El inspector
Julia no pudo salir de la isla.
El capitán Malasangre la descubrió acurrucada debajo del montón de trapos viejos de la cabina y la arrojó, temblorosa y humillada, a tierra.
—¿Así que pensaste que podías hacerme tonto, pequeña? —exclamó con sonrisa socarrona—. ¿Crees que no conozco la línea de flotación de mi propio bote? Me daría cuenta si hubiera una sola sardina de más a bordo. ¡Un viaje gratis a tierra firme! Eso es lo que estabas buscando, ¿verdad? Pues mira, tendrías que navegar unos cuantos mares antes de poder embaucar a un Malasangre.
Julia pasó toda la semana siguiente esperando a que algo le fuera a suceder. Pues David, poco tranquilizadoramente, le había contado que cuando sorprendían a alguien tratando de escapar del Colegio Beton, le rasuraban la cabeza y lo hacían caminar durante un mes con las agujetas de los zapatos atadas una a la otra. Pero no pasó nada. Realmente no había castigos en la Granja Groosham. Si acaso el capitán Malasangre se molestó en mencionar el incidente a los profesores, éstos no le dieron ni la más mínima importancia.
Así que los dos estaban todavía ahí cuando la nieve comenzó a deshacerse y el invierno a escurrirse gota a gota, dando paso lentamente a la primavera. Llevaban ya siete semanas en la isla. Nada había cambiado en la escuela —los dos seguían siendo un par de extraños en aquel lugar—. Pero David sabía que él había cambiado. Y eso lo asustaba.
Había comenzado a disfrutar su vida en la isla. Casi a pesar de sí mismo le iba bien en las clases. Todas las materias, francés, historia, matemáticas… incluso latín, se le facilitaban. Formaba parte del primer equipo de fútbol y, aunque nunca jugaban contra otra escuela, disfrutaba los partidos —aun cuando las pelotas seguían siendo de vejiga de puerco—. Y además estaba Julia. David dependía de ella tanto como ella de él. Pasaban juntos todos sus ratos libres, caminando y hablando. Era la mejor amiga que había tenido jamás.
Así que casi agradecía que Julia no hubiera podido escapar —y eso le preocupaba—. A pesar del brillo del sol y de los primeros aromas de la primavera, algo maligno pasaba en la Granja Groosham, algo que lenta e inevitablemente lo iba envolviendo. Si ya comenzaba a gustarle estar ahí, ¿cuánto tiempo pasaría antes de que se convirtiera en parte de ello?
Julia lo mantenía cuerdo. La Operación Botella fue idea suya.
Durante una semana robaron todas las botellas que pudieron, metieron en ellas mensajes en los que pedían ayuda y luego las echaron al mar. Enviaron botellas a sus padres, a la policía, al Departamento de Educación e incluso, en un momento de desesperación, a la Reina. David estaba un tanto seguro de que las botellas se hundirían mucho antes de llegar a la costa de Norfolk o, por lo menos, de que el mar las devolvería a la isla. Pero se equivocó. Una de ellas llegó a su destino.
El señor Leloup fue quien dio la noticia.
El maestro de francés era un hombre pequeño, calvo y de aspecto tímido. Por lo menos era pequeño, calvo y de aspecto tímido a principios de mes. Pero al acercarse la luna llena, se transformaba poco a poco. Su cuerpo se hinchaba todo como el del Hombre Verde, su cara adquiría un aspecto cada vez más feroz y toda su cabeza se cubría de pelo. Luego, durante la luna llena, desaparecía, para volver a aparecer al día siguiente convertido en el hombrecillo de siempre. Toda su ropa se había desgarrado y cosido tantas veces que debía tener por lo menos dos kilómetros de hilo en las costuras. Cuando se enfadaba en clase —y era muy poco paciente—, no gritaba. Ladraba.
Estaba enfadado esa mañana, el primer día de febrero.
—Paguese que la escuela tiene un pequeño pgoblema —dijo con su exagerado acento francés—. Los señogues del Depagtamento de Educaciún han decididu hacegnos una visita. Así que mañana debeguemos mostrag lo mejog de nosotros —lanzó una mirada significativa a Julia y a David—. Y nadie debe hablag con este hombgue, a menos que él se diguija a ustedes.
Esa tarde, Julia difícilmente pudo disimular su excitación.
—Deben haber recibido uno de nuestros mensajes —dijo—. Si el Departamento de Educación descubre la verdad sobre la Granja Groosham la cerrarán y será su fin. ¡Seremos libres!
—Ya lo sé —susurró David lúgubremente—. Pero no dejarán que nos acerquemos a él. Y si nos ven hablándole, probablemente le harán algo terrible y a nosotros también.
Julia lo miró de arriba a abajo.
—¿Te vas a echar para atrás? —le preguntó.
—¡Claro que no! —dijo David.
El señor Maschico llegó a la isla al día siguiente. Era un hombre flaco y de lentes, vestido impecablemente con un traje gris, y llevaba un portafolios de piel; el capitán Malasangre lo llevó en su lancha y el señor Tragacrudo lo recibió. Les brindó una sonrisa pequeña y oficial y un apretón de manos breve y oficial, y luego comenzó su visita oficial. Era realmente muy oficial. En todos los lugares tomó notas y, de vez en cuando, hizo algunas preguntas, cuyas respuestas anotó con letra clara y oficial.
Para desgracia de David y Julia, la escuela entera había montado una gran farsa. Parecía una de esas visitas de la realeza a los hospitales, en las que se limpian todos los suelos y se esconde a los pacientes moribundos en un closet. Todo lo que vio el señor Maschico había sido cuidadosamente preparado para impresionarlo. Los miembros del personal llevaban sus mejores trajes y los alumnos parecían animados, interesados y, sobre todo, normales. Fue oficialmente presentado a uno o dos de ellos quienes respondieron a sus preguntas con la dosis exacta de entusiasmo. Sí, estaban muy contentos en la Granja Groosham. Sí, trabajaban muy duro. No, nunca habían pensado en escaparse.
El señor Maschico estaba encantado con lo que veía. No podía ser de otra manera. Conforme avanzaba el día iba sintiéndose cada vez más contento, e incluso ver a Gregor llevando un costal de patatas a la cocina no hizo más que elevar su entusiasmo al máximo.
—Para los miembros del Consejo es sumamente satisfactorio que se emplee a personas minusválidas —se le oyó decir.
Al finalizar el día, el señor Maschico estaba de un extraordinario buen humor. Aunque lamentaba no haber conocido a los dos directores de la escuela —el señor Tragacrudo le había dicho que habían tenido que asistir a un coloquio—, parecía completamente satisfecho con lo que había visto. David y Julia lo observaban con enorme ansiedad. Estaban a punto de perder su única oportunidad y no podían hacer nada para evitarlo. El señor Tragacrudo había dispuesto todo de manera tal que no pudieron acercarse nunca a él. No visitó ninguna de sus clases. Y cada vez que intentaron llegar hasta él, alguien se ocupó de desviar la atención del inspector y de llevarlo en dirección contraria.
—Es ahora o nunca —murmuró Julia cuando vio que el señor Tragacrudo conducía al visitante hacia la puerta principal.
Acababan de terminar mis deberes y tenían una hora libre antes de ir a la cama. La niña apretaba en su mano una nota. Ambos la habían escrito la tarde anterior y luego la habían doblado cuidadosamente formando con la hoja un pequeño rectángulo. La nota decía:
Las cosas no son lo que parecen en la Granja Groosham. Usted está en gran peligro. Lo esperamos a las 7:45 p.m. en el acantilado. No deje que nadie lea esta nota.
El señor Tragacrudo y el inspector caminaban por el corredor hacia ellos.
—He pasado un día muy agradable —decía el señor Maschico—. Sin embargo, es mi deber informarle, señor Tragacrudo, que en mi oficina están muy preocupados porque no tenemos un registro de la Granja Groosham. Parece que ni siquiera cuentan con licencia…
—¿Eso es un problema? —preguntó el señor Tragacrudo.
—Me temo que sí. Harán una investigación. Pero puedo asegurarle que mi reporte será de lo más favorable…
Julia y David sabían lo que debían hacer.
Entraron en acción al mismo tiempo, caminaron rápidamente por el corredor como si tuvieran prisa por llegar a algún lugar. A mitad de camino se encontraron con los dos hombres, quienes se separaron para dejarlos pasar. En ese momento, David fingió perder el equilibrio y empujó al señor Tragacrudo contra los casilleros. Al mismo tiempo, Julia puso el pedazo de papel en la mano del señor Maschico.
—Discúlpeme, señor —susurró David.
El operativo tomó menos de tres segundos. Luego siguieron su camino, como si nada hubiera pasado. El subdirector no se había percatado de nada. El señor Maschico tenía la nota. La única pregunta ahora era si acudiría a la cita en el acantilado.
Tan pronto como los dos hombres giraron al final del pasillo, Julia y David volvieron sobre sus pasos y salieron de la escuela por una puerta lateral que llevaba al cementerio. Nadie los vio salir.
—¿Qué hora es? —preguntó David.
—Las siete y cuarto.
—Tenemos media hora…
Cruzaron corriendo las canchas de juego, pasaron junto al lago y se dirigieron al bosque. Era una noche tibia y despejada. La luna iluminaba su camino mientras corrían en busca del abrigo de los árboles, pero ninguno de los dos miró hacia arriba, ninguno de los dos la vio.
Había luna llena.
Se detuvieron, jadeando, a la orilla del bosque.
—¿Estás segura de que es una buena idea? —preguntó David.
—Tenemos que ir por aquí —dijo Julia—. Si tomamos el camino alguien nos puede ver.
—Pero este bosque me da escalofríos.
—A mí toda la isla me da escalofríos.
Se internaron en el bosque. Ahí, con la luna oculta tras un techo de frondas, todo estaba a oscuras y quieto. David nunca había visto un bosque como ése. Los árboles parecían atados unos a otros formando nudos, púas y zarzas que se enroscaban como serpientes alrededor de los vetustos troncos. De la tierra surgían hongos fantásticos que al pisarlos supuraban una horrible sustancia amarillenta. Nada se movía: ni un pájaro, ni un búho, ni un soplo de viento.
Entonces el lobo aulló.
Julia se agarró a David tan de repente y con tanta fuerza que estuvo a punto de desgarrarle la camisa.
—¿Qué fue eso? —dijo en un susurro.
—Creo que un perro —respondió David también en voz baja.
—Nunca oí un perro como ése.
—Sonó como un perro.
—¿Estás seguro?
El lobo aulló otra vez.
Echaron a correr.
Corrieron por donde podían, sorteando las ramas caídas y saltando por encima de los arbustos. De pronto se encontraron totalmente perdidos. El bosque se los había tragado; era un laberinto intrincado que parecía hacerse más y más grande, conforme luchaban por salir de él. Y el animal, cualquiera que éste fuera, se acercaba cada vez más. David no lo podía ver. Casi deseó poder hacerlo. En lugar de ello, lo sentía y eso era peor, mucho peor. Su imaginación se desbocaba. El lobo enterrando los colmillos en su nuca; el lobo gruñendo ferozmente mientras cerraba sus babeantes mandíbulas sobre garganta; el lobo…
—¡No podemos seguir…! —Julia articuló las palabras casi en un sollozo, deteniéndose de golpe.
David frenó detrás de ella, sin aliento; su camisa estaba empapada en sudor. ¿Por qué se les había ocurrido tomar ese camino? Había tropezado y caído encima de un montón de cardos y la mano derecha le ardía. Su carrera errática los había llevado hasta un muro de ramas y zarzas que les cerraba el paso. David miró a su alrededor. Una pesada rama que había sido arrancada por una tormenta yacía en el suelo. Tomándola con ambas manos la arrancó de entre las ortigas y la levantó.
