Navidad

Tres días antes de Navidad comenzó a nevar.

Ya para Nochebuena toda la isla se encontraba completamente nevada. La tierra estaba blanca. El mar estaba blanco. Era difícil decir dónde terminaba una y dónde empezaba el otro. Parado en aquellos campos, uno se sentía como una letra solitaria enmedio de una página en blanco dentro de un sobre, que espera ser enviada a alguna parte.

No había calefacción central en Groosham. En cambio, enormes leños se quemaban en chimeneas abiertas, crujiendo y silbando como si les molestara tener que compartir su calor. Todas las ventanas estaban empañadas; la tubería se estremecía, gemía y ronroneaba al paso del agua a través de los conductos medio congelados. Una colonia de murciélagos que habitaba una de las torres del lado norte, había bajado en busca de calor y terminó en el comedor. Nadie se quejó. Pero para David las comidas eran un poco como una lucha contra cien ojos que, desde las vigas, examinaban su pastel de ruibarbo.

Aparte de los murciélagos y el clima, ninguna otra cosa cambió en la escuela. Al principio, a David le sorprendió que a nadie pareciera importarle la Navidad. Después lo aceptó de mala gana. El capitán Malasangre venía a la escuela una vez por semana, los jueves, pero nunca traía ni se llevaba ninguna carta, así que no había tarjetas de Navidad.

Tampoco había arreglos navideños. David vio a la señora Windergast con una enorme rama de pino y eso le levantó un poco el ánimo —por lo menos hasta la hora de la comida, cuando le dio la primera probada a su sopa de pino—. No había tarjetas ni árbol de Navidad, ni tampoco, por supuesto, regalos de Navidad. A pesar de las nevadas, nadie lanzó bolas de nieve y el único hombre de nieve resultó ser Gregor, a quien sorprendió la peor nevada de todas mientras dormía sobre su lápida predilecta, y tuvo que ser descongelado al día siguiente.

Sólo hubo alguien que mencionara la Navidad: el señor Oxisso, maestro de estudios religiosos. El señor Oxisso era el único profesor con un aspecto normal de toda la escuela. También era el más joven; tenía más o menos treinta años, era bajo, de cabello rizado y bigote recortado. Su nombre completo era Ronald Edward Oxisso. David se sintió un poco incómodo cuando vio ese mismo nombre en una lápida del cementerio de la escuela («Ahogado cerca de la Isla Cadavera: 1955-1985»), pero supuso que se trataba de algún pariente suyo. De todos modos, el señor Oxisso despedía un fuerte olor a algas marinas.

—La Navidad ciertamente tiene muy poco que ver con el cristianismo —dijo el señor Oxisso con una sonrisa espectral. Sus sonrisas eran muy espectrales—. Había festividades a finales de diciembre mucho antes de que el cristianismo hiciera su aparición; la «Saturnalia» romana y el «Nacimiento del Sol» entre los persas, por ejemplo. En el Norte, es una festividad de los espíritus de la oscuridad, porque es en Navidad cuando los muertos regresan de sus tumbas.

Todo esto era completamente nuevo para David. Pero tenía que admitirlo: sus navidades en Londres, llenas de oropel, Santa Claus, compras navideñas de última hora, pavos, ponches y demasiadas películas viejas en televisión, nunca tuvieron mucho que ver con el cristianismo.

El día de Navidad comenzó igual que cualquier otro: baño, desayuno, tres clases antes de la comida. Por alguna razón las clases de la tarde se cancelaron y David y Julia pudieron vagar libremente. Como siempre, los demás alumnos se fueron a la cama. Eso es lo que siempre hacían cuando había algún tiempo libre. Después, ya tarde en la noche, irían a la biblioteca. Y luego desaparecerían.

David y Julia, decididos a llegar al fondo del misterio, habían intentado seguirlos varias veces, sin éxito. El problema era que no había manera en que pudieran seguir a los otros dentro de la biblioteca sin ser vistos, y para cuando abrían la puerta todos se habían ido ya. Una tarde revisaron el salón cuidadosamente, convencidos de que con seguridad habría un pasadizo secreto. Pero si en verdad existía, debía de tener una entrada espectacularmente secreta. Todas las paredes parecían estar hechas de ladrillo sólido. Una chimenea con cubierta de piedra dominaba uno de los muros, y en el otro había un espejo con un marco decorado con flores de bronce. Pero aunque David empujó y picó a todos los animales mientras Julia tocaba de arriba a abajo el espejo, y hasta trató de escalar la chimenea, no encontraron nada.

¿Y dónde había estado Jeffrey durante todo este tiempo?

En las semanas que llevaban en Groosham, Jeffrey había cambiado y eso preocupaba a David más que cualquier otra cosa. Todavía recordaba las palabras del señor Tragacrudo: «Él será el más fácil…». Ciertamente, Jeffrey pasaba cada vez más y más tiempo solo, y menos y menos tiempo con David y Julia. David ya lo había visto varias veces platicando animadamente con William Rufus, y cuando le preguntó al respecto, Jeffrey se rehusó a ser interrogado. Aunque no había libros en la biblioteca, parecía que se pasaba el tiempo leyendo; viejos y polvosos volúmenes de páginas amarillentas encuadernadas en piel craquelada.

Julia, con su impaciencia, fue la que al final comenzó una discusión una tarde, lo había molestado en un salón vacío mientras hablaban de los progresos que habían hecho —o que no habían hecho—.

—¿Qué te pasa? —le reclamó—. Te comportas como si te gustara este lugar.

—A lo mejor m… m… me gusta —contestó Jeffrey.

—¡Pero toda la escuela está loca!

—Todos los internados son una locura. Pero éste es m… m… mucho mejor que Héroes de la Inmisericordia.

—¿Y qué hay de nuestra promesa? —le recordó David—: «Nosotros contra ellos».

—Nosotros podemos estar en c… c… contra de ellos —dijo Jeffrey—, pero no estoy muy seguro de que ellos estén en c… c… contra de nosotros.

—¿Entonces por qué no vas y te unes a ellos? —le había dicho Julia furiosa.

Al parecer Jeffrey ya lo había hecho.

David y Julia, solos, se abrían paso entre las canchas de juego con la nieve hasta los tobillos. Ya conocían cada centímetro de la isla. La Granja Groosham estaba en el lado norte. Un bosque se extendía por todo el lado oriente. Sus árboles parecían haber sido esculpidos en piedra y tener por lo menos mil años. La lengua de tierra, donde estaba el muelle, se encontraba en el extremo sur. Era una superficie larga y plana, tras de la cual se erguía el acantilado multicolor. David estaba seguro de que podía ver la entrada de una cueva al pie de los riscos, y le hubiera gustado explorarla, pero no había manera de llegar hasta ella. El acantilado era muy escarpado para descender por él, y una entrada de mar separaba la cueva de la punta; las olas rompían contra las rocas, labrando infinidad de afiladas puntas.

También había un río en la isla —aunque más bien era un arroyo ancho—, que fluía desde el Norte y desembocaba en un lago al otro lado del bosque. Hacia ahí se dirigían. El agua se había congelado y pensaron que sería divertido patinar. Pero ninguno tenía patines. Y, de todos modos, no se sentían con ánimos de diversión… a pesar de que era Navidad.

—¿Has aprendido algo desde que llegamos? —preguntó Julia.

David se quedó pensando.

—No mucho —admitió—. Pero como nunca hay exámenes ni cosas así, no debe ser importante.

—Bueno, hemos aprendido una cosa. —Julia recogió una piedra y la lanzó al lago; el guijarro pegó en el hielo y se deslizó hasta detenerse en un manojo de algas—. El bote viene todos los jueves. El capitán Malasangre descarga las provisiones y después él y Gregor suben en el coche hasta la escuela. Así que durante una hora, más o menos, la lancha está sola.

—¿Y qué con eso? —preguntó David, con repentino interés.

—Pasado mañana es jueves. Y cuando suban a la escuela, alguien va a meterse en ese bote. Yo.

—Pero no hay dónde esconderse. —David había acompañado a Julia una semana antes a revisar la lancha—. Nos fijamos…

—No hay lugar para dos —reconoció Julia—. Pero calculo que uno de nosotros puede meterse apretado en la cabina. Hay un montón de trapos viejos en el suelo. Creo que puedo esconderme debajo de ellos.

—Entonces de veras te vas.

David no pudo evitar sentirse triste al pronunciar aquellas palabras. Julia era su única amiga verdadera en la escuela. Al irse ella, estaría más solo que nunca.

—Tengo que irme, David. Si me quedo más tiempo me voy a volver loca… como Jeffrey. Pero una vez esté lejos, enviaré una carta a las autoridades. Ellos enviarán a alguien. Y te apuesto lo que quieras a que cerrarán la escuela una semana después.

—¿A dónde vas a ir? —preguntó David.

—Tengo cuatro hermanos y dos hermanas para escoger —dijo Julia y sonrió—. Somos una familia grande. ¡Yo soy la número siete!

—¿Tu mamá tiene hermanos y hermanas? —preguntó David.

Julia lo miró con curiosidad.

—¿Y eso qué tiene que ver?

—Sólo preguntaba…

—De hecho ella también fue la número siete. Tengo seis tíos. ¿Por qué preguntas?

—Séptima hija de una séptima hija —murmuró David y no dijo nada más. Significaba algo. Tenía que significar algo. Pero ¿qué?

Por la tarde, sentado solo en la biblioteca, seguía dándole vueltas en la cabeza al asunto. La cena de Navidad —si es que se le podía llamar así— consistió en jamón y papas fritas; las papas estaban apenas un poco más calientes que el jamón. David se sentía realmente deprimido por primera vez desde que llegó. Julia se había ido a la cama temprano y ni siquiera había un televisor en la escuela para levantarse el ánimo. Bueno, sí había uno, pero era en blanco y negro, pegado con cinta adhesiva. El botón del volumen se había perdido y la imagen era tan mala que la pantalla se veía siempre como una tormenta de nieve en miniatura.

La puerta de la biblioteca se abrió y David levantó la vista. Era Jeffrey.

—Hola —dijo.

—Hola, D… D… David.

El chico se quedó parado junto a la puerta como si se avergonzara de haber sido sorprendido en ese lugar.

—No te he visto desde hace tiempo —dijo David, tratando de sonar amigable.

—Lo sé. He e… e… estado muy ocupado.

Jeffrey miró a su alrededor, sus ojos parpadeaban nerviosamente detrás de sus anteojos de aro.

—De hecho, est… t… taba buscando a Will… ll… lliam.

—¿Tu nuevo amigo? —La voz de David sonó despectiva—. Pues no está aquí. A menos, claro, que esté debajo de la al… al… alfombra o en la chim… m… menea, o ¡dondequiera que se metan todas las noches! Y lo único que puedo decirte es que si quieres unírteles, te aceptarán con gusto.

—Yo n… n… no… —Jeffrey, todo sonrojado, tartamudeó sin conseguir terminar la frase, y David se enfadó consigo mismo por haber perdido la calma. Abrió la boca para decir algo más, pero en ese momento Jeffrey salió del cuarto cerrando la puerta de golpe.

David se levantó, «… él será el más fácil». Una vez más las palabras del señor Tragacrudo resonaron en su cabeza. Claro que Jeffrey sería el más fácil de los tres —para cualquier cosa que se estuviera tramado en la Granja Groosham—. Era gordo. Usaba anteojos y tartamudeaba. Era la víctima perfecta, el blanco de todos los ataques. Y, al rechazarlo, David lo había puesto en sus manos. Al principio eran tres contra el resto, pero ahora su falta de consideración había sacado a Jeffrey de la jugada, dejándolo solo y desamparado.

Salió de la biblioteca rápidamente. Jeffrey ya no estaba en el corredor, pero a David no le importó. Si descubría qué estaba pasando realmente en la Granja Groosham —detrás de la fachada de lecciones y rutina escolar— entonces, posiblemente, podría ponerle fin y salvar a Jeffrey y a sí mismo a la vez. Y en ese momento se encontraba en el lugar perfecto para empezar a buscar. La respuesta tenía que estar en uno de las dos cuartos.

Empezó por la puerta en la que se leía «Directores». En todo el tiempo que llevaba en la granja, no había visto una sola vez a los dos directores, el señor Escualo y el señor Falcón. Si no fuera porque había oído sus voces, diría que ni siquiera existían. Tocó suavemente a la puerta. Como suponía, nadie contestó. Mirando de reojo por encima de su hombro, asió la manija y la accionó. La puerta se abrió.

David no había estado antes en el salón de los directores. A primera vista le pareció más una capilla que un salón, Había vitrales en las ventanas, en los que se representaban escenas que parecían ser del Juicio Final, con demonios que aguijoneaban y lanzaban a las llamas eternas a mujeres y hombres desnudos. El piso era de mármol negro y no había alfombra. Los libreros, llenos de volúmenes antiguos como el que había visto leer a Jeffrey, le recordaron a los bancos de las iglesias, y hasta había un púlpito en una de las esquinas, con un águila labrada que sostenía una Biblia sobre sus alas extendidas.

El cuarto tenía su propio enigma. Había dos directores en la Granja Groosham. Entonces, ¿por qué sólo había un escritorio, sólo una silla, y sólo una toga y un birrete en el perchero tras la puerta? David no pudo encontrar una respuesta para eso —ni para ninguna otra cosa—. Los cajones del escritorio estaban bajo llave y no había papeles encima de él. Estuvo cinco infructuosos minutos en el estudio. Después salió tan sigiloso como había entrado.

Se necesitaba más valor para escurrirse dentro del estudio del señor Tragacrudo. David recordó la última vez que había estado allí —en su pulgar todavía tenía la marca de su estancia en aquel lugar—. Finalmente abrió la puerta. «No te va a comer», pensó, y deseó creerlo.

No había señal del subdirector pero, mientras avanzaba, sentía que lo observaban. Se detuvo, atreviéndose apenas a respirar. Estaba completamente solo en el estudio. Avanzó otra vez. Las miradas lo seguían. Se detuvo nuevamente. Entonces se dio cuenta de lo qué era. ¡Los cuadros de las paredes…! Eran retratos de ancianos sombríos pintados, al parecer, varios años después de muertos. Pero cuando David se movía, las miradas de esos ojos lo seguían, así que lo observaban en cualquier lugar del cuarto en el que estuviera.

Se detuvo un momento detrás de lo que parecía ser una cómoda y recargó su mano en ella. La madera tembló bajo sus dedos. Aparto la mano y miró el mueble con ojos desorbitados. ¿Se lo había imaginado? No; allí de pie, solo, en el estudio, escuchó un lánguido rumor que provenía de aquella cómoda.

Se agachó para abrir uno de los cajones. Fue entonces cuando hizo su primer descubrimiento. La cómoda era un engaño. Los tres cajones no eran más que una fachada que, al tirar de ella, se abrió como si fuera una puerta. En realidad la cómoda era un moderno refrigerador.

David atisbó dentro del mueble y tragó saliva. La cómoda ciertamente era un refrigerador, pero no de ésos en los que se guarda leche, mantequilla y una docena de huevos. En vez de eso, unas treinta bolsas de plástico llenas de un líquido rojo oscuro colgaban de unos ganchos.

—Es vino —susurró—. Tiene que ser vino. Claro que es vino. No puede ser otra cosa. No puede ser…

Sangre.

Pero mientras cerró de golpe la puerta y se enderezó, sabía que eso era. El vino no venía en bolsas; no lo etiquetaban como «AB positivo». Ni siquiera quería preguntar qué hacían quince litros de sangre en el estudio del señor Tragacrudo. No quería saber. Sólo quería salir de ahí antes de acabar metido en otras ocho bolsas de plástico en el anaquel inferior.

Pero logró tranquilizarse antes de alcanzar la puerta. Ya era muy tarde para arrepentirse. Quizás ésta sería su última oportunidad de inspeccionar el estudio. Y a Jeffrey se le acababa el tiempo. Respiró hondo. No había nadie a la vista. Nadie sabía que estaba ahí. Debía seguir adelante.

Se acercó al escritorio. El libro en el que había puesto su nombre la tarde que llegó a la escuela, todavía estaba en su lugar. Lo abrió con mano temblorosa. Trató de mojar su dedo con saliva, pero tenía la boca seca como lija, así que usó la palma de la mano para dar vuelta a las hojas hasta que llegó al final. Sus ojos descubrieron de inmediato los tres últimos nombres: DAVID ELIOT, JULIA GREEN, JEFFREY JOSEPH. Aunque las letras ya no eran rojas sino color café, estaban más frescas que los nombres de las otras páginas. Inclinado sobre el escritorio, comenzó a leer.

Le llevó treinta segundos darse cuenta de que en el libro no había ningún nombre que reconociera. No estaba William Rufus, ni Besi Duncan o Roger Bacon. Entonces tenía razón. Los otros alumnos tomaron nombres falsos en algún momento después de su llegada. La única pregunta era ¿por qué?

Cerró el libro. Algo más había llamado su atención, algo que estaba en la esquina del escritorio. No había estado ahí la primera noche. De hecho, David nunca antes había visto uno, por lo menos no fuera de la mano de alguien. Era un anillo, un anillo especial de oro puro con una piedra negra engarzada. David lo tomó…

… Y lanzó un grito. El anillo estaba al rojo vivo. Parecía como si lo acabaran de sacar de la fragua. Eso era imposible, por supuesto. El anillo había estado sobre la madera como mínimo desde que él había entrado en la habitación. Debía tratarse de algún truco. Pero truco, o no, los dedos todavía le ardían y su piel comenzaba a ampollarse.

—¿Qué estás haciendo aquí?

David se giró rápidamente, olvidando por un momento el dolor.

El señor Tragacrudo se encontraba ahí mismo, en la habitación; pero eso también era imposible, la puerta no se había abierto, David no había oído nada. Como de costumbre, el subdirector estaba vestido de blanco y negro como si fuera de camino a un funeral. En su voz había curiosidad más que hostilidad, pero sus ojos eran amenazantes. Apretando el puño, David buscó desesperadamente una excusa. «Bueno… —dijo para sus adentros—. Refrigerador, allá voy».

—¿Qué estás haciendo aquí, David? —volvió a preguntar el señor Tragacrudo.

—Yo… yo… lo estaba buscando, señor.

—¿Para qué?

—Éste… —David tuvo un rapto de inspiración—. Para desearle feliz Navidad, señor.

Los labios del señor Tragacrudo se torcieron ligeramente hacia arriba.

—Un gesto encantador por tu parte —masculló en un tono de voz que más bien quería decir «¡qué pretexto más estúpido!»—. Parece que te has quemado —agregó, señalando su mano.

—Sí, señor. —La culpa lo hizo sonrojarse—. Vi el anillo y…

El señor Tragacrudo avanzó hacia él. David evitó cuidadosamente mirar al espejo. Sabía lo que vería —o más bien lo que no vería—. Esperó en silencio a que el subdirector se sentara tras su escritorio, preguntándose qué pasaría.

—A veces es de sabios no meter la nariz en las cosas que no nos incumben, David —dijo el señor Tragacrudo—. Especialmente cuando se trata de cosas que no entendemos.

Alcanzó el anillo y lo tomó. David retrocedió, pero el anillo permaneció ahí totalmente frío en la palma de su mano.

—Debo admitir que me has decepcionado profundamente —prosiguió—. A pesar de la charla que tuvimos, parece que no has hecho progreso alguno.

—Entonces, ¿por qué no me expulsa? —preguntó David, sorprendido por su repentino tono desafiante. Aunque la verdad es que eso era lo que más deseaba.

—¡Oh, no! Nunca se expulsa a nadie de la Granja Groosham —el señor Tragacrudo rió entre dientes—. Hemos tenido niños difíciles antes, pero terminan aceptándonos… como lo harás tú algún día.

—Pero ¿qué es lo que quieren de mí? —David ya no pudo contenerse más—. ¿Qué es lo que pasa aquí? Ya sé que ésta no es una escuela de verdad. Aquí sucede algo terrible. ¿Por qué no me dejan ir? Yo no pedí venir. ¿Por qué no dejan que me vaya y se olvidan de mi existencia? Este lugar me desagrada. Todos me desagradan. Y nunca los voy a aceptar, no mientras viva.

—¿Y cuánto tiempo será eso?

De repente la voz del señor Tragacrudo se había vuelto tan fría como el hielo. Cada sílaba que salía de su boca era como un susurro mortal. David se quedó petrificado, sintiendo cómo las lágrimas pugnaban por aparecer en sus ojos. Pero había una cosa que estaba decidido a no hacer. No lloraría. No mientras estuviese delante del señor Tragacrudo.

Entonces el señor Tragacrudo pareció ablandarse. Dejó el anillo en el escritorio y se recargó en el respaldo de la silla. Cuando volvió a hablar, su voz sonó más suave.

—Hay muchas cosas que tú no entiendes, David —dijo—. Pero algún día todo será diferente. Por ahora es mejor que vayas con la señora Windergast para que te revise la mano. —Se llevó uno de sus esqueléticos dedos a un lado la boca, y por un momento se quedó cavilando—. Dile que sugiero que te ponga su ungüento especial. Estoy seguro de que te proporcionará el más… reparador de los sueños —agregó por último.

David se dio la media vuelta y salió del estudio.

Para entonces ya era bastante tarde y, como de costumbre, no había nadie en los corredores. David subió al dormitorio absorto en sus pensamientos. De algo estaba seguro. No tenía ninguna intención de ir a ver a la señora Windergast. Si el señor Tragacrudo guardaba sangre fresca en su refrigerador, quién sabe qué guardaría la señora en su botiquín. Le dolía mucho la mano. Pero cualquier dolor era preferible a otra sesión con el personal de la Granja Groosham.

Por eso se quedó estupefacto cuando encontró a la prefecta esperándolo fuera de su consultorio. Debía de haber algún sistema de comunicación interna en la escuela, pues ella ya sabía lo que le había pasado.

—Déjame ver tu pobre mano —dijo con su voz de pajarito—. Entra y siéntate mientras traigo un emplasto. No queremos que se vaya a gangrenar, ¿verdad? Mi marido, Dios lo tenga en su gloria, se gangrenó. ¡Todo él! Al final su aspecto era espantoso, de veras. Y todo empezó con un rasguño chiquitito…

Acomodó a David en el consultorio mientras hablaba, sin darle oportunidad de protestar.

—Ahora siéntate, mientras abro mi botiquín —le ordenó.

David se sentó. El consultorio era pequeño y agradable; había un calentador de gas, un tapete de colores vivos y, en las sillas, cojines hechos a mano. Unos cuadros bordados colgaban de las paredes y sobre una mesa baja había varias revistas. David observó todo esto mientras la prefecta buscaba algo afanosamente dentro de un gabinete con puertas de espejo que estaba en el otro extremo de la habitación. Al abrirlo, David captó el reflejo de un pájaro en una percha. Por un momento pensó que lo había imaginado, pero entonces se dio la vuelta y vio al animal cerca de la ventana. El pájaro era un cuervo. Al principio, David supuso que estaría disecado como los animales de la biblioteca. Pero en ese momento el ave graznó y agitó las alas. David se estremeció al recordar el cuervo que había visto en el jardín de su casa el día de su partida.

—Es Wilfredo —dijo a forma de explicación la señora Windergast mientras se sentaba junto a él—. Algunas personas tienen peces de colores. Otras tienen hámsters. Pero yo prefiero a los cuervos. A mi esposo no le gustaba mucho. De hecho, Wilfredo fue el que lo arañó. ¡A veces es bastante travieso! Ahora déjame ver esa mano.

David extendió su adolorida mano, y la señora Windergast se dedicó durante varios minutos a aplicarle pomadas antisépticas.

—Ya está —exclamó al terminar—. Mucho mejor, ¿no?

David hizo ademán de levantarse, pero la prefecta, con un gesto, le indicó que se quedara sentado.

—Y dime, querido, ¿qué te parece la Granja Groosham?

David estaba cansado. Ya estaba harto de juegos, así que le dijo la verdad.

—Todos los chicos son muy raros. Los miembros del personal están locos. La isla es horrible. La escuela parece sacada de una película de terror, y a mí me gustaría regresar a mi casa.

—Pero aparte de eso, eres perfectamente feliz, ¿no? —La señora Windergast acompañó sus palabras con una sonrisa radiante.

—Señora Windergast…

La mujer levantó la mano, interrumpiéndolo.

—Claro que entiendo, mi amor —dijo—. Siempre es difícil al principio. Por eso decidí darte un poco de mi ungüento especial.

—¿Para qué sirve? —preguntó David con recelo.

—Nada más que para ayudarte a dormir bien.

Sacó un tubo de ungüento de la bolsa de su delantal y, antes de que David pudiera detenerla, le quitó la tapa y se lo pasó. El ungüento era espeso y de color oscuro, como asfalto, pero para su sorpresa olía bastante bien. Tenía un aroma acre, como el de algunas hierbas silvestres. Sin embargo, quién sabe por qué, el simple olor lo hizo relajarse y una agradable sensación de calor invadió su cuerpo.

—Unta un poco en tu frente —lo persuadió la señora Windergast; ahora su voz se escuchó suave y lejana—. Te hará sentir de maravilla, ya verás.

David hizo lo que le decía. No pudo negarse. No quiso negarse. El ungüento se sentía caliente en su piel. Al momento pareció absorberse penetrando por su cuerpo hasta los huesos.

—Ahora vete a la cama, David. —¿Seguía siendo la señora Windergast quien hablaba? Hubiera jurado que se trataba de una voz distinta—. Y que tengas montones de dulces sueños.

Vaya si David soñó esa noche.

Recordaba haberse desvestido y metido en la cama; luego debió quedarse dormido, sólo que sus ojos permanecieron abiertos, por lo que pudo darse cuenta de las cosas que ocurrían a su alrededor. Los otros niños del dormitorio salieron de la cama. Claro que esto no le sorprendió. David se dio la vuelta y cerró los ojos.

Por lo menos eso es lo que intentó hacer. Lo siguiente que recordaba era estar completamente vestido siguiéndolos escaleras abajo rumbo a la biblioteca; tropezó y sintió que una mano lo detenía para que no cayera. Era William Rufus. David sonrió. El otro niño le devolvió la sonrisa.

Y luego estaban en la biblioteca. Lo que sucedió después era confuso. Se miraba en un espejo —el que estaba colgado frente a la chimenea—. Pero entonces entró en él, directamente a través del cristal. Supuso que se rompería, pero no se rompió. Ya estaba al otro lado. Miró hacia atrás. William Rufus le tiró del brazo. Siguió adelante.

Paredes de piedra sólida; una senda sinuosa bajaba más y más hacia las profundidades de la tierra; en el aire había un olor a agua salada. Entonces el sueño se convirtió en una serie de imágenes fragmentadas. Era como si, después de todo, el espejo se hubiera roto en mil pedazos y lo que veía fuera únicamente los reflejos en los añicos. Ahora se encontraba en una enorme y profunda galería subterránea. Podía ver las estalagmitas de un plateado resplandeciente que emergían de la tierra tratando de alcanzar las estalactitas que colgaban de los techos de la galería. ¿O era al revés…?

Una gran fogata ardía dentro de la cueva proyectando sombras fantásticas sobre la pared. Toda la escuela estaba reunida allí, esperando en silencio algo… o a alguien. Luego un hombre salió de detrás de una plancha de piedra. Hubo una cosa que David no se atrevió a mirar porque era más horrible que todo lo que había visto hasta entonces en la Granja Groosham, aunque después lo recordaría…

Dos directores, pero sólo un escritorio, sólo una silla.

El hilo del sueño se rompió como suele suceder con todos los sueños. Se dijeron palabras. Luego hubo un banquete, una cena de Navidad como ninguna antes. Un gran trozo de carne se asaba en las llamas de la fogata; el vino colmaba grandes jarras de plata. Había budines y galletas y pasteles, y por primera vez los alumnos de la Granja Groosham reían y gritaban y actuaban como si realmente estuvieran vivos. De la tierra brotaba la música y David buscó a Julia; para su sorpresa la encontró y bailaron juntos durante lo que parecieron ser horas, aunque sabía que (como se trataba de un sueño) debieron ser tan sólo unos minutos.

Por último, hubo un murmullo y todo el mundo se quedó quieto, mientras una figura solitaria avanzaba entre la multitud hacia la plancha de piedra. David quiso gritar pero no salió ningún sonido de su garganta. Era Jeffrey. El señor Tragacrudo lo esperaba y sostenía el anillo. Jeffrey sonreía, feliz como David nunca antes lo había visto. Tomó el anillo y se lo puso. Entonces, como una sola voz, toda la escuela comenzó a vitorear; el eco de los gritos rebotaba en las paredes y fue entonces, con aquel clamor retumbando en sus oídos, que…

David despertó.

Tenía dolor de cabeza y un desagradable sabor de boca. Se restregó los ojos, preguntándose dónde se encontraba. Era de mañana. El frío sol de invierno se colaba por las ventanas. Se incorporó despacio y miró a su alrededor.

Estaba en la cama, en el lugar de siempre en el dormitorio. Sus ropas estaban como las había dejado la noche anterior. Miró su mano. El emplasto seguía en su lugar. A su alrededor, los otros niños estaban vistiéndose, sus caras tan pálidas como siempre. David apartó las cobijas; de verdad no había sido más que un sueño. Se rió un poco de sí mismo. ¿Atravesar espejos? ¿Bailar con Julia en una caverna subterránea? Claro que había sido un sueño. ¿Cómo podía ser otra cosa?

Se levantó y se desperezó. Se sentía extrañamente tenso esa mañana, como si acabara de participar en una carrera de veinte kilómetros. Miró de reojo a un lado. Jeffrey estaba sentado en la cama de al lado, ya medio vestido. David recordó su encuentro, o más bien desencuentro, en la biblioteca y suspiró. Tenía que hacer algo al respecto.

—Buenos días, Jeffrey —dijo.

—Buenos días, David —la voz de Jeffrey sonaba casi hostil.

—Mira, sólo quería disculparme por lo de ayer. ¿De acuerdo?

—No hay necesidad de pedir disculpas, David —contestó Jeffrey mientras se ponía el suéter—. Olvídalo.

Durante esa breve conversación, David se dio cuenta de muchas cosas. Pero todas sucedieron tan rápido que nunca sabría decir cuál fue la primera.

Jeffrey ya no era el mismo.

No sólo había sonado hostil. Se comportaba hostil. Su voz se había vuelto fría y distante como la de todos los demás.

Ya no tartamudeaba.

Y la mano con la que se abotonaba la camisa también se veía diferente.

Lucía en ella un anillo negro.