La ley de la obediencia
Los soldados de Lankapur no parecían en absoluto amistosos y tampoco parecían precisamente buenas personas. Estaban asustados y hambrientos y lo primero que hicieron fue vaciar la mochila de Fridolín en busca de comida. Prohibieron a los niños que hablaran entre ellos y le prohibieron a Rani que les tradujera las cosas que decían, a menos que se lo pidieran ellos expresamente. Fridolín comprendió enseguida que los cinco acababan de convertirse en algo así como prisioneros de guerra.
Enseguida se pusieron en marcha. Los soldados llevaban dos días enteros refugiados en aquel edificio porque estaban atemorizados con aquella especie de gigante del que habían hablado a los niños, pero tenían que completar su misión y, además, no podían quedarse allí indefinidamente sin agua y sin comida.
A Fridolín le sorprendió comprobar que el jefe de los soldados tenía una brújula y un plano, y que intentaba utilizarlos para orientarse por el parque.
Soltaron las ligaduras de los niños y se pusieron todos en camino. Enseguida los niños se dieron cuenta de que estaban deshaciendo el camino que ellos habían hecho esa mañana, y que se dirigían a la zona de los parques escalonados. Llegaron a la rosaleda que ellos habían cruzado esa mañana. Entre las rosas había un corzo, que escapó como una exhalación nada más verlos. Los soldados lo persiguieron durante un rato y le dispararon con sus pistolas, pero no lograron atraparlo.
Llegaron también a la cafetería que habían encontrado esa mañana, pero ahora al otro lado no estaba el estanque, sino un larguísimo paseo de hierba, una avenida interminable que avanzaba en línea recta hasta que llegaba un momento en que quedaba interrumpida por los árboles. Entonces todos se detuvieron, y los soldados empezaron a discutir entre sí animadamente.
—¿Qué pasa? —le preguntó Roto a Rani.
Daba la impresión de que a los soldados les daba miedo entrar entre los árboles. Miraban temerosamente por entre los troncos de los ojaranzos, las acacias y los olmos que crecían en desorden, sin atreverse a entrar. Los pájaros, muy alegres, y completamente indiferentes a los problemas de los visitantes humanos, volaban y cantaban por entre las ramas.
—Les da miedo entrar entre los árboles a causa del gigante —les dijo Rani en un susurro.
Uno de los soldados empezó a dar gritos, señalando entre los árboles. Y entonces todos oyeron con claridad el mismo sonido que los niños habían oído al lado de la estatua del ángel caído: el sonido de un ser muy grande que avanzara por entre la vegetación chocando violentamente con las hojas y chascando ramas, y gruñendo y gimiendo y dando grandes pisadas que hacían temblar el suelo.
—¡Mamiiiiiiiiiiii! —chilló Rani tapándose los ojos.
Los soldados retrocedieron unos pasos, sacaron sus metralletas, quitaron los seguros y se prepararon para disparar.
La criatura se acercaba a toda velocidad, y enseguida vieron su sombra por entre los árboles. Era un ser gigantesco, tan alto como los árboles más altos, y tenía forma humana, pero no podían ver qué tipo de criatura era. ¿Era un gigante? ¿Un ogro? ¿Un simio gigantesco? ¿Un cíclope?
—¡Es el monstruo! —gritó Abbás histérico—. ¡Yo sabía que había un monstruo! ¡Yo lo sabía!
Uno de los soldados le dio un brutal golpe en la cabeza con el cañón de la metralleta para hacerle callar, y Abbás cayó al suelo rodando.
—¡Bestia! —le gritó Roto al soldado—. ¡Cobarde!
Abbás se incorporó, tambaleándose y sujetándose la cabeza con las dos manos. La sangre corría entre sus dedos, y dos regueros de lágrimas manaban de sus ojos, pero estaba tan aterrado que no acertaba a sollozar. Sangraba, y lloraba, y de sus labios entreabiertos no salía ningún sonido. Amapola se acercó a él y le pasó el brazo por el hombro.
—¿Por qué no me pegas a mí, cobarde? —le gritó Roto al soldado, poniéndose delante del cañón de su ametralladora, pero el soldado se limitó a apartarle de un manotazo.
—¡Roto, no te metas! —le gritó Fridolín—. ¡Te harán daño a ti también!
El ser monstruoso seguía avanzando entre los árboles, pero parecía que no tenía intención de dejarse ver ni de salir al espacio descubierto. Estaba allí, entre los árboles, respirando poderosamente y jadeando y gruñendo, un gigante de más de diez metros de altura, o quizá más grande, porque las ramas de los árboles no les permitían contemplarlo con claridad.
Entonces los soldados empezaron a disparar sus metralletas. Dispararon y dispararon en dirección a la figura del monstruo, y los casquillos de las balas caían en el suelo a sus pies. El estruendo era espantoso. Los niños jamás habían imaginado que las armas de fuego pudieran hacer tanto ruido.
El monstruo no pareció verse afectado por los disparos. Seguía inmóvil entre los árboles. Entonces el jefe de los soldados ordenó que dejaran de disparar y que volvieran en dirección a la plaza de las columnas. Se retiraron caminando hacia atrás para asegurarse de que la extraña criatura no les seguía. Cuando habían retrocedido una decena de metros, todos vieron y escucharon como la figura se alejaba de nuevo, gruñendo y gimiendo y desgajando ramas enteras de los árboles, hasta que se perdió en la distancia.
El jefe ordenó entonces que retrocedieran y que regresaran al palacete. Volvieron por la larga avenida de hierba, encontraron la cafetería y luego la rosaleda de nuevo, pero a partir de allí el paisaje había cambiado y era totalmente diferente. Era evidente que el palacete jamás volvería a aparecer ante sus ojos.
Los soldados estaban asustados, y acusaban a su jefe de estarles perdiendo a propósito. Los niños también estaban muy asustados. La herida de Abbás había dejado de sangrar, pero Abbás estaba como en estado de shock. Caminaba muy callado y con una expresión extraña en el rostro. Amapola caminaba apoyándose en la tosca muleta que Roto había fabricado para ella y tenía la frente cubierta de sudor por el esfuerzo y el dolor que le producía mantener el paso, pero a pesar de todo se acercó a Abbás y le pasó el brazo por los hombros y comenzó a hablarle en voz baja al oído para tranquilizarle. Entonces uno de los soldados la agarró del brazo con fuerza y la apartó de Abbás. Que los niños estuvieran callados parecía ser de suprema importancia para ellos. Amapola perdió el equilibrio y se cayó al suelo, y su muleta se partió por la mitad. Fridolín se precipitó hacia ella, y la ayudó a levantarse.
Entonces el jefe de los soldados ordenó que se detuvieran, le dijo a Rani que tradujera y comenzó a hablarles a los niños.
—El jefe dice que tenemos que obedecer sin preguntar, y caminar en fila y sin hablar unos con otros —tradujo Rani.
El jefe volvió a hablar. A pesar del silencio del lugar y de que estaban a unos pasos unos de otros, hablaba a gritos. A Fridolín, su voz le recordaba a los ladridos de un perro furioso.
—El jefe dice que el que desobedezca será ejecutado en el acto —les tradujo Rani con voz muy temblorosa—. Quiere decir que si no obedecemos, nos matará.
El jefe de los soldados sacó su arma automática, quitó el seguro, la apuntó a la cabeza de Fridolín y luego a la de Roto y luego a la de Amapola, y fue diciendo «bang, bang» cada vez, muerto de risa, como si aquello fuera lo más divertido del mundo.
Dios mío, pensó Fridolín, ahora sí que estamos metidos en un buen lío. Intentó recordar qué era lo que sugería la regla del acechador para los casos como este, pero estaba tan nervioso y tan asustado que no podía pensar con claridad.
—El jefe pregunta que si hemos entendido —dijo Rani.
—Dile que sí, que hemos entendido, y que haremos lo que nos digan —dijo Fridolín.
—Dile también que es peor que un piojo leproso —le dijo Roto a Rani—. Dile que tiene la cara más fea que el culo de un mono con diarrea.
Amapola soltó una carcajada nerviosa a su pesar. Uno de los soldados fue hacia ella y levantó la mano para darle una bofetada. Sin pensarlo un instante, Fridolín se lanzó sobre el soldado, le agarró la mano y se la mordió con fuerza.
El soldado dio un grito y ya se iba a abalanzar sobre Fridolín para machacarle la cabeza con la culata de la metralleta cuando el jefe le detuvo con un grito. Luego cogió a Fridolín del pelo y le habló a gritos, mirándole a los ojos.
—Dice que una cosa más como esa y te disparará en el acto —tradujo Rani con voz temblorosa.
—Amapola no puede caminar sola —dijo Fridolín—. Dile que va a ir apoyada en mí.
El jefe de los soldados todavía le tenía agarrado del pelo.
—Traduce, Rani —dijo Fridolín sintiendo que le ardía el rostro y que se le saltaban las lágrimas por el dolor—. Dile que va a ir apoyada en mí, y que si no, no nos moveremos. ¡Díselo!
El jefe de los soldados soltó una exclamación divertida, como admirado de que un niño fuera tan insolente.
—¡Traduce, Rani! —dijo Fridolín sintiendo que las lágrimas le corrían por las mejillas.
Rani tradujo con voz temblorosa.
Después de esto, los niños caminaron en fila india y en silencio, Amapola apoyada en Fridolín y cojeando todavía más que antes, y nadie volvió a decir ni palabra. Los soldados caminaban muy rápido, a paso ligero, y los niños, que tenían las piernas más cortas, tenían que correr para mantener su paso. Cuando alguno comenzaba a quedarse atrás, los soldados le golpeaban en los costados con el cañón de la metralleta. Después de recibir uno de estos golpes, Fridolín ya no volvió a pensar en aflojar la marcha.