—¡David…!
Giró. Y entonces pudo ver algo. Estaba muy oscuro para decir qué era. ¿Un lobo, un hombre… o algo a medio camino entre los dos? Era sólo una figura, una masa negra de piel con dos ojos rojos que brillaban en el centro. También lo pudo oír. Un suave sonido de olfateo, que le puso la carne de gallina.
No había forma de regresar. La criatura les obstruía el paso.
Pero tampoco había forma de seguir adelante.
La criatura saltó.
David lanzó un fuerte golpe con el palo.
Cerró los ojos en el último momento, pero sintió cómo la pesada rama hacía contacto con algo. Sus brazos se estremecieron. La criatura chilló. Luego se oyó un crujido de matorrales que se rompían y, cuando volvió a abrir los ojos, el animal ya no estaba ahí.
Julia avanzó hacia él y puso la mano en su hombro.
—Eso no era un perro —dijo la niña.
—¿Entonces qué era?
—No sé. —Julia miró pensativa hacia el sendero—. Pero aullaba con acento francés…
Habían llegado hasta el extremo sur de la isla, donde el terreno, curvándose en la punta, terminaba en un escarpado precipicio. Sortearon las últimas marañas del bosque, cruzaron el camino y corrieron hasta el extremo del acantilado donde habían quedado de verse con el señor Maschico. Julia miró su reloj: faltaban todavía diez minutos para la hora de la cita.
Esperaron en aquel lugar que se alzaba muy por encima del mar. La cima del acantilado era plana y tranquila, y estaba cubierta por un mullido manto de hierba. Veinte metros más abajo las olas resplandecían a la luz de la luna, reventando contra las rocas puntiagudas que parecían rasgar el manto mismo del océano.
—¿Crees que venga? —preguntó David.
—Creo que ya está aquí —dijo Julia.
Alguien avanzaba a su encuentro: una silueta negra recortada contra el cielo pálido. Todavía estaba a unos doscientos metros, pero alcanzaron a ver que llevaba en las manos un portafolios. Al verlos, el hombre se detuvo y miró de reojo por encima de su hombro. Estaba asustado. Les bastó ver el modo en que caminaba para darse cuenta de ello.
Había avanzado unos cincuenta metros, siguiendo el borde del acantilado, cuando sucedió. Primero, David pensó que le había picado una avispa. Pero luego recordó de que apenas era marzo y no había avispas. El hombre se sacudió echando la cabeza hacia atrás. Se llevó una mano al cuello. Después volvió a ocurrir, sólo que en este caso fue su hombro. Lo apretó con una mano y giró sobre sí mismo como si hubiera recibido un balazo. Pero no había habido ningún disparo. No se veía a nadie más en los alrededores.
El hombre —y era el señor Maschico— gritó con un agudo hilo de voz, al tiempo que una de sus rodillas se le doblaba. Luego fue su espalda. Se arqueó hacia atrás desplomándose y volvió a gritar, mientras sus dos manos trataban de asirse del aire.
—¿Qué le pasa? —susurró Julia con los ojos muy abiertos y fijos.
David sacudió la cabeza sin poder pronunciar palabra.
Era una visión espantosa que la quietud de la noche y la suave presencia de la luna hacían aún más horrible. El señor Maschico se retorcía como un títere fuera de control, conforme una u otra parte de su cuerpo eran atacadas. Julia y David no podían hacer otra cosa más que mirarlo. Cuando parecía que el señor Maschico ya estaba muerto, éste alcanzó su portafolios, y luego, quién sabe cómo, se puso de pie. Por un momento permaneció ahí, tambaleándose al borde del acantilado.
—¡Tengo que hacer un reporte sobre esto! —gritó.
Entonces algo le golpeó en el pecho y cayó de espaldas en la oscuridad, en caída libre hasta las rocas.
David y Julia se quedaron mudos durante largo rato. Luego, él posó suavemente su brazo sobre los hombros de la niña.
—Será mejor que regresemos —dijo.
Pero para David la noche no había terminado.
Sigilosamente se deslizaron dentro de la escuela y con voz temblorosa susurraron un «buenas noches» en el corredor. Los otros niños ya dormían cuando David se desvistió y se metió entre las mantas. Pero no pudo dormirse. Durante lo que parecieron horas, permaneció ahí, acostado, pensando en lo que había pasado y preguntándose qué vendría después. Entonces lo escuchó.
—David…
Era su nombre, susurrado en la oscuridad por alguien que no estaba ahí. Se dio vuelta y metió la cabeza debajo de la almohada, seguro de que se lo había imaginado.
—David…
Ahí estaba otra vez, suave, insistente, no sólo en sus oídos sino dentro de su cabeza. Se incorporó de un salto y miró a su alrededor. Nadie se movía.
—David, ven a nosotros…
Tenía que obedecer. Salió de la cama casi en trance, se puso la bata y se deslizó silenciosamente fuera del dormitorio. La escuela estaba sumida en las tinieblas, pero pudo ver que una puerta en el vestíbulo de la planta baja estaba abierta; un rectángulo de luz se extendía sobre la alfombra. Ése era el lugar al que la voz quería llevarlo… al salón de profesores. Vaciló, temeroso de lo que encontraría ahí dentro, pero la voz le ordenaba seguir. Debía obedecer.
Bajó las escaleras y, sin llamar, entró en la habitación. Ahí, bajo la luz fulgurante, el trance terminó y David se encontró frente a frente con todo el personal de la Granja Groosham.
La señora Windergast estaba sentada en un sofá cerca de la puerta, tejiendo. Junto a ella se encontraba el señor Oxisso con los ojos cerrados y respirando apenas. Gregor estaba encogido al lado de la chimenea, farfullando algo para sí mismo. Del otro lado, estaba el señor Leloup también sentado; parte de su cara parecía hinchada y amoratada. David recordó a la criatura del bosque y cómo la había golpeado, así que no se sorprendió cuando el señor Leloup clavó en él sus ojos amenazadores. Pero la señorita Pedicure fue quien llamó su atención. Estaba sentada en una mesa en medio del salón y cuando David entró, sonrió y dejó caer algo al suelo. Era una figurilla humana de barro, delgada, con anteojos, que asía un portafolios pequeñito, también de barro. Tenía alfileres encajados en el cuello, los brazos, las piernas, y en su pecho, un alfiler —el número trece— le atravesaba el corazón.
—Pasa, por favor, David.
El señor Tragacrudo estaba de pie frente a la ventana, de espaldas a la habitación. Se dio media vuelta y avanzó hasta detenerse junto a la mesa. Su mirada iba de David a la figura de barro.
—¿Pensaste realmente que podías engañarnos? —dijo.
No había amenaza en su voz. El tono era casi inexpresivo. Pero la amenaza seguía ahí, dentro del salón, arremolinándose en el aire como el humo de un cigarro.
—Cuando escribieron esa nota, firmaron la sentencia de muerte del señor Maschico. Un acto reprobable, pero no nos dejaron alternativa.
Alzó la cabeza y sus ojos se posaron en David.
—¿Qué vamos a hacer contigo, David? Vas bien en clases. Creo que estás empezando a disfrutar de tu estancia en la isla. Pero todavía nos opones resistencia. Tenemos tu cuerpo. Tenemos tu mente. Pero todavía te niegas a entregarnos tu espíritu.
David abrió la boca para hablar, pero el señor Tragacrudo lo acalló con un ademán.
—Se nos acaba el tiempo —dijo—. De hecho, sólo nos quedan unos cuantos días. Me daría mucha pena perderte, David. A todos nos daría mucha pena. Por eso he decidido tomar medidas urgentes.
El señor Tragacrudo recogió el muñeco de barro y extrajo el alfiler de su corazón. Una sola gota de sangre roja y brillante cayó sobre la mesa.
—Mañana estarás a la una en punto en el estudio —ordenó—. Creo que es tiempo de que conozcas a las cabezas de la escuela.