La regla del acechador

Ahora Fridolín únicamente tenía un solo objetivo y un solo pensamiento: entrar en el Parque de las Lilas para buscar el árbol Bo y pedir un deseo, un único deseo.

Entonces comenzaron a pasar cosas curiosas. «Coincidencias», las llamaría un incrédulo. Pero incluso el más incrédulo se sentiría extrañado ante tal cantidad de coincidencias.

María Jesús invitó a un grupo de alumnos a visitar su biblioteca, y Fridolín se puso a curiosear por el fondo de la biblioteca, donde nunca antes había estado. En los estantes más altos vio una colección de gruesos libros blancos que le llamaron la atención. Corrió hasta allí la escalerita, se subió hasta el último escalón e intentó alcanzar los libros blancos, pero ni siquiera poniéndose de puntillas sobre lo alto de la escalera lograba tocarlos. En un momento estuvo a punto de perder el equilibrio, y se agarró a los estantes que tenía justo enfrente, y uno de los libros que estaban allí cayó al suelo. Fridolín descendió para recogerlo y volver a ponerlo en su sitio.

Era un libro grande y fino, encuadernado en piel marrón, y en la portada, escrito con letras doradas, se leía este título: La regla del acechador.

Cuando le preguntó a María Jesús, ella también pareció sorprenderse.

—¿Dónde has encontrado eso? —le preguntó.

—En uno de los estantes altos —dijo Fridolín—. Ha sido por casualidad.

—Los libros que están por arriba no son libros de cuentos —dijo María Jesús, cogiendo el libro.

—Pero a mí me interesa este libro —dijo Fridolín, que se resistía a entregárselo.

—No es un libro para niños —dijo María Jesús—. No lo entenderías.

—Déjame leerlo un poco, por favor —dijo Fridolín.

—No puedo —dijo la profesora quitándoselo de las manos a Fridolín—. No deberías haber encontrado este libro. De hecho, no sé cómo has podido encontrarlo. Es una cosa muy rara…

—La verdad, no lo he encontrado realmente —dijo Fridolín, viendo desconsolado cómo María Jesús le arrancaba el libro de las manos—. Estaba buscando otra cosa, y de pronto se ha caído al suelo…

—Ah, ¿sí? —dijo ella.

—Sí. Se ha caído al suelo allí delante de mí.

Ahora, más que sorprendida, parecía asustada.

—Hace años que busco este libro —le dijo la profesora a Fridolín—. Yo lo tenía hace muchos años, luego lo escondí…

—¿Lo escondiste? —se sorprendió Fridolín—. ¿Por qué?

—Lo escondí… y luego lo busqué y no conseguía encontrarlo… No estaba donde lo había puesto…

—Pero ¿por qué lo escondiste? —preguntó Fridolín de nuevo.

Pero María Jesús no le contestó, ni tampoco le permitió leer el libro. Lo que hizo, en cambio, fue llamar esa noche por teléfono a la madre de Fridolín. Rosa Bonpensant estuvo un largo rato hablando con ella por teléfono. Los niños ya estaban acostados, y pudo hablar sin limitaciones, pero a pesar de todo quedó al día siguiente con la profesora de Fridolín en un café cercano para continuar su conversación.

Y al día siguiente, Rosa Bonpensant se encontró con María Jesús en el Café de los Excursionistas, un famoso café de dos pisos situado en la avenida de las Lilas, y allí siguieron hablando, y al final de la conversación María Jesús le entregó a Rosa Bonpensant un paquete envuelto en papel de estraza y atado cuidadosamente con una cuerda, con instrucciones específicas de que se lo entregara a Fridolín.

—No —dijo Rosa Bonpensant—. No puedo hacer eso. No puedo hacer lo que me pides.

En ese momento, oyeron un grito, y vieron que en el piso de arriba, que trazaba como un balcón con una barandilla plateada por encima de donde ellas estaban, un camarero acababa de tropezar y dejaba caer una bandeja entera llena de cosas por encima de la barandilla.

Todo sucedió muy rápido, pero al mismo tiempo con una especie de maravillosa lentitud. El camarero, asomado a la barandilla, contempló impotente cómo la bandeja plateada llena de tazas, vasos, platos con tartas y bollos caía por los aires y se estrellaba en el suelo, entre dos mesas. Una porción de tarta de chocolate aterrizó a pocos centímetros de la silla de María Jesús, y un enorme cuchillo de los que se usan para cortar porciones de las tartas cayó sobre la mesa, justo enfrente de Rosa Bonpensat, y se quedó clavado en la mesa, temblando y emitiendo un vibrante sonido frente a sus ojos.

