21
Una elegante azafata de tierra de la United Air Lines le trajo café a Brett DeLosanto, quien estaba telefoneando desde el Club de las 100 000 Millas de United en el Aeropuerto Metropolitano de Detroit. Eran las 9 pasadas y en el bien decorado salón del club el silencio contrastaba con el bullicio de la ruidosa terminal de afuera. Allí dentro nunca se hacían estridentes anuncios de vuelos. El servicio —como correspondía al grupo de personas importantes— era más recatado, más discreto.
—No hay gran prisa, señor DeLosanto —dijo la muchacha mientras ponía el café en una mesa junto al sillón reclinable donde estaba sentado Brett mientras hablaba—, pero el vuelo 81 a Los Ángeles comenzará a embarcar en unos minutos.
—¡Gracias! —acto seguido, Brett le dijo a Adam Trenton, con quien había estado hablando durante los últimos minutos—: Tengo que irme pronto. El ave del Paraíso me aguarda.
—Nunca pensé que a Los Ángeles pudiera llamársele Paraíso —comentó Adam.
Brett bebió su café.
—Es parte de California, que vista desde Detroit, es el Paraíso de cualquier manera que lo mires.
Adam hablaba desde su oficina en el edificio de personal de la compañía, adonde lo había llamado Brett. Habían estado hablando del «Orion». Unos días atrás, con el Trabajo 1 —el primer «Orion» de producción— a sólo dos semanas de distancia, habían surgido varios problemas de incompatibilidad de colores que afectaban al terminado suave del interior del auto. Un grupo de observación de diseño que se mantenía junto a un auto durante todos los pasos de producción, había informado que parte del plástico interior entregado para la fabricación parecía helado —un grave error— y que los colores del tapizado, las alfombras y el tapizado del techo no armonizaban como debían.
Los colores siempre eran un problema. Cualquier auto tenía como cien piezas separadas que debían responder a un código de color, pero sin embargo los materiales tenían diferente composición química y base de pigmentación, y era difícil conseguir idénticos tonos. Trabajando contra reloj, un equipo de diseño y de representantes de Compras y Manufactura había terminado por rectificar las diferencias, novedad que Adam había recibido con alivio.
Brett se había sentido tentado de mencionar el nuevo proyecto, el «Farstar», en el cual seguíase trabajando en varios frentes. Pero se contuvo a tiempo, recordando que hablaba desde un teléfono público, y también que en la sala del club de la línea aérea, donde otros pasajeros descansaban mientras esperaban sus vuelos, había ejecutivos de compañías competidoras.
—Te alegrarás de saber algo —le dijo Adam a Brett—. Decidí ayudar a Hank Kreisel con su trilladora. Le envié al joven Castaldy a Grosse Pointe para que la viera; volvió lleno de entusiasmo, así que luego hablé con Elroy Braithwaite y parece que le gusta el proyecto. Ahora estamos preparando un informe para Hub.
—¡Estupendo! —el placer del joven diseñador era genuino. Se daba cuenta de que había dejado que el entusiasmo afectara su juicio al presionar a Adam para que apoyara el proyecto de Hank Kreisel, pero, ¿qué importaba? Brett estaba cada día más convencido de que la industria automotriz tenía obligaciones públicas que no cumplía, y una cosa como la trilladora le daba oportunidad a la industria de utilizar sus recursos para llenar una necesidad admitida.
—Por supuesto —indicó Adam— que todo el asunto puede no ir más allá de Hub.
—Esperemos que elijas un día con una «nube de polvo» para hablarle.
Ambos entendían la alusión. Hub Hewitson, el vicepresidente ejecutivo de la compañía, cuando le gustaba una idea, metía a todo el mundo en un torbellino de acción instantánea y febril, levantando —como decían sus asociados— una nube de polvo. El «Orion» había sido una nube de polvo de Hub Hewitson, y seguía siéndolo, como lo habían sido otros éxitos, y también fracasos, aunque estos últimos eran generalmente olvidados mientras nuevas nubes de polvo marca Hewitson se levantaban en otro lado.
—Esperaré uno de esos días —prometió Adam—. Que tengas buen viaje.
—Hasta pronto, amigo —Brett bebió el resto del café, palmoteó amablemente la cola a la azafata de la línea aérea cuando pasó a su lado, y luego se dirigió a la puerta de salida de su vuelo.
El vuelo 81 de United —de Detroit a Los Ángeles sin escalas— salió a horario.
Como muchos de los que viven una vida frenética en tierra, Brett disfrutaba de los viajes aéreos en el lujo de la primera clase. Cualquier viaje de esos le aseguraba cuatro o cinco horas de descanso, bebidas y buena comida, y además sabía que no podrían encontrarlo por teléfono ni de ninguna otra manera, por más urgencias que hirvieran abajo.
Brett dedicó buena parte del viaje a pensar, revisando aspectos de su vida —pasados, presentes y futuros— tal como los veía. Así ocupado, el tiempo pasó rápido y se sorprendió al darse cuenta, por un anuncio desde la cabina de mando, de que habían pasado casi cuatro horas desde el despegue.
—Estamos cruzando el río Colorado, amigos —reverberó la voz del capitán por el altavoz—. Es un punto donde se unen tres estados —California, Nevada y Arizona— y en todos ellos es un día hermoso, con una visibilidad de unos cíento sesenta kilómetros. Los que estén sentados a la derecha pueden ver Las Vegas y el área del lago Mead. Si están a la izquierda, el agua que se ve abajo es el lago Havasu, donde se está reconstruyendo el Puente de Londres.
Brett, sentado del lado de babor con varios asientos para él solo, miró hacia abajo. El cielo estaba descubierto y a pesar de que volaban alto —a unos trece mil metros— podía ver fácil y nítidamente la silueta del puente más abajo.
—Lo más divertido de ese puente —siguió parloteando el Capitán— es una historia que dice que la gente que se lo compró a los ingleses se equivocó de puente. Creían que estaban comprando el puente que aparece en todos los carteles de viajes a Londres, y nadie les dijo hasta que era demasiado tarde que ese era el Puente de la Torre, y que el Puente de Londres era un puentecito viejo que había río arriba. ¡Ja, ja!
Brett siguió mirando hacia abajo, dándose cuenta por el terreno que atravesaban de que ahora estaban sobre California.
—Bendita sea por siempre mi tierra natal, su sol, sus naranjas, su alocada política y sus locos —dijo en voz alta.
—¿Decía algo, señor? —preguntó una azafata que pasaba. Era joven, espigada y tostada, como si pasara sus horas libres exclusivamente en la playa.
—Seguro. Preguntaba qué hace una muchacha de California como usted a la hora de cenar.
Ella sonrió con picardía.
—Depende mucho de mi marido. A veces le gusta comer en casa; otras veces vamos a…
—Bueno —dijo Brett—. ¡Y al diablo con la liberación femenina! Por lo menos en otras épocas, cuando las líneas aéreas despedían a las muchachas que se casaban, uno sabía cuáles eran las que no tenían las alas cortadas.
—Si le hace sentirse mejor —dijo ella—, le diré que si no tuviera que irme a casa con mi marido, me interesaría.
Brett se preguntaba si ese tipo de lisonja estaba en el manual de azafatas de la línea cuando el sistema de altavoces volvió a revivir.
—Otra vez el capitán, amigos. Me parece que tendría que haberles dicho que disfrutaran todo lo posible de esa visibilidad de ciento sesenta kilómetros de que hablábamos. Acabamos de recibir el último informe meteorológico de Los Ángeles, anunciando una densa niebla, y la visibilidad en el área está reducida a un kilómetro y medio o menos.
Aterrizarían, añadió el capitán, en unos cincuenta minutos.
Los primeros rastros de niebla eran evidentes sobre las Montañas de San Bernardino. Con el vuelo 81 todavía a cien kilómetros de la costa del Pacífico, Brett reflexionó: «¡Cien kilómetros!» En su último viaje, hacía apenas un año, no había aparecido la niebla hasta Ontario, unos cuarenta kilómetros más hacia el oeste. Cada vez que venía aquí, le parecía que la niebla seguía metiéndose tierra adentro, como un hongo maligno, sobre la belleza del Estado Dorado. El Boeing 720 iba perdiendo altura al acercarse al Aeropuerto Internacional de Los Ángeles, pero los puntos sobresalientes de abajo no se veían más claros, sino que se borroneaban bajo un velo gris-marrón que anulaba los colores, el sol y la vista del mar. La vista panorámica de la bahía de Santa Mónica que solían contemplar los pasajeros al acercarse, era hoy poco más que un recuerdo. Mientras continuaban descendiendo, la niebla empeoró, y el estado de ánimo de Brett se tornó cada vez más melancólico.
A dieciséis kilómetros al este del aeropuerto, como había predicho el capitán, la visibilidad disminuyó a un kilómetro y medio, de tal manera que a las 11.30 hora diurna del Pacífico, la tierra era casi invisible.
Al aterrizar en la terminal de United, Barclay, un despierto joven de la oficina regional de la compañía, estaba esperando a Brett.
—Tengo un auto para usted, señor DeLosanto. Podemos ir directamente a su hotel, o al colegio si prefiere.
—Primero al hotel —el motivó oficial de la presencia de Brett era visitar el Colegio Central de Arte del Diseño de Los Ángeles, pero iría allí más tarde.
A pesar de que la vista aérea de su amada California bajo esa sucia manta lo había deprimido, el ánimo de Brett revivió al ver y oír de cerca el agitado tráfico de tierra del aeropuerto. Los autos, solos o en masa, siempre lo excitaban, especialmente en California donde la movilidad era un modo de vida, con más del once por ciento del total de los automóviles del país concentrados en un solo estado. Sin embargo, eso mismo había provocado una inevitable contaminación del aire; Brett ya sentía los ojos irritados, y las fosas nasales le picaban; sin duda, tenía los pulmones llenos de la sucia bruma.
—¿Cuánto hace que está tan mal? —le preguntó a Barclay.
—Más o menos una semana. Hoy en día parece que una jornada parcialmente clara es una excepción, y un día claro de veras tan raro como Navidad —el joven arrugó la nariz—. A la gente le decimos que no todo es causado por los autos, que gran parte se debe a la bruma industrial.
—Pero, ¿lo creemos nosotros?
—Es difícil saber lo que creemos, señor DeLosanto. Nuestra propia gente nos dice que hemos vencido los problemas de emisión de gases. ¿Cree usted eso?
—En Detroit lo creemos. Cuando llego aquí no estoy tan seguro.
Brett sabía que todo se reducía al balance entre economía y cantidad. Ahora era posible construir un motor para autos totalmente libre de emisiones malsanas, pero a tan alto costo que los autos que lo emplearan estarían tan lejos del uso diario como el carruaje de un noble era inaccesible para los campesinos. Para mantener razonables los costos había que llegar a un acuerdo aceptable con los ingenieros, pero con acuerdo y todo, el control de emisión actual era excelente, y mucho mejor del que se había esperado cinco años atrás. Sin embargo la cantidad —la proliferación diaria, semanal, mensual, anual, de automóviles— conspiraba contra el efecto final, como era evidente por la bruma que había sobre California.
Estaban en el auto que usaría Brett durante su estada.
—Conduciré yo —dijo Brett. Tomó las llaves de manos de Barclay.
Más tarde, luego de llegar al Beverly Hilton, y de quitarse de encima a Barclay, Brett fue solo hasta el Colegio Central de Arte del Diseño, en la calle Tercera Oeste. La Ciudad Televisión de CBS se veía cerca, con el Mercado de Granjeros acurrucado detrás. Brett fue recibido con doble entusiasmo, como representante de una compañía que empleaba a muchos de los que se graduaban anualmente, y como distinguido exalumno.
Los edificios relativamente pequeños del colegio estaban, como de costumbre, atiborrados por una activa muchedumbre, y todo el espacio aprovechable estaba ocupado, sin que nada se gastara en adornos. El vestíbulo de entrada, aunque pequeño, era una extensión de las aulas y se usaba continuamente para conferencias y entrevistas informales, y para el estudio individual.
—Quizás alguna vez nos tomaremos tiempo para planear un lugar de reuniones más tranquilo —dijo el director de Diseño Industrial, quien dio la bienvenida a Brett entre el zumbido de otras conversaciones.
—Si creyera que hay una oportunidad para eso —retrucó Brett— le advertiría que no lo haga. Pero no lo hará. Este lugar tiene que seguir siendo como una olla a presión.
Era una atmósfera que él conocía bien, orientada perpetuamente hacia el trabajo, que acentuaba la disciplina profesional. «Esto no es para aficionados», declaraba el catálogo del colegio, «esