6

—Papá —dijo Bárbara—, tendré que quedarme uno o dos días en Nueva York y pensé que querrías saberlo.

Por el teléfono, podía oír una cortina de ruidos proveniente de la fábrica. Bárbara había tenido que esperar unos minutos hasta que la operadora pudo localizar a Matt Zaleski por la planta; y ahora parecía que él había recibido la llamada en algún punto cercano a la línea de montaje.

—¿Por qué? —le preguntó su padre.

—¿Por qué, qué?

—¿Por qué tienes que quedarte?

—Oh, por lo de costumbre —dijo ella ligeramente—. Me necesitan aquí por algunos problemas de la agencia con el cliente, y algunas reuniones sobre la publicidad del año próximo. —Bárbara lo tomaba con paciencia. Realmente no tenía por qué darle explicaciones como si fuera una niña que necesitaba permiso para llegar tarde. Con que ella decidiera quedarse en Nueva York una semana, o un mes, o para siempre, era cosa suya.

—¿No podrías venir a casa durante la noche y volver a la mañana?

—No, papá, no podría.

Bárbara esperaba que no terminaran en otra discusión en la cual sería necesario señalarle que tenía veintinueve años, que había votado en dos elecciones presidenciales y tenía un trabajo responsable en el que se distinguía. De paso, el trabajo le daba una independencia financiera que le permitía irse a vivir sola cuando quisiera, pero seguía viviendo con su padre porque sabía que él se sentía muy solo desde la muerte de su madre y no quería hacerle la vida más difícil.

—¿Entonces, cuándo volverás a casa?

—Seguramente para el fin de semana. Puedes vivir sin mí hasta entonces. Y cuídate la úlcera. A propósito, ¿cómo está?

—Me había olvidado de ella. He tenido muchas otras cosas en qué pensar. Esta mañana tuvimos problemas en la planta.

Ella pensó que parecía tenso. La industria automotriz producía ese efecto en cualquiera que estuviera cerca, incluso en la misma Bárbara. No importaba que uno trabajara en una planta, o en una agencia de publicidad, o en diseño, como Brett, porque las ansiedades y las presiones siempre terminaban por alcanzarlo. Esa misma convicción le dijo a Bárbara Zaleski que tenía que colgar el teléfono y volver a su reunión con el cliente. Había salido hacía pocos minutos, mientras los hombres suponían, sin duda, que iba a dedicarse al tipo de cosas que las mujeres hacen en el toilette. Bárbara llevó instintivamente la mano a su pelo castaño exuberante, como el de su madre polaca, y que le crecía con una rapidez irritante que le hacía pasar más tiempo de lo deseable en los salones de belleza. Se acomodó el pelo con la mano; tendría que quedar así por el momento. Sus dedos encontraron las gafas oscuras que hacía unas horas se había empujado sobre la cabeza, y eso le recordó que había oído decir despectivamente a alguien que las gafas oscuras sobre la cabeza eran la marca registrada de la mujer ejecutiva. Muy bien, ¿y por qué no? Se dejó las gafas donde estaban.

—Papá, no tengo mucho tiempo —dijo Bárbara—. ¿Me harías un favor?

—¿Cuál?

—Llama a Brett. Dile que siento no poder ir a nuestra cita de esta noche, y que estaré en el hotel Drake por si quiere llamarme más tarde.

—No sé si podré…

—Por supuesto que puedes. Brett está en el Centro de Diseño, como bien sabes. Lo único que tienes que hacer es levantar un teléfono interno y marcar su número. No te pido que te guste Brett; ya sé que no te gusta, cosa que nos has hecho entender a los dos claramente. Sólo te pido que le pases un mensaje. Quiza ni tengas que hablar con él.

No había podido dominar la impaciencia de su voz, así que ya estaban discutiendo; una discusión más que se sumaba a tantas otras.

—Muy bien —gruñó Matt—. Lo haré. Pero tranquilízate.