Rosa Bonpensant quedó completamente inmóvil. El enorme cuchillo estaba clavado en la mesa a escasos centímetros de su rostro. Si se hubiera desviado un poco, podría haberla matado. Y todo eso justo después de decir que no quería coger el paquete y llevárselo a Fridolín.

¿Otra casualidad?

—Está empezando otra vez —dijo Rosa Bonpensant con un gemido.

—Rosa, tienes que dárselo —dijo María Jesús señalando el paquete que estaba en la mesa entre las dos.

De pronto se dieron cuenta de que todo el mundo se había quedado en silencio a su alrededor. Un camarero se acercó murmurando excusas y cogió el cuchillo, que todavía temblaba clavado en la mesa.

Vino incluso el dueño del local para pedirles todo tipo de disculpas, las invitaron a lo que estaban tomando y las agobiaron tanto con toda clase de explicaciones y ofrecimientos, que al final María Jesús y Rosa Bonpensant decidieron salir del café.

Pero todavía Rosa se resistía a coger el paquete que le ofrecía la profesora de su hijo.

Cuando salieron, el cielo estaba cubierto y parecía amenazar tormenta. Nubes oscuras se congregaban sobre las cúpulas y las agujas de los palacios de Fléroe. Un trueno retumbó a lo lejos.

—Qué extraño —dijo Rosa mirando al cielo—. Hacía una tarde estupenda.

—Sí, es extraño —dijo María Jesús mirando las nubes.

Comenzó a soplar un viento frío. Una señora pasaba con un perrito blanco de aguas en los brazos, y el perrito se le escapó y fue corriendo hasta los pies de Rosa Bonpensant y se puso a ladrarle con furia.

Otra casualidad.

—Oh, no —dijo Rosa—. ¿Qué quieres, perrito? ¿Qué es lo que quieres?

—Quiere que cojas este paquete —dijo María Jesús, medio en serio, medio en broma.

—Claro —dijo Rosa Bonpensant—. Y si yo lo cogiera para llevárselo a Fridolín, seguramente este perrito se pondría muy contento, y el cielo se aclararía de golpe, y un ángel con una trompeta bajaría del cielo para darme las gracias.

El perrito no paraba de ladrar, muy furioso, y a lo lejos se oyó un trueno, y luego otro más. El viento arreciaba y levantaba los vestidos de las señoras de la avenida, que estaban todas gritando, y arrancaba los periódicos de los quioscos de prensa, y sacudía con fuerza los árboles.

—Ay, señora, perdone —dijo la señora del perrito—. No sé lo que le pasa a Serafín. Pero no se preocupe, que no muerde.

Intentaba coger a su perrito, pero Serafín estaba muy furioso y no se dejaba atrapar.

—¿Por qué no hacemos la prueba? —dijo María Jesús—. Coge el paquete, Rosa, y vamos a ver qué pasa.

Rosa dudó unos instantes todavía. Luego extendió la mano y cogió el paquete envuelto en papel de estraza.

—¡De acuerdo! —dijo en voz alta, como para ser escuchada por las fuerzas del mundo—. Se lo llevaré a Fridolín.

En ese momento, el perrito dejó de ladrar y se puso a mover la cola muy alegre, y la dueña se acercó a él y el perrito saltó a sus brazos.

Otra casualidad, claro está.

Por encima de donde ellas estaban, las nubes empezaron a abrirse, y enseguida se vio un círculo de cielo azul. El viento era tan fuerte que se llevaba las nubes a toda prisa. La sombra que se había apoderado del mundo comenzó a suavizarse, y el círculo de cielo azul se abría rápidamente, hasta que en menos de un minuto todo el cielo quedó descubierto de nuevo.

Rosa Bonpensant miraba el cielo con los ojos muy abiertos, y luego se volvió a mirar a María Jesús con expresión de consternación. María Jesús sonrió y se encogió de hombros.

Un objeto cayó entre los pies de ambas, caído de quién sabe dónde, seguramente arrancado de algún lugar por el fuerte viento que se había levantado. Parecía una figurita de Navidad, y representaba a un ángel con una trompeta dorada.

