18
La agencia de publicidad OJL, en la persona de Keith Yates-Brown, estaba nerviosa y malhumorada porque la filmación del documental Ciudad del automóvil se estaba haciendo sin guión.
—Tiene que haber un guión —le había protestado Yates-Broown a Bárbara Zaleski por teléfono desde Nueva York uno o dos días atrás—. Si no, ¿cómo podemos proteger desde aquí los intereses del cliente y hacer sugestiones?
Bárbara, en Detroit, había sentido ganas de decirle al supervisor de la gerencia que lo último que necesitaba el proyecto era que Madison Avenue metiera la nariz. Podía convertir la película perceptiva y sincera que ahora estaba tomando forma en una mélange brillante e inocua. Pero, en cambio repitió las opiniones del director, Wes Gropetti, un hombre talentoso y con antecedentes bastante sólidos como para que pesara su punto de vista.
—No vamos a captar el espíritu de los barrios bajos de Detroit poniendo un montón de bobadas por escrito, porque todavía no sabemos cuál es ese espíritu —había declarado Gropetti—. Y para averiguarlo estamos aquí con todo este lujoso equipo de cámaras y sonido.
El director, con una espesa barba pero de estatura diminuta, parecía un gorrión desaseado. Usaba una boina negra que nunca se quitaba, y se mostraba menos sensible para las palabras que para las imágenes visuales.
—Quiero que los hombres, las mujeres y los chicos de los barrios bajos, nos digan qué es lo que realmente piensan de sí mismos —continuó—, y qué opinión tienen del resto de nosotros. Eso quiere decir sus odios, esperanzas, frustraciones, alegrías, y también cómo respiran, comen, duermen, fornican, sudan y qué es lo que ven y huelen. Todo eso irá en la película, las caras, las voces, todo sin ensayar. Y en cuanto al lenguaje, dejaremos que la porquería caiga donde sea. Quizá les pellizque el culo a unos cuantos para que se enfurezcan, pero de cualquier manera hablarán, y mientras tanto yo dejaré errar la cámara como la atención de una puta, para que veamos a Detroit como la ven ellos, a través de los ojos de los barrios bajos.
«Y la cosa funciona», le aseguró Bárbara a Yates-Brown.
Usando la técnica del cine-verdad, cámara en mano y con un mínimo de equipo que pudiera distraer, Gropetti andaba con su gente por los barrios bajos, persuadiendo a los moradores a que hablaran franca y libremente, y a veces de manera conmovedora, en la película. Bárbara, que por lo común lo acompañaba en sus expediciones, sabía que parte del genio de Gropetti estaba en su instinto para la selección, y para después hacer que los elegidos se olvidaran que una lente y las luces estaban enfocados sobre ellos. Nadie sabía qué murmuraba el pequeño director en los oídos antes de que sus dueños comenzaran a hablar; algunas veces inclinaba la cabeza confidencialmente, durante largos minutos. Pero producía reacciones; diversión, desafío, armonía, desacuerdo, malhumor, desfachatez, brío, furia y una vez —en un joven militante negro que se puso impresionantemente elocuente— un odio ardiente.
Cuando estaba seguro de la reacción, Gropetti saltaba instantáneamente hacia atrás de manera que la cámara —que ya estaba operando luego de una disimulada seña del director— captara de lleno la expresión facial y las palabras espontáneas. Luego, con una paciencia sin límites, Gropetti repetía el proceso hasta que conseguía lo que buscaba; un destello de personalidad, buena o mala, amable o salvaje, pero vívida y real, y sin la desmañada intrusión de un entrevistador.
Bárbara había visto los primeros montajes de las tomas, y estaba entusiasmada. Fotográficamente tenían la calidad y profundidad de un retrato por Karsh, además de la mágica mezcla de vibrante animación que les daba Gropetti.
—Ya que el film se llamará Ciudad del automóvil —había comentado Keith Yates-Brown—, quizá debas advertirle a Gropetti que por ahí hay autos además de personas, y que esperamos ver algunos en la pantalla, y preferentemente los del cliente.
