14
Las revelaciones
—¿Soy una sirena? —preguntó Gemma una vez hubieron subido a la superficie.
Era probable que pudiese hablar bajo el agua, pero pensó que el aire nocturno le despejaría las ideas en caso de que se tratase de una alucinación provocada por alguna droga. Después de todo, no habría sido la primera vez que Penn le hacía ingerir algo extraño.
—Te lo explicaré todo más tarde —dijo Penn—. Por ahora, ¿por qué no haces que tu nuevo cuerpo nade un poco? Tendremos mucho tiempo para hablar después del paseo.
—Yo… —Gemma quería saber qué era, lo necesitaba.
Pero podía sentir su cola, agitándose involuntariamente en el agua. La sentía poderosa y ligera, y se moría de ganas de nadar.
Al menos ahora sabía una parte de la verdad. Sabía qué eran y que no iban a desaparecer. Sin decir nada, Gemma se sumergió en el agua.
Era mejor que cualquier cosa que hubiese podido imaginar. Jamás habría creído que era posible desplazarse a semejante velocidad. Recorría como un torpedo el suelo del océano y perseguía a los peces, sencillamente para comprobar si podía hacerlo. Sobrepasar a un tiburón sería pan comido y deseaba casi encontrarse con uno para demostrarlo.
Era la sensación más sorprendente y excitante que había experimentado en toda su vida. Sentía su piel viva de una manera que jamás habría imaginado. Cada movimiento, cada oscilación, cada cambio en la corriente atravesaba su cuerpo como una ligera onda electromagnética.
Nadó lo más cerca del fondo que pudo, y después subió a toda velocidad hacia la superficie, saltando por el aire como un delfín.
—Tranquila —dijo Penn—. Mejor no llamar la atención de la gente.
Penn se sentó sobre el borde rocoso de la caleta. Sacó la cola fuera del agua y la apoyó sobre el suelo. Justo delante de los ojos de Gemma, las escamas comenzaron a vibrar, pasando del verde iridiscente al tono oro cobrizo de la piel bronceada de Penn. Luego se dividió en dos piernas, y Penn se incorporó. Estaba completamente desnuda de cintura para abajo y Gemma apartó de inmediato la vista.
—No seas tímida —dijo Penn riendo.
Se alejó y hurgó en un bolso situado junto a una de las paredes de la cueva. Con el rabillo del ojo, Gemma vio a Penn poniéndose la ropa interior y un vestido.
—También tenemos ropa para ti —le dijo Lexi, mientras salía del agua—. No tienes de qué preocuparte.
Thea salió después de Lexi, y Gemma esperó hasta que las tres se hubieron vestido para salir ella también. Subió tan de prisa a las rocas que algunas le rasparon las aletas. Sacó la cola fuera del agua y esta se sacudió durante unos segundos hasta que empezó a sentir el cosquilleo acostumbrado.
Cuando la cola comenzó a transformarse en piernas humanas, las acarició con las manos. Podía sentir cómo las escamas se transformaban bajo las yemas de sus dedos.
—¡Es increíble! —dijo Gemma suspirando mientras miraba perpleja su piel—. ¿Cómo es posible?
—Es el agua salada —respondió Thea, arrojándole un vestido.
Gemma lo cogió y se quedó inmóvil. Temió por un instante que sus piernas se desplomaran convirtiéndose de nuevo en una cola, pero se mantuvieron firmes. Se puso rápidamente el vestido encima del corpiño de su biquini, y se quitó lo que quedaba de la parte de abajo.
—Bueno, no es sólo la sal —la corrigió Penn—. Aunque añadieras toda la sal del mundo al agua no funcionaría. Notarás ciertas sensaciones en el baño o en la piscina, pero no te transformarás a menos que estés en el mar.
—Pero… ¿y si no me hubiese transformado? —preguntó Gemma—. Si no me hubiese transformado en sirena me habría matado al caer.
—Estás viva —dijo Thea, mientras se acuclillaba en el centro de la caleta y comenzaba a preparar una fogata.
—Claro que duele cuando saltas de espaldas al agua —dijo Lexi entre risitas—. Se supone que debes zambullirte de cabeza, tonta.
—No salté sino que me empujaron —dijo Gemma, mirando furiosa hacia Penn—. ¿Por qué no me dijiste simplemente lo que estaba pasando?
—Eso habría echado a perder la diversión. —Penn le guiñó un ojo, como si se tratase de un chiste privado entre ellas y no de la posible muerte de Gemma.
La fogata que Thea había preparado cobró vida de pronto, llenando la oscura cueva con su cálida luz. Penn se sentó cerca de las llamas, estirando las piernas y apoyándose sobre los brazos. Lexi se sentó a su lado, mientras que Thea parecía estar más a gusto arrodillada delante del fuego, atizando las llamas.