Allí estaban, pues, las tres pruebas que Rosa había pedido: el perrito había dejado de ladrar, las nubes se habían abierto y un ángel con una trompeta dorada había caído de los cielos.

—Creo que están intentando decirte algo —dijo María Jesús.

—Pero ¡si yo no creo en estas cosas! —dijo Rosa Bonpensant, inclinándose a coger la figurita del ángel, que era de plástico y tenía en la parte de abajo la inscripción «Made in China».

—Yo tampoco creo en estas cosas —dijo María Jesús—. Debe de haber sido una casualidad.

Las dos mujeres se separaron en una esquina, y Rosa Bonpensant echó a caminar hacia su casa. Tenía que cruzar sobre uno de los canales que recorren la ciudad de Fléroe, y al pasar por el puente, sin pensárselo dos veces, se asomó a la balaustrada y tiró el paquete al agua del canal.

Se quedó inmóvil durante unos segundos esperando a que pasara algo terrible, a que un cuchillo cayera de lo alto de los cielos, o un rayo la fulminara allí mismo, pero no pasó nada en absoluto. Y aunque hubiera pasado no le habría importado, porque estaba decidida a proteger a su hijo como fuera.

Cuando llegó a casa, Carmelia, la portera, la llamó golpeando a través del cristal con el nudillo.

—Rosa, han traído esto para ti —le dijo. Y le entregó el paquete chorreante.

—Pero ¿cómo? —dijo Rosa—. ¿Quién ha traído esto?

—Un barquero. Decía que se lo ha encontrado flotando en el canal.

—¿Un barquero? —dijo Rosa—. ¿Desde cuando hay barqueros en Fléroe? Además, ni siquiera está puesta la dirección.

Era cierto: en el papel de estraza, María Jesús solo había escrito el nombre «Fridolín Bonpensant», ahora con toda la tinta corrida.

—Será alguien que conoce a la familia —dijo Carmelia—. Qué casualidad, ¿verdad?

Parecía imposible apartar a Fridolín de aquel paquete, de modo que Rosa se resignó a entregárselo.

Fridolín cortó la cuerda con una tijera y lo abrió muy excitado. El libro que había en el interior estaba en perfecto estado y sin rastro de humedad. Cuando lo vio, Fridolín casi dio un grito. Era La regla del acechador.

—Gracias, mamá —dijo Fridolín. Y se lanzó sobre ella para llenarla de besos.

—No creo que entiendas nada —dijo ella—. Es un libro viejo, nada más. Un libro fantástico.

—Pero el tío Abraxas dijo…

—No te creas todo lo que dice el tío Abraxas —dijo Rosa Bonpensant—. El tío Abraxas lleva muchos años borracho día y noche… Ya no sabe qué es lo que pasó de verdad y qué es lo que él soñó…

—Pero él me contó que papá…

—Tú no eres papá —le dijo Rosa acariciando el cabello de su hijo—. Tú no eres tu papá, Fridolín, y no tienes que hacer las mismas cosas que él, ni vivir las mismas cosas que él ha vivido… No tienes que imitarle, ni a él ni a mí… Somos tus padres, pero somos personas distintas, con vidas distintas…

Fridolín pensó en lo que decía su madre. Sus palabras tenían sentido, pero al mismo tiempo le producían tristeza. Era como si su madre quisiera apartarle de su padre, como si quisiera apartarle a él y a Freda de ellos dos, lanzar a los dos hermanos a un mundo desconocido, grande y temible.

—Si yo no quiero hacer las mismas cosas que él… —dijo con voz débil.

—Los niños siempre quieren ser igual que sus padres —dijo Rosa—. Y a muchos padres les pasa lo mismo, quieren que sus hijos sean igual que ellos. Si un padre es médico, quiere que su hijo sea médico también…

—¿Y eso no está bien? —preguntó Fridolín.

—No está ni bien ni mal —dijo su madre—. Lo importante es que uno tiene que ser libre para elegir lo que más le gusta. No hacer las cosas para ser igual que otro…

—¿En qué trabajaba el abuelo Lorenzo? —preguntó Fridolín.

—Mi padre era relojero —dijo Rosa Bonpensant—. Ya lo sabes. Hacía relojes de cuco. El reloj que tenemos en el salón lo hizo él hace muchos años.

—Ya no funciona.

—No, ya no funciona.