—Tranquilízate tú también. Adiós, papá. Cuídate. Te veré el fin de semana.

Bárbara agradeció a la secretaria cuyo teléfono había estado usando, y deslizó su cuerpo bien formado y de largos miembros del escritorio donde había estado sentada. Bárbara se daba cuenta de que los hombres admiraban su figura, que era otro legado de su madre, quien se las había arreglado para exhalar una fuerte sexualidad, característicamente eslava según la opinión de algunos, hasta pocos meses antes de morir.

Bárbara estaba en el piso veintiuno del edificio de la Tercera Avenida que era el cuartel general en Nueva York de la Compañía Osborne J. Lewis, conocida más familiarmente como OJL, una de las seis o siete compañías más grandes del mundo, con más de dos mil empleados, distribuidos en tres pisos del rascacielos. Si hubiera querido en vez de llamar desde donde lo había hecho, Bárbara podría haber telefoneado a Detroit desde una oficina que estaba dentro de la colmada conejera creativa un piso más abajo. Allí había unas oficinas tamaño ropero y sin ventanas que estaban disponibles para que el personal de otras sucursales, como ella, las ocupara cuando venían a trabajar a Nueva York. Pero le había parecido más simple quedarse allí arriba donde se llevaba a cabo la reunión de esa mañana. Ese piso era territorio de clientes. También era el piso donde tenían sus suites de oficinas los ejecutivos importantes y el personal jerárquico de la agencia, oficinas lujosamente decoradas y alfombradas, con Cézannes, Wyeths o Picassos originales en las paredes y bares empotrados que permanecían ocultos o entraban en actividad según las conocidas y cuidadosamente recordadas preferencias de los clientes. Hasta las secretarias de ese piso gozaban de mejores condiciones de trabajo que algunos de los talentos creativos del piso de abajo. Bárbara pensaba que en algunas ocasiones la agencia se parecía a una galera romana, aunque por lo menos los esclavos de abajo podían tomar cócteles con el almuerzo, y se iban a su casa por las noches, y si la antigüedad era suficiente, algunas veces se les permitía subir a cubierta.

Caminó rápidamente por un corredor. Sus pasos habrían resonado en las austeras oficinas de Detroit, donde Bárbara trabajaba más a menudo, pero aquí los amortiguaba una gruesa alfombra. Al pasar por la puerta entreabierta de una oficina pudo oír un piano y la voz de una joven que cantaba un jingle:

Otro usuario contento

se ha unido a los millones que

dicen ¡Brisk! Por favor tráiganlo «briscamente».

A mí también me satisface.

Casi sin duda un cliente estaría escuchando, y llegaría a una decisión —negativa o positiva, pero que significaría en cualquier caso grandes gastos— basada en una corazonada, en sus prejuicios o incluso en su humor o en la forma en que le había caído el desayuno. Por supuesto que la letra era horrible, posiblemente porque el cliente prefería que fuese banal, ya que, como todos, tenía miedo de que fuese más imaginativa. Pero la música tenía una tonadilla pegadiza; si se grababa con orquesta y coro, en uno o dos meses buena parte de la nación estaría tarareándola. Bárbara se preguntó qué producto anunciarían. ¿Una bebida? ¿Un detergente nuevo? En realidad podía ser cualquiera de los dos o quizás algo más exótico. La agencia OJL tenía centenares de clientes de diversos ramos a pesar de que la cuenta de la compañía automotriz donde trabajaba Bárbara era una de las más importantes y remuneradoras. A la gente de las compañías automotrices le gustaba recordar a las agencias que el presupuesto publicitario de su industria excedía el centenar de millones de dólares anuales.

Fuera de la sala de conferencias número 1 había un cartel destellante que decía: «EN REUNION.» A los clientes les gustaban los carteles de luz intermitente porque daban una aureola de importancia.