Bárbara tuvo la sensación de que el supervisor de la agencia ya no estaba tan de acuerdo con la autoridad total que le habían dado a ella. Pero también sabía que un proyecto filmado debía estar bajo el firme control de alguien y, hasta que la agencia OJL la retirara o la despidiera, Bárbara tenía ese control.
—Habrá autos en la película y serán los del cliente —le aseguró a Yates-Brown—. No los ponemos en primer plano, pero tampoco los ocultamos, así que la mayor parte de la gente reconocerá el tipo que son. —Después le describió lo que ya se había filmado en la planta de montaje de la compañía automotriz, insistiendo en el sistema de empleo del núcleo de emergencia, y en Rollie Knight.
Durante la filmación en la planta de montaje, los otros obreros que estaban cerca no habían advertido que Rollie era el centro de la atención de la cámara. En parte, esto era una consideración hacia Rollie, que lo había pedido así, y en parte para mantener la atmósfera de realismo.
Leonard Wingate, de Personal, que se había interesado en el proyecto de Bárbara la noche que se conocieron en el departamento de Brett, había arreglado el asunto sin alboroto. Lo único que sabían en la planta era que iban a filmar una parte de Montaje, con fines no explicados, mientras se seguía con el trabajo de siempre. Sólo Wes Gropetti, Bárbara, y la gente de cámara y sonido sabían que durante buena parte del tiempo que parecían estar filmando, no lo hacían, y que la mayor parte del metraje filmado tenía a Rollie Knight como figura principal.
La única grabación de sonido hasta el momento había sido la de los ruidos de la planta de montaje, y más tarde Bárbara había oído la cinta. Era una cacofonía de pesadilla, increíblemente eficaz como fondo para la secuencia visual.
La voz de Rollie Knight, que se agregaría más tarde, se grabaría durante una visita que Wes Gropetti y el equipo de filmación harían al departamento de los barrios bajos donde vivían Rollie y su amiga May Lou. Leonard Wingate estaría allí. También —Bárbara no le informó esto a Keith Yates-Brown— estaría Brett DeLosanto.
—Recuerda que estamos gastando mucho dinero del cliente y más tarde tendremos que rendir cuentas —le había advertido Keith Yates-Brown por teléfono.
—Nos hemos mantenido dentro del presupuesto —informó Bárbara—. Y parece que al cliente le gusta lo que hemos hecho hasta ahora. Por lo menos, al presidente del consejo le gusta.
Por el teléfono se oyó un ruido que podría haber sido Keith Yates-Brown saltando de su silla.
—¡Estuvo en contacto con el presidente del consejo del cliente! —la reacción no podría haber sido mayor si ella hubiese dicho el Papa o el Presidente de los Estados Unidos.
—Nos vino a visitar un día que estábamos filmando en exteriores. Wes Gropetti le llevó parte de la película al día siguiente y la exhibió en la oficina del presidente del consejo.
—¡Usted dejó a ese boca sucia de Gropetti suelto en el piso quince!
—Wes pensó que él y el presidente se entendían muy bien.
—¡Él lo pensó! ¿Usted ni siquiera fue con él?
—Ese día no podía.
—¡Oh, Dios mío! —Bárbara podía ver al supervisor de la agencia, con la cara pálida y agarrándose la cabeza.
—Usted mismo me dijo que al presidente le interesaba y que ocasionalmente podía informarle en forma directa.
—¡Pero no casualmente! No sin avisarnos, por adelantado, para que planeáramos lo que usted tenía que decir. Y con respecto a mandar a Gropetti por su cuenta…
—Le iba a decir —prosiguió Bárbara— que el presidente del consejo del cliente me llamó al día siguiente. Dijo que pensaba que nuestra agencia había demostrado plausible imaginación, ésas fueron sus palabras, al elegir en primer término a Gropetti, y nos urgió a que siguiéramos dándole libertad a Wes porque es un tipo de película en que la dirección lo hace todo. El presidente dijo que iba a escribir todo eso en una carta a la agencia.
—Todavía no ha llegado la carta —Bárbara oía respirar con dificultad en la línea—. Cuando llegue… —una pausa—. Bárbara, supongo que todo va bien —la voz de Yates-Brown parecía implorante—. Pero no, por favor, no deje nada al azar, y avíseme inmediatamente de todo lo referente al presidente del consejo.