—¿Y tu madre?

—Mi madre era una señora muy divertida —dijo Rosa—. Hacía flores de papel, y sombreros, y también hacía trajes de teatro, y disfraces…

—¿Y tú no querías hacer sombreros y disfraces cuando eras pequeña?

—Cuando era niña sí —dijo Rosa Bonpensant.

Fridolín se quedó hasta tarde leyendo La regla del acechador. Se sintió desilusionado, porque aquel era un libro antiguo, escrito con muchas palabras extrañas que no comprendía y lleno de normas y reglas que le costaba entender y cuya utilidad práctica no podía ni siquiera imaginar.

La regla 62, por ejemplo, decía:

«Mirar de frente no siempre nos permite ver lo que tenemos que ver frente a los ojos. Para encontrar el camino es mejor mirar de reojo, relajando los ojos, e intentando atisbar lo que está casi en el margen del campo de visión».

La regla 67 decía:

«El silencio interno es la principal arma del acecho. Para hacer el silencio interno obsérvate a ti mismo, las cosas que dices y las cosas que haces. Si te llamas “Antonio”, por ejemplo, deberás decir: “Antonio está enfadado” cuando estés enfadado, o “Antonio tiene hambre” cuando sientas hambre, o “Antonio está cruzando la calle” si eso es lo que estás haciendo. Ponte un nombre distinto del que recibiste en la pila bautismal, y utiliza ese nombre para acecharte a ti mismo. Ese será tu nombre de acecho. Supongamos que tu nombre de acecho es “Corneja”. Entonces deberás saber que cuando estás acechando, tú no eres en realidad Antonio, sino Corneja, y que cuando haces algo, cuando Antonio hace algo, Corneja debe observarlo».

¡Dios mío, qué extraño era todo aquello!

¿Qué podía hacer? La lectura de La regla del acechador por sí sola no parecía resultar de mucha ayuda y era evidente que su padre no querría explicarle nada y que lo último que desearía hacer sería ayudarle a que se convirtiera en un acechador. Estuvo pensando en ponerse en contacto con el tío Abraxas, pero no sabía cómo ir hasta el refugio de indigentes donde le había conocido, y no tenía dinero para coger otro taxi. Después de investigar durante días y días las líneas de autobuses de Fléroe en el callejero que tenían en el mueble del salón, llegó a la conclusión de que tomando la línea 22 hasta el final y luego cambiando a la 36 y luego a la 87, conseguiría llegar a la calle de la India. Lo intentó una tarde, y cuando consiguió llegar hasta el refugio de indigentes y preguntó por Luis Arbach le dijeron que no estaba allí. Seguramente nadie se quedaba mucho tiempo en los refugios de aquel tipo, sobre todo a la llegada de la primavera, cuando las noches eran tibias, y el tío Abraxas habría encontrado un sitio mejor para dormir. Pero él ya no tenía manera alguna de localizarle.

De modo que solo le quedaba una cosa que hacer: utilizar la información que tenía hasta ese momento, e intentar entrar en el parque por sus propios medios.

Pero aquello, ¿no era una temeridad total? Sabía que solo podría encontrar el camino si era un acechador, y que lo más probable era que jamás lograra encontrar el árbol Bo porque pretender dominar el difícil arte del acecho con solo leer un librito que no había logrado ni siquiera entender a medias era como querer pilotar un avión con solo leer un librito sobre historia de la aviación. Era absurdo, era suicida. Pero a pesar de todo, Fridolín estaba dispuesto a intentarlo.

Probó primero con la entrada del tío Abraxas, en la línea 7 del metro. Se metió en el metro y se pasó toda una tarde cogiendo trenes en ambos sentidos entre Cordamor y Valiant. Cogía el metro en Cordamor e iba hasta Valiant, donde se bajaba y cambiaba de andén y cogía el metro de Valiant a Cordamor, donde se bajaba y cambiaba de andén, y así una y otra vez, observando con atención a través de los cristales del vagón, hasta que consiguió ver la puertecita redonda que le había descrito el tío Abraxas, o algo que se le parecía mucho.

