Expulsado

Era la hora de la cena en la casa del paseo Wiernotta número 3, en la ciudad de Londres.

El señor y la señora Eliot estaban sentados a la mesa con David, su único hijo varón. Esa noche, la cena había comenzado con un plato de col cruda bañada en salsa de queso, porque el señor y la señora Eliot nunca comían carne. El ambiente en la habitación se sentía particularmente frío. Esa tarde, la del último día de clases antes de las vacaciones de Navidad, David había llevado a casa sus calificaciones escolares. Su lectura no había sido placentera.

«Eliot no ha avanzado», había escrito el profesor de matemáticas. «No puede dividir ni multiplicar. Me temo que no llegará lejos».

«¡Tiene madera de flojo!», era el comentario del maestro de carpintería.

«¡Sería un milagro que se quedara despierto en clase!», se quejaba el maestro de religión.

«Un perfecto inútil», sentenciaba el prefecto.

«Se dirige al fracaso», concluía el director.

El señor Eliot leyó todos estos comentarios con creciente enojo. Primero, su cara se puso roja. Luego, sus dedos se pusieron blancos. Las venas del cuello se le tornaron azules y su lengua, negra. La señora Eliot dudó entre llamar al doctor o tomarle una foto a color; pero al final, después de varios vasos de whisky, el señor Eliot se tranquilizó.

—Cuando yo era niño —se lamentó—, si mis calificaciones no eran de primera, mi padre me encerraba durante una semana en un gabinete, sin comida. Una vez, me encadenó a la defensa trasera del coche y luego me llevó por la carretera, y eso sólo porque quedé en segundo lugar en latín.

—¿Qué fue lo que hicimos mal? —sollozó la señora Eliot, tirándose del cabello teñido de rojo—. ¿Qué dirán los vecinos si se enteran? ¡Se burlarán! ¡Estoy acabada!

—Si yo hubiera llegado con estas calificaciones —continuó el señor Eliot—, mi padre me habría matado. Me habría amarrado a las vías del ferrocarril y esperado al tren de Charing Cross de las 11:05

—Podríamos simular que nunca tuvimos un hijo —lloriqueó la señora Eliot—. Podríamos decir que tiene una enfermedad rara… o que se cayó por un barranco.

Como ya habrán deducido de todo esto, el señor y la señora Eliot no eran el mejor tipo de padres que a uno le hubiera gustado tener. Edward Eliot era bajo, gordo, calvo, con el bigote tieso y una verruga en el cuello. Era presidente de un banco en la ciudad de Londres. Eileen Eliot era unos treinta centímetros más alta que él, muy delgada, con dientes de porcelana y pestañas postizas. Los Eliot llevaban casados veintinueve años y tenían siete hijos. Las seis hermanas mayores de David habían dejado la casa. Tres de ellas se casaron, y las otras tres emigraron a Nueva Zelanda.

David se había sentado en el extremo opuesto de la reluciente mesa de nogal, y comía una nuez de Castilla, lo único que le habían servido. Era pequeño para su edad y bastante delgado, lo cual, probablemente, era resultado de haber sido criado con una dieta vegetariana, cuando en realidad no le gustaban las verduras. Tenía el pelo castaño, los ojos de color azul grisáceo y pecas. David se habría descrito a sí mismo como pequeño y feo. Las niñas lo encontraban simpático, lo que para él resultaba aún peor.

Durante media hora sus padres hablaron como si él no estuviera presente. Pero cuando su madre sirvió el plato principal —pastel de espárragos y poro con salsa de zanahoria rayada—, su padre se volvió y lo miró fijamente con un ojo parpadeante.

—David —le dijo—, tu madre y yo hemos comentado tus calificaciones y no estamos complacidos.

—¡No lo estamos! —confirmó la señora Eliot, rompiendo en llanto.

—He decidido que debe hacerse algo. Te digo que si tu abuelo viviera, te habría encerrado en el refrigerador colgado de los pies. ¡Eso me hacía si tan sólo me atrevía a estornudar sin pedir permiso! Pero he decidido ser menos severo contigo.

—¡Tu padre es un ángel! —dijo la señora Eliot mientras se sonaba la nariz con su pañuelo de encaje.

—Decidí, en lo que a ti se refiere, cancelar la Navidad este año. No habrá árbol, ni regalos, ni pavo, ni nieve.

—¿No habrá nieve? —preguntó la señora Eliot.

—No en nuestro jardín. Si nieva, la quitaré de inmediato. Ya arranqué el 25 de diciembre de mi agenda. Esta familia pasará directamente del 24 al 26 de diciembre. Sin embargo, tendremos dos veintisietes de diciembre para ajustar el calendario.

—No entiendo —dijo la señora Eliot.

—No interrumpas, preciosa —dijo el señor Eliot, asestándole un golpe con una cuchara—. Si no fuera por tu madre —continuó— te habría dado una soberana paliza. Permíteme decirte que no hay suficientes correctivos en esta casa. A mí me pegaban todos los días cuando era niño y eso no me hizo ningún daño.