Bárbara entró silenciosamente y se deslizó en su silla a mitad de camino de la mesa. Había otras siete personas en la lujosa habitación forrada con paneles de palo de rosa y elegantemente amueblada. En la cabecera estaba Keith Yates-Brown, encanecido y cordial supervisor general de la agencia, cuya misión era la de evitar fricciones en las relaciones entre la compañía automotriz y la agencia Osborne J. Lewis.

A la derecha de Yates-Brown estaba el gerente de publicidad de Detroit de la compañía automotriz, J. P. Underwood (llámenme J. P., por favor), joven, recientemente ascendido y todavía no del todo tranquilo en compañía del plantel superior de la agencia. Frente a Underwood estaba el brillante Teddy Osch, el calvo director creativo de OJL, un hombre que vomitaba ideas de la misma manera que una fuente arroja agua. Osch, imperturbable y rectoral, había sobrevivido a muchos de sus colegas y era un veterano de pasadas y fructíferas campañas.

Además estaba el subgerente de publicidad, también de Detroit, otros dos miembros de la agencia, uno creativo y el otro ejecutivo, y luego Bárbara, la única mujer presente, a excepción de una secretaria que en ese momento volvía a llenar las tazas de café.

El motivo de la discusión era el «Orion». Desde el día anterior por la tarde estaban revisando las ideas publicitarias que la agencia había presentado hasta el momento. El grupo de OJL que estaba en la reunión se había turnado para hacer las presentaciones al cliente, representado por Underwood y el subgerente.

—Hemos reservado esta secuencia hasta el final, J. P. —Yates-Brown estaba hablando directamente con el gerente de publicidad de la compañía automotriz—. Pensamos que las encontraría originales y quizá también de interés.

Yates-Brown, como siempre, conseguía transmitir una mezcla apropiada de autoridad y deferencia, a pesar de que todos los presentes sabían que un gerente de publicidad tenía poco poder real de decisión y que se encontraba fuera de la corriente principal del alto comando de la compañía automotriz.

—Veámoslas —dijo J. P. Underwood, más bruscamente de lo que era necesario.

Uno de los miembros de la agencia colocó una serie de cartones sobre un atril. En cada cartón se había fijado una hoja de papel de seda, en la cual había un boceto en su estado preliminar. Bárbara sabía que cada boceto representaba muchas horas, y a veces largas noches, de estudio y trabajo.

El procedimiento de ayer y de hoy era normal en el estado preliminar de cualquier campaña para anunciar un nuevo automóvil y las hojas de papel de seda eran llamadas «parva de trabajo».

—Bárbara —dijo Yates-Brown—, ¿quieres hacerte cargo de la próxima etapa?

Ella asintió.

—La idea —dijo Bárbara dirigiéndose a Underwood luego de echar una mirada a su ayudante— es mostrar al «Orion» tal como se le vería en su uso cotidiano. El primer boceto que ven muestra al «Orion» saliendo de un lavacoches.

Todos los ojos estaban fijos sobre el boceto, imaginativo y bien ejecutado. Mostraba la nariz de un automóvil que emergía de un túnel de lavado como si fuera una mariposa saliendo de su crisálida. Una joven esperaba para llevarse el auto. Fotografiado en color, tanto en foto fija como en cine, la escena llamaría la atención del público.

J. P. no tuvo ninguna reacción, ni siquiera un parpadeo.

Bárbara indicó la próxima hoja de papel de seda.

—Hace mucho que tenemos la sensación de que el uso que puede darle la mujer al coche ha sido poco aprovechado por la publicidad. Como sabemos, la mayor parte de la propaganda se dirige al hombre.

Aunque no lo hizo, podría haber añadido que su propia tarea en los dos últimos años había consistido en promover fuertemente el punto de vista femenino. Sin embargo, después de leer la publicidad orientada a lo masculino, había días en que Bárbara estaba convencida de que había fracasado totalmente.

—Creemos que las mujeres van a usar mucho el «Orion» —comentó.

