El parque de abajo
Fridolín propuso que intentaran sacar el avión del agua para ver si todavía funcionaba, pero ¿cómo iban a llegar hasta el lugar donde flotaba, casi en el centro del estanque?
Un poco más allá, en la orilla del estanque, había una caseta llena de piraguas. Tiempo atrás, en este estanque debían de haberse practicado los deportes náuticos. Algunas de las piraguas parecían estar en mal estado, con las maderas podridas, pero no les costó encontrar una embarcación con aspecto sólido y con capacidad para acomodarles a los cinco. En el fondo había dos pares de remos y una gruesa y larga soga enrollada que no vieron razón para sacar de allí. Empujaron la piragua entre todos hasta ponerla en el agua y luego se subieron a su interior y fueron remando hacia el lugar donde el avión rojo todavía flotaba. Era una piragua fina y ligera, y resultaba muy fácil de manejar.
—Yo no veo nada —dijo Abbás mirando sobre la borda—. Solo agua oscura.
Fridolín se asomó a mirar también. A medida que se alejaban de la orilla, salían del reflejo de los árboles y entraban en el reflejo del cielo y de las nubes. No les costó mucho llegar hasta el lugar donde estaba el avión. Lo sacaron del agua, pero el motor se había mojado y ya no funcionaba.
—Está estropeado —dijo Roto.
Y volvió a tirarlo al agua.
Esta vez no flotó. Lo vieron sumergirse en el agua con un chapoteo y luego comenzar a descender lentamente, con el morro ligeramente inclinado hacia abajo. Lo siguieron con la vista, esperando que desapareciera enseguida devorado por las sombras del fondo y por la oscuridad del limo, pero no desaparecía. Lo veían descender y descender, y de pronto pareció que el avión estaba planeando por el aire.
Allí abajo había un parque iluminado por una luz muy tenue. El avión rojo volaba ahora entre las copas de los abedules, y poco a poco el parque de abajo comenzaba a hacerse más nítido. Amplias praderas soleadas, caminos de arena blanca, setos, glorietas con emparrados, y hasta un tiovivo abandonado y lleno de plantas, todo eso veían en el parque que había en el fondo del estanque.
La visión del parque sumergido era ahora tan luminosa que ya no les daba la impresión de estar flotando en el agua, sino de estar suspendidos en el cielo, volando en la piragua muy por encima de las copas de los árboles más altos.
La piragua seguía deslizándose por las aguas transparentes, y ellos contemplaban el parque de abajo con ilimitada sorpresa.
—Mirad —dijo Rani—. Hay un rebaño de ciervos.
Era cierto. Un rebaño de grandes ciervos con los costados adornados de manchitas blancas y negras descendía por la ladera de la colina del parque de abajo. Grandes pájaros azules volaban cómodamente de unos árboles a otros: eran pavos reales, que planeaban con sus grandes colas colgando, como plumeros del polvo, en el aire del mundo sumergido.
—¡Mirad allí! —chilló Abbás.
En efecto, más allá de las rocas, en el otro lado de la colina había dos tigres escondidos que observaban el rebaño de ciervos.
—¡Van a atacar a los ciervos! —dijo Fridolín—. ¡Tenemos que advertirles!
—¿Por qué? —dijo Roto—. Déjales en paz. Los tigres también tienen que alimentarse.
Uno de los cervatillos se había apartado del grupo. Los tigres comenzaron a deslizarse por entre las rocas, acercándose al lugar donde estaba el cervatillo despistado.
Pero la piragua seguía moviéndose, y poco a poco los tigres iban quedando atrás. Uno de los ciervos, el más grande de todos, había descendido hasta el pie de la colina y se había acercado a una fuente ornamental a beber. Era una de esas fuentes mitológicas que suele haber en los parques, un semicírculo de piedra lleno de agua, frente al cual había una pared de piedra blanca donde estaban los caños de la fuente y también un grupo de esculturas. Entonces vieron que el gran ciervo, el que parecía el más viejo de todos, no tenía cabeza de ciervo, sino un rostro humano, un rostro cubierto de pelo oscuro pero claramente humano.
Por detrás de las esculturas de piedra caliza de la fuente apareció un caballito blanco, pero no era un caballito blanco, sino un unicornio, y se puso a beber al lado del ciervo con rostro humano. Al cabo de un rato, un pavo real descendió de los cielos planeando con las alas abiertas y se posó también en el pretil de la fuente. Por entre las esculturas, abrazándose sinuosamente a los brazos y piernas de las figuras representadas, descendió una serpiente, que luego fue deslizándose por el pretil de piedra hasta llegar a donde estaban los otros animales. Un barbo de largos bigotes asomó la cabeza de la superficie del agua.
