23
El affaire de Erica Trenton con Pierre Flodenhale había comenzado a principios de junio, muy poco después de su primer encuentro, cuando el joven corredor había acompañado a Adam Trenton hasta su casa, luego de la fiesta de fin de semana en la cabaña del lago Higgins.
Pocos días después de aquel domingo, Pierre había telefoneado a Erica y le había sugerido que almorzaran juntos. Ella había aceptado. Se encontraron al día siguiente en un restaurante apartado, en Sterling Heights.
Una semana más tarde se volvieron a encontrar y esa vez, luego del almuerzo, habían ido a un motel donde Pierre ya había tomado habitación. Con un mínimo de actividad inútil, se habían metido en la cama, donde Pierre había resultado un compañero sexual muy satisfactorio, así que al volver a su casa al fin de aquella tarde, Erica se había sentido física y mentalmente mejor.
Durante el resto de junio, y bien entrado julio, habían seguido encontrándose en toda oportunidad, tanto por la mañana como al atardecer, en estos casos cuando Adam le había dicho de antemano que iba a trabajar hasta tarde.
Para Erica, esas ocasiones habían sido de dichosa realización sexual, de la que se había visto privada durante demasiado tiempo. También disfrutaba de la juventud y de la frescura de Pierre, y se sentía excitada por el vigoroso placer que él captaba del cuerpo de ella.
Sus encuentros eran el polo opuesto del único contacto que ella había tenido, meses antes, con Ollie, el corredor de ventas. Cuando Erica pensaba en esa experiencia —aunque prefería no hacerlo— era con disgusto hacia sí misma por haberlo permitido, por más que en aquella ocasión había estado físicamente frustrada hasta el punto de la desesperación.
Ahora no había desesperación. Erica no tenía idea de cuánto duraría el affaire entre ella y Pierre, a pesar de que sabía que nunca sería más que un affaire para ambos, y que inevitablemente terminaría en algún momento. Pero por ahora lo disfrutaba sin inhibiciones, y al parecer, Pierre también.
El placer les dio a los dos una sensación de confianza que, a su vez, hizo que no se recataran de ser vistos en público.
Uno de sus lugares favoritos para encontrarse era la agradable atmósfera colonial de la Posada Dearborn, donde el servicio era amable y bueno. Otra de las atracciones de la Posada Dearborn era una cabaña —una de las varias que había en sus terrenos— que era una réplica fiel del otrora hogar de Edgar Alian Poe. La cabaña de Poe tenía abajo dos confortables habitaciones y una cocina; arriba, un pequeño dormitorio bajo el techo. Las partes alta y baja eran independientes y se alquilaban por separado a los huéspedes de la Posada.
En dos ocasiones en que Adam había estado fuera de Detroit, Pierre Flodenhale había ocupado la parte baja de la cabaña de Poe, mientras que Erica había alquilado la de arriba. Cuando la puerta principal estaba cerrada, a nadie le importaba quién subía o bajaba la escalera interior.
A Erica le gustaba tanto la pequeña e histórica cabaña, con su moblaje antiguo, que una vez se había recostado en la cama, exclamando:
—¡Qué lugar perfecto para amantes! No habría que usarlo para ninguna otra cosa.
—Ajá —había sido toda la respuesta de Pierre, que indicaba su falta de conversación y, de hecho, su poco interés general en todo lo que no se relacionara con las carreras de autos o no tocara directamente al sexo. Pierre podía conversar animada y extensamente sobre las carreras. Pero los demás temas lo aburrían. Frente a la actualidad, la política, las artes —de lo que Erica trataba de hablar algunas veces— bostezaba o se movía como un niño inquieto que no puede mantener la atención más que unos segundos. Ocasionalmente, y a pesar de la satisfactoria relación sexual, Erica deseaba que la vinculación fuera un poco más completa.
Hacia la época en que ese deseo se estaba transformando en una leve irritación, apareció en el Detroit News un artículo que unía ambos nombres.
Estaba en la columna diaria de Eleanor Breitmeyer, directora de Sociales, a quien muchos consideraban como la mejor escritora de notas sociales en el ambiente periodístico norteamericano. Casi nada de lo que sucedía en los altos niveles sociales de la Ciudad Motor se escapaba del servicio de espionaje de la señorita Breitmeyer, y su comentario decía:
El apuesto y gentil corredor Pierre Flodenhale y la joven y hermosa Erica Trenton —esposa de Adam, el planificador de productos automovilísticos— siguen disfrutando de su recíproca compañía. El último viernes, comiendo téte-a-téte en el Steering Wheel, ninguno de los dos, como de costumbre, desperdició miradas en los demás.
