fridolín y Rani regresaron un rato más tarde, la niña tenía un aspecto lamentable. Tenía el pelo y el vestido llenos de barro del agua turbia del río, y por su rostro sucio le corrían dos regueros de lágrimas.

—Soy una imbécil y os pido perdón a todos —dijo con voz contrita pero decidida.

—No te preocupes, Rani —le dijo Amapola—. Todos tenemos malos momentos.

—Sois mis mejores amigos —dijo Rani—, y yo no pienso todas esas tonterías que os he dicho. No sé por qué he dicho todo eso. Yo os quiero mucho.

—Has dicho un montón de barbaridades —dijo Roto—, nos has insultado y has insultado a nuestras familias, y nosotros, a cambio, te hemos tirado a los cocodrilos. O sea que estamos en paz, ¿no?

Rani soltó una carcajada y estrechó la mano que Roto le ofrecía.

—¡Sí, estamos en paz!

En ese momento dejó de llover. Comenzó a salir el sol, y Brabante empezó a ladrar alegremente y a correr en círculos alrededor de los niños.

—Gracias, sol —dijo Fridolín haciendo una reverencia al gran astro que aparecía ahora entre las nubes que se abrían.

—Yo creo que sí que piensas todas esas cosas —le dijo Amapola a Rani, mientras se apretaba el labio inferior con su gesto característico—. Si las has dicho es porque las piensas.

—Pues me da vergüenza pensarlas —dijo Rani—. Solo una niña muy tonta y muy mimada puede pensar cosas así, ¿verdad?

—A lo mejor es que eres una niña mimada —dijo Amapola.

—Sí, creo que sí… creo que lo soy —dijo Rani con un suspiro—. Pero de todas formas somos amigas, ¿no?

—Pues claro que somos amigas —dijo Amapola.

El día se había abierto y un sol espléndido iluminaba las aguas del gran río. Los niños montaron de nuevo en la barca y echaron a navegar río abajo.