—¿Veis eso? —dijo Fridolín—. Parece el Consejo de los Animales. Un pez, una serpiente, un pájaro, un unicornio y un ciervo.
La piragua se había quedado inmóvil, y ahora los cinco podían contemplar a sus anchas la escena.
De pronto, Fridolín tuvo una idea.
—Roto —dijo—. Vamos a atar bien esta cuerda a la piragua.
—¿Para qué? —preguntó Roto.
—Para bajar ahí abajo —dijo Fridolín—. Quiero saber qué es lo que están tramando los animales.
Ataron uno de los extremos de la soga al banco central de la piragua, y luego dejaron caer la soga por el borde de la barca. A esas alturas el agua se había hecho tan transparente y tan ligera que ya no parecía agua, sino aire y luz, y desde luego ya no mojaba. Fridolín comenzó a bajar por la soga. Descender por esta agua de aire le resultaba muy fácil, mucho más fácil de lo que le habría resultado en el mundo de arriba, porque Fridolín nunca había sido muy atlético. La cuerda alcanzaba a las ramas más altas de uno de los abedules gigantes que crecían por allí. Cuando llegó hasta el extremo de la cuerda, Fridolín saltó a las ramas del abedul y luego fue bajando por las ramas hasta llegar al suelo.
Miró hacia arriba y vio, al extremo de la soga, que se balanceaba lentamente, la piragua suspendida en lo alto de los aires. Hizo una señal a sus amigos y ellos también le saludaron con la mano. Luego echó a caminar en dirección a la fuente de las estatuas mitológicas.
Se dio cuenta de que los animales estaban todos en silencio, como esperando a que él se uniera a ellos.
—Muy bien —dijo el barbo con ronca voz de fumador—. Ya ha llegado el humano, podemos empezar.
—¿Me estabais esperando? —dijo Fridolín.
—Claro —dijo la serpiente, con una voz de mujer clara y melodiosa—. Tenemos que tomar una decisión.
—¿Quiénes sois? —preguntó Fridolín—. ¿Sois animales? ¿Sois dioses?
—No tenemos tiempo para esas cosas, bla bla bla, tú de dónde eres, y tu familia de dónde viene, ay qué bien, ay qué ilusión, ay qué ideal —dijo el barbo impaciente—. Yo soy un barbo, esta es una cobra, este es un rinoceronte…
—¡Eh! —dijo el unicornio, que tenía la voz de un niño de unos cinco años—. Soy un unicornio.
—Valeeeeee, un unicornio —continuó el barbo—, aquel de allí, el de las alas, es un pavo real, y este, tatatatáááááá, es el Espíritu del Bosque…
El ciervo con rostro humano miró a Fridolín con gravedad.
—Hola, Espíritu del Bosque —dijo Fridolín.
—Tantas veces has entrado en mis bosques, y esta es la primera vez que me saludas —dijo el ciervo.
—Bueno, bien —dijo el barbo con su voz ronca—, muchos agravios se han cometido, nos hemos ofendido unos a otros, nos hemos pasado de la raya, el mundo está patas arriba, bla bla bla, ya lo sabemos, que si tú me dijiste que si yo te dije, bla bla bla, bueno, bien, cuentas hasta diez, respiras profundamente, sacas pecho y sigues adelante, no nos liemos, no nos lieeeeeeeeeeeeeeeeeemos.
Después de soltar esta perorata el barbo se puso a toser como si verdaderamente fuera un fumador compulsivo.
—Yo voto que no —dijo el pavo real con una vocecilla que parecía la de una anciana inglesa. Tenía, de hecho, acento inglés—. Aunque, por supuesto, ese es solo mi punto de vista.
—Pero ¿votas que no a qué, plumillas? —le dijo el barbo—. A ver, a ver, no nos liemos, la cuestión es si vamos a abrir el parque, sí o no.
—Ah, entonces yo voto que sí —dijo el pavo real.
—Pero ¿en qué basas tu voto? —preguntó el unicornio.
—¡No tengo que dar explicaciones de mi voto! —chilló el pavo real—. En un sistema de sufragio universal libre y directo nadie tiene que dar explicaciones de su voto, que ha de ser, además, secreto.
—¿Qué quiere decir «abrir el parque»? —preguntó Fridolín.
—¡Mira, si también tiene lengua! —dijo el barbo soltando una risa sorda—. A ver, el parque es un sistema… aquí está todo organizado… nosotros lo abrimos o lo cerramos según nos dé la real gana… Os podemos tener dando vueltas un mes, y sin llegar a ningún lado… ¿Te gustaría eso?