Bárbara prometió que lo haría, y Keith Yates-Brown —todavía nervioso— insistió en que deseaba que tuvieran un guión.
Ahora, varios días más tarde y como de costumbre sin guión, Wes Gropetti se preparaba para filmar la secuencia final del núcleo de emergencia y de Rollie Knight.
Anochecía.
Los ocho, juntos, estaban amontonados en el agobiante calor de la escasamente amueblada habitación.
Para Detroit en general, y especialmente para los barrios bajos, había sido un día de verano plúmbeo y sofocante. Incluso ahora que el sol se había ido, el calor —adentro y afuera— se mantenía.
Dos de los ocho eran Rollie Knight y May Lou, que —por el momento— vivían allí. A pesar de que la habitación era pequeña por donde se la mirara, servía al doble propósito de sala y dormitorio, mientras una «cocina» contigua, del tamaño de un armario, tenía una pileta con agua fría solamente, una decrépita cocina de gas, y unos cuantos estantes de madera. No había toilette ni baño. Esas comodidades se encontraban un piso más abajo y eran compartidas por otra media docena de departamentos.
Rollie parecía malhumorado, como si estuviera deseando no haberse metido en todo eso. May Lou, con su aire infantil, daba la impresión de haber brotado como un carurú de piernas largas y brazos huesudos, y parecía asustada, aunque cada vez menos a medida que Wes Gropetti, con la boina negra puesta a pesar del calor, le hablaba por lo bajo.
Detrás del director estaban el cámara y el técnico de sonido, con su equipo distribuido dificultosamente en el mínimo espacio. Bárbara Zaleski estaba de pie junto a ellos, con su anotador abierto.
A Brett DeLosanto, que miraba, le hizo gracia ver que Bárbara, como de costumbre, tenía las gafas negras sobre el pelo.
Las luces de cámara estaban apagadas. Todos sabían que al encenderlas, la habitación se pondría aún más calurosa.
Leonard Wingate, del departamento de Personal de la compañía y también el ejecutivo negro de mayor jerarquía, se secó la cara transpirada con un pañuelo de hilo. Tanto él como Brett, de espaldas contra una pared, trataban de ocupar el menor espacio posible.
De repente, aunque sólo los dos técnicos habían visto la seña de Gropetti, las luces se encendieron y el grabador empezó a andar.
May Lou pestañeó. Pero cuando el director siguió hablándole suavemente, asintió y su cara se apaciguó. Luego, rápida y suavemente, Gropetti salió del campo de la cámara.
—No vale la pena preocuparse —dijo May Lou, naturalmente, como si no percibiera nada más que sus propios pensamientos— por ningún futuro, como nos dicen que hagamos, porque parece que para nosotros nunca hubo nada de eso —se encogió de hombros—. No parece que haya cambiado ahora.
—¡Corten! —la voz de Gropetti.
Las luces se apagaron. El director entró en escena y volvió a hablarle al oído a May Lou. Luego de varios minutos, mientras los demás esperaban en silencio, las luces se volvieron a encender. Gropetti se deslizó hacia atrás.
—Seguro que se llevaron nuestra TV en colores —la cara de May Lou estaba animada, y miró hacia un rincón vacío de la habitación—. Dos tipos vinieron a buscarla, dijeron que no habíamos hecho ningún pago después del primero. Uno de los tipos quería saber por qué la habíamos comprado. Le dije: «Don, si pago un adelanto hoy, esta noche puedo ver TV. Hay días en que es lo único que importa —su voz se hizo más baja—. Le debería haber preguntado quién se preocupa por mañana.»
—¡Corten!
—¿Qué quiere decir todo eso? —le murmuró Brett a Leonard Wingate que estaba a su lado.
El ejecutivo negro se seguía secando la cara.
—Tienen problemas —dijo en voz baja—. Era la primera vez en la vida que tenían dinero de veras, y se volvieron locos, compraron muebles, una TV en colores, se llenaron de plazos que no podían pagar. Ya les han quitado varias cosas. Y eso no es todo.
Delante de ellos, Gropetti hacía cambiar de lugar a May Lou y a Rollie Knight. Ahora era Rollie el que se enfrentaba a la cámara.
—¿Qué más sucedió? —preguntó Brett, siempre por lo bajo.
—La palabra es «embargo» —dijo Wingate—. Significa una anticuada ley de porquería, que según los políticos hay que cambiar, pero nadie lo hace.
Wes Gropetti tenía la cabeza inclinada y hablaba con Rollie en la forma habitual.
—Ya una vez le embargaron su jornal a Rollie —explicó Wingate a Brett—. Esta semana hubo una segunda orden del juzgado, y según los acuerdos del sindicato, dos embargos significan el despido automático.
—¡Diablos! ¿Y no puedes hacer nada?
—Quizá. Depende de Knight. Cuando esto termine, hablaré con él.
—¿Y hace falta que esté destripándose en una película?
—Le dije que no tenía por qué hacerlo —aseguró Wingate encogiéndose de hombros—. Pero no pareció importarle, ni a la chica tampoco. Quizá no les preocupe; quizá se imaginen que pueden ayudar a alguien. No sé.
—Wes dice que es parte de la escena total —dijo Bárbara, que los había oído, dando vuelta a la cabeza.
El director seguía dándole instrucciones a Rollie.
—La mitad de los problemas que tiene Knight se debe a nuestras actitudes —dijo Wingate, hablando suavemente pero con intensidad a Brett y Bárbara—; al establishment; eso significa gente como ustedes y yo. Claro, ayudamos a alguien como estos dos muchachos, pero cuando lo hacemos esperamos que en seguida adopten todos los valores de clase media que nosotros adquirimos en años de vivir a nuestra manera. Y es lo mismo con el dinero. A pesar de que Knight no sepa manejarlo porque nunca lo tuvo, esperamos que lo administre como si lo hubiera poseído toda la vida, y si no, ¿qué sucede? Lo mandan al tribunal, le embargan el sueldo, lo despiden. Nos olvidamos de que muchos de nosotros, que hemos vivido con dinero, nos metemos en deudas que no podemos afrontar. Pero dejen que ese tipo haga lo mismo —el ejecutivo negro hizo un gesto hacia Rollie Knight— y todo nuestro sistema se pone en marcha para arrojarlo otra vez a una pila de basura.
—No vas a dejar que suceda —murmuró Bárbara.
—Es muy poco lo que puedo hacer —dijo Wingate sacudiendo la cabeza con impaciencia—. Y Knight es uno de muchos. Se encendieron las luces. El director les echó una mirada, señal de silencio. La voz de Rollie se elevó claramente en la habitación callada y calurosa.
—Seguro que uno aprende cosas viviendo aquí. Es igual, como nada va a mejorar, no importa lo que digan. Además de eso, nada dura —inesperadamente, una sonrisa relampagueó en el rostro de Rollie; luego, como si se arrepintiera de sonreír, la reemplazó por un gesto agrio—. Así que es mejor no esperar nada. Entonces a uno no le duele cuando lo pierde.
—¡Corten! —gritó Gropetti.
La filmación continuó una hora más; Gropetti, amable y pacientemente, hacía hablar a Rollie de sus experiencias en los barrios bajos y en la planta de montaje de autos donde estaba empleado. A pesar de que las palabras de Rollie eran simples y a veces entrecortadas, transmitían la realidad, y una imagen verdadera de sí mismo, no siempre favorable, pero tampoco disminuyéndolo. Bárbara, que había presenciado filmaciones previas, tenía la convicción de que la primera copia sería un documento de emocionante elocuencia.
Cuando las luces se apagaron, después de la última toma, Wes Gropetti se quitó la boina negra y se secó la cabeza con un pañuelo enorme y sucio.
—¡Desarmen! Basta por hoy.
Mientras los demás salían, saludando brevemente a Rollie y May Lou, Leonard Wingate se quedó. Brett DeLosanto, Bárbara Zaleski y Wes Gropetti cenarían en el Club de Prensa de Detroit, donde se les uniría Wingate en muy poco tiempo.
El ejecutivo negro esperó a que los demás hubiesen pasado el mezquino vestíbulo de afuera, con su única bombilla de luz y la pintura descascarada en las paredes, y estuvieron bajando ruidosamente a la calle por la escalera de madera. El olor a basura se colaba por la puerta. May Lou la cerró.
—¿Quiere un trago, don? —preguntó.
Wingate comenzó a sacudir la cabeza, y luego cambió de intención.
—Sí, ¿cómo no?
De un estante de la minúscula cocina, la muchacha tomó una botella de ron que tenía un par de centímetros de bebida y la dividió equitativamente en dos vasos. Le añadió hielo y Coca-Cola, le dio un vaso a Wingate y el otro a Rollie. Los tres se sentaron en la única habitación.
—La gente de la película les pagará algo por usar este lugar hoy —dijo Wingate—. No será mucho; nunca es mucho. Pero me ocuparé de que lo reciban.
May Lou sonrió con inseguridad. Rollie Knight no dijo nada.
El ejecutivo sorbió un breve trago.
—¿Saben lo del embargo? ¿El segundo?
Rollie todavía no contestó.
—Alguien se lo contó hoy en el trabajo —dijo May Lou—. Dicen que no recibirá más su jornal. ¿Es verdad?
—No recibirá parte de él. Pero si pierde el trabajo no habrá más cheques, para nadie —Wingate les explicó cómo eran los embargos; los acreedores conseguían, por orden judicial, que la deuda del obrero se cobrara en el lugar de trabajo. Añadió que, aunque las compañías automotrices y otros empleadores detestaban el sistema de embargo, no tenían otro remedio que cumplir con la ley.
Como sospechaba Wingate, ni Rollie ni May Lou habían entendido lo del primer embargo, ni Rollie se daba cuenta de que el segundo —por norma del sindicato y de la compañía— podía significar el despido.
—Hay una razón para eso —explicó Wingate—. Los embargos dan mucho trabajo al departamento de sueldos, y eso le cuesta dinero a la compañía.
—¡Bosta! —farfulló Rollie. Se levantó a recorrer la habitación.
—Si quiere mi opinión sincera, creo que tiene razón —suspiró Leonard Wingate—. Por eso trataré de ayudarle, si puedo. Si quiere que lo haga.
May Lou le echó una mirada a Rollie. Se humedeció los labios.
—Sí, él quiere que lo ayude, don. No anduvo muy bien últimamente. Estaba… bueno, muy preocupado.
Wingate se preguntó por qué. Si Rollie se había enterado hoy del embargo, como había dicho May Lou, era obvio que no había estado preocupado por eso. No obstante, decidió no insistir.
—Lo que puedo hacer —les dijo—, y tienen que entender que sólo se hará si ustedes quieren, es hacer que alguien se ocupe de sus finanzas y las arregle si puede, para que traten de empezar de nuevo.
Les explicó cómo funcionaba el sistema, inventado por Jim Robson, un gerente de personal de planta de Chrysler, y copiado hoy día por otras compañías.
Lo que debían hacer, les informó a Rollie y May Lou, era darle ahí mismo una lista de todas sus deudas. El se la entregaría a un empleado superior de Personal de la planta de Rollie. El hombre de Personal, que hacía ese trabajo en sus horas de descanso, revisaría todo para saber cuánto se debía. Luego llamaría a los acreedores, uno por uno, urgiéndoles a aceptar pagos más modestos durante un tiempo más largo a cambio de retirar sus embargos. Generalmente accedían, porque la alternativa era que el hombre en cuestión fuera despedido, y en ese caso no recibirían nada, con embargo o sin él.
Al empleado —en ese caso a Rollie Knight— le preguntarían cuál era la cantidad semanal mínima que necesitaba para vivir.
Una vez decidido eso, el cheque del jornal de Rollie sería interceptado cada semana y enviado al Departamento de Personal. Allí, cada viernes, él se presentaría a endosarle el cheque al hombre de Personal que hacía los arreglos. Esa oficina —les contó Wingate— estaba generalmente ocupada por una cincuentena de obreros que habían tenido problemas financieros y se les estaba ayudando a solucionarlos. La mayoría estaba agradecida.
Luego, el hombre de Personal depositaría el cheque de Rollie en una cuenta especial, a nombre del mismo hombre de Personal, ya que la compañía no tomaba parte oficial en el arreglo. De esa cuenta enviaría los cheques a los acreedores por las sumas pactadas, dándole a Rollie otro cheque por el saldo de su jornal, con lo que debería vivir. Finalmente, satisfechas las deudas, el hombre de Personal se retiraría de escena y Rollie volvería a recibir normalmente su cheque.
Los registros estaban sometidos a inspección y el servicio funcionaba solamente para ayudar a los obreros que tenían problemas financieros, sin cargo de ninguna clase.
—No les será fácil —advirtió Wingate—. Para que el asunto funcione, tendrán que arreglarse con muy poco dinero.
Rollie parecía a punto de protestar, pero May Lou se interpuso rápidamente.
—Podemos hacerlo, don —miró a Rollie, y Wingate descubrió una mezcla de autoridad y afecto infantil en sus ojos—. Lo harás —insistió ella—. Sí, lo harás.
Medio sonriente, Rollie se encogió de hombros.
Pero se veía que Rollie estaba preocupado, verdaderamente preocupado. Leonard Wingate sospechaba alguna otra cosa. Una vez más se preguntó qué era.
—Estuvimos aquí —dijo Bárbara Zaleski cuando se les unió Leonard Wingate— especulando si esos dos conseguirían salir del aprieto.
Bárbara, única del grupo que era miembro del Club de Prensa, era la anfitriona de los otros tres. Ella, Brett DeLosanto y Wes Gropetti habían estado esperando en el bar. Ahora, los cuatro se dirigieron a una mesa del comedor.
Comparado con los demás clubs de prensa, el de Detroit era uno de los mejores del país; pequeño, bien manejado, con excelente cocina, no era fácil asociarse. Sorprendentemente, a pesar de su cotidiana vinculación con la industria automotriz, las paredes del club estaban vacías —deliberadamente, creían algunos— de recuerdos de esa unión. Lo que en cambio recibía a los visitantes, cuando entraban, era una amarillenta primera plana de 1947, y su titular decía:
La guerra y los viajes espaciales, por contraste, estaban prominentemente representados.
Después de pedir bebidas, Wingate contestó la pregunta de Bárbara.
—Ojalá pudiera decir que sí. Pero no estoy seguro, y la razón es el sistema. Ya hablamos antes de eso. La gente como nosotros puede arreglárselas, más o menos, con el sistema. En general, la gente como ellos no puede.
—Leonard —dijo Brett—, esta noche hablas como un revolucionario.
—Hablar no significa ser —Wingate sonrió hoscamente—. No creo tener agallas; además, estoy descalificado. Tengo un buen trabajo, dinero en el banco. Tan pronto uno llega a tener eso, quiere protegerlo, no reventarlo. Pero les digo una cosa: sé qué es lo que hace revolucionarios a la gente de mi raza.
Tocó un bulto en la chaqueta de su traje. Era una colección de papeles que le había dado May Lou antes de que se fuera. Eran facturas, contratos de créditos, demandas de compañías financieras. Curioso, Wingate los había examinado brevemente en su auto, y lo que había visto lo había asombrado y enfurecido.
Repitió a los otros tres lo principal de su charla con Rollie y May Lou, omitiendo las cifras, pero aparte de eso los otros ya conocían la historia, y él se daba cuenta de que estaban preocupados.
—Vieron los muebles que tenían en esa habitación —les dijo.
Los demás asintieron.
—No muy buenos, pero… —comentó Bárbara.
—Sé sincera —le dijo Wingate—. Sabes tan bien como yo que era un montón de cachivaches.
—¡Y qué importa! —protestó Brett—. Si no pueden pagar más…
—Pero por lo que les cobraron… —una vez más Wingate tocó los papeles que tenía en el bolsillo—. Vi la factura, y diría que el precio facturado es seis veces lo que valían los muebles. Por lo que pagaron, o mejor dicho por el contrato de financiación que firmaron, esos dos podrían haber comprado muebles de calidad en una firma de renombre como J. L. Hudson o Sears.
—¿Y por qué no lo hicieron? —preguntó Bárbara.
Leonard Wingate puso ambas manos sobre la mesa, inclinándose hacia adelante.
—Porque, mis queridos inocentes, ellos no lo sabían. Porque nadie les enseñó a buscar ni a comprar con cuidado. Porque no vale la pena aprender eso si nunca tuvieron dinero para gastar. Porque fueron a un negocio manejado por blancos en un barrio negro, donde los engañaron, ¡y cómo! Porque hay muchos negocios así, no solamente en Detroit, sino también en otros lados. Lo sé. Hemos visto a otros que siguieron el mismo camino.
Hubo un silencio en la mesa. Las bebidas habían llegado, y Wingate bebió su whisky con hielo.
—Además está el pequeño detalle de los costos de financiación sobre muebles y algunas otras cosas que compraron. Estuve haciendo cálculos. Me parece que la tasa de interés estaba entre el diecinueve y el veinte por ciento —terminó luego de un momento.
Wes Gropetti silbó suavemente.
—Cuando el hombre de Personal hable con los acreedores, como dijiste que haría, ¿puede hacer algo para tratar de que les bajen el costo de los muebles o de las cargas financieras? —preguntó Bárbara.
—Quizás en las cargas financieras —asintió Leonard Wingate—. Es posible que yo me ocupe de eso. Cuando llamamos a una compañía financiera en nombre de nuestra compañía, generalmente escuchan y son razonables. Saben que hay formas en que un gran fabricante de autos puede presionar, si quiere. Pero en cuanto a los muebles… —sacudió la cabeza— no hay caso. Los ladrones esos se morirían de risa. Venden sus cachivaches lo más caro que pueden y después hacen descontar los documentos de pago por una financiera. Los pobres diablos como Rollie Knight, que no pueden permitirse otra cosa, son los que pagan la diferencia.
—¿Pero Rollie no perderá el trabajo? —preguntó Bárbara.
—Si no pasa nada más —contestó Wingate—, creo que puedo arreglarlo.
—¡Por Dios, basta de charla! —intervino Wes Gropetti—. Vamos a comer.
Brett DeLosanto, excepcionalmente silencioso durante la mayor parte de la tarde, tampoco habló mucho mientras comían. A Brett le había afectado profundamente lo que había visto esa noche: las condiciones en que vivían Rollie Knight y May Lou; la miserable habitación en la derruida casa de departamentos que apestaba a basura; los innumerables edificios de la zona que estaban en las mismas condiciones o incluso peores; el malestar general y la miseria de la mayor parte de los barrios bajos. Aunque Brett había estado antes en los barrios bajos y había recorrido sus calles, nunca había percibido con la misma agudeza todo lo que le había llegado durante las últimas horas.
Le había pedido a Bárbara que le dejara ver lo filmado esa noche, en parte por curiosidad y en parte porque ella había estado tan absorbida con el proyecto que últimamente se habían visto muy poco. Lo que él no había esperado era que todo eso le preocupara como lo había preocupado.
No es que Brett no hubiera tenido noticia de los problemas del ghetto de Detroit. Cuando observaba la desesperante sordidez de los alojamientos, no era tan ingenuo como para preguntar: «¿Y por qué la gente no se muda a alguna otra parte?» Brett ya sabía que desde el punto de vista social y económico, la gente de esos barrios —y específicamente los negros— estaba en una trampa. Por muy alto que fuera el coste de la vida en los barrios bajos, en los otros sectores de la ciudad era aún más elevado, en el supuesto de que permitieran a los negros vivir en ellos. A veces no se lo permitían: de mil maneras sutiles y de otras no tan sutiles, todavía practicaban la discriminación. Dearborn, por ejemplo, donde tenía sus oficinas centrales la compañía Ford Motor, en el último recuento no tenía ningún residente negro, a causa de la hostilidad de las familias blancas de clase media que apoyaban los ardides de un intendente sólidamente establecido.
Brett también sabía que el bien intencionado Comité del Nuevo Detroit —más recientemente llamado Nueva Detroit, Inc.—, establecido luego de los disturbios producidos en la zona en 1967, había hecho esfuerzos por ayudar a los barrios bajos. Se habían conseguido fondos, y comenzado a construir. Pero como había expresado un miembro del comité: «Abundan las proclamaciones, pero escasean los ladrillos.»
Otro había recordado las palabras postreras de Cecil Rhodes: «¡Tan poco hecho, tanto por hacer!»
Ambos comentarios provenían de individuos impacientes ante lo poco que habían realizado los grupos; grupos que incluían a los gobiernos municipal, estatal y federal. Aunque los disturbios de 1967 habían ocurrido varios años atrás, no se habían hecho más que algunos intentos esporádicos de remediar las condiciones que los habían provocado. Si tantos colectivamente habían fallado, ¿qué podía esperar hacer una sola persona, un individuo?, se preguntó Brett.
Luego recordó que alguien había preguntado eso de Ralph Nader.
Brett sintió los ojos de Bárbara sobre él y se dio vuelta hacia ella. Ella sonrió, pero no hizo ningún comentario por lo callado que estaba; cada uno conocía al otro lo suficiente para no necesitar explicaciones o razones para sus estados de ánimo. Bárbara estaba hermosa esa noche, pensó Brett. Durante la conversación su cara se había animado, reflejando interés, inteligencia, calidez. Ninguna otra de las mujeres que conocía Brett estaba tan alta en su estima, y por esa razón seguía viéndola, a pesar de que siguiera negándose obstinadamente a unirse a él en la cama.
Brett sabía que a Bárbara le producía mucha satisfacción su responsabilidad en la película y el trabajo con Wes Gropetti.
Gropetti apartó su plato, tocándose la boca y la barba con una servilleta. El pequeño director, que todavía usaba su boina negra, había comido Boeuf Stroganoff con fideos, generosamente rociado con Chianti. Dio un gruñido de satisfacción.
—Wes —preguntó Brett—, ¿nunca quieres comprometerte, pero comprometerte de veras, con los sujetos que estás filmando?
El director pareció sorprendido.
—¿Quieres decir todo ese bodrio de las cruzadas? ¿Hacerme amiguito de la gente?
—Sí —aceptó Brett—, a ese tipo de bodrio me refiera.
—¡Al diablo con eso! Seguro que me intereso; tengo que hacerlo. Pero después, amigo, lo que hago es tomar películas. Y nada más —Gropetti se frotó la barba, tirando un fragmento de fideo que la servilleta había olvidado—. Una escena con una flor o con una cloaca —añadió—: una vez que ya la tengo, lo único que quiero es la lente correcta, el ángulo de la cámara, la iluminación, la sincronización del sonido. ¡Al cuerno con el compromiso! Comprometerse es trabajo de todo el día.
Brett asintió.
—Eso es lo que yo también creo —dijo pensativamente.
En el coche, mientras llevaba a Bárbara a su casa, Brett inquirió:
—Anda bien, ¿no es cierto? La película.
—¡Y cómo! —ella estaba casi en el medio del asiento delantero, acurrucada muy cerca de él. Si movía la cara a un costado podía tocarle el pelo, como ya lo había hecho varias veces.
—Me alegro por ti. Ya lo sabes.
—Sí —dijo ella—. Ya lo sé.
—No quisiera vivir con ninguna mujer que no tenga nada especial para hacer, algo que sea exclusivamente suyo.
—Si alguna vez vivo contigo, lo recordaré.
Era la primera vez que alguno de ellos mencionaba la posibilidad de vivir juntos desde la noche en que habían hablado del asunto, varios meses antes.
—¿Lo has vuelto a pensar?
—Lo he pensado —dijo ella—. Nada más.
Brett esperó mientras cruzaba el tránsito en la entrada de Jefferson de la Autopista Chrysler, y luego preguntó:
—¿No quieres hablar de eso?
Ella sacudió negativamente la cabeza.
—¿Cuánto tiempo más tomará la película?
—Posiblemente otro mes.
—¿Estarás ocupada?
—Supongo que sí. ¿Por qué?
—Voy a hacer un viaje —dijo Brett—. A California. Pero cuando ella le preguntó, no quiso decirle por qué.