Figuras de cera

Entre todos, el señor Tragacrudo, el señor Bueninfierno y la señorita Pedicure, le habían proporcionado las claves que necesitaba. David repasó todo lo que le habían dicho.

«Algunas agujas son más grandes que otras, y ésas pueden señalarles la dirección correcta».

Muy bien, David acababa de ver la aguja más grande de todas: un pilar de piedra que le recordó al obelisco de Cleopatra en el río Támesis. ¿Y de qué dirección venía? ¡Egipto!

Y luego la señorita Pedicure: «se la robaron a mi mami…».

¡Claro! No había dicho mami, sino momi. La estatuilla había sido enterrada con ella, era parte de una momia egipcia.

Hacia allí se dirigía ahora. La cabeza de un carnero gigante lo miró sin interés mientras se metía en las salas egipcias del museo. La estatuilla debía estar ahí en alguna parte, estaba seguro. ¿Cómo pudo haber perdido tanto tiempo? Si sólo se hubiera detenido a pensar primero…

La primera sala en la que entró estaba llena de sarcófagos, los ataúdes de piedra que contenían a las momias. Se exhibían como una docena, pintados con colores brillantes y extrañamente alegres. Era como si los antiguos egipcios hubieran querido envolver a sus muertos para regalo. Algunos ataúdes estaban abiertos y, al asomarse, David vio cuerpos encogidos y arrugados cubiertos de vendas sucias de un color grisáceo. Era extraño pensar que alguna vez la señorita Pedicure había sido una de ellos, aunque cuando llovía y estaba de mal humor a veces tenía ese aspecto.

David corrió hacia la siguiente sala. Lo que buscaba debía estar exhibido aparte, en alguno de los ataúdes del costado. ¿Cuánto tiempo le quedaba? Todavía había cientos de objetos expuestos a su alrededor. Sus ojos recorrieron velozmente muñecos, juguetes, gatos y serpientes momificados, jarrones, tazas, joyería… ¡Y de pronto lo encontró! Estaba justo delante de él, una efigie azul más o menos del tamaño de su mano, acostada sobre su espalda como si estuviera tomando el sol. David apoyó su mano en el vidrio y se quedó viendo la pequeña muñeca, su cabello negro, su rostro delgado y su cintura afilada. Reconoció a la señorita Pedicure de inmediato. El rótulo decía: Muñeca Acompañante Vidriada. Dinastía XVIII. 1450 a. C.

Era increíble. La maestra de inglés e historia casi no había cambiado en tres mil años. Incluso usaba el mismo bolso.

Alguien tosió al final de la galería. David se quedó helado. Pero sólo era otro guardia que iba hacia la sala de al lado por una taza de té de finales del siglo XX. Miró su reloj. Apenas pasaban de las once. Tenía más tiempo del que había pensado. Alzó la cubierta de vidrio y sacó la estatuilla.

El Grial Oculto era suyo.

* * *

A las once y media, David subió al elevador de la estación del metro Baker Street y salió a la calle. Prefirió regresar al parque Regent en metro y mezclarse con la multitud subterránea. La cabina de teléfono quedaba a sólo diez minutos caminando. La estatuilla estaba a salvo en su bolsillo. Tenía tiempo de sobra.

Era una noche fría, con un toque de llovizna en la brisa. David se preguntó dónde podía estar Vincent en ese momento. Probablemente todavía en el Museo Británico, buscando desesperadamente la estatuilla. Incluso aunque hubiera logrado descifrar el acertijo y encontrar la vitrina de exhibición, ya era demasiado tarde. Era una lástima. Pero había ganado el mejor.

Un motociclista aceleró al pasar por un charco, salpicando a su alrededor pero sin alcanzar a David. Por el otro lado de la calle, un autobús sin pasajeros rugió al atravesar un semáforo en amarillo y dio la vuelta hacia el West End. David continuó por el museo Madame Tussaud. Su padre lo había llevado una vez al famoso museo de cera, pero aquella visita no fue todo un éxito. «No hay suficientes banqueros» exclamó entonces el señor Eliot, y se habían ido sin siquiera conocer la Cámara del Horror. El alargado edificio sin ventanas estaba en silencio. El pavimento del exterior, atestado de turistas y vendedores de helados durante el día, se hallaba vacío y brillaba bajo las luces de la calle.

David sintió una ráfaga de aire frío en el cuello de la camiseta. Escuchó un sonido tras de sí, como de madera astillándose. No pensó nada en particular, pero inconscientemente aceleró el paso.

La calle llegaba hasta un grupo de semáforos y ahí empezaba el parque Regent. David podía verlo a la distancia, un espacio negro aparentemente infinito. Volteó a ver tras de sí. Aunque un momento antes no había nadie en la acera, ahora podía distinguirse una silueta, tambaleándose como un borracho. Era un hombre, vistiendo una especie de uniforme con botas. Trazaba pequeños círculos en la acera, con los brazos extendidos, y sacudía un pie en el aire. Era como si nunca antes hubiera caminado, como si estuviera tratando de encontrar el equilibrio.

David giró en la esquina y dejó atrás al borracho, si es que era eso lo que era. Comenzaba a sentirse intranquilo, pero todavía no sabía por qué.

El sendero por el que caminaba cruzaba una calle principal y luego continuaba por el puente con un desnivel. De pronto, se encontró fuera del bullicio de Londres. La oscuridad y la soledad del parque Regent lo rodeaba, estrechándolo en sus ancianos brazos. En alguna parte un perro le ladró a la noche.

—Sólo baja la velocidad…

Susurró las palabras para sí, en cierto modo aliviado al escuchar el sonido de su propia voz. Una vez más miró su reloj. Faltaban quince minutos para las doce. Tenía tiempo. ¿Cómo había permitido que un borracho ridículo lo espantara así? Sonriendo, miró por atrás de su hombro.

La sonrisa se le heló en los labios.

El hombre lo había seguido al parque. Ahora se encontraba en el puente, parado justo debajo de una lámpara. En los últimos minutos había aprendido a caminar correctamente y estaba erguido en posición de firmes, sus ojos brillaban en la oscuridad. Se hallaba mucho más cerca y David lo podía ver claramente: las botas cafés, el cinturón, la banda atravesándole el pecho. No llevaba un uniforme, sino una especie de traje café con pantalones abombados encima de los muslos. David lo reconoció al instante. Hubiera sabido de quién se trataba incluso aunque no tuviera en el brazo derecho un brazalete rojo y blanco con la esvástica negra estampada. ¿Cómo confundir el delgado cabello oscuro cayendo sobre la cara y, por supuesto, el famoso bigote?

¡Adolfo Hitler!

O, al menos, la figura en cera de Hitler.

David recordó la ráfaga de aire frío que había sentido. Siempre se presentaba un toque de frío en el aire cuando se practicaba magia negra y, cuanto más negro el hechizo, más intenso el frío. Lo había sentido, pero no le prestó atención. ¡Y el ruido de la madera astillándose! La criatura debió haber roto la puerta para salir. ¿Quién podía haberla animado? ¿Vincent? David miró a la figura de cera de Hitler y se sintió enfermo. Mientras se alejaba, se le ocurrió una idea espantosa. Hitler había sido el primero en salir del museo Madame Tussaud, pero ¿fue el único?

La respuesta a su pregunta llegó un segundo después. La figura de cera de Hitler saltó hacia adelante, sus piernas cortaron el aire. Detrás de él, aparecieron dos figuras más asomándose como zombis por encima de la parte más alta del puente. Cuatro palabras acudieron a la mente de David.

La Cámara del Horror.

Trató de recordar quiénes se exhibían en esa parte del museo. Tenía la desagradable sensación de que se los podía encontrar en cualquier momento.

David dio media vuelta y empezó a correr. En ese momento se dio cuenta de lo bien que le habían tendido la trampa. Tres figuras más de cera habían hecho su aparición en el parque y se aproximaban desde la dirección opuesta. Una estaba vestida sólo con una bata de noche blanca y sucia, y chanclas negras. Llevaba algo en sus manos. David la miró. Era una víctima de la Revolución Francesa. ¡Estaba cargando su cabeza! Detrás de él venían dos hombres bajitos con uniformes de prisión. David no reconoció a ninguno de los dos… pero ellos sí le reconocieron a él. Sus ojos parecieron encenderse mientras avanzaban arrastrando los pies con los brazos extendidos. David vio una puerta medio abierta en la valla. Corrió hacia ella y entró al corazón del parque.

Se encontró en una parcela de césped con un tendido de canchas de tenis de un lado y una desagradable charca con agua estancada del otro. El campo estaba decorado con árboles y David corrió hacia el más cercano, dando gracias de que al menos fuera una noche oscura. Pero a medida que corría, las nubes se apartaban y una luna inmensa irrumpía como un reflector. ¿También era parte de la magia? ¿Estaba Vincent controlando incluso el clima?

Bajo la fantasmal luz blanca, el parque entero había cambiado. Parecía salido de una pesadilla. Todo era negro, blanco y gris. La figura de cera de Hitler ya había alcanzado la puerta y la atravesaba junto con los dos prisioneros. La víctima de la Revolución Francesa quedó atrás: al tropezar con la raíz de un árbol perdió su cabeza, y aunque ésta gritaba «¡Aquí! ¡Aquí!» el resto del cuerpo no la podía encontrar.

Pero ésa era la única buena noticia.

Otra media docena de figuras de cera había llegado y se había dispersado por el parque, buscando entre los árboles. Había un hombre vestido enteramente de negro, con un maletín de médico en una mano y un enorme cuchillo curvado en la otra. ¡Jack el destripador! Y justo detrás de él venía una dama en vestido victoriano horriblemente acuchillada, con sangre (sangre de cera, se acordó David) escurriéndole de una herida en el pecho. Seguro que era una de las mujeres asesinadas. David escuchó a sus espaldas un sonido aterrorizante, como un gorgoteo, y se dio la vuelta justo a tiempo para ver a una tercera figura de cera con la cara blanca saliendo de la superficie espumosa del estanque. Había muñecos de cera por todas partes. David se aplastó contra el árbol tratando de fundirse con él. Estaba totalmente rodeado y sabía que era sólo cuestión de tiempo que lo encontraran.

—¡Ahí está, Adolfo! —gritó alguien.

Un hombre bajo, de pelo negro y con un traje cruzado salió de una zanja, una horrible cicatriz zigzagueaba en su mejilla de cera. Era un rostro que David recordaba de las viejas películas en blanco y negro: Al Capone, el gángster americano. El muñeco atravesó de prisa el césped y se llevó las manos al pecho. Se oyó un sonido metálico. Al Capone llevaba una ametralladora y acababa de cargarla.

Con la respiración raspándole la garganta, David abandonó el resguardo del árbol y echó a correr. Las figuras de cera lo tenían rodeado. Mientras lo perseguían, algunas parecían sonámbulos, otras más bien muñecos de cuerda. David se sentía terriblemente expuesto bajo la luz de la luna, pero no tenía ninguna otra opción. Necesitaba encontrar la cabina de teléfono, pero ¿dónde estaba? Hizo un cálculo rápido y saltó hacia delante, luego se zambulló al suelo mientras una ráfaga de balas de ametralladora cortaba el aire a un centímetro de su cabeza. Al Capone le había disparado. Y de algún modo David supo que esas balas no estaban hechas de cera.

Alguien le salió al paso bloqueándole el camino. Era un hombre pequeño con una camisa de cuello doblado pasada de moda y un elegante traje gris. Tenía el cabello rojo y fino y un pequeño bigote. Sus ojos parpadeaban detrás de unas gafas redondas con armazón de metal. El hombre le mostró las palmas de las manos.

—No te preocupes —dijo—. Soy doctor.

—¿Doctor? —jadeó David.

—Sí, ¡el doctor Crippen!

El hombre sacó una jeringa hipodérmica inmunda. David dio un grito y le lanzó un puñetazo que alcanzó al hombrecito justo en la nariz. Sintió su puño hundirse en la cera blanda y cuando lo retiró había dejado impreso un círculo en la cabeza de la figura. David corrió. Podía oír a Hitler detrás de él gritando órdenes en un frenético alemán. Jack el Destripador avanzaba pesadamente con el odioso cuchillo levantado sobre su cabeza.

Mientras tanto, otro hombre, éste con una brillante armadura de plata, acababa de atravesar la puerta. Tenía el cabello largo y negro recogido detrás de la nuca, y los ojos más crueles que David había visto. Espadas y dagas, al menos una docena, salían de su cuerpo en todas direcciones. Era Atila el Huno, uno de los guerreros más sangrientos de la historia, y a David no le quedaban dudas de qué sangre buscaba ahora.

El parque daba la vuelta detrás de las canchas de tenis y finalizaba en un seto de árboles y arbustos. David se sumergió en las sombras, dichoso de estar fuera del alcance del destello de la luna. La oscuridad parecía aturdir a las figuras de cera, porque retrocedían tropezándose unas con otras, casi como si tuvieran miedo de cruzar la línea que dividía la luz de la oscuridad. Había una valla de acero justo delante de él. David corrió hacia ella y la sujetó con ambas manos.

Su corazón martillaba como loco en su pecho y se detuvo a recuperar el aliento y darse tiempo para pensar. ¡Todavía no le habían agarrado! Aún estaba a tiempo de alcanzar la cabina de teléfono y llegar a la Granja Groosham. David llevó una mano hasta el bolsillo de su pantalón. La estatuilla aún estaba ahí.

¡Vincent! Masculló el nombre a través de los dientes apretados. Esto tenía que ser obra suya. De alguna manera había seguido a David desde el museo y conjurado el maleficio cuando pasó por el museo de Madame Tussaud. Desde luego, había hecho trampa. Vincent rompió la única regla de la competencia: no usar magia. Y lo peor era que no había nada que David pudiera hacer. ¿Qué hechizo podía usar para destruir a las figuras de cera? Y si usaba magia, ¿no estaría descalificándose él mismo?

David se agarró tan fuerte da la valla que el metal se le incrustaba en las manos. Miró hacia arriba, a la altura de la siguiente barda, y por primera vez desde que llegó al parque sintió un arranque de esperanza. La cabina de teléfonos estaba a la vista. Y libre de figuras de cera. Apenas eran las diez para las doce. ¡Todo lo que tenía que hacer era trepar la valla y estaría sano y salvo en casa!

Echó un último vistazo hacia atrás. Con Hitler a la cabeza, todas las figuras de cera se estaban congregando en la valla, formando un semicírculo que empezaba a cerrarse. Sólo dos se habían quedado atrás: el ahogado y la mujer victoriana. Habían encontrado la cabeza perdida del francés y, a pesar de sus protestas, jugaban al tenis con ella en una de las canchas. Jack el Destripador se acercaba lentamente con una sonrisa diabólica. Sus labios abiertos descubrían dos hileras de dientes punzantes de cera. El doctor Crippen tenía dos jeringillas más y un cuchillo de disección. Al Capone venía detrás de él, tratando de abrirse paso a codazos. David no estaba seguro de que sus ojos de cristal pudieran descubrirle entre las sombras, pero poco a poco se iban acercando.

Era hora de irse. Se balanceó, preparándose para lanzarse por encima de la valla. Demasiado tarde. Con el rabillo del ojo entrevió un movimiento. Algo le golpeó de lleno en la cara y lo arrojó hacia atrás. Por un momento el mundo giró y entonces sus hombros golpearon la tierra y se quedó sin aire.

—¡Oigan, ya está! ¡Lo tengo! ¡Vengan rápido!

La voz era chillona y sonaba excitada. Se escuchó un susurro de hojas y un crujido de ramitas, y apareció una mujer alta vestida de azul. David intentó levantarse pero todas sus energías lo habían abandonado. La mujer llevaba un vestido abultado de seda y terciopelo que la hacía parecer enorme. Su cabeza estaba coronada por una tiara de plata con diamantes que titilaba incluso fuera de la luz de la luna, y tenía una insignia de Weight Watchers prendida en la solapa. Ella no había salido de la Cámara del Horror. Echado sobre una cama de hojas, el aturdido David reconoció de inmediato el cabello pelirrojo y la sonrisa perfecta de la Duquesa de York. Ella le había pegado con su bolso.

—Buen trabajo, su Alteza —murmuró el doctor Crippen. Su nariz de cera se colgaba hacia fuera donde David le había pegado y se le había salido un ojo.

Ja. Sehr gut, Fraulein Fergie —coincidió Hitler.

David sacó la estatuilla de su bolsillo e intentó levantarse. El parque daba vueltas a su alrededor, moviéndose más y más rápido. Intentó hablar, pronunciar unas pocas palabras de algún hechizo que pudiera salvarlo, pero tenía la boca seca y no le salían las palabras. Miró los rostros malignos, sin vida, que lo rodeaban y levantó una mano. Entonces la duquesa lo golpeó otra vez y perdió el conocimiento.