—No —dijo Fridolín, y luego añadió—: no, señor.
—Parece un buen chico —dijo la serpiente.
—Sííííííííí —dijo el barbo muy sarcástico—. A esa edad todos parecen muy majos, bla bla bla, pero luego crecen y si te he visto no me acuerdo. ¡No te fastidia! A ver, convéncenos…
—¿De qué? —preguntó Fridolín confuso.
—¿Cómo que de qué? —dijo el unicornio.
—Este no se entera —dijo el barbo—. A ver, nene, a ver si te aclaras, porque si no te aclaras rapidito vas a acabar con la marca de un gran zapato en la parte trasera de tus pantalones… ¿Qué hacéis aquí?
—¿Aquí o allá arriba? —dijo Fridolín, señalando a los de la piragua, que contemplaban con curiosidad toda la escena flotando en lo alto.
—Arriba… Abajo… Eso da igual —dijo el Espíritu del Bosque—. Lo de abajo es como lo de arriba.
—Buscamos el árbol Bo —dijo Fridolín.
Esta noticia pareció dejar sorprendidos a todos los animales.
—¿El árbol Bo? —dijo el barbo por fin.
—¿No buscáis petróleo? —preguntó el unicornio.
—No —dijo Fridolín.
—¿Tenéis sierras mecánicas? —preguntó el Espíritu del Bosque—. ¿Rifles?
—Claro que no —dijo Fridolín.
—Recítanos un poema —dijo el pavo real.
—¿Un poema? —dijo Fridolín—. No sé ningún poema de memoria.
—¡Nadie te ha dicho que lo recites de memoria! —chilló el pavo real—. Aquí no nos gustan los trucos, ni los memoriones, ni los pitagorines, ni los empollones.
—Sí, recítanos un poema —dijo la serpiente—. Pero así, según te salga…
—Pero yo no sé… —comenzó a decir Fridolín.
—Vamos a ayudarle —dijo el unicornio—. Vamos a darle el primer verso.
—A ver —dijo el barbo—. A ver, tú —dijo dirigiéndose a la serpiente—, venga, genio, inventa algo.
—El pastel… el pastel está… el pastel está excelente —dijo la serpiente—. El pastel está excelente. Ese será el primer verso.
Fridolín les miraba a uno y a otro muy angustiado. Luego miró a sus amigos, suspendidos allá arriba en la piragua.
—Empieza ya —dijo el barbo—. Tictac, tictac, tictac.
Fridolín abrió los labios y empezó a decir:
«Tiene mie…» «Pues no sé… ¿miel?»
«El pastel está excelente»,
le dijo Ana al cocinero,
«que me digas la receta,
eso es todo lo que quiero.»
«Tiene mie…» «Pues no sé… ¿miel?»
El cocinero, un tipejo
con aires de comadreja,
arrugando el entrecejo
no se lo puso en bandeja.
«Tiene mie…» «Pues no sé… ¿miel?»
«Si te digo la receta
de modo tan ordinario,
perderé en un solo instante
todo mi arte culinario.
«Tiene mie…» «Pues no sé… ¿miel?»
»Te lo diré con enigmas
y arte de abracadabra,
yo diré unas pocas sílabas
y tú acabas la palabra.»
«Tiene mie…» «Pues no sé… ¿miel?»
«Bien», dijo Ana, «pues empieza.»
Tiene «azú…», dijo el taimado.
«¡Es azúcar!», dijo Ana.
«No, muy mal, ¡no lo has pillado!»
«Tambien tiene algo de mosca…»
«Ah, ya entiendo, moscatel.»
«No, muy mal», dijo el muy tuno.
«Tiene mie…» «Pues no sé… ¿miel?»
«Tiene mie…» «Pues no sé… ¿miel?»
«No, no es miel. También tiene ar…»
Y Ana pensó a toda prisa.
«¡Es harina!» «¡No, no, no!»,
dijo él, ya muerto de risa.
«Tiene mie…» «Pues no sé… ¿miel?»
«Tiene le…», dijo llorando
y rodando por el suelo.
«Pues no sé, ¿puede ser leche?»
«¡No!», chillaba el bribonzuelo.
«¡Un pastel tan delicioso,
un pastel tan excelente!
¿Cómo va a tener azúcar?
Pero ¿en qué piensa la gente?
«Tiene mie…» «Pues no sé… ¿miel?»
»¿Miel y moscatel y harina?
¡Yo no uso esas porquerías!
¡Solo cosas deliciosas
tienen las recetas mías!