Calculó que estaba a unos ciento cincuenta metros de Rocamor, por el lado izquierdo. Y ahora faltaba lo más difícil: bajarse del andén sin que nadie le viera y echar a correr por el túnel oscuro, teniendo cuidado de no ser arrollado por ningún tren, para llegar al lugar donde estaba la puerta. Al extremo del andén había una escalerita que bajaba hasta las vías: no tenía más que bajar por allí y caminar túnel adentro, pero se imaginaba que si alguien le viera hacerlo se pondría a dar gritos, avisarían a los guardias, pararían el tren para ir a buscarle o quién sabe qué. Tenía que encontrar la manera de hacerlo discretamente.

Regresó al mismo lugar a la tarde siguiente. Había bastante gente en ambos andenes. Fridolín suponía que a altas horas de la noche los andenes estarían medio vacíos y sería el momento ideal de intentar su aventura, pero él no podía estar fuera de casa a altas horas de la noche.

Llegó un tren, se abrieron las puertas y todos los que estaban esperando en el andén entraron en los distintos vagones. En ese momento, llegó otro tren por el otro lado. Las puertas del tren de su lado se cerraron, y el tren se puso en marcha. El andén donde estaba Fridolín había quedado completamente desierto, y los del otro lado estaban demasiado ocupados en entrar y salir para fijarse en él.

De modo que a toda prisa se deslizó por los travesaños metálicos que comenzaban a la altura del andén, saltó al suelo por donde corrían los raíles y echó a correr túnel adentro. Nada más entrar en la oscuridad del túnel se sintió a salvo. Allí nadie podía verle.

Iba caminando por el hueco que había entre el raíl y la pared, pero sabía que si venía algún tren tendría que pegarse completamente a la pared para no ser aplastado. Llevaba una pequeña linterna, que le fue muy útil para sortear los obstáculos del suelo y no tropezarse con los registros, los cables y las sujeciones de los raíles. Enseguida llegó a la puerta redonda que había creído ver desde el vagón. Era una puerta metálica con un asa para abrirla. En el centro había un signo pintado: una cabra con patas de gallo. Fridolín no lo sabía, pero este era el signo secreto de Abraxas.

Agarró el asa metálica y tiró con fuerza, y la puertecita se abrió un poco. Tiró, y se abrió un poco más. Y de pronto, algo espantoso sucedió: una enorme rata salió de allí, y se abalanzó sobre él, chocando sordamente con su pecho. Fridolín lanzó un grito de terror y se cayó hacia atrás, y vio, iluminándola con la linterna, como la rata se alejaba corriendo por entre las vías.

Ahora estaba temblando de pies a cabeza, y sintió cómo se le erizaban todos los pelos de la piel, los de los brazos, y las piernas, y el cuello, y también los cabellos de su cabeza. Abrió un poco más la puerta, y oyó allí dentro el removerse nervioso y los pequeños grititos de las ratas, y supo que jamás tendría el valor suficiente para meterse por aquel agujero oscuro y lleno de aquellos animales repugnantes y de enormes colmillos. No era algo que pudiera decidir racionalmente, es que le resultaba intolerable la sola idea de meterse por allí.

Se imaginó cómo sería quedarse allí dentro atrapado, en medio de la oscuridad y atacado por las ratas, y no tuvo que pensarlo un instante más, echó a correr en dirección a la luz de la estación de Cordamor y no paró hasta llegar a las escalerillas metálicas, que trepó a toda prisa para alcanzar de nuevo el nivel del andén.

Soy un cobarde, se decía Fridolín cuando caminaba de vuelta a su casa. No estoy dispuesto a hacer cualquier cosa con tal de entrar en el parque.

Y se sentía desilusionado consigo mismo. Como si ya no se mereciera llegar hasta el árbol Bo.

Tenía que probar, por tanto, la otra entrada, la que según el tío Abraxas había sido la preferida de su padre. Estaba situada en el jardín del palacio Molinet, y de pronto Fridolín pensó que a esa entrada tenía mucho más fácil el acceso que a la del túnel del metro. Lo único que tenía que hacer era convencer a Rani de que le invitara a jugar en el jardín de la embajada, y en un momento en que no mirara nadie, buscar la entrada y colarse por allí. Lo mejor sería que invitara a toda la clase, para que la atención de los que les vigilaban estuviera más dispersa. Si el jardín estaba lleno de niños, a él le resultaría más fácil desaparecer discretamente en un momento para buscar la entrada secreta. Claro que, ¿cómo iba a lograr convencer a Rani? Acababa de celebrar su cumpleaños unos pocos días atrás.