Las palabras en la página impresa fueron un repentino sobresalto para Erica. Lo primero que pensó, estremeciéndose, mientras lo leía fue que miles de personas en el Gran Detroit —incluyendo amigos suyos y de Adam— verían también la columna y hablarían de ella antes de que terminara el día. Repentinamente, Erica quiso correr a esconderse en cualquier parte. Se dio cuenta de lo increíblemente descuidados que habían sido ella y Pierre, como si quisieran que los descubrieran, pero ahora que había sucedido deseó desesperadamente que no hubiera pasado.
El artículo en el News salió a fines de julio, más o menos una semana antes del almuerzo con Hank Kreisel y la visita a su casa de Grosse Pointe.
La tarde que apareció el artículo, Adam había traído el Detroit News a casa, como de costumbre, y los dos lo habían compartido, por secciones, mientras tomaban su martini antes de la cena.
Mientras Erica tenía la sección femenina, que incluía Sociales, Adam hojeaba la parte de las noticias. Pero Adam siempre leía sistemáticamente todo el periódico, y a Erica le aterraba que la sección que ella estaba mirando le llamara la atención.
Decidió que sería un error sacar una parte del periódico del salón, aunque lo hiciera discretamente, porque Adam se daría cuenta.
En cambio, Erica fue a la cocina y sirvió inmediatamente la cena, arriesgando que la verdura estuviera cruda. No fue así, pero cuando Adam vino a la mesa todavía no había abierto ninguna de las últimas secciones.
Luego de la cena, vuelto al salón, Adam abrió como de costumbre su portafolios y se puso a trabajar. Cuando Erica hubo arreglado el comedor, entró a recoger la taza de café de Adam, arregló algunas revistas y cogió todas las secciones del periódico para llevárselas.
—Deja el periódico. Todavía no lo he terminado —dijo Adam levantando la cabeza.
Ella pasó el resto de la velada en un filo de sobresalto. Mientras hacía como si leyera un libro, Erica observaba furtivamente cada movimiento de Adam. Cuando finalmente cerró el portafolios su tensión aumentó pero, para total alivio de Erica, Adam subió a acostarse, al parecer olvidándose por completo del periódico. Entonces ella lo escondió, y al día siguiente lo quemó.
Pero bien sabía que quemar un ejemplar no evitaría que alguien le mostrara el artículo a Adam o que se refirieran a él en una conversación, que resultaría lo mismo. Era obvio que mucha gente del equipo de Adam, o vinculada con él, había leído o había escuchado ese jugoso chisme, así que durante los días siguientes Erica vivió con los nervios de punta, esperando que Adam comentara el asunto cuando viniera a casa.
De una cosa estaba segura: Si Adam se enteraba del artículo del News, Erica lo sabría. Adam nunca evitaba un problema, ni era el tipo de marido que se forma su propio juicio sin darle oportunidad a su mujer de explicar sus razones. Pero nada se dijo, y después de una semana Erica comenzó a tranquilizarse. Más tarde sospechó que lo que había sucedido era que todos pensaron que Adam lo sabía, y por lo tanto evitaron el tema por consideración o vergüenza. Cualquiera que fuera la razón, ella estaba agradecida.
También se sintió agradecida por la oportunidad de evaluar su relación con los dos hombres: Adam y Pierre. El resultado fue que en todo, excepto en lo sexual o en el poco tiempo que pasaban juntos, Adam llevaba una gran delantera. Por desgracia —o quizá por suerte— para Erica, el sexo seguía siendo una parte importante de su vida, y por esa razón accedió a encontrarse con Pierre unos días más tarde, aunque esta vez cautelosamente y más allá del río en Windsor, Canadá. Pero de todos sus encuentros, este último resultó el menos feliz.
El hecho era que Adam tenía el tipo de mente que Erica admiraba, y Pierre no. A pesar de sus hábitos de trabajo obsesivos, Adam nunca dejaba de estar al tanto de la totalidad de la vida que lo rodeaba; tenía opiniones definidas y conciencia social. Erica disfrutaba oyéndolo hablar, siempre que no fuera de la industria automotriz. En cambio, cuando le preguntó a Pierre qué pensaba de un plan sobre la vivienda de Detroit, que se había discutido en los periódicos durante semanas, Pierre no había oído hablar del tema.
—Creo que todo ese asunto no es de mi incumbencia —era su respuesta clásica. Además nunca había votado—. No sabría cómo hacerlo, y no me interesa mucho.
Erica iba aprendiendo que un affaire, para ser feliz y satisfactorio, necesitaba otros ingredientes además de la mera fornicación.
Cuando se preguntó con quién, de todos los hombres que conocía, hubiera preferido tener un affaire, Erica llegó a una respuesta reveladora: con Adam.
Sólo con que Adam se portara como un marido entero.
Pero raramente lo hacía.
Siguió pensando en Adam por sobre cualquier otra cosa durante varios días, hasta la noche en Grosse Pointe con Hank Kreisel. A Erica le parecía que, de alguna manera, el exinfante de marina conseguía hacer aflorar lo mejor que había en Adam, y había seguido fascinada la conversación sobre la trilladora de Hank Kreisel, incluyendo el perspicaz interrogatorio de Adam. Sólo más tarde, al volver a casa, cuando recordó la otra parte de Adam que había poseído antes —el amante vehemente, el explorador de su cuerpo, que ahora parecía haberse ido— la poseyeron la desesperación y la cólera.
En verdad, no había hecho nada específico para iniciar los procedimientos de divorcio ni se había ido de la casa de Quarton Lake, a pesar de que seguía durmiendo en el cuarto de huéspedes. Erica sentía, simplemente, que necesitaba una oportunidad, un período en el limbo, para adaptarse.
Adam no había hecho objeción a nada. Obviamente pensaba que el tiempo cicatrizaría sus diferencias, pero Erica no lo creía. Mientras tanto seguía ocupándose de la casa, y también había accedido a encontrarse con Pierre, que le había telefoneado para decirle que estaría brevemente en Detroit durante una ausencia de los circuitos de carreras.
—Algo no anda —dijo Erica—. Me doy cuenta, así que, ¿por qué no me lo dices?
Pierre parecía inseguro y turbado. Junto a su puerilidad tenía una transparente manera de ser que revelaba sus estados de ánimo.
—No es nada, supongo —dijo, acostado a su lado en la cama.
Erica se incorporó, apoyada sobre un codo. La habitación del hotel estaba a oscuras porque habían corrido las cortinas al entrar. A pesar de eso se filtraba suficiente luz para que ella pudiera ver con claridad lo que la rodeaba, todo muy parecido a otros moteles donde había estado: sin carácter, con muebles de producción en masa y elementos sanitarios baratos. Echó una mirada a su reloj. Eran las dos de la tarde, y estaban en un suburbio de Birmingham porque Pierre había dicho que no tenía tiempo para cruzar el río hasta Canadá. Afuera el día era opaco y el pronóstico meteorológico había anunciado lluvia.
Se dio vuelta para estudiar a Pierre, cuyo rostro podía ver también claramente. El sonrió apenas, con un toque de fatiga, pensó Erica. Notó que su mechón de pelo rubio estaba desordenado, indudablemente porque ella le había pasado las manos por el pelo durante el reciente acto de amor.
Había llegado a tenerle verdadero afecto a Pierre. A pesar de su falta de profundidad intelectual, le resultaba agradable, y sexualmente era todo un hombre, que era lo que Erica había querido después de todo. Incluso la ocasional arrogancia —el síndrome de estrella que ella había advertido en su primer encuentro— parecía ir de acuerdo con su masculinidad.
—No pierdas el tiempo —insistió Erica—. Dime lo que estás pensando.
Pierre se dio vuelta, alcanzó sus pantalones que estaban al lado de la cama, y buscó los cigarrillos.
—Bueno —dijo, sin mirarla directamente—. Supongo que se trata de nosotros.
—¿Qué pasa con nosotros?
Había prendido un cigarrillo y echó el humo hacia el techo:
—De ahora en adelante me veré obligado a estar más tiempo en las pistas de carrera. No vendré mucho a Detroit. Creí que debía decírtelo.
Hubo un silencio entre ellos, mientras un frío se apoderó de Erica, que luchó por no demostrarlo.
—¿Sólo eso, o estás tratando de decirme algo más? —preguntó después.
Pierre parecía incómodo.
—¿Como qué, por ejemplo?
—Supongo que tú eres el que debe saberlo.
—No es más que… bueno, que nos hemos estado viendo mucho. Durante mucho tiempo.
—De veras que ha sido mucho tiempo —Erica trató de que su voz siguiera pareciendo despreocupada, sabiendo que la hostilidad sería un error—. Casi un mes y medio.
—¡Diablos! ¿Eso nada más? —su sorpresa parecía genuina.
—Se ve que a ti te ha parecido mucho.
Pierre consiguió sonreír.
—No se trata de eso.
—Entonces, ¿de qué se trata?
—Diablos, Erica, únicamente de que no nos veremos por un tiempo.
—¿Cuánto tiempo? ¿Un mes? ¿Seis meses? ¿Un año?
—Según como marchen las cosas, supongo —contestó él, vagamente.
—¿Qué cosas?
Pierre se encogió de hombros.
—Y después —insistió Erica—, luego de ese tiempo indefinido, ¿me llamarás tú a mí, o tengo que llamarte yo? —sabía que estaba yendo muy lejos, pero las vaguedades de él la habían impacientado. Como él no contestó, Erica añadió—: ¿Es que la orquesta está tocando el «Vals del adiós»? ¿Estás tratando de apartarme del camino? Entonces ¿por qué no lo dices y acabamos de una vez?
Se vio que Pierre atrapaba la oportunidad que se le presentaba.
—Sí —asintió—. Creo que es eso lo que quiero decir.
Erica respiró hondo.
—Gracias por haberme dado finalmente una respuesta sincera. Ahora, por lo menos, sé dónde piso.
Claro que no podía quejarse mucho. Había insistido en enterarse y se lo habían dicho, aunque desde el principio de la conversación ella había percibido la intención de Pierre. En ese momento estaba poseída por una mezcla de emociones, y la principal era el orgullo herido, porque había supuesto que si alguno de los dos decidía terminar el affaire, sería ella la que tomaría la iniciativa. Pero ella no estaba decidida a terminarlo y ahora, además de su orgullo herido tenía una sensación de pérdida, de tristeza y de la soledad que le sobrevendría. Era bastante realista para darse cuenta de que no ganaría nada con rogar o discutir. Una de las cosas que Erica sabía de Pierre era que él tenía todas las mujeres que necesitaba o quería; también sabía que Pierre se había cansado de otras antes que de ella. De repente sintió ganas de llorar por haber sido una del montón, pero se dominó. A la mierda si ella iba a alimentarle el narcisismo dejándole ver lo mucho que le importaba.
—En estas circunstancias no veo mucha razón para seguir aquí —dijo Erica fríamente.
—¡Oye! —dijo Pierre—. No te enojes —trató de tomarla por debajo de las sábanas, pero ella lo evadió y se deslizó de la cama, llevando su ropa al baño para vestirse. En otros momentos de su relación Pierre habría corrido tras ella, la habría tomado, y la habría forzado, jugando, a volver a la cama. Esta vez no lo hizo, aunque Erica esperaba a medias que lo hiciera.
En cambio, cuando Erica salió del baño, Pierre también estaba vestido, y unos minutos más tarde se besaron brevemente, casi negligentemente, y se separaron. Ella pensó que él parecía aliviado al ver que la separación se había concretado con tan pocos problemas.
Pierre se alejó en su auto, tomando velocidad con un chirriar de cubiertas, al dejar el motel. Erica lo siguió más despacio, en su convertible. Lo vio por última vez cuando él agitó una mano y le sonrió.
Cuando ella llegó al primer cruce, el auto de Pierre había desaparecido de la vista.
Condujo una manzana y media más antes de darse cuenta de que ni siquiera sabía adonde iba. Eran casi las tres de la tarde y llovía sin cesar, tal como lo había anunciado el pronóstico. ¿Adonde ir, qué hacer?… con el resto del día, con el resto de su vida. Repentinamente, como si se hubiera abierto un dique, la angustia, la amargura, todo lo que había dominado en el motel, la invadieron. Tuvo una sensación de rechazo y desesperación mientras los ojos se le llenaban de lágrimas, que dejó correr por sus mejillas sin intentar detenerlas. Mecánicamente, Erica continuó atravesando Birmingham, sin pensar adonde iba.
Un lugar donde no quería ir era su casa de Quarton Lake. Allí había demasiados recuerdos, un exceso de cosas no concluidas, de problemas que ella no tenía la capacidad de afrontar en ese momento. Siguió unas manzanas más, dobló varias esquinas, y se dio cuenta de que había llegado a Somerset Mall, en Troy, la galería de compras donde, un año antes, había robado el perfume, su primer acto de robo en una tienda. Había sido la ocasión en que había descubierto que una combinación de inteligencia, rapidez, y sangre fría podía ser satisfactorio en diversos sentidos. Estacionó el automóvil y se dirigió bajo la lluvia hacia el paso cubierto.
Una vez adentro se secó a la vez la lluvia y las lágrimas que le corrían por la cara.
La mayor parte de los comercios de la galería de compras estaban ocupados. Erica deambuló por varios, mirando zapatos de Bally, una exhibición de juguetes de FAO Schwartz, la colorida miscelánea de una boutique. Pero lo hacía mecánicamente, sin desear nada de lo que veía, con ánimo cada vez más indiferente y deprimido. Estuvo curioseando en una tienda de equipajes, y estaba a punto de irse cuando le llamó la atención una cartera. De cuero inglés, de brillante color castaño, estaba sobre una mesa de vidrio en la parte posterior de la tienda. Los ojos de Erica se apartaron, y luego, inexplicablemente, volvieron a ella. Pensó que no había ninguna razón en el mundo para que ella tuviera una cartera; nunca la había necesitado ni era probable que la necesitara. Además la cartera era el símbolo de muchas cosas que ella detestaba: la tiranía del trabajo traído a casa, los atardeceres que Adam se pasaba con su cartera abierta, las incontables horas que él y Erica no habían compartido. Y sin embargo codiciaba la cartera que acababa de ver y la quería —irracionalmente— incontinenti. Y tenía la intención de cogerla.
Erica pensó que se la podía regalar a Adam, como un presente espléndidamente sardónico, para la separación.
¿Pero era necesario pagarla? Podía pagarla, por supuesto, excepto que sería más emocionante apoderarse de ella y huir, como había hecho tan hábilmente en otras oportunidades. Hacer eso le daría algún sabor al día. Había habido tan poco hasta el momento.
Haciendo como que miraba otra cosa, Erica examinó la tienda. Como en otras ocasiones en que había hurtado algo, sintió una excitación creciente, y una deliciosa combinación de miedo y audacia.
Observó que había tres vendedores, una muchacha y dos hombres, uno de ellos ya mayor, y presumiblemente el gerente. Había otras dos o tres personas que, como Erica, estaban curioseando. Una mujer arratonada con aspecto de abuela, examinaba los rótulos de equipaje que había en una tarjeta.
Por una ruta indirecta, haciendo pausas en el camino, Erica se acercó a la mesa donde estaba la cartera. Como si acabara de verla, la cogió y le dio vuelta para inspeccionarla. Mientras lo hacía, una rápida mirada le confirmó que los tres vendedores seguían ocupados.
Siguió observando la cartera: la abrió un poco y empujó las dos etiquetas que tenía afuera hacia el interior, fuera de la vista. Siempre con aire casual, Erica bajó la cartera como si la fuera a dejar en su lugar, pero en cambio la dejó caer por debajo del nivel de la mesa, todavía sosteniéndola en la mano. Miró con desenvoltura a su alrededor. Dos de las personas que habían estado curioseando se habían ido; uno de los vendedores había comenzado a atender a otro parroquiano; todo lo demás seguía igual.
Sin apresurarse, meciendo levemente la cartera, Erica se encaminó hacia la puerta de salida. Detrás de ella estaba el paso cubierto interno, que se conectaba a otros negocios y protegía de la lluvia a los clientes. Podía ver una fuente surtidor y oír el salpicar del agua. Notó que detrás de la fuente había un guardia uniformado, pero estaba de espaldas a la tienda de equipajes, charlando con un niño. Incluso aunque el guardia viera a Erica, una vez que ésta saliera del negocio no había ninguna razón para que entrara en sospechas. Llegó hasta la puerta. Nadie la había detenido, ni había hablado con ella. Realmente era demasiado fácil.
—¡Un momento!
La voz, afilada e inflexible, sonó desde atrás de ella. Sobresaltada, Erica se dio vuelta.
Era la mujer arratonada con aspecto de abuela que había parecido ocupada examinando los rótulos de equipaje. Excepto que ahora ya no era arratonada ni parecía una abuela, sino que tenía los ojos duros y los finos labios cerrados en una firme línea. Avanzó rápidamente hacia Erica, llamando al mismo tiempo al gerente de la tienda.
—¡Señor Yancy! ¡Venga aquí!
Erica sintió que le habían apresado firmemente la muñeca, y cuando trató de liberarse la mano de la mujer se apretó como una tenaza.
El pánico inundó a Erica.
—¡Déjeme ir! —protestó, confundida.
—¡Quédese quieta! —ordenó la otra mujer. Tendría unos cuarenta años, muchos menos de los que aparentaba por su manera de vestir—. Soy detective y usted estaba robando —cuando el gerente llegó apresuradamente, le informó—: Esta mujer ha robado la cartera que lleva. La detuve cuando se iba.
—Muy bien —dijo el gerente—, vamos a la trastienda. —Sus modales, como los de la mujer detective, eran fríos y distantes, como si supiera qué hacer y tuviera que cumplir una obligación desagradable. Casi no había mirado a Erica, de modo que ella se sintió ya sin rostro, como un criminal.
—Ya ha oído —dijo la mujer detective. Tiró de la muñeca de Erica, volviéndose hacia la trastienda, ocupada presumiblemente por oficinas que no estaban a la vista.
—¡No! ¡No! —Erica se plantó firmemente sobre los pies, rehusando moverse—. Están cometiendo un error.
—La gente como usted es la que comete errores, hermana —dijo la mujer detective—. ¿Encontró alguna vez alguna que no dijera eso? —le preguntó cínicamente al gerente.
El gerente parecía incómodo. Erica había elevado la voz; ahora las cabezas se habían dado vuelta y varias personas que estaban en la tienda miraban. El gerente, que evidentemente no quería escándalo, hizo una seña conminatoria con la cabeza.
En ese momento, Erica cometió su mayor error. Si hubiera acompañado a los otros dos, como ellos exigían, el procedimiento ulterior se habría ajustado seguramente a un molde. Primero la habrían interrogado —probablemente con aspereza, por lo menos la mujer—, luego de lo cual, casi seguro, Erica habría perdido la compostura, admitido su culpabilidad y rogado que la trataran con indulgencia. Durante el interrogatorio habría revelado que su esposo era un ejecutivo automovilístico de alto nivel.
Admitida su culpa, le habrían hecho firmar una confesión. Habría tenido que escribirla, aunque a disgusto, de puño y letra.
Después le habrían permitido irse a su casa y con eso —en lo tocante a Erica— el incidente habría terminado.
La confesión de Erica habría sido enviada por el gerente de la tienda a un centro de investigaciones de la Asociación de Comerciantes Minoristas. Si en los archivos había información de delitos anteriores, podían presentar una demanda. Si no tenía antecedentes —que era el caso oficial de Erica— no se llevaría a cabo ninguna acción.
Los negocios suburbanos de Detroit, especialmente los que estaban en zonas de alto poder adquisitivo como Birmingham y Bloomfield Hills, estaban tristemente familiarizados con las mujeres que robaban sin necesidad en las tiendas. A los comerciantes no les correspondía ser psicólogos además de minoristas; sin embargo, muchos conocían las razones que estaban detrás de esos robos, incluyendo la frustración sexual, la soledad, y la necesidad de emoción; estados anímicos todos ellos a los que las esposas de los ejecutivos de la industria automotriz eran excepcionalmente propensas. Otra cosa que los comerciantes sabían era que un proceso, y la publicidad que atraería la presencia en tribunales de un alto nombre de la industria automotriz, podría afectar más que ayudar a sus comercios. La gente del sector automovilístico era un clan, y una tienda que procesara a uno de ellos podía fácilmente sufrir un boicot general.
En consecuencia el comercio minorista usaba otros métodos. Cuando observaban y reconocían a una transgresora, le mandaban la cuenta por los artículos sustraídos, y generalmente esas cuentas eran pagadas sin chistar. En otros casos, luego de establecida la identidad, mandaban igualmente la cuenta; también, el miedo a ser detenida, además de un interrogatorio vergonzoso, era suficiente para disuadir a la culpable de repetir el robo para el resto de su vida. Pero cualquiera que fuera el método usado, el objetivo general de las tiendas de Detroit era el silencio y la discreción.
Erica, presa del pánico y desesperada, no dejó abierta ninguna de esas posibilidades. En cambio, de un tirón liberó su muñeca de la mujer detective y —todavía con la cartera robada— se dio vuelta y corrió.
Salió de la tienda de equipajes al paseo, dirigiéndose a la puerta exterior por donde había entrado. La mujer detective y el gerente, cogidos por sorpresa, no hicieron nada durante un segundo. La mujer se recuperó primero. Corrió detrás de Erica, gritando:
—¡Deténganla! ¡Detengan a esa mujer! ¡Es una ladrona!
El guardia uniformado que estaba en el paseo, hablando con un niño, se dio vuelta al oír los gritos. La mujer detective lo vio.
—¡Atrape a esa mujer! ¡La que va corriendo! ¡Arréstela! Ha robado la cartera que lleva.
Moviéndose rápidamente, el guardia corrió tras Erica mientras la gente que estaba de compras en la galería se quedaba mirando. Otros, al oír los gritos, salieron rápidamente de las tiendas. Pero ninguno intentó detener a Erica, que seguía corriendo, golpeteando con los tacones el piso de baldosas. Siguió huyendo hacia la puerta exterior, mientras el guardia de seguridad la perseguía.
Para Erica, esos gritos horribles, la gente que la miraba al pasar, los pasos que la perseguían, que ahora se iban acercando, todo era una pesadilla. ¿Todo eso sucedía de veras? ¡No podía ser! En un momento se despertaría. Pero en vez de despertarse, alcanzó la puerta exterior. Aunque la empujó con fuerza se abrió con una lentitud enloquecedora. Luego Erica se encontró afuera, bajo la lluvia, a pocos metros de donde había dejado el auto.
El corazón le latía fuertemente, y no podía respirar por el esfuerzo de correr y por el miedo. Recordó que por suerte no había cerrado el auto. Se puso la cartera robada bajo el brazo y abrió desmañadamente el bolso, revolviendo para buscar las llaves del auto. Un torrente de objetos se le cayó del bolso; los abandonó, pero localizó las llaves. Tenía la llave del contacto lista cuando llegó al auto, pero podía ver que el guardia, un hombre joven y robusto, estaba a pocos metros de distancia. La mujer detective lo seguía, pero el guardia era el que estaba más cerca. ¡Erica se dio cuenta de que no podría escapar! No podría entrar al auto, poner en marcha el motor e irse antes de que la alcanzaran. Aterrorizada, comprendiendo que ahora las consecuencias serían peores, sintió que la desesperación la ahogaba.
En ese momento el guardia patinó en el piso mojado por la lluvia y cayó cuan largo era; por un momento se quedó allí, atontado y lastimado, antes de ponerse en pie.
La mala fortuna del guardia le dio a Erica el tiempo que necesitaba. Deslizándose dentro del auto, puso en marcha el motor, que arrancó instantáneamente, y se alejó. Pero ya cuando salía, una nueva angustia se apoderó de ella: ¿sus perseguidores habrían conseguido tomarle el número de matrícula?
No sólo eso, sino que tenían la descripción del auto, un modelo de ese año, convertible, rojo manzana, tan distintivo como un capullo en invierno.
Y si eso no fuera suficiente, entre los objetos que se le habían caído del bolso y que habían quedado atrás, había una billetera con tarjetas de crédito y otras identificaciones. La mujer detective empezó a recoger los objetos caídos mientras el guardia, con el uniforme sucio y mojado, y con un tobillo dolorosamente torcido, renqueaba hasta un teléfono para llamar a la policía local.
Había sido todo tan ridículamente fácil que los dos policías sonreían mientras escoltaban a Erica desde su auto al de ellos. Cuando antes el patrullero de la policía se había acercado al convertible y, sin alboroto, sin usar la luz de destello o la sirena, uno de los policías le había indicado con la mano que se detuviera, Erica obedeció inmediatamente, sabiendo que cualquier otra cosa habría sido una locura, de la misma manera que, para empezar, el intento de huir había sido estúpidamente tonto.
Los policías, ambos jóvenes, se habían mostrado firmes, pero también callados y atentos, de manera que Erica se había sentido menos intimidada que por la agresiva mujer detective de la tienda. De todas maneras, ahora estaba totalmente resignada a lo que pudiera pasar. Sabía que había traído el desastre sobre su cabeza, y que cualquier otro desastre que siguiera sucedería de todos modos porque ya era muy tarde para cambiar nada, por más que dijera o hiciera.
—Tenemos orden de arrestarla, señora —dijo uno de los policías—. Mi compañero conducirá su auto.
—Está bien —jadeó Erica. Fue hasta la parte posterior del patrullero, donde el policía mantenía abierta la puerta para que ella entrara, pero se echó atrás cuando advirtió que el interior estaba enrejado y que se encontraría encerrada allí dentro como en una celda.
El policía la vio vacilar.
—Es el reglamento —explicó—. Yo la dejaría ir adelante conmigo, si pudiera, pero si lo hago es muy probable que me pongan a mí en la parte de atrás.
Erica consiguió sonreír. Era obvio que los dos policías habían decidido que ella no era un criminal importante.
—¿Ha sido arrestada antes? —preguntó el mismo policía.
Ella sacudió negativamente la cabeza.
—Ya me parecía. Nadie se preocupa después de las primeras veces. Eso va para la gente que no causa problemas.
Erica entró en el coche patrullero, la puerta se cerró de golpe, y quedó encerrada adentro.
En la comisaría suburbana tuvo una impresión de madera lustrada y pisos de baldosas, pero sólo se dio cuenta vagamente de lo que la rodeaba. Había sido advertida de sus derechos, y luego la interrogaron sobre lo que había sucedido en la tienda. Erica contestó la verdad; sabía que el momento de la evasión había pasado. La carearon con la mujer detective y el guardia de seguridad, ambos hostiles, aun cuando Erica confirmó su versión de los hechos. Identificó la cartera robada, preguntándose al mismo tiempo por qué la había querido. Más tarde firmó una declaración y después le preguntaron si quería hacer una llamada telefónica. ¿A un abogado? ¿A su esposo? Ella contestó que no.
Más tarde la llevaron a una pequeña habitación con una ventanilla enrejada que estaba en el fondo de la comisaría, la encerraron y la dejaron sola.
El jefe de la policía suburbana, Wilbur Arenson, no era hombre que se apresurara innecesariamente. El jefe Arenson se había dado cuenta muchas veces durante su carrera de que la lentitud, cuando podía permitírsela, daba resultados más tarde, y por lo tanto se había tomado tiempo para leer varios informes concernientes a un robo de tienda que había sucedido esa misma tarde, seguido por un intento de fuga del sospechoso, un aviso radial policial y, más tarde, la intercepción y detención. La sospechosa detenida, una tal Erica Marguerite Trenton, de veinticinco años, casada, que vivía en Quarton Lake, se había mostrado dócil, y además había firmado una declaración admitiendo el delito.
Bajo el procedimiento normal, el caso habría seguido el curso rutinario: el sospechoso acusado, una aparición en tribunales y, lo que era más posible, un fallo de culpabilidad. Pero en la comisaría de la policía suburbana de Detroit no todo se ajustaba a la rutina.
Tampoco era de rutina que el jefe revisara los detalles de un caso criminal menor, pero algunos casos —a discreción de sus subordinados— llegaban hasta su escritorio.
Trenton. El nombre tocaba una cuerda en su memoria. El jefe no estaba seguro de cómo ni cuándo había oído ese nombre, pero sabía que su mente le daría la respuesta si no la hostigaba. Mientras tanto siguió leyendo.
Otra desviación de la rutina era que el sargento de guardia de la comisaría, conociendo los hábitos y preferencias de su jefe, todavía no había dado entrada al sospechoso. Por lo tanto en la lista de entradas no habría mención de nombre y cargos, para que husmearan los periodistas.
Había varias cosas en el caso que interesaban al jefe. Primero que la necesidad de dinero no era obviamente el motivo. La billetera que había dejado caer la sospechosa en su apresurada fuga, contenía más de cien dólares en efectivo y también tarjetas del Diner's y de American Express, además de tarjetas de crédito de diferentes comercios locales. En el bolso había un talonario de la sospechosa con un saldo sustancioso.
El jefe Arenson estaba bien al tanto de las mujeres de buen pasar que robaban en las tiendas y de sus supuestas motivaciones, así que el aspecto monetario no le sorprendía. Más interesante era la poca disposición de la sospechosa a dar información sobre su esposo o a telefonearlo cuando le ofrecieron la oportunidad.
Claro que eso no importaba. El policía que la interrogó había averiguado rutinariamente quién era el dueño del automóvil que ella conducía, que resultó estar registrado bajo el nombre de uno de los Tres Grandes fabricantes, y una nueva averiguación con la oficina de seguridad de esa compañía reveló que era un auto oficial, uno de los dos asignados al señor Adam Trenton.
El hombre de seguridad había dejado escapar esa información sobre los dos autos, aunque no se la habían pedido, y el policía que telefoneó para hacer la averiguación lo había anotado en su informe. Ahora, el jefe Arenson, un hombre robusto y de pelo escaso, que tenía unos cincuenta años, se sentó a su escritorio a considerar esa anotación.
Como bien sabía el jefe de policía, muchos ejecutivos de las fábricas de automóviles conducían autos de la compañía. Pero sólo un alto ejecutivo tendría dos autos de la compañía, uno para él, y otro para su esposa.
Así que no se necesitaban grandes poderes de deducción para concluir que la sospechosa, Erica Marguerite Trenton, ahora encerrada en una pequeña habitación para interrogatorios y no en una celda —otra decisión intuitiva del sargento de recepción— estaba casada con un hombre razonablemente importante.
Lo que el jefe necesitaba saber era hasta dónde era importante, y cuánta influencia tenía el esposo de la señora Trenton.
El simple hecho de que el jefe se tomara tiempo para considerar tales preguntas era una razón para que los barrios suburbanos de Detroit insistieran en mantener su propia fuerza policial local. Periódicamente aparecían propuestas de fusión entre las veinte o más fuerzas separadas del Gran Detroit en una única fuerza metropolitana.
Se decía que un arreglo así aseguraría un mejor sistema policial al eliminar la duplicidad, y también que sería menos costosa. Los que abogaban por el sistema metropolitano señalaban que funcionaba bien en otros lados.
Pero los suburbios —Birmingham, Bloomfield Hills, Troy, Dearborn, los Grosse Pointes y otros—, siempre se oponían enérgicamente. Como resultado, ya que los habitantes de esos barrios tenían influencia donde más contaba, la propuesta fallaba siempre.
El sistema existente de fuerzas pequeñas e independientes podía no ser la mejor manera de proveer justicia equitativa para todos, pero a los ciudadanos locales de apellidos conocidos les daba mejor oportunidad cuando ellos, sus familiares o amigos, transgredían la ley.
¡Claro!; el jefe recordó dónde había escuchado antes el nombre de Trenton. El jefe Arenson había comprado un auto para su esposa seis o siete meses atrás en la concesionaria de Smokey Stephensen. Durante su visita al salón de exhibición de la concesionaria —recordó que era un sábado— Smokey le había presentado a Adam Trenton, de la oficina principal de la compañía constructora. Luego, particularmente, Smokey le había vuelto a mencionar a Adam Trenton, con la predicción de que iba a subir muy alto en la compañía, y de que algún día sería presidente.
Al reflexionar sobre el incidente y sus implicaciones en ese momento, el jefe Arenson se alegró de haber perdido el tiempo. Ahora, no sólo sabía que la detenida era alguien de importancia, sino que también tenía el conocimiento adicional de dónde conseguir información extra que podría ser útil para el caso.
Por una línea externa que tenía en el escritorio, el jefe telefoneó a Smokey Stephensen.