La persecución
Estaba haciendo mucho calor dentro del Rolls Royce.
El señor Eliot pasó el dedo por el interior del cuello de su camisa y encendió la computadora de a bordo que le mostraba la temperatura del vehículo. El calor era el normal, pero él sudaba. Su esposa sudaba. Incluso el tapizado de piel sudaba. En el asiento de atrás, la tía Mildred, con todo el maquillaje corrido, parecía un indio Sioux en medio de una tormenta. Era muy extraño. El sol brillaba aunque ya era bastante tarde. ¿Cómo podía hacer tanto calor?
—Creo que me voy a desmayar —murmuró la señora Eliot, y no bien terminó de hablar su cabeza se estrelló contra el tablero.
—¡Oh no! —gimoteó el señor Eliot.
—¿Está herida? —preguntó Mildred, estrechando su bolso contra el pecho y asomándose por encima del asiento.
—No lo sé —replicó el señor Eliot—, pero acaba de cuartear el tablero de nogal. ¿Sabes cuánto me costó ese tablero de nogal? Me costó un mes de salario pagar el puro tablero. ¡Y otro mes para ponerlo!
—Creo que está muerta —susurró Mildred.
El señor Eliot dio a su mujer unos golpecitos cariñosos en la oreja.
—No, todavía respira —dijo.
Para entonces, todas las ventanas del Rolls Royce se habían empañado, lo cual, puesto que aún iban por la autopista a ciento cincuenta kilómetros por hora, hacía las cosas bastante difíciles. Pero el señor Eliot se aferraba inflexible al volante rebasando por la derecha y virando bruscamente hacia afuera. Al menos, esta vez conducía por el lado correcto de la carretera.
—¿Por qué no pones el aire acondicionado? —sugirió la tía Mildred.
—¡Bien pensado! —refunfuñó el señor Eliot—. Puro aire de montaña. Eso es lo que tienes con un Rolls Royce. De hecho, podría haber comprado una montaña con el dinero que me costó.
—Sólo hazlo, cariño —resolló Mildred mientras el lápiz de labios se le escurría por la mejilla.
El señor Eliot apretó un botón. Hubo un rugido y antes de que alguno de los dos pudiera reaccionar se vieron engullidos en una tormenta de nieve que se precipitó a través de las ventilas del aire acondicionado llenando el interior del coche. En segundos su sudor se congeló. Largas estalactitas de hielo colgaban de la nariz y las mejillas del señor Eliot. Su bigote se había convertido en hielo sólido. El intenso frío despertó a la señora Eliot, pero para entonces su cara se había quedado pegada a la superficie del tablero. En el asiento trasero, la tía Mildred virtualmente había desaparecido debajo de una enorme masa de nieve que se extendió sobre ella como una sábana blanca. El Rolls Royce patinó hacia la derecha y luego a la izquierda lanzando a un Fiat y a un Lada contra las barreras de contención. Las manos del señor Eliot estaban ahora firmemente adheridas al volante.
—¿Qué ocurre? —gritó, el aliento le salía por la boca en forma de nubecitas blancas—. Llevé el coche a revisión antes de salir. Era un taller de la Rolls Royce. Y todos los hombres de la Rolls Royce por lo general trabajan muy bien. ¿Qué está pasando? ¡Esta autopista es una locura!
—Allí hay una gasolinera —lloriqueó la tía Mildred—. ¿Por qué no nos detenemos unos minutos?
—¡Buena idea! —contestó el señor Eliot y giró violentamente a la izquierda.
Les tomó diez minutos salirse del Rolls Royce congelado, al que dejaron deshelarse lentamente al sol. Eileen Eliot tuvo que ser separada del tablero con un cincel y luego tuvieron que usar un soplete para separar a Edward Eliot del volante, pero finalmente los tres lograron encaminarse por la rampa de concreto que llevaba a «El glotón apurado».
«El glotón apurado» era un típico restaurante de carretera. Las mesas eran de plástico, las sillas eran de plástico y la comida tenía gusto a plástico. Había algunos automovilistas sentados en la habitación de colores brillantes, rodeados de flores artificiales, escuchando la música chillona y mordisqueando miserablemente sus tentempiés medio fríos. Se escuchaba el ruido del tráfico que venía de afuera y un olor a llanta quemada y gasolina pendía pesadamente del aire.
Mildred miró a su alrededor y olfateó el aire con desdén.
—En Japón tienen magníficas gasolineras —comentó—, puedes conseguir un sushi magnífico…
—¿Qué es sushi? —preguntó Eileen. Se estaba sintiendo un tanto mareada.
—¡Es pescado crudo! —explicó entusiasmada Mildred—. Maravillosas tiras de pescado crudo, todas húmedas y parecidas a gelatina. Todos los restaurantes de carretera los tienen.
—¡Oh, Dios! —a la señora Eliot le dieron arcadas y salió corriendo en dirección al baño.
—Adoro la comida japonesa —continuó Mildred, sentándose en una mesa y apoyando su bolso frente a ella.
—¿Por qué no dejas de hablar de Japón, vieja cabra parlanchina? —le pidió el señor Eliot mientras se sentaba junto a ella. Le arrebató el menú—. Mira, tienen bacalao desmenuzado y patatas. Puedes pedirlo crudo. Mejor aún, puedes pedirlo machacado. Yo mismo te machacaría…
Unos minutos más tarde, Eileen regresó y pidieron dos platos de espagueti vegetariano y una porción de bacalao. Pero las cosas ya habían empezado a cambiar en «El glotón apurado».
Al principio nadie lo notó, el ruido del tráfico ahogaba los gritos de los niños que habían estado jugando afuera en un tobogán de plástico con forma de dragón. Pero el dragón ya no era de plástico. Se había tragado a dos niños y perseguía a un tercero con unas garras muy verdaderas y un aliento feroz.
Unos cincuenta metros más allá, los automovilistas se zambullían en una cochera tratando de cubrirse, al tiempo que varias bombas de gasolina disparaban balas de alta velocidad en todas direcciones. En vez de servir gasolina sin plomo, parecía que las bombas habían decidido dar plomo sin gasolina.
Dentro del restaurante, la música electrónica todavía fluía por las bocinas, pero ahora estaba realmente fluyendo. Se escurría como la miel, sólo que era de color rosa brillante y mucho más pegajosa. Las flores de plástico estaban siendo atacadas por avispas de plástico. Todos los meseros y meseras se llenaron de granos y el que atendía a los Eliot había perdido todo el cabello.
—¡Oh, Dios! —exclamó Mildred cuando le pusieron la comida enfrente—. ¡Este bacalao está nadando en aceite!
Y así era. Al parecer el cocinero no había sido capaz de cocinarlo y el pez plateado nadaba feliz en una gran fuente de aceite frío.
—No me convence mucho este espagueti… —comenzó a decir Eileen. Pero el espagueti tampoco estaba muy convencido de ella. Había cobrado vida. Como un ejército, las largas lombrices blancas marchaban y saltaban fuera del plato, y con risitas nerviosas corrían por la mesa.
Lo mismo ocurría con el del señor Eliot.
—¡Regresen a mi plato! —exigió, hundiendo el tenedor en la mesa. Pero los espagueti no le hicieron caso y corrieron a reunirse con dos pollos descabezados que acababan de huir de la cocina y corrían en sus banderillas.
—¡Este lugar es un manicomio! —dijo el señor Eliot—. ¡Salgamos de aquí!
Eileen y Mildred estuvieron de acuerdo, pero incluso abandonar el restaurante no era fácil. Las puertas giratorias daban vueltas tan rápido que tratar de atravesarlas era como introducirse en un procesador de comida, y dos policías y el conductor de un camión ya habían sido triturados. Al final, encontraron una ventana abierta y se escabulleron hasta el estacionamiento donde los esperaba su coche.
—Esto nunca sucedería en Japón —exclamó Mildred.
—¡La voy a agarrar a patadas! —gruñó el señor Eliot mientras encendía el motor—. Ojalá no la hubiera traído…
—¿Qué está pasando? —se quejó la señora Eliot.
El Rolls Royce arrancó en reversa, pasó sobre el picnic de alguien y chocó contra un contenedor de basura.
—¡Margate, allá vamos! —gritó el señor Eliot.
Mildred Eliot se sentó en lamentables condiciones en el asiento de atrás y puso su bolso a un lado. Aunque ella no lo había notado, y probablemente de notarlo no lo habría mencionado, el bolso empezaba a brillar con una extraña luz verde. Y dentro algo vibraba y zumbaba suavemente.
El Rolls Royce volvió a internarse en la autopista y continuó su viaje hacia el Sur.
* * *
David se aferraba a la vida, suspendido entre el océano burbujeante y las nubes de tormenta que se arremolinaban encima de él. Cada golpe de viento amenazaba con derribarlo de su percha, y el viento nunca se detenía. No había un solo músculo de su cuerpo que no le doliera, pero no podía relajarse ni por un instante. Tenía que concentrarse. Con las manos atornilladas al palo, los brazos rígidos y la cara azotada por la lluvia, instigaba a la escoba a avanzar.
La idea había sido de Vincent.
La escoba de la señora Windergast era el único vehículo para salir de la isla. Incluso aunque hubieran podido tomar el bote del capitán Malasangre, el mar estaba demasiado bravo para navegar. La señora Windergast les había enseñado la teoría básica para volar en escoba. Y aunque nunca antes lo había intentado —y menos en medio de una tormenta de viento— tan pronto como Vincent lo sugirió, David supo que no existía otra opción.
Tomaron la escoba de la habitación de la señora Windergast. Normalmente la puerta estaba cerrada y la habitación protegida con un hechizo mágico, pero todo había cambiado con la tormenta. El personal y los alumnos habían desaparecido, refugiándose en las grutas subterráneas mientras los elementos, el mar, el viento, los relámpagos y la lluvia unían fuerzas para destruir la isla. La habitación de la señora Windergast estaba vacía pero una de las ventanas se había hecho añicos y charcos de agua y cristal roto cubrían la alfombra. Había papeles por todos lados. Las cortinas se agitaban enloquecidas contra la pared. La escoba yacía a un lado, medio escondida por una silla.
—¿Sabes a dónde te diriges? —gritó Julia. Tenía que alzar la voz para hacerse oír por encima de la tormenta.
David asintió. Una frase medio recordada aquí y unas pocas palabras dichas allá, al juntarlas habían cobrado sentido. Lo había descifrado.
Sus padres. Después de abandonar la Granja Groosham iban a llevar a Mildred de regreso a su casa en Margate. Edward Eliot se lo dijo en una carta escrita unas semanas antes. ¿Y dónde estaba Margate? Apenas unos kilómetros al norte de Canterbury.
¿Y que dijo la tía Mildred cuando entró al coche? «Estoy segura de que no estaba tan pesada cuando salí…». Había perdido su bolso. Se lo habían devuelto, pero más pesado que antes. David estaba seguro. Alguien había escondido el Grial dentro del bolso y ella lo había sacado de la isla sin saberlo.
Cuando tomó la escoba de la habitación de la señora Windergast, David sabía que tenía que volar hacia el Sur, encontrar el Rolls Royce anaranjado e interceptarlo antes de que llegara a Margate. Alguien lo estaría esperando al final del camino. ¿Pero quién? Eso todavía era un misterio.
—Ten cuidado —dijo Vincent—, no es tan fácil como parece.
—Y date prisa, David —agregó Julia—. Los poderes de la escuela se están debilitando. Si el Grial se acerca demasiado a Canterbury, la escoba no va a volar. Vas a caer y te vas a matar.
Sintiéndose levemente ridículo, David puso la escoba entre sus piernas con las cerdas asomándose por detrás. ¿Cómo lo había hecho la señora Windergast? Se concentró y casi de inmediato sintió que el palo se alzaba. Sus pies se separaron del piso y entonces, no estaba exactamente volando, sino balanceándose por encima de la alfombra, tratando de mantener el equilibrio.
—Buena suerte —dijo Vincent.
David giró en el aire.
—Gracias —contestó, salió volando por la ventana y entró en la tormenta.
Los primeros minutos fueron los peores. El viento parecía venir de todas direcciones, como puñetazos invisibles que lo golpeaban una y otra vez. La lluvia lo cegaba. Él sabía que subía cada vez más pero, en qué dirección, ¿Norte o Sur?, no podía decirlo. La escoba funcionaba a base de una especie de telepatía. Él sólo tenía que pensar «hacia la derecha» para ir en esa dirección. Pero si pensaba con demasiada intensidad, la escoba daba una vuelta completa como un jinete de circo; y esto era todo lo que podía hacer para mantener el equilibrio. Le echó un vistazo a la Granja Groosham que se alzaba en un ángulo imposible en el rabillo de su ojo. ¡Y ahora estaba de cabeza! Tenía que orientarse. Se sentía enfermo y agotado, y la travesía todavía no empezaba. Obligó a la escoba a enderezarse. Con el cuerpo tenso, resistió la fuerza de la tormenta. Estaba como a cien metros de altura. Y finalmente tuvo el control.
Y entonces voló. La escoba no tenía límite de velocidad y parecía haber dejado la isla atrás en pocos segundos. La costa de Norfolk se veía enfrente. Se relajó, entonces soltó un alarido cuando chocó con una bandada de gaviotas. Otra vez quedó cegado, consciente sólo de las plumas grises y los gritos de indignación a su alrededor. Perdió el control y la escoba se precipitó hacia abajo, y con ella David con el estómago revuelto. El mar arremetía hacia él para tragárselo.
—¡Arriba! —gritó y también pensó David con todas sus fuerzas. Pese a todo, no sintió pánico. Ya había entendido que el pánico lo obnubilaría, y sin la mente despejada no podría volar. Relajó todo, incluso sus manos, y la escoba respondió de inmediato. Había estado bajando en picada, pero ahora se curvaba suavemente hacia arriba. El mar desapareció. A medida que la escoba se elevaba, David veía asomarse la tierra seca abajo, las playas de arena de la costa de Norfolk. Había dejado la tormenta detrás. El sol brillaba.
Tragando saliva, dirigió la escoba hacia el Sur y partió en persecución del Grial Oculto.
* * *
Cuando David se fue, Vincent y Julia abandonaron la habitación de la señora Windergast y descendieron por las escaleras para acudir a la red de cuevas subterráneas bajo la escuela. Afuera todavía soplaba el viento, y justo cuando llegaron a la escalera principal estalló una inmensa ventana de vitrales, haciéndolos brillar a través de los fragmentos de vidrio multicolor. Corrieron a la biblioteca y quisieron atravesar el espejo que escondía el pasaje hacia las grutas, pero la tormenta que había sacudido las ventanas de la habitación también había roto el espejo. Una única grieta atravesaba su superficie dejándolo sellado. Julia sabía que si intentaban pasar a través del espejo cuarteado quedarían cortados en dos.
—¡Salgamos! —gritó Vincent. Julia asintió y lo siguió.
Afuera estaba aún peor de lo que imaginaban. Toda la isla se encontraba bajo el dominio de algo así como una erupción volcánica. Árboles enteros habían sido arrancados de cuajo, las lápidas del cementerio habían volado y las tumbas estaban al descubierto. El cielo se veía negro como si fuera medianoche, atravesado y vuelto a atravesar por relámpagos que parecían navajas de afeitar acuchillando el aire. Toda la Torre Oriental se había derrumbado. Y parecía que el resto de la escuela estaba a punto de hacer lo mismo.
—¡Mira! —Julia señaló hacia arriba y Vincent siguió su dedo hasta las gárgolas que rodeaban la Granja Groosham. Sus ojos resplandecían en la oscuridad con un color rojo brillante, como luces de alerta ante una explosión nuclear. Al mismo tiempo, algo inmenso y terrorífico se alzaba en la distancia detrás de la escuela. Julia apenas alcanzó a ver qué era antes de que Vincent la arrojara al cobijo de una de las tumbas.
Era un maremoto. El mundo entero desapareció bajo una pesadilla gris plateada cuando la ola rompió sobre la escuela tragándose el cementerio, el bosque, todo. Un segundo después, la tierra fue sacudida por una convulsión horrible y Julia se vio lanzada a los brazos de Vincent.
—¿Cuánto más? —sollozó—. ¿Cuánto más puede aguantar la escuela?
Vincent se había quedado totalmente pálido. Estaba helado y completamente empapado, bañado por el agua que se había colado dentro de la tumba.
—No lo sé, el Grial debe estar acercándose a Canterbury. —Miró al cielo negro como el fondo de un pozo—. Vamos David —susurró—, se nos está acabando el tiempo.
* * *
El poder del Grial Oculto crecía sin cesar. Y se volvía más impredecible e incontrolable cuanto más se alejaba de la Granja Groosham.
—Me siento muy extraña —dijo Mildred—, debe haber sido algo que comí. Me estoy hinchando.
Eileen se dio la vuelta y miró hacia el asiento de atrás. La pequeña y arrugada mujer se estaba inflando como si alguien la hubiera conectado a una manguera de aire. Su bolso yacía a su lado, zumbando y resplandeciendo. Los hombros de Mildred se le salían de la ropa y había perdido buena parte de su cabello. También había algo bastante extraño en sus ojos.
—Es verdad Edward —chilló Eileen—. Creo que deberíamos llevarla a un médico.
Pero Edward no le hizo caso. Él mismo había cambiado durante los últimos minutos. Su piel se había vuelto más delgada y más rosa. Sus manos y su cara estaban irregularmente cubiertas de pelusa y había cambiado la forma de su nariz y sus orejas.
—¿Edward? —le dijo con voz trémula Eileen.
El señor Eliot lanzó un bufido y hundió el pie en el acelerador. Sólo que ya no tenía pie, el zapato se le había salido dejando al descubierto algo que se parecía mucho a la pezuña de un cerdo.
Eileen Eliot se desplomó en su asiento y empezó a llorar. A su alrededor, el mundo entero se estremecía y cambiaba de aspecto, todo lo que había sido familiar se convertía en algo insano.
En ese momento se aproximaban a las cebras de un cruce peatonal, entonces el aire pareció brillar levemente y un instante después una manada completa de cebras emergió en estampida desde una oficina postal. Los ojos de gato distribuidos en el asfalto desaparecían al tiempo que todo tipo de felinos —panteras, jaguares y tigres— brincaban aterrorizando al desafortunado pueblo de Margate. A los semáforos les brotaron alas y salieron volando. De la giba de un puente brotó un gran chorro de agua antes de ser arponeado por un grupo de turistas islandeses.
Dentro del bolso, el Grial Oculto zumbaba y titilaba.
El vestido de Mildred se desgarró por la mitad. Se había vuelto inmensa y cuando volvió a hablar no fue inglés lo que salió de sus labios. Fue japonés. Sus mejillas estaban hinchadas y sus grandes y regordetas piernas sobresalían del cuerpo como las ramas de un árbol.
Eileen Eliot entendió lo que había ocurrido. La tía Mildred siempre había adorado todo lo que fuera japonés. Ahora se había convertido en uno. En un luchador de sumo.
—Edward… —lloró.
Edward volvió a bufar. Ya no podía hablar. Su boca y su nariz se habían fusionado y se proyectaban hacia delante sobre lo que quedaba de sus mejillas. Sus dientes también habían crecido al doble de su tamaño. Las mangas de su saco y su camisa se desgarraron dejando al descubierto dos brazos rosados y regordetes, cubiertos por el mismo pelo ralo que le crecía en el cuello y la cara.
Edward Eliot siempre se había comportado como un cerdo. De modo que el Grial Oculto lo había convertido en uno.
Eileen Eliot lo miró y soltó un alarido.
—¡Esto no puede estar sucediendo! —gimoteó—. ¡Es horrible. Horrible! ¡Ojalá estuviera a miles de kilómetros de aquí!
El Grial Oculto la oyó. De pronto se oyó un ¡huush!, y Eileen se sintió succionada del coche y entró en un túnel de luz verde, sus ropas se convertían en jirones a medida que avanzaba. Durante unos segundos todo el mundo desapareció. Y después estaba cayendo, sin dejar de gritar todo el tiempo. Vio la tierra subiendo a gran velocidad y lo siguiente que supo era que estaba parada en un estanque de agua fría y lodosa que le llegaba hasta el pecho.
La señora Eliot había viajado miles de kilómetros. Estaba en un campo de arroz en China, rodeada de campesinos chinos muy sorprendidos. Eileen apenas alcanzó a sonreír y se desmayó.
El señor Eliot vio desaparecer a su mujer. Se giró y miró al asiento vacío… no fue una muy buena idea considerando que conducía a más de cien kilómetros por hora. A continuación el coche se salió de la carretera y se estrelló contra el poste de una lámpara. Desde luego, el señor Eliot no se había preocupado de ponerse el cinturón de seguridad y salió lanzado al pavimento, bufando y dando chillidos, a través del costosísimo vidrio polarizado del parabrisas. Embutida en el asiento trasero, con su inmenso estómago atrapado por el asiento de adelante, la tía Mildred fue incapaz de moverse. Pero al menos su carne había amortiguado el golpe.
La puerta de atrás del Rolls Royce se abrió con el choque y el bolso de Mildred rodó hacia fuera. Quedó tirado en el pavimento, brillando más poderosamente que nunca. Torpemente Mildred sacó un brazo y trató de alcanzarlo, pero antes de que sus dedos rechonchos pudieran acercarse, alguien apareció y se lo arrebató.
Mildred miró sorprendida al sujeto.
—¡Usted! —dijo.
Pero la persona ya había desaparecido. Y también el bolso.
* * *
Muy por debajo de él, David pudo ver el caos que era el centro de Margate y supo, con un arranque de excitación, que se estaba acercando. Volaba a doscientos metros de altura, lo suficientemente alto, esperaba, como para no ser visto desde la tierra, pero lo bastante bajo para evitar a los aviones que pasaban. Sintió un miedo horrible cuando cruzó el río Támesis a la altura de Sheerness y un DC10 que salía del aeropuerto de la ciudad se atravesó justo delante de él. También había tenido que batallar con unas molestas corrientes de aire sobre la llanura de Suffolk, pero ya casi llegaba. Lo había logrado.
Sin embargo, la peor sorpresa estaba por venir.
David voló tierra adentro y dejó Margate atrás. En ese momento, hasta empezaba a disfrutar del viaje: el soplo del viento en su cabello, el silencio total, la sensación de libertad al planear a la luz del atardecer. La escoba respondía instantáneamente a la menor sugerencia. Arriba, abajo, izquierda, derecha; sólo tenía que pensarlo y estaba en camino.
Cuando de repente se detuvo.
El estómago de David dio un salto cuando la escoba se desplomó. Pudo recuperar el control recorriendo con su mente los brazos y las manos apretadas hasta llegar al palo de escoba, pero la escoba continuó vacilante su camino sólo por un momento y volvió a zambullirse después de una fuerte sacudida. David supo entonces que su temor más grande se había hecho realidad. Tal como Julia le había alertado, el Grial se estaba aproximando a Canterbury. Y cuanto más se acercaba, menos poderoso se volvía. La Granja Groosham con toda su magia se estaba desmoronando, y eso incluía a la escoba. Era como un coche funcionando sin gasolina. De hecho podía sentirla, tosiendo y tartamudeando bajo él. ¿Cuánto más lejos podría llegar?
Entonces vio la catedral. Se alzaba al final de un pueblo moderno e irregular, más allá de un conjunto de casas y una franja de césped perfectamente cortado. La catedral se tendía de Este a Oeste: un brillante cúmulo de torres encumbradas, ventanas arqueadas y techos blanco plateados. Ahí estaba, a sólo unos pocos kilómetros de distancia. David instigó a la escoba a que continuara. Ésta se enfiló obediente hacia adelante, pero luego volvió a caer otros treinta metros. David podía sentir cómo perdía poder.
La escoba alcanzó la avenida principal de Canterbury y la recorrió pasando por encima de la elegante Christ Church Gate —la entrada principal a los precintos de la catedral— y la catedral misma. David se encontraba muy por encima de la torre central. Mirando hacia abajo podía ver directamente dentro de los claustros. Podía escuchar la música de órgano fluyendo a través de las paredes de piedra. Inclinándose hacia un lado, dio la vuelta en busca de un lugar en donde aterrizar.
Y fue entonces cuando los poderes de la escoba fallaron. No hubo nada que él pudiera hacer. Como un pájaro herido, cayó del cielo descendiendo en espiral, agarrado a la inútil escoba que ahora quedaba encima de su cabeza. La catedral salió de su campo de visión. El césped se aproximaba como una sólida pared verde.
David volteó en el aire, gritó, luego azotó contra la tierra y quedó inmóvil.