Lo único que podía hacer era contarle a Rani su verdadero propósito. Hablarle del árbol Bo, de su plan de ir a buscarlo, y pedirle que le ayudara.

Y eso es exactamente lo que hizo.

Y Rani le escuchó atentamente y con las cejas fruncidas, como si todo lo que dijera Fridolín le irritara profundamente. Pero al final soltó una carcajada y le dijo que sí, que le ayudaría. Le dijo a Fridolín que ella no se creía esa historia del árbol mágico, que eso era una tontería y que era mentira seguro, pero que lo de colarse en el parque prohibido le parecía una idea fantástica.

—Pero no puedes venir conmigo —le dijo Fridolín poniéndose muy serio.

—¿Por qué no? —dijo Rani desilusionada.

—Porque no —dijo Fridolín—. Es muy peligroso.

De modo que unos días más tarde, Rani invitó a toda la clase para que fueran a merendar y a jugar al jardín de su casa, y casi todos los compañeros de Fridolín se presentaron a la hora señalada en la puerta del palacio Molinet y fueron recibidos, como la otra vez, por una serie interminable de criados todos ellos provistos de plumeros y cepillos y dispuestos a limpiar cualquier cosa que se pusiera a su alcance.

Siguiendo las indicaciones de Fridolín, Rani había convencido a sus padres de que sirvieran la merienda en el jardín trasero del edificio, en la zona donde se suponía que estaba la entrada secreta del parque.

Y de nuevo colocaron una larga mesa llena de dulces y de bebidas, y recibieron a los niños con collares de caléndulas anaranjadas, y de nuevo los formidables Ozman y Bharat quedaron ocupados de servirles naranjada y de cuidar de que ningún niño se cayera desde un árbol y se rompiera un brazo.

Primero jugaron al escondite, lo cual le permitió a Fridolín explorar la parte de detrás del quiosco de música que había al fondo del jardín, como si estuviera buscando el escondite perfecto. Encontró enseguida la entrada que buscaba, medio oculta entre unas grandes hojas de acanto. Era una especie de pozo, cubierto con una tapa redonda de madera. ¿Sería aquella la galería que habían utilizado Vasupati y los suyos para entrar en el parque? No era probable, porque no había ninguna señal de que la tapa de madera hubiera sido movida recientemente. Seguramente, los conspiradores habían abierto por su cuenta otra galería en otro sitio, sin saber que tenían allí al alcance de su mano una entrada directa al Parque de las Lilas, lista para ser utilizada.

Fridolín, acurrucado entre las altas hojas de acanto, abrió la tapa de madera e intentó mirar al interior. Solo se veía la entrada de un pozo abierto en la tierra, un pozo ligeramente inclinado por el que parecía posible deslizarse como por un tobogán, y luego nada, nada en absoluto. Del interior le llegó un olor cálido de tierra húmeda. Cogió una piedrecita y la tiró, pero no oyó ningún ruido.

La tarde avanzaba, y las sombras se iban apoderando del jardín. Se encendieron varias ristras de luces de colores que habían colocado en los troncos de las palmeras, pero el fondo del jardín estaba ya en una oscuridad casi total. Después de merendar, Rani pidió a Ozman y Bharat que trajeran al elefante para que ella y sus amigos pudieran montarse por turnos. A todo el mundo le encantó la idea.

Fue este el momento elegido por Fridolín para desaparecer por el hueco. Se había traído consigo una pequeña mochila, en la que llevaba una brújula, una linterna, varias pastillas de chocolate y un paquete de galletas, y durante toda la merienda había estado guardando allí toda la comida que pudo coger: samosas vegetales, chapatis, bolitas dulces, pakora de plátano y de berenjena, un mango y varios plátanos, ya que no sabía cuánto tiempo tendría que estar en el Parque de las Lilas. Cuando todos los niños estaban distraídos con el elefante de Rani y discutiendo quién subiría primero y cuántas vueltas al jardín tendría derecho a dar cada uno, Fridolín corrió hacia el fondo del jardín y buscó el lugar oculto entre las grandes y lustrosas hojas de acanto. Enseguida encontró la tapa de madera, la apartó, se sentó en la entrada del pozo, y después de respirar profundamente un par de veces y de encomendarse a su buen ángel de la guarda, como le había enseñado su madre una vez cuando era muy pequeño y tenía miedo por la noche, se deslizó al interior de la tierra.