—Tú me hiciste esto —dijo Gemma, pero no era una acusación. No estaba segura de qué le habían hecho, de modo que no podía saber si era una condena o un don. Hasta el momento parecía más bien un don, pero todavía no confiaba en Penn—. Me has convertido en una sirena o lo que sea. ¿Por qué?
—Bueno, ese es el quid de la cuestión, ¿no es cierto?
—¿Por qué no te sientas? —Lexi dio unas palmaditas sobre el suelo, a su lado—. Es una historia bastante larga.
Gemma se quedó donde estaba, junto a la boca de la cueva. Las olas de la bahía golpeaban contra la orilla y los motores de las lanchas zumbaban a lo lejos. Miró la noche, ansiando ya regresar al mar.
La última vez que había estado allí, Penn casi la mata, y hacía apenas unos minutos la había empujado desde lo alto del acantilado. Era difícil separar dichos pensamientos del hecho de que también ellas le habían ofrecido la sensación más maravillosa que había experimentado en su vida. Mientras estaba ahí quieta, de brazos cruzados y con el cuerpo chorreando agua, sentía unas ganas tremendas de volver al mar.
Le llevó toda su energía obligarse a permanecer en la caleta y oír lo que tenían que contarle. Pero no podía obligarse a adentrarse aún más en la cueva, a alejarse del agua que parecía hacerla sentir segura.
—Como quieras —le dijo Lexi, encogiéndose de hombros al ver que Gemma se negaba a moverse.
—Es una historia muy larga —dijo Penn—. Se remonta al principio de los tiempos, cuando el mundo aún era joven y los dioses y las diosas todavía vivían libremente entre los mortales.
—¿Dioses y diosas? —Gemma alzó una ceja.
—¿Escéptica? —dijo Thea con una risa seca y amarga que reverberó contra las paredes de la cueva—. ¿Tus piernas acaban de transformarse en una cola y tú te muestras escéptica?
Gemma bajó la mirada sin decir nada. Thea tenía razón. Después de lo que había visto y sentido en los últimos días, creería cualquier cosa que le dijeran. No tenía otra opción, en realidad. Cualquier respuesta que explicara las cosas sobrenaturales que estaban pasando tendría que ir más allá de la razón.
—Los dioses pasaban temporadas en la Tierra, a veces ayudando a los humanos o simplemente observando sus alegrías y desdichas sólo para divertirse —continuó diciendo Penn—. Aqueloo era uno de esos dioses. Reinaba sobre las aguas de los ríos y manantiales, nutriendo toda vida sobre la Tierra. Los dioses eran una especie de estrellas de rock en aquellos días y a menudo tenían muchas amantes. Aqueloo tuvo varias historias con las musas.
—¿Las musas? —preguntó Gemma.
—Sí, las musas —explicó pacientemente Penn—. Eran las hijas de Zeus, nacidas para inspirar y embelesar a los mortales.
—¿Y qué implicaba eso? —Gemma se acercó al fuego y se sentó sobre una gran roca—. ¿Qué implicaba ser una musa?
—¿Has oído hablar alguna vez de las Odas de Horacio? —le preguntó Penn, y Gemma meneó la cabeza.
—No soy muy buena en literatura, pero he oído hablar de la Odisea de Homero.
—La Odisea —repitió Thea con sorna—. Homero es un idiota.
—No le hagas caso. Sólo está resentida, porque no hay ninguna mención de ella en la Odisea. —Penn movió la mano como descartando la cuestión—. Volviendo a tu pregunta. Una musa ayudó a Horacio a escribir parte de sus versos. No los escribió ella exactamente, pero le concedió la inspiración y la motivación necesarias para llevar a cabo su obra.
—Creo que lo entiendo —dijo Gemma, aunque seguía frunciendo el entrecejo, como si aún hubiese algo que no lograba comprender por completo.
—De todas maneras, ahora no importa cuál fuera la función de una musa —dijo Penn, decidida a continuar—. Aqueloo tuvo una historia de amor con la musa de la música, y juntos tuvieron dos hijas, Telxiepea y Galopeá. Después tuvo un romance con la musa de la danza y tuvo otra hija, Pisínoe.
—Qué nombres tan extraños —comentó Gemma—. ¿Nadie se llamaba María o Judit en esa época?
—Me temo que los nombres que comentas aparecieron mucho más tarde —dijo Lexi riendo—. A ellos no debieron de sonarles tan raros.
—A pesar de que su padre era un dios, Telxiepea, Galopeá y Pisínoe eran las hijas naturales de su romance con seres inferiores, una especie de sirvientas, de modo que crecieron sin nada —continuó diciendo Penn.
