Compañeros de viaje

David llegó a la estación de la calle Liverpool a las doce en punto. Fiel a su palabra, su padre lo había mandado en autobús. Su madre tampoco lo había acompañado. Le había dado un ataque de histeria en la puerta de su casa y el señor Eliot tuvo que romperle una botella de leche en la cabeza para tranquilizarla. Así que David iba solo, arrastrando su maleta por los pasillos de la estación, hasta la fila de los boletos.

Era una larga fila… más larga incluso que los trenes que la gente esperaba abordar. David esperó más de veinte minutos antes de llegar a la ventanilla. Era casi la una y tuvo que correr para alcanzar su tren. Había un asiento reservado para él —la escuela se había encargado del trámite—, y en cuanto puso su maleta en el portaequipaje y se sentó, el silbato sonó y el tren comenzó a moverse. Con la cara pegada al vidrio, miró hacia afuera. Lentamente el tren fue tomando velocidad y la ciudad de Londres corrió temblorosa y repiqueteante delante de sus ojos. Había comenzado a llover. La escena difícilmente podría ser más lúgubre si fuera sentado en una carroza fúnebre de camino a su propio entierro.

Media hora después ya habían pasado los suburbios y el tren corría a toda velocidad por paisajes monótonos —todos los paisajes parecen iguales a través de la ventana de un tren, sobre todo cuando la ventana está cubierta por una gruesa capa de polvo—. David no había tenido tiempo de comprarse un libro o una revista, y de todas formas sus padres no le habían dado ni un centavo. Desenfadado, se desplomó en su asiento y se preparó para permanecer sentado las tres horas de viaje hasta King’s Lynn.

Entonces se dio cuenta de que había otras dos personas en el compartimiento, ambas de su misma edad, ambas con el mismo aspecto aburrido que él. Uno era un niño rollizo, con anteojos redondos de aro delgado. Sus pantalones probablemente formaban parte de un uniforme escolar. Llevaba un suéter grueso, tejido con tanta lana que parecía como si trajera al borrego dentro. Su cabello, largo y negro, estaba esponjoso y alborotado, como si acabara de sacar la cabeza de la lavadora. Tenía en la mano un chocolate a medio comer, y el relleno se escurría entre sus dedos.

La otra viajera era una niña. Tenía la cara redonda, más bien de niño; pelo castaño, corto, y ojos azules. En cierta forma, era muy bonita, pensó David, o podría serlo si su ropa no fuera tan rara. El suéter que llevaba podría haber pertenecido a su abuela; su pantalón, a su hermano. Y su abrigo, debería regresarlo inmediatamente a quien se lo había dado, pues le quedaba grande varias tallas. Leía una revista. David miró disimuladamente la portada y se sorprendió de que fuera Cosmopolitan; su madre nunca permitiría un Cosmopolitan en su casa, pues decía que no aprobaba a «esas mujeres modernas»; pero entonces, claro, su madre era virtualmente prehistórica.

La niña fue quien rompió el silencio.

—Me llamo Julia —dijo.

—Yo soy David.

—Yo J… J… Jeffrey. —Por alguna razón, no resultaba extraño que ese niño gordo tartamudeara.

—Supongo que vais a la Granja Guácala —dijo Julia, y cerró su revista.

—Me parece que se llama Groosham —dijo David.

—Estoy segura de que será grotesca —insistió Julia—. Es mi cuarta escuela en tres años y es la única donde no hay vacaciones.

—U… u… un día al año —tartamudeó Jeffrey.

U… u… un día va a ser suficiente para mí —dijo Julia—. En cuanto lleguemos me escaparé.

—¿Te irás nadando? —preguntó David—. Recuerda que es una isla.

—Nadaré hasta Londres si es preciso —sentenció Julia.

Ya roto el hielo, lo tres comenzaron a hablar, cada uno contó su propia historia para explicar cómo habían terminado en un tren rumbo a la costa de Norfolk. David fue el primero. Les habló del Colegio Beton, de cómo había sido expulsado y de cómo sus padres recibieron la noticia.

—Yo también estaba en un internado —dijo Jeffrey—, y también me expulsaron. Me c… co… cogieron echando humo tras el pabellón de cricket.

—Fumar es tonto —dijo Julia.

—No fue m… m… mi culpa. El más abusivo de la escuela me prendió fuego. —Jeffrey se quitó las gafas y se las limpió con la manga—. Siempre me m… m… molestaban porque soy gordo y llevo gafas y soy tartam… m… mudo.

El internado al que iba Jeffrey se llamaba Héroes de la Inmisericordia. Estaba en el norte de Escocia y sus padres lo habían mandado ahí esperando que se volviera rudo. Y su sistema educativo resultó ser duro de verdad: baños de agua fría, carreras de diez kilómetros, avena catorce veces a la semana —y eso sólo para el personal de la escuela—. En Héroes de la Inmisericordia los alumnos tenían que hacer cincuenta lagartijas antes del servicio religioso matutino y veintiún más a lo largo de él. El director usaba en clase una piel de leopardo y el maestro de gimnasia iba en bicicleta a la escuela todos los días, lo cual era francamente digno de mención, dado que vivía a más de cien kilómetros de allí.

El pobre Jeffrey fue incapaz de mantener el ritmo, y el último día de clases fue para él de verdad el último. A la mañana siguiente de que lo expulsaron, su padre recibió un folleto de la Granja Groosham. La carta que lo acompañaba era muy diferente a la de David; en ella se describía la escuela como un complejo deportivo, un salón de masajes y un campo de entrenamiento militar, todo en uno.

—Mi papá también recibió una carta —dijo Julia—, pero en ella le decían que la Granja Groosham era un lugar con mucha clase, donde aprendería buenos modales, bordado y ese tipo de cosas.

El padre de Julia era diplomático y trabajaba en América del Sur. Su madre era actriz. Ninguno de los dos estaba nunca en casa y Julia sólo hablaba con ellos por teléfono. Una vez, su madre se topó con ella en la calle y ni siquiera la reconoció. Pero, al igual que los padres de David, estaban empeñados en dar a su hija una buena educación y la habían enviado a no menos de tres internados.

—Me escapé de los dos primeros —explicó Julia—; el tercero era una especie de internado para señoritas en Suiza. Me enseñaban a hacer arreglos florales y a cocinar, pero no tenía remedio. Las flores se marchitaban antes de poder hacer los arreglos y envenené al profesor de cocina.

—¿Y qué pasó? —preguntó David.

—La escuela dijo que no había manera de que yo permaneciera allí. Me mandaron a casa. Y fue entonces cuando llegó la carta.

El padre de Julia aprovechó la oportunidad. De hecho, tomó el primer avión y volvió a América del Sur. Su madre ni siquiera se presentó. Le acababan de dar un papel en una pantomima navideña y estaba demasiado ocupada para enterarse del asunto. Su nana alemana fue quien hizo todos los arreglos sin entender realmente de qué se trataba. Y eso fue todo.

Para cuando terminaron de contar sus historias, David se dio cuenta de que los tres tenían algo en común. De uno u otro modo todos eran niños «problema». Pero aun así, no tenían la menor idea de qué esperar de la Granja Groosham. En la carta a sus padres la describían como una anticuada escuela para varones; a los padres de Jeffrey les habían dicho que se trataba de una especie de campo de entrenamiento militar; mientras que los padres de Julia pensaron que enviaban a su hija a un colegio exclusivo para señoritas.

—Puede que se trate de tres lugares completamente distintos —dijo—, pero es la misma escuela.

—Y además hay otra cosa r… r… rara —agregó Jeffrey—. Se supone que está en una isla cerca de N… N… Norfolk, pero consulté el mapa y no hay ninguna isla ahí. Ninguna.

Los tres se quedaron pensando en ello sin pronunciar palabra. El tren se había detenido en una estación, y en el pasillo se oía el bullicio de la gente que subía y bajaba. Entonces David habló:

—Miren. Por mala que sea esta Granja Groosham, al menos vamos juntos. Así que debemos hacer un pacto. Permaneceremos juntos… Nosotros contra ellos.

—¿Como los tres m… m… mosqueteros? —preguntó Jeffrey.

—Algo así. No se lo contaremos a nadie. Será como una sociedad secreta. Y, pase lo que pase, siempre tendremos dos personas en quien confiar.

—Yo de todos modos me voy a escapar —murmuró Julia.

—A lo mejor te acompañamos. Así por lo menos podremos ayudarte.

—Yo te presto mi traje de baño —dijo Jeffrey.

Julia echó un vistazo a la rechoncha cintura del niño, y pensó que su traje de baño probablemente le sería de mayor utilidad si lo usara como paracaídas para saltar de un avión. Pero se guardó sus pensamientos.

—Muy bien —asintió—. Nosotros contra ellos.

—Nosotros contra ellos. —David extendió la mano y los tres las chocaron. Entonces se abrió la puerta del compartimiento y entró un hombre joven. Lo primero que David advirtió fue su cuello blanco de vicario; lo segundo, que llevaba una guitarra.

—¿Está desocupado? —les preguntó señalando con la cabeza a uno de los asientos vacíos.

—Sí. —David hubiera preferido mentir. Lo último que necesitaba en ese momento era un cura cantor. Pero resultaba obvio que viajaban solos.

El joven entró en el compartimiento, irradiando alegría frente a ellos de esa manera en que algunas personas muy religiosas lo hacen. No puso su guitarra en el portaequipajes sino que la dejó en el asiento opuesto. Debía andar por los treinta, con mejillas sonrosadas, cabello rubio, barba, y dientes muy relucientes. Además del collarín llevaba un crucifijo de plata, un medallón de san Cristóbal y un broche con un símbolo pacifista.

—Soy el padre Percival —anunció, como si alguien estuviera mínimamente interesado en quién era—. Pero pueden llamarme Perci.

David echó un vistazo a su reloj y se lamentó en silencio. Todavía faltaban dos horas para llegar a King’s Lynn y todo parecía indicar que el vicario estaba decidido a soltarse a cantar en cualquier momento.

—Y bien, niños, ¿a dónde van? —preguntó—. ¿De vacaciones? ¿O van de día de campo?

—Vamos a la e… e… escuela —dijo Jeffrey.

—¿A la escuela? ¡Fabuloso! ¡Genial! —Los miró y se dio cuenta de que ninguno de ellos creía que fuera ni fabuloso ni genial en absoluto—. ¡Anímense! —exclamó—, la vida es un viaje maravilloso y vas en primera clase cuando viajas con Jesús.

—Yo creía que se llamaba Perci —murmuró entre dientes Julia.

—Les diré algo —prosiguió el cura, ignorándola—. Yo sé cómo animarlos, jovencitos. —Tomó su guitarra y rasgueó las cuerdas que estaban espantosamente desafinadas—. ¿Qué tal unos himnos? Éste lo compuse yo. Se llama «Jesús, tú eres mi amigo» y dice…

Durante la siguiente hora, Perci cantó seis de sus composiciones, después «Firmes y adelante», «En el tren del evangelio viajo yo» y, como casi era Navidad, una docena de villancicos. Por fin se calló y puso la guitarra sobre sus rodillas. David contuvo el aliento, rogando porque el pastor no terminara su presentación con un sermón o, peor todavía, que pasara la cesta de las limosnas. Pero, por fortuna, parecía que el cura se encontraba tan exhausto como ellos.

—¿Y cómo se llaman? —preguntó.

Julia le dijo sus nombres.

—¡Súper! ¡Superfabuloso!, y, díganme, Jeff, David y Julita, ¿a qué escuela van?

—A la Granja Groosham —contestó David.

—¿Granja Groosham? —El cura se quedó boquiabierto. En un segundo todo el color de su cara desapareció. Sus ojos se hincharon y una de sus mejillas, que había perdido por completo su color sonrosado, se contrajo. Luego susurró—: ¿Granja Groosham?

Todo él comenzó a temblar. Lentamente, su rubio cabello primero se encrespó y luego se erizó.

David lo observaba. El hombre estaba aterrorizado. Nunca había visto a nadie tan atemorizado. ¿Qué había dicho? Sólo había mencionado el nombre de su escuela, pero ahora el cura le miraba como si fuera el mismísimo diablo.

—Groosss… —El cura trató de pronunciar aquel nombre por tercera vez, pero parecía como si las palabras se le hubieran quedado atoradas en los labios, y siseó como un balón desinflado. Los ojos como pelotas se le salían de las órbitas. El cuello se le puso morado y, por la forma en que su cuerpo se convulsionaba, era evidente que no podía respirar—… sss —el siseo se desvaneció.

Se llevó las manos engarrotadas y temblorosas hasta el corazón. Entonces se derrumbó, cayendo al suelo con un golpe y un estrépito de cuerdas rotas.

—Caray —dijo Julia—. Creo que está muerto.