El boceto en el atril mostraba el lugar de estacionamiento en un supermercado. La composición del dibujante era excelente, con la fachada del comercio al fondo y con un «Orion» prominentemente expuesto en primer plano, rodeado por otros automóviles.

—¿Esos otros automóviles —preguntó el gerente de publicidad de la compañía automotriz— serán nuestros o de la competencia?

—Yo diría que nuestros —contestó rápidamente Yates-Brown.

—Debería haber algunos autos de la competencia, J. P. —objetó Bárbara—, porque de otra manera el planteamiento sería muy irreal.

—No puedo decir que me gusten mucho los almacenes —la observación provenía del ayudante de Underwood—. Hacen que la escena parezca muy apretujada y distraen la atención del automóvil. Y si usamos ese fondo deberíamos poner vaselina.

A Bárbara le dieron ganas de suspirar de desaliento. Embadurnar de vaselina el contorno de la lente cuando se fotografiaban automóviles era un truco que se había convertido en una rutina; hacía que los fondos se tornaran borrosos para que el automóvil, por contraste, apareciera claramente definido. A pesar de que las compañías automotrices persistían en su uso, para mucha gente del ambiente publicitario era un truco tan antiguo como el twist.

—Tratamos de mostrar su uso cotidiano —dijo Bárbara moderadamente.

—De todas maneras es una buena idea —dijo Keith Yates-Brown—. Tomemos nota de ella.

—El próximo boceto muestra un «Orion» bajo la lluvia —anunció Bárbara—. Pensamos que un verdadero chaparrón sería muy apropiado. Mostramos nuevamente a una mujer que aparenta retornar a casa desde su oficina. Fotografiaríamos de noche para conseguir buenos reflejos de una calle mojada.

—Sería difícil evitar que se ensuciara el auto —observó J. P. Underwood.

—La idea es que esté un poco sucio —le explicó Bárbara—. Otra vez buscamos la realidad. Quedaría estupendo en color.

—No creo que esto les guste a los de arriba —dijo el subgerente de publicidad de Detroit.

J. P. Underwood se mantuvo en silencio.

Había una docena de bocetos más. Bárbara los fue pasando uno por uno, breve pero concienzudamente, sabiendo cuánto esfuerzo y devoción habían puesto en cada dibujo los miembros más jóvenes de la agencia. Siempre sucedía lo mismo. Los creativos veteranos como Teddy Osch siempre se reservaban para el final y ellos mismos decían «dejen que los chicos queden exhaustos» sabiendo por propia experiencia que los primeros trabajos serían siempre rechazados, aunque fueran buenos.

Y ahora ya estaban rechazados. El aire de Underwood lo indicaba a las claras y todos los que estaban en la habitación lo sabían, como lo habían sabido el día anterior, antes de que comenzara la sesión. Al principio de su carrera en la agencia, Bárbara había sido lo bastante ingenua como para preguntar por qué sucedía siempre lo mismo. Y por qué se desperdiciaba tanto esfuerzo y calidad, esta última muchas veces excelente. Más tarde le habían explicado discretamente algunas realidades sobre la publicidad. Le habían planteado que si el programa publicitario se desarrollaba con rapidez y no con dolorosa lentitud —mucho más lentamente que la publicidad para la mayor parte de los otros productos—, la gente de Detroit que andaba en eso no podría justificar sus puestos, las interminables reuniones a lo largo de los meses, las voluminosas cuentas de gastos y las escapadas fuera de la ciudad. Y además, si una compañía automotriz decidía cargarse con ese tipo de costos inflados, la agencia no tenía por qué sugerir lo contrario y mucho menos comenzar una campaña en contra del asunto. Con este arreglo la agencia conseguía generosos dividendos y, además, al final siempre llegaba la aprobación. El proceso de publicidad para los últimos modelos comenzaba en octubre o noviembre. Para mayo o junio había que tomar las decisiones en firme, para que la agencia pudiera hacer su trabajo y por lo tanto la gente de las compañías automotrices comenzara a decidirse, ya que también sabían leer el calendario. Era la época en que los ejecutivos de Detroit empezaban a resolver, tomando decisiones finales sobre publicidad, aunque no tuvieran ningún talento particular en ese campo.