—Espera. ¿Las musas eran una especie de sirvientas? —preguntó Gemma—. Pero si eran hijas de Zeus. ¿Acaso no era el dios más poderoso de todos? ¿No deberían haber sido reinas por lo menos?
—Eso parecería lo lógico, pero no —dijo Penn sacudiendo la cabeza—. Las musas fueron creadas para servir a los hombres. Sí, eran hermosas y brillantes y extremadamente talentosas. Eran reverenciadas y adoradas por aquellos a quienes inspiraban, pero al final, pasaban sus días trabajando para poetas y artistas. Llevaban un tipo de vida bohemio, alimentando los deseos de los hombres. Cuando los poetas terminaban sus versos y los pintores sus pinturas, las musas eran dejadas de lado y olvidadas.
—Más o menos, eran usadas como prostitutas —dijo Thea para resumir.
—Exactamente —asintió Penn—. Aqueloo prácticamente repudió a sus hijas y sus madres estaban ocupadas sirviendo a los hombres. Telxiepea, Galopeá y Pisínoe se vieron obligadas a valerse por sí mismas.
—Telxiepea trató de cuidar a sus dos hermanas menores —agregó Thea, lanzando a Penn una mirada fulminante. La luz de las llamas oscilaba, cubriendo de sombras sus hermosos rasgos y volviéndolos casi demoníacos—. Pero a Pisínoe jamás le satisfacía nada.
—No se puede estar satisfecha cuando se vive en las calles. —Penn llevó su atención de Gemma a Thea, mirándola con igual dureza—. Telxiepea lo hizo lo mejor que pudo, pero el hambre las acosaba.
—¡No pasaban hambre! —la interrumpió Thea—. ¡Tenían trabajo! ¡Podrían habérselas arreglado y llevar una vida digna!
—Trabajo. —Penn alzó los ojos exasperada—. ¡Eran sirvientas!
Lexi y Gemma observaron fascinadas el intercambio entre Penn y Thea. Las dos muchachas se miraron a través de las llamas y, por un momento, ninguna de las dos dijo nada. La atmósfera era tan tensa que Gemma tenía miedo de romper el silencio.
—Eso ocurrió hace muchísimo tiempo —dijo suavemente Lexi. Estaba sentada cerca de Penn y alzó la vista mirándola casi con adoración.
—Sí, hace muchísimo tiempo —dijo Penn, retirando finalmente su mirada fulminante de Thea y dirigiéndose nuevamente hacia Gemma—. Vivían en la calle muertas de hambre. Hasta Telxiepea lo sabía. Por eso recurrió a su padre, rogándole para que les encontrara un trabajo.
»Por entonces ya eran bastante mayores y habían empezado a llamar la atención de los hombres —prosiguió Penn—. Las tres hermanas habían heredado muchas de las dotes de sus madres, incluyendo su belleza y su talento para el canto y la danza.
—Telxiepea pensó que un trabajo honesto sería lo mejor para escapar de la miseria —dijo Thea, retomando la conversación en un tono mucho más razonable. Su voz había perdido toda sombra de enojo y contaba básicamente la misma historia que Penn—. Por el contrario, Pisínoe pensaba que casarse era la mejor opción para obtener una vida digna.
—Era otra época —explicó Penn—. Las mujeres no tenían las opciones y los mismos derechos que tienen hoy. Conseguir un hombre que cuidara de ellas era la mejor salida.
—Eso es sólo parte de la explicación —dijo Thea meneando la cabeza—. Telxiepea era la mayor, la que tenía más experiencia. Pisínoe tenía sólo catorce años. Todavía era romántica y soñadora. Creía que un príncipe azul se enamoraría de ella y le permitiría vivir como una reina.
—Era joven y estúpida —dijo Penn, casi para sí misma; después sacudió inmediatamente la cabeza—. El trabajo que Aqueloo les encontró a sus hijas era hacer de damas de compañía de Perséfone. Una dama de compañía es una sirvienta que ayuda a una niña malcriada a lavarse y a vestirse.
—Oh, no era una malcriada —dijo Thea corrigiéndola.
—Sí, lo era —insistió Penn—. Era espantosa, todo el tiempo coqueteando con pretendientes, cuando las hijas de Aqueloo deberían haber tenido criadas para ellas mismas. Era una aberración, y a Perséfone jamás le importó. Se pasaba el día dándoles órdenes, como si fuera la esposa de Zeus.
—Háblale a Gemma de Ligea —sugirió Lexi, y a Gemma le recordó a una niña que pide que le lean el mismo cuento todas las noches, aunque lo sepa de memoria.
