La lección de vuelo

David abrió la puerta del salón de clases nerviosamente. Llegaba diez minutos tarde, lo cual era bastante malo, pero además era la clase de francés con Monsieur Leloup, lo cual era mucho peor. Monsieur Leloup tenía mal carácter, algo poco sorprendente considerando que era un hombre lobo. Se decía que una vez hizo pedazos un diccionario de francés con sus dientes; y eso que estaba en uno de sus días buenos. En un mal día, cuando había luna llena, tenía que ser encadenado a su escritorio, no fuera a hacer lo mismo con sus alumnos.

Por fortuna, ya había pasado la luna llena, pero aun así, David entró cautelosamente al salón. Su pupitre vacío lo miraba acusador en medio de todos los demás. Justo cuando se sentó, Monsieur Leloup se volteó desde el pizarrón.

—Llega usted tarde, monsieur Eliot —le dijo irritado.

—Lo siento, señor… —respondió David.

—Diez minutos tarde, ¿me puede decir dónde estaba?

David abrió la boca para hablar, pero se lo pensó mejor. Podía ver a Vincent con el rabillo del ojo. Vincent ocupaba el pupitre de atrás y simulaba leer su libro, pero tenía una media sonrisa en sus labios, como si supiera lo que iba a ocurrir.

—Sólo estaba caminando afuera —dijo David.

—¿Caminando? —repitió Monsieur Leloup con desdén—. Voy a restarle tres puntos de la tabla de posiciones. Ahora, hágame el favor de tomar su asiento. Estamos viendo el futuro perfecto…

David se sentó y abrió su libro. Se había librado con un castigo leve y lo sabía. Con tres puntos menos todavía estaba a la cabeza por veintisiete. Sin importar qué sucediera en el último examen, no había manera de que Vincent lo alcanzara. Todo estaba bien.

Aun así, David se concentró más de lo normal durante los siguientes cincuenta minutos, no fuera a ser que le preguntaran algo. Se sintió aliviado cuando sonó la campana a las cinco en punto y terminó la clase.

Se unió a la corriente que salió del salón y siguió por el corredor hacia la última clase del día. Ésta le pareció mucho más interesante: Brujería General, impartida por la señora Windergast. Después de un año en la escuela, David todavía no se acostumbraba del todo a los métodos de la prefecta. Apenas la semana anterior había ido con ella por un dolor de cabeza y en lugar de una aspirina le recetó una serpiente venenosa. Pescó la pequeña y delgada serpiente de un tarro de cristal y la sostuvo contra su cabeza… un ejemplo de lo que ella llamaba magia compasiva. A David le pareció una experiencia bastante desconcertante, pero tenía que admitir que había funcionado.

Ese día estaba discurriendo sobre el poder del vuelo. Y no hablaba de aeroplanos.

—La escoba siempre ha sido el vehículo favorito de la hermandad —decía—. ¿Alguien puede decirme de qué está hecha?

Una niña en la primera fila alzó la mano.

—¿Madera de avellano?

—Muy bien, Linda, madera de avellano es la respuesta correcta. Ahora, ¿quién me puede decir por qué algunas personas creen que las brujas solían tener gatos? —preguntó.

La misma niña levantó la mano.

—Porque «gato» es la palabra que se usaba antiguamente en lugar de escoba —respondió empeñosa.

—Correcto otra vez, Linda.

La señora Windergast murmuró algunas palabras. Hubo un destello de luz y, dando un pequeño grito, Linda explotó. Todo lo que quedó de ella fue un charquito de barro y unos cuantos cabellos.

—Nunca es sabio saber todas las respuestas —observó ácidamente la señora Windergast—. Contestar una es elegante. Contestar dos es alardear. Espero que Linda ya lo haya aprendido.

La señora Windergast sonrió. Era una mujer pequeña y redonda que se veía como una abuela perfecta. Pero en realidad era mortífera. La habían quemado en la hoguera en 1214 (durante el reinado del rey Juan) y otra vez en 1336. No era de sorprender entonces que ahora tendiera a ser reservada y nunca asistiera a los asados.

—No obstante, Linda estaba en lo cierto —continuó, y sacó una escoba de detrás del pizarrón—. Las brujas nunca tuvieron gatos. Eso fue sólo un malentendido. Éste es mi propio «gato» y hoy quiero mostrarles lo difícil que es controlarlo. ¿Alguien quiere intentarlo?

Nadie se movió. Todos los ojos estaban fijos en el pupitre vacío de Linda y el humo verde que aún ascendía en espiral.

—Vincent King… —señaló la señora Windergast.

Vincent se levantó y caminó al frente. David entrecerró los ojos. La señora Windergast estaba de mal humor ese día. Tal vez Vincent dijera algo que a molestara y le fuera igual que a Linda. ¿O era mucho pedir?

—Aprecio mucho a mi escoba —estaba diciendo la señora Windergast—. Generalmente la tengo siempre conmigo, como hacen todas las brujas. De modo que esto es todo un honor joven. ¿Cree que pueda montarla?

—Sí. Creo que sí.

—Entonces inténtelo.

Vincent tomó la escoba y murmuró algunas palabras poderosas. De inmediato la escoba se puso en guardia de un salto y quedó suspendida en el aire a pocos metros del suelo. Vincent trepó a ella elegantemente, pasando una pierna por encima como si fuera un caballo. David observaba sin ocultar su disgusto. Al parecer no había nada que Vincent no pudiera hacer bien. Ya había despegado los dos pies del suelo y flotaba en el espacio como si hubiera nacido para ello.

—Trata de moverte —sugirió la señora Windergast.

Vincent se concentró y lentamente se elevó en el aire, perfectamente equilibrado en la escoba. Dio la vuelta con cuidado y flotó por encima del pizarrón, con el mango por delante y las cerdas colgando atrás. Estaba sonriente y se veía que ganaba confianza, y David medio tuvo la tentación de susurrar un hechizo que convocara a un demonio menor del viento para hacerle perder el equilibrio.

Pero al final no hubo ninguna necesidad. Cuando las cosas empiezan a salir mal, todas salen mal a la vez. La escoba se tambaleó y la parte trasera se levantó bruscamente, Vincent soltó un grito y al momento siguiente se estrelló contra el piso con la escoba encima.

—Como pueden ver —gorjeó la señora Windergast—, no es tan fácil como parece. ¿Algún daño que lamentar cariño?

Vincent se puso de pie tosiendo y sobándose el hombro.

—Estoy bien —contestó.

—Me refería a la escoba —la señora Windergast la recogió y la examinó con cariño—. Por regla general, nunca permito que nadie más la monte, pero parece estar bien. Bien hecho Vincent, puedes regresar a tu asiento. Y ahora… —se volvió hacia el pizarrón—, …permítanme tratar de explicarles la curiosa mezcla de magia y aerodinámica básica que hace posible el vuelo.

Durante los cuarenta y cinco minutos siguientes la señora Windergast explicó su técnica. David lamentó que sonara la campana de salida. Había disfrutado la lección, en particular la caída de Vincent, y todavía sonreía cuando dejó el salón de clase. Linda lo siguió. La señora Windergast la había reconstituido pero se veía muy pálida e indispuesta. David dudó que algún día llegara a convertirse en una artífice decente de la magia negra. Probablemente no pasaría de ser vigilante de tránsito.

Había un grupo de personas apiñadas en el corredor. Cuando David salió, vio que Vincent estaba en el grupo.

—Mala suerte —dijo Vincent.

—¿Qué? —quizá sólo era una observación inocente, pero David sintió que se le erizaban los pelos de la nuca.

—Perder tres puntos en francés. Eso acorta la brecha.

—Todavía estás a una buena distancia —fue Julia quien dijo esto. David no la había visto llegar pero se alegró al ver que se ponía de su lado.

—Los exámenes aún no han terminado —Vincent se encogió de hombros y una vez más David se sintió irritado sin saber por qué. ¿Vincent le desagradaba sólo porque era su rival más importante o había algo más? Viendo su sonrisa fácil, el modo en que se apoyaba en la pared, siempre tan superior, sintió que algo lo mordía por dentro.

—Te veías bastante tonto —dijo.

—¿Cuándo?

—Cuando te caíste de la escoba.

—¿Crees que tú podrías haberlo hecho mejor?

—Seguro —David no pensaba en lo que decía. Todo lo que sabía era que quería provocar al otro, sólo para obtener una reacción—. Vas a tener que acostumbrarte a llegar segundo, igual que en la carrera.

Vincent entrecerró los ojos y se adelantó un paso.

—Hubo una sola razón por la que llegué segundo… —empezó a decir.

Sabía lo que David había hecho. Había sentido la red deslizándose sobre su pie. Y ahora lo iba a decir, ante todos. David no podía permitir que esto sucediera, debía detenerlo. Y antes de saber lo qué estaba haciendo, se adelantó y lo empujó con violencia. Vincent perdió el equilibrio y gritó cuando su hombro magullado golpeó la pared que tenía detrás.

—¡David! —gritó Julia.

Demasiado tarde. Sin dudarlo, Vincent saltó a su vez arrojándose sobre David. Sus útiles escolares saltaron de sus manos y se desparramaron en el piso. Vincent era más alto, más pesado y más fuerte que él. Pero incluso mientras la mano de Vincent se aferraba a su garganta, David no pudo evitar sentirse contento. Quería tomarlo desprevenido y lo había logrado. Había lanzado el primer golpe.

No obstante, en ese instante la mano de Vincent lo estaba estrangulando lentamente. David levantó la rodilla y se la clavó en el estómago. Vincent gruñó y retorció con fuerza. La cabeza de David se estrelló contra el entablado de la pared.

—¿Qué está sucediendo aquí? ¡Deténganse de inmediato!

El corazón de David dio un brinco. De todas las personas que podrían haber pasado por el corredor justo en ese momento, el señor Bueninfierno era, sin lugar a duda, la peor elección. Se trataba de un hombre inmenso, con hombros anchos y cabeza redonda y calva. Llevaba poco en la escuela; durante el día enseñaba artes y oficios y por las noches vudú. Provenía de Haití, donde al parecer era un brujo tan temido que la gente se desmayaba apenas les decía «Buenos días»; el cartero le tenía tanto miedo que durante los primeros seis meses ni siquiera le dejó el correo, lo que por otro lado no importaba demasiado ya que nadie fuera de la isla tenía suficiente valor para escribirle. En cierto modo, David había tropezado con el lado malo del señor Bueninfierno desde el principio, y lo sucedido sólo empeoraría las cosas.

—¿David? ¿Vincent? —el maestro miró a uno y a otro—. ¿Quién comenzó esto?

David vaciló. Se había puesto colorado y apenas ahora se daba cuenta de lo tonto que había sido. Se había comportado como un niño común y corriente en una escuela común y corriente. En la Granja Groosham no existía peor crimen.

—Fui yo —admitió.

Vincent lo miró pero no dijo nada. Julia y los demás espectadores parecían haber desaparecido, sólo quedaban ellos tres en el corredor. El señor Bueninfierno bajó la mirada al piso, recogió una hoja de papel y la leyó rápidamente, luego se la ofreció a David.

—Esto es tuyo.

David la tomó, era la carta de su padre.

—¿Tú comenzaste la pelea? —preguntó el señor Bueninfierno.

—Sí —contestó David.

El profesor se quedó pensando. Sus ojos grises no dejaban adivinar nada.

—Muy bien —dijo—. Esto va a costarte nueve puntos. Y si te vuelvo a ver comportándote así, te enviaré con los directores.

El señor Bueninfierno dio media vuelta y se alejó. David lo siguió con la mirada, luego se agachó y recogió el resto de sus útiles. Podía sentir cómo Vincent lo observaba. Alzó la mirada.

—Yo no tengo la culpa —gruñó Vincent.

Él había sido el único responsable de lo ocurrido. En una tarde había perdido la increíble cantidad de… ¡doce puntos! Su ventaja había bajado casi a la mitad: de treinta a dieciocho. Al mediodía tenía el primer lugar en la tabla de posiciones, seguro, inalcanzable. Pero ahora…

David rechinó los dientes. Sólo quedaba un examen por hacer. Era sobre su rema favorito y todavía le llevaba una buena ventaja a Vincent. El Grial Oculto sería suyo.

Recogió el último libro y partió por el corredor vacío. El eco de sus pisadas sonaba a su alrededor.