—Te hizo un poco de daño —susurró la señora Eliot con voz apenas perceptible.

—¡Tonterías! —El señor Eliot se alejó de la mesa en su silla de ruedas eléctrica—. Me convirtió en el hombre que soy.

—Pero, querido, no puedes caminar…

—Un precio pequeño por modales tan perfectos.

Encendió el motor de su silla y se acercó a David con un leve y silbante resuello.

—¿Y bien…? —preguntó—. ¿Tienes algo que decir?

David respiró hondo. Se había estado temiendo este momento toda la tarde.

—No puedo regresar —dijo.

—¿No puedes o no quieres?

—No puedo.

David sacó de su bolsillo una carta arrugada y se la dio a su padre.

—Iba a decírtelo —murmuró—. Me han expulsado.

—¿Expulsado? ¡Expulsado!

Edward Eliot se hundió en su silla de ruedas. Su mano golpeó accidentalmente los controles, la silla salió disparada hacia atrás contra la chimenea. Mientras tanto, Eileen Eliot, a punto de tomar un sorbo de vino, soltó un chillido ahogado y volcó la copa de vino sobre su vestido.

—De todos modos no me gustaba ese lugar —dijo David.

En circunstancias normales ni siquiera se habría atrevido a mencionarlo. Pero ya tenía tantos problemas que uno más difícilmente empeoraría la situación.

—¿No te gustaba? —gritó su padre, mientras se echaba encima una jarra de agua para apagar el fuego—. ¡El Colegio Beton es el mejor internado del país! ¡Las personas más distinguidas asisten a Beton! ¿Tienes idea de cuánto me cuesta que estés ahí? ¡Doce mil libras! Yo fui a Beton. Tu abuelo asistió a Beton. Tu bisabuelo estuvo en Beton, ¡dos veces de tanto que le gustó! ¡Y ahora tú vienes a decirme a mí…!

Su mano tropezó con el cuchillo trinchador y lo hubiera lanzado contra su único hijo varón de no haber sido porque la señora Eliot se echó sobre él, recibiendo quince centímetros de acero inoxidable en el pecho.

—¿Por qué no te gustaba? —le gritó, mientras su madre resbalándose cayó en la alfombra.

David tragó saliva. Con el rabillo del ojo había ubicado la puerta. Si las cosas se ponían realmente mal, tendría que salir volando a su cuarto.

—Me parece una escuela tonta —dijo—. Nunca me gustó tener que decir buenos días en latín a los maestros. No me gustaba limpiar las botas de otros niños, ni usar sombrero alto y colas de pingüino, ni tener que comer en un solo pie, sólo por tener menos de trece años. No me gustaba que no hubiera niñas, me pareció muy raro. Y no me gustaba ninguna de sus reglas tontas. Cuando me expulsaron, delante de toda la escuela me cortaron la corbata por la mitad y pintaron mi saco de amarillo…

—¡Pero es la tradición! —gritó el señor Eliot—. De eso tratan los internados. A mí me encantaba eso de Beton. Nunca me importó que no hubiera niñas. Cuando me casé con tu madre ni siquiera sabía qué era mujer. ¡Me tomó diez años descubrirlo!

Se agachó y sacó el cuchillo del pecho de su esposa, para abrir con él la carta, que decía:

Querido señor Eliot:

Me apena profundamente tener que comunicarle que me he visto forzado a expulsar a su hijo David, por su socialismo constante y voluntario.

Quid te exempta iuvat spinis de pluribus una?

Atentamente,

El director del Colegio Beton

—¿Qué dice? —gimió la señora Eliot mientras se levantaba del suelo.

—¡Socialismo! —El señor Eliot sostenía la carta entre dos manos temblorosas, que se separaron abruptamente al romperse la hoja de papel por la mitad; su codo alcanzó a su esposa, en el ojo.

—No quiero ir a un internado —dijo David—. Quiero ir a una escuela común y corriente con gente común y corriente y…

No alcanzó a decir más. Su padre había oprimido los controles de su silla y ahora se dirigía a toda velocidad hacia él blandiendo el cuchillo trinchador, mientras su madre gritaba de dolor, como si la hubiera arrollado. David saltó hacia la puerta, la abrió y la cerró de golpe tras él.

—Si yo le hubiera hablado así a mi padre, me habría hecho beber un galón de gasolina y luego…

Fue todo lo que escuchó. Llegó a su cuarto y se tiró en la cama. A sus oídos llegaba un ruidero de platos rotos y los gritos amortiguados de sus padres que se culpaban uno al otro por lo sucedido.

Todo había terminado. De hecho no había sido tan terrible como pensó. Pero tumbado a solas, en la oscuridad de su cuarto, David no pudo evitar que lo asaltara la idea de que lo peor aún no había sucedido.