«Tiene mie…» «Pues no sé… ¿miel?»
»Sobre una base de azu…fre
pongo una pasta de ar…añas
luego una crema de mosca…s
aliñada con le…gañas.
«Tiene mie…» «Pues no sé… ¿miel?»
»Luego lo recubro todo,
por que el sabor no se pierda,
de una espesa cobertura
elaborada con mie………
«Tiene mie…» «Pues no sé… ¿miel?»
»¡Ese es todo mi secreto!
Uso solo cosas buenas:
por eso mi alta cocina
espanta todas las penas.»
«Tiene mie…» «Pues no sé… ¿miel?»
«Gracias, gracias», dijo Ana,
mirándole con respeto.
«Ahora entiendo que un artista
no revele su secreto.
»Hoy me has abierto los ojos,
veo el mundo de otro modo.
Antes vivía inconsciente,
¡pero ahora lo entiendo todo!»
«Tiene mie…» «Pues no sé… ¿miel?»
«El saber tiene alto precio»,
dijo él, «no lo reveles.
Los que entran en el misterio
ya jamás comen pasteles.»
Los animales recibieron el poema de Fridolín con aclamaciones y vítores. El barbo dio varios saltos en el aire, el pavo real abrió la cola, la serpiente se enroscó sobre sí misma, el ciervo hizo una cabriola y el unicornio sacó una libreta de autógrafos y un bolígrafo de quién sabe dónde y le pidió a Fridolín que le firmara un autógrafo.
—¡Bien, chico, muy bien! —dijo el barbo.
—Es un poema buenísimo —dijo el pavo real—. Te felicito.
Fridolín estaba tan asombrado como si al abrir los labios hubiera salido de su boca un gran cocodrilo rosado vestido de bailarina que hacía girar una sombrilla de luces parpadeantes. ¿De dónde diablos había salido aquel poema que había recitado con tal facilidad? ¿Cómo había sido capaz de improvisar una cosa así?
—¡Houston, aquí módulo lunar! ¡Llamando a la tierra! —dijo el barbo—. Chico, chico, ¿estás con nosotros?
—Sí —dijo Fridolín—. Perdón.
—Perdonado —dijo el barbo—. Mira, chico, vamos a hacerte unos cuantos regalos que te van a ser de mucha utilidad en tu viaje.
El ciervo de rostro humano puso a sus pies una piedra preciosa roja y brillante que traía entre los labios.
—Este es el rubí inmortal de la princesa Flermonde —dijo.
El unicornio traía en los dientes un diminuto autómata de oro sentado frente a una mesita.
—Este es el autómata ajedrecista de Franz Volpensant, el famoso inventor del siglo XVIII —explicó con su vocecita.
La serpiente colocó una estrella de oro sobre el pretil de la fuente.
—Esta es la estrella de oro de Kaspar Tamerarius, el alquimista de Basilea —dijo—. Antes era una hoja de arce, pero el alquimista la transmutó.
El pavo real se acercó también con algo en el pico: era una larga cadenita de oro.
—Este es el péndulo sagrado de los sacerdotes músicos de Isidora, que se dedican a medir y escuchar la tierra —explicó muy solemne.
Finalmente, el barbo le entregó una pequeña llavecita que traía entre los labios.
—Toma, chico —dijo—. Esta es la llave que abre todas las puertas del Palacio de los Siete Dragones de la Nube Rosada de Oriente.
—Gracias, muchas gracias —dijo Fridolín, guardándose todos los regalos en los bolsillos de su pantalón—. Son ustedes muy amables.
—Sí, sí, vale —dijo el barbo—. Ha sido un placer, a ver si nos llamamos y quedamos, bla bla bla, pero aquí todo el mundo tiene que volver al trabajo. ¡La reunión ha concluido! Todo el mundo a lo suyo.
El barbo desapareció en el agua oscura de la fuente, y todos los animales comenzaron a retirarse del lugar.
Fridolín volvió al abedul por el cual había descendido, subió fácilmente por las ramas hasta llegar a lo alto, se agarró de la cuerda y fue trepando y trepando hasta llegar a la piragua.
—¡Fridolín! ¡Frido! —gritaban los de arriba muy asustados.
Fridolín no podía comprender las voces de alarma de sus amigos, dado que todo había ido bien y él estaba subiendo por la soga con toda comodidad. Cuando llegó al borde de la piragua, los de arriba le agarraron de los brazos para ayudarle a subir. Le agarraban con mucha fuerza y tiraban de forma frenética, y Fridolín no podía entender tanta urgencia ni tantos gritos.