Lo que más le molestaba a Bárbara —y a otros también, como descubrió luego— era el aterrador desperdicio de tiempo y talento, gente y dinero. Era el ejercicio de la nada. Y luego de hablar con colegas de otras agencias había llegado a la conclusión de que el mismo proceso era cierto en las compañías de los Tres Grandes. Era como si la industria automotriz, en general tan consciente de la racionalización del tiempo y el movimiento y tan criticona de la burocracia externa, hubiera creado internamente su propia burocracia parásita.

Una vez había preguntado si en alguna ocasión se había conseguido volver a resucitar alguna de las ideas originales, las que eran real y verdaderamente buenas. La respuesta había sido que no, porque no se puede aceptar en junio lo que se rechazó en noviembre. Eso sería incómodo para los miembros de la industria automotriz y fácilmente podía costarle el puesto a un hombre que posiblemente era un buen amigo de la agencia.

—Gracias, Bárbara —Yates-Brown se había hecho suavemente cargo de la situación—. Bueno, J. P., nos damos cuenta de que todavía queda un largo camino por recorrer —la sonrisa del supervisor de la gerencia era cálida y amable y su voz tenía el correcto tono de disculpa.

—Seguro que sí —dijo J. P. Underwood, separando su silla de la mesa.

—¿No hay nada que le haya gustado? ¿Absolutamente nada?

Repentinamente Yates-Brown volvió la cabeza para mirarla y Bárbara se dio cuenta de que había sido un exabrupto. Los clientes no debían ser hostigados de esa manera, pero la brusca superioridad de Underwood la había picado. En ese momento pensaba en algunos de los talentosos jóvenes de la agencia cuyo trabajo, junto con el de ella, acababa de ser desperdiciado. Era posible que lo que se había producido hasta el momento no fuera la respuesta final a las necesidades del «Orion», pero tampoco merecía ser descartado con tan poca gentileza.

—Vamos, Bárbara —dijo Yates-Brown—, nadie dijo que no fuera de su gusto. —El supervisor de la agencia seguía mostrándose suave y encantador, pero Bárbara sintió el acero debajo de sus palabras. Yates-Brown era esencialmente un vendedor que muy raras veces tenía una idea original, pero que si quisiera podía aplastar debajo de sus elegantes zapatos de cocodrilo a los creativos de la agencia.— Sin embargo, no seríamos profesionales si no estuviéramos de acuerdo en que todavía no hemos captado el verdadero espíritu del «Orion». Maravilloso espíritu. Nos ha dado usted uno de los más grandes automóviles de la historia para trabajar —lo dijo como si el gerente de publicidad hubiera diseñado él solo el «Orion».

Bárbara se sintió muy incómoda. Sus ojos tropezaron con los de Teddy Osch. El director creativo sacudió imperceptiblemente la cabeza.

—Quiero decir una cosa —acotó voluntariamente J. P. Underwood en tono más amistoso. Durante varios años se había acercado a esa mesa sólo como aprendiz y quizá la novedad de su trabajo y su propia inseguridad lo habían hecho ser demasiado brusco un momento antes. —Creo que esta «parva de trabajo» ha sido una de las mejores que se hayan visto.

Hubo un dolorido silencio en la habitación. Incluso el propio Keith Yates-Brown dejó escapar un leve gesto de escandalizada sorpresa. Torpe e ilógicamente, el hombre de publicidad de la compañía había pisoteado todos los pretextos tácitamente aceptados, dejando ver el juego como lo que realmente era. Por un lado, un rechazo automático de todo lo que había sido presentado y, un instante más tarde, un elogio total. Pero nada había cambiado y Bárbara era lo suficientemente experimentada como para saberlo.

También lo era Yates-Brown.

—Eso es muy generoso de su parte, J. P. —dijo, recuperándose rápidamente—. Realmente generoso. Hablo en nombre de todos los miembros de la agencia al agradecerle sus palabras de estímulo y le aseguro que la próxima vez seremos incluso más efectivos —el supervisor de la gerencia se había puesto de pie y los demás siguieron su ejemplo—. ¿No es cierto, Teddy? —dijo dirigiéndose a Osch.

—Hacemos lo mejor que podemos —contestó el jefe creativo con una sonrisa torcida.

Al disgregarse la reunión, Yates-Brown y Underwood precedieron a los demás hacia la puerta.

—¿Se ha puesto alguien en campaña para conseguir las entradas para el teatro? —preguntó Underwood.

Bárbara, que los seguía de cerca, había oído al gerente de publicidad pedir seis entradas para una comedia de Neil Simón, que eran casi imposibles de conseguir, incluso de revendedores.

El supervisor de la agencia dio una risotada.

—¿Has dudado alguna vez de mí? —puso un brazo amigablemente sobre los hombros del otro—. Seguro que las conseguimos, J. P., y a pesar de que era el teatro más dificultoso de la ciudad, hemos tirado de todos los hilos por usted. Las van a enviar hoy a nuestra mesa en el Waldorf. ¿Le parece bien?

—Muy bien.

—Y avíseme dónde le gustaría cenar con su grupo esta noche, así nos encargamos de las reservas —dijo Yates-Brown bajando la voz.

Y de la cuenta, y de las propinas, pensó Bárbara. Yates-Brown debía de haber pagado unos cincuenta dólares por cada platea pero la agencia recuperaría ese gasto, como otros, multiplicados por mil, gracias a la publicidad de «Orion».

Había algunas ocasiones, cuando los ejecutivos de la agencia invitaban a almorzar a los clientes, en que también se invitaba a la gente que hacía trabajo creativo. Hoy, por razones propias, Yates-Brown había decidido lo contrario. Bárbara se sintió aliviada.

Mientras el grupo ejecutivo agencia J. P. se dirigía sin duda alguna hacia el Waldorf, ella, Teddy Osch y Nigel Knox, que era el otro creativo que había estado en la reunión con el cliente, caminaron unas manzanas por la Tercera Avenida en dirección a un simulado bistro, en realidad de primera clase, llamado Joe & Rose y que a la hora del almuerzo se poblaba con gente del ambiente publicitario proveniente de las grandes agencias del barrio. Nigel Knox era un joven afeminado que generalmente irritaba a Bárbara; ya que su trabajo y sus ideas también habían sido rechazadas, hoy lo aceptaba con más benevolencia.

Teddy Osch tomó la delantera pasando debajo de un descolorido toldo rojo para entrar al poco presuntuoso interior del restaurante. Mientras caminaban, nadie había dicho más que una o dos palabras. Cuando los guiaron hacia una mesa de una pequeña habitación reservada para los clientes fieles, Osch levantó silenciosamente tres dedos.

Momentos más tarde les pusieron delante tres martinis en vasos refrigerados.

—No pienso hacer la estupidez de llorar —dijo Bárbara— y tampoco me voy a emborrachar porque uno se siente horrible después. Pero si a ustedes dos no les molesta, tengo la intención de alegrarme un poco —se bebió el martini de un trago—. Quisiera otro, por favor.

—Que sean tres —dijo Osch, llamando al mozo.

—Teddy —dijo Bárbara—, ¿cómo diablos haces para aguantar tanto?

—Los primeros veinte años son los más duros —evocó Osch, pasándose pensativamente una mano por la calva—. Luego, cuando has visto llegar y desaparecer una docena de J. P. Underwoods…

—¡Es una persona horrible! —estalló Nigel Knox como si hubiera estado embotellando una protesta—. Traté de que me gustara, pero no tuve la menor posibilidad.

—Oh, cállate, Nigel —pidió Bárbara.

—El truco está en recordar constantemente que el sueldo es bueno —continuó Osch— y excepto hoy, la mayor parte del tiempo me gusta el trabajo. No hay negocio más emocionante. Y les diré algo más: no importa lo bien construido que esté el «Orion»; si tiene éxito y se vende, será por nosotros y por la publicidad. Ellos lo saben y nosotros también. ¿Qué importa lo demás entonces?

—Importa Yates-Brown —dijo Bárbara— y me enferma.

—«Usted es muy generoso, J. P. Muy generoso. Ahora me voy a acostar y espero que me haga pis encima» —imitó Nigel Knox con voz aflautada.

Knox dejó escapar una risita y Bárbara se rió por primera vez desde la reunión de esa mañana.

—Keith Yates-Brown es el que nos paga la comida —dijo Teddy Osch, mirándolos malhumorado— y es mejor no olvidarlo. Seguro que yo no puedo hacer lo que él hace; mantenerse pegadito al culo de Underwood o de algún otro y dar la impresión de que eso le gusta, pero es parte del negocio y alguien tiene que hacerlo. ¿Qué ganan con acusarlo por hacer bien su trabajo? En este momento y muchas otras veces, mientras nosotros estamos creando, que es lo que nos gusta hacer, Yates-Brown tiene que acostarse con el cliente, acariciándolo donde haga falta para mantenerlo calentito y contento, mientras le cuenta lo grandes que somos nosotros. Y si alguna vez hubieran estado en alguna agencia cuando se pierde una cuenta de coches, sabrían por qué me alegro de que él esté allí.

—Hoy está buena la ternera a la parmesana —anunció ruidosamente un camarero. En Joe & Rose nadie se preocupaba de detalles ínfimos como el menú.

—Muy bien, con fideos —asintieron Bárbara y Nigel Knox.

—Y martinis para todos —le dijo Osch al mozo.

Bárbara se dio cuenta de que el alcohol ya los había tranquilizado. Ahora el almuerzo seguía un ritmo más familiar. Al principio estaban apesadumbrados, luego se consolaban mutuamente, y más tarde, posiblemente después de otro martini, se pondrían filosóficos. Durante los años que llevaba en la agencia OJL, Bárbara había asistido a varias autopsias como esa; en Nueva York, en lugares «in» para los publicitarios como el de Joe & Rose y en Detroit en el Caucus Club o en el Jim's Garage que estaban en el centro. En el Caucus había visto a un hombre de publicidad entrado en años perder el control y echarse a llorar porque una hora antes le habían rechazado meses de trabajo.

—Una vez trabajé en una agencia donde se perdió una cuenta de autos —recordó Osch—. Ocurrió justo antes del fin de semana y nadie lo esperaba, excepto la agencia que nos robó la cuenta. Lo llamamos el «viernes negro». Un centenar de personas se quedaron sin trabajo ese viernes por la tarde —continuó, tocando el pie de su copa y retrocediendo en los años—. Otros no esperaron a que los despidieran porque sabían que ya no había nada que hacer y empezaron a recorrer las avenidas Madison y Tercera, tratando de conseguir trabajo en otras partes antes de que cerraran. Había tipos que estaban muy asustados. Unos cuantos tenían casas fabulosas, con grandes hipotecas, e hijos en la Universidad. Pero el problema es que a las agencias no les gusta el olor de los perdedores, y, además, algunos de los más viejos ya estaban quemados. Recuerdo que dos de ellos se dedicaron al alcohol por el resto de sus días; otro se suicidó.

—Pero tú sobreviviste —comentó Bárbara.

—Porque era joven. Si ahora sucediera lo mismo, seguiría el camino que eligieron esos otros —levantó la copa—. Brindo por Keith Yates-Brown.

—Oh, no, en realidad no puedo unirme a ese brindis —dijo Nigel Knox poniendo sobre la mesa su martini bebido a medias.

—Lo siento, Teddy —dijo Bárbara sacudiendo la cabeza.

—Entonces brindaré yo solo por él —dijo Osch, uniendo la acción a la palabra.

—El problema con el tipo de publicidad que hacemos —dijo Bárbara— es que estamos ofreciendo un automóvil que no existe a una persona irreal. —Los tres casi habían terminado el último martini y ella se daba cuenta de que hablaba con dificultad.— Todos sabemos que aunque quisiéramos no podríamos comprar el automóvil del anuncio; porque las fotografías mienten. Cuando tomamos las fotografías usamos un lente gran angular que infla el morro del coche y otro que hace que los costados parezcan más largos. Incluso hacemos que los colores se vean mejorados usando aerosoles, polveras y filtros en la cámara.

—Trucos del negocio —definió Osch sacudiendo despectivamente la mano.

—¿Otra ronda, señor Osch? —dijo un camarero al verle sacudir la mano—. La comida estará pronto.

El jefe creativo asintió.

—Sigue siendo un automóvil que no existe —insistió Bárbara.

—¡Eso está bueno! —exclamó Nigel Knox, aplaudiendo vigorosamente y haciendo caer su copa vacía, por lo que los ocupantes de las mesas vecinas se fijaron en él, divertidos—. Ahora dinos cuál es la persona irreal a quien dirigimos nuestra publicidad.

—Los ejecutivos de Detroit, que tienen la última palabra sobre publicidad, no entienden a la gente —dijo Bárbara, hablando lentamente mientras sus pensamientos se hilaban con menor rapidez que de costumbre—. Trabajan mucho y no tienen tiempo. Por eso la mayor parte de la publicidad automovilística consiste en un ejecutivo de Detroit que se dirige a otro ejecutivo de Detroit.

—No toquen los platos —advirtió el camarero— que están calientes. —Les puso delante la ternera a la parmesana, con tallarines humeantes, y otros tres martinis.— Obsequio de aquella mesa —aclaró.

Osch agradeció las bebidas y luego espolvoreó generosamente los fideos con ají picante.

—¡Mi Dios! Ese ají es muy picante —advirtió Nigel Knox.

—Necesito un nuevo fuego dentro de mí —fue la respuesta.

Hubo un silencio mientras empezaban a comer y luego Teddy Osch dijo, mirando a Bárbara:

—Considerando cómo te sientes, me imagino que es una gran cosa que te saquen del programa del «Orion».

—¿Qué? —sorprendida, Bárbara dejó sobre la mesa el cuchillo y el tenedor.

—Debía habértelo dicho, pero no tuve tiempo.

—¿Quieres decir que estoy despedida?

—Un nuevo destino. Te enterarás mañana —dijo él, sacudiendo negativamente la cabeza.

—Teddy —rogó ella—, tienes que decírmelo ahora.

—No —le dijo él firmemente—. Te enterarás por Keith Yates-Brown. El fue quien te recomendó. ¿Te acuerdas? Es el tipo por quien no quisiste brindar.

Bárbara sintió una sensación de vacío.

—Lo que te puedo decir —dijo Osch— es que desearía ser yo en vez de ti.

Tomó un trago de su nuevo martini. De los tres, era el único que seguía bebiendo:

—Si fuera más joven, pienso que me habrían elegido. Pero supongo que seguiré haciendo lo de siempre: hacer publicidad de un automóvil que no existe a una persona irreal.

—Teddy —dijo Bárbara—, lo siento.

—No tienes por qué. Lo más triste es que creo que tienes razón —el jefe creativo parpadeó—. ¡Diablos! Esos ajíes eran mucho más picantes de lo que yo pensaba —sacó un pañuelo del bolsillo y se secó los ojos.