—Ligea ya trabajaba como dama de compañía de Perséfone cuando Telxiepea, Galopeá y Pisínoe entraron a su servicio —dijo Penn, y Lexi le sonrió—. Y Ligea tenía una voz maravillosa. Su canto era el sonido más bello que nadie hubiese oído jamás.
»Como sirvienta, Ligea hacía muy poco —explicó Penn—. Se pasaba la mayor parte del tiempo cantando para Perséfone, pero a nadie le importaba, porque su voz era encantadora. Hacía que todo fuera más hermoso y alegre.
»Pero no todo era trabajo —continuó Penn—. Las cuatro muchachas eran apenas adolescentes y necesitaban divertirse. Siempre que podían, se escapaban y se iban al mar a nadar y a cantar.
—Eran las canciones que Ligea cantaba las que más audiencia congregaban —dijo Thea—. Ella y Galopeá se sentaban en los árboles de la playa y cantaban armoniosamente, mientras que Telxiepea y Pisínoe nadaban.
—Pero no se limitaban a nadar —aclaró Penn—. Realizaban un fascinante baile acuático. Montaban un espectáculo al igual que Ligea y Galopeá.
—Sí, y los viajeros iban a verlo —comentó Thea—. Atrajeron incluso la atención de dioses como Poseidón.
—Poseidón era el dios del mar —explicó Penn—. En su ingenuidad, Pisínoe pensó que podría seducirlo con sus bailes acuáticos, y que entonces él se enamoraría de ella y la llevaría con él.
»Y tal vez se enamoró de ella. —Penn se pasó la mano por las piernas para quitarse la arena y fijó su mirada en el fuego—. Muchos hombres y algunos dioses se han enamorado de ella a lo largo de los años. Pero al final, siempre era lo mismo. Su amor nunca bastaba.
—Perséfone estaba comprometida —dijo Thea, volviendo a la historia—. Había mucho que hacer, pero en lugar de ayudar, las cuatro iban todos los días al mar a nadar y a cantar. Poseidón las había invitado y Pisínoe estaba convencida de que ese sería el día en que la pediría en matrimonio. Si ella podía impresionarlo lo suficiente.
—Por desgracia, ese casualmente también era el día que alguien había escogido para raptar y violar a Perséfone —dijo Penn—. Las damas de compañía deberían haber estado cuidando de ella, pero ni siquiera estuvieron lo bastante cerca como para oír sus gritos.
—Su madre, Deméter, era una diosa y estaba furiosa —dijo Thea—. Le reprochó a Aqueloo que sus hijas hubiesen descuidado a Perséfone. Y como Aqueloo era más poderoso que Deméter, esta tenía que pedir su permiso para poder castigarlas.
—Pisínoe sabía que su padre no las protegería, ya que nunca se había preocupado por ellas, de modo que recurrió a Poseidón, rogándole que interviniera —dijo Penn—. Le suplicó, ofreciéndose incondicionalmente a él, si accedía a ayudarla a ella y a sus hermanas.
Siguió una larga pausa en la que nadie habló. Gemma estaba reclinada hacia delante, con los brazos apoyados sobre sus rodillas, pendiente de cada palabra.
—Pero se negó —dijo Penn en voz tan queda que Gemma apenas pudo oírla por encima del rugido del mar—. Nadie las salvó. Sólo se tenían las unas a las otras, como ocurriría siempre.
—Deméter las maldijo a llevar la vida que habían elegido en vez de proteger a su hija —explicó Thea—. Las volvió inmortales para que tuvieran que vivir con sus locuras de adolescentes todos los días de su vida por toda la eternidad. Las cosas que más amaban terminarían transformándose en las que más despreciarían.
—¿Qué cosas? —preguntó Gemma.
—Cuando raptaron a Perséfone, ellas estaban ocupadas nadando, cantando y jugueteando con sus admiradores —dijo Thea—. La maldición entonces las condenó a vivir así para siempre.
—Deméter las convirtió en parte en pájaros, con una voz tan hipnótica que ningún hombre podría dejar de escuchar —dijo Penn—. Los hombres quedarían completamente embelesados por sus voces y tendrían que seguirlas.
»Pero Deméter también les dio en parte la naturaleza del pez, para que nunca se alejaran del mar. Cuando sus pretendientes acudieran a buscarlas, siguiendo el sonido de sus voces, sus barcos se estrellarían contra las rocas de la costa y perecerían.
—Esa por supuesto no es la peor parte de la maldición —explicó Thea con una sonrisa queda—. Todos los hombres se enamorarían de sus voces, pero ninguno iría más allá de eso. Jamás las conocerían por lo que realmente eran, nunca las amarían de verdad. Sería imposible para cualquiera de las cuatro muchachas enamorarse realmente de un hombre y ser correspondida.