El señor Tragacrudo
Había una mujer a la puerta. Por un instante, bajo la luz del relámpago, su cara pareció ser de un lívido color azul. Entonces sonrió y David vio que, después de todo, era humana. De hecho, después de lo horrorosos que resultaban Gregor y el capitán Malasangre, a ella se la veía tranquilizadoramente normal. Era pequeña y regordeta, de cara redonda y cabello gris, el cual llevaba recogido en un chongo. Sus ropas eran victorianas, el cuello alto de su vestido estaba cerrado con un broche de plata. Tenía como cincuenta años, la piel arrugada, y sus ojos brillaban tras unos pequeños espejuelos dorados. Por un momento, a David le recordó a su abuela. Luego se percató del ligero bigote que le crecía sobre el labio superior y concluyó que también le recordaba a su abuelo.
—¡Hola, hola! —canturreó, mientras los niños bajaban del jeep—. Tú debes ser David. Tú, Julia, y tú, Jeffrey. ¡Bienvenidos a la Granja Groosham! —Se hizo a un lado para dejarlos pasar y luego cerró la puerta detrás de ellos—. Yo soy la señora Windergast —continuó—, prefecta de la escuela. Espero que el viaje no haya sido muy pesado.
—Yo estoy cansado —dijo Gregor.
—No te pregunté a ti, criatura despreciable —espetó—. Me refería a estos queridos, queridísimos niños —dijo, al tiempo que les sonreía—. ¡Nuestros recién llegados!
David recorrió el lugar con la mirada. Se encontraban en un vestíbulo cavernoso, de paredes cubiertas con tableros de madera y cuadros al óleo mohosos. Una amplia escalera ascendía hacia un sombrío corredor. El pasillo estaba iluminado por un candil aunque sin focos. En su lugar cien velas chisporroteaban y se quemaban en sus bases de bronce; una espesa capa de humo negro opacaba la poca luz que producían.
—Los demás ya están tomando su merienda —dijo la señora Windergast—. Espero que les guste el pastel de sangre. —Les sonrió por segunda vez, sin darles tiempo a responder—. Bien, dejen su equipaje aquí. Jeffrey y Julia, síganme. David, el señor Tragacrudo quiere verte. Es la primera puerta a la izquierda.
—¿Para qué quiere verme? —preguntó David.
—Para darte la bienvenida, por supuesto. —La mujer parecía sorprendida por la pregunta—. El señor Tragacrudo es el asistente del director. Le gusta dar la bienvenida personalmente a los alumnos nuevos, uno por uno. Supongo que mañana verá a los demás.
Julia miró a David y alzó los hombros. Él entendió lo que trataba de decirle. La señora Windergast podía parecer bastante amistosa, pero había un tono cortante en su voz que daba a entender que era mejor no discutir. Vio como Julia y Jeffrey, conducidos por la mujer, salían y se alejaban por un pasillo abovedado; después se encaminó hacia la puerta que la prefecta había indicado. Tenía la boca seca y no sabía por qué.
—Ha de ser porque estoy aterrado —murmuró para sí.
Luego llamó a la puerta.
Una voz respondió desde el interior de la habitación y David, después de respirar profundo, abrió la puerta y entró. Se encontró en un estudio con libros de un lado y pinturas del otro, y en medio un espejo de pared a pared. Había algo muy extraño en ese espejo. David se dio cuenta de inmediato, pero no podía decir exactamente qué. El vidrio estaba estrellado en una esquina y el marco dorado ligeramente pandeado. Pero no era eso. Había algo más, algo que hacía que se le erizaran los pelos de la nuca como si quisieran salirse de su piel y escapar del cuarto tan rápido como fuera posible.
Con un esfuerzo apartó la mirada. Los muebles del estudio estaban viejos y gastados. No había nada raro en ello. Los maestros siempre parecen rodearse de muebles viejos y gastados —aunque en este caso el polvo y las telarañas exageraran la tradición—. Al otro lado del cuarto y delante de una cortina de terciopelo rojo, un hombre estaba sentado tras un escritorio leyendo un libro. Cuando David entró, el hombre levantó la vista, su rostro era inexpresivo.
—Siéntate, por favor —dijo.
No había forma de saber cuántos años tenía aquel hombre. Su piel pálida, como de cera, parecía no tener edad. Iba vestido con un traje negro, camisa blanca y corbata negra. Cuando David se sentó frente al escritorio, el maestro cerró el libro con sus dedos largos y huesudos. Era increíblemente delgado, sus movimientos eran lentos y cuidadosos, como si un soplo de viento, un espasmo de tos o un estornudo pudieran romperlo en mil pedazos.
—Yo soy el señor Tragacrudo —continuó. Las palabras salían de su boca secas como huesos viejos—. Estoy muy contento de verte, David. Estamos felices de que vinieras a la Granja Groosham.
David no estaba feliz en absoluto, pero no dijo nada.
—Te felicito —añadió el señor Tragacrudo—. La escuela podrá parecerte un poco fuera de lo común al principio. Podrá parecerte incluso… anormal. Pero permíteme asegurarte, David, que lo que podemos enseñarte, lo que podemos ofrecerte rebasa tus sueños más estrambóticos. ¿Me entiendes?
—Sí, señor.
El señor Tragacrudo sonrió… si es que se podía llamar sonrisa a esa contracción de labios y al destello de dientes blancos que apareció en su cara.
—No luches contra nosotros, David —dijo—. Trata de entendernos. Somos diferentes. Pero tú también lo eres. Por eso has sido elegido. El séptimo hijo de un séptimo hijo. Eso te hace especial, David. Qué tan especial es algo que pronto descubrirás.
David asintió con la cabeza, al tiempo que buscaba la salida por el rabillo del ojo. No había entendido una palabra de lo que le dijo, pero resultaba obvio que el señor Tragacrudo estaba completamente deschavetado. Cierto que tenía seis hermanas mayores y seis horrorosas tías (hermanas de su padre) que le llevaban regalos absurdos cada Navidad y que lo estrujaban y pellizcaban cada vez que lo veían, como si fuera de plastilina. Pero eso, ¿por qué lo hacía especial? ¿De qué manera había sido elegido? Nunca se hubiera enterado de la existencia de la Granja Groosham de no haber sido expulsado de Beton.
—Las cosas se te irán aclarando a su debido tiempo —dijo el señor Tragacrudo como si adivinara sus pensamientos.
Y era probable que hubiera leído sus pensamientos. Difícilmente le hubiera sorprendido a David que el subdirector se quitara una máscara y le confesara que provenía del planeta Venus.
—Pero ahora lo importante es que ya estás aquí —continuó—. Llegaste. Te encuentras donde debes estar.
El señor Tragacrudo se levantó y rodeó el escritorio. Había un segundo libro de pastas negras en el extremo del mueble y, junto a él, una pluma fuente pasada de moda. El hombre abrió el libro y después, lamiendo su dedo, fue pasando las hojas una por una. David miró disimuladamente. Por lo que podía ver, el libro parecía contener una lista de nombres escritos con una tinta color café. El señor Tragacrudo llegó a una hoja en blanco y tomó la pluma.
—Tenemos una vieja costumbre en la Granja Groosham —le explicó—. Pedimos a los nuevos alumnos que pongan su firma en el registro de la escuela. Contigo y tus dos amigos se completará un total de sesenta y cinco estudiantes que están con nosotros en este momento. Eso es cinco veces trece, David. Un número muy bueno.
David no tenía la menor idea de por qué sesenta y cinco debía ser mejor que sesenta y seis o que sesenta y cuatro, pero decidió no discutir. En vez de ello, extendió la mano para tomar la pluma… y fue entonces cuando sucedió.
En cuanto David extendió la mano, el señor Tragacrudo se adelantó. La afilada punta de la plumilla se encajó en su pulgar, cortándolo. David pegó un grito y se llevó el dedo a la boca.
—Lo siento mucho —dijo el señor Tragacrudo, aunque no se le notaba para nada—. ¿Te has hecho daño? Si quieres puedo pedirle a la señora Windergast que revise la herida.
—Estoy bien —dijo David enfadado. No porque el señor Tragacrudo quisiera jugar a algún tipo de juego con él, pero no soportaba que lo trataran como a un bebé.
—Entonces, quizá serías tan amable de poner tu nombre en la lista. —El señor Tragacrudo extendió la pluma que la sangre de David había manchado de un rojo brillante—. No necesitaremos tinta —remarcó.
David tomó la pluma. Buscó un frasco de tinta en el escritorio, pero no había. El subdirector miraba por encima de su hombro, y David podía sentir su respiración en la oreja. Lo único que quería en ese momento era salir de ahí, comer algo e irse a la cama. Escribió su nombre; la plumilla trazó líneas rojas en aquel burdo papel blanco.
—Excelente. —El señor Tragacrudo tomó la pluma y cerró el libro—. Ya te puedes ir, David. La señora Windergast te espera afuera.
David caminó hacia la puerta, pero la voz del señor Tragacrudo lo detuvo.
—Deseo realmente que seas feliz aquí, David —dijo—. En la Granja Groosham nos preocupamos sinceramente por tus intereses. Estamos aquí para ayudarte. Y una vez que lo aceptes, te lo aseguro, no extrañarás nada. Créeme.
David no le creyó, pero no tenía ninguna intención de discutir en ese momento. Fue hacia la puerta tan rápido como pudo, obligándose a no correr, pues ya había visto lo que estaba mal en el espejo. Lo descubrió un momento después de escribir su nombre con sangre, cuando se apartó del escritorio.
El espejo reflejó todo lo que había en el cuarto: el escritorio, los libros, el mobiliario, el mantel y al mismo David. Pero no reflejó al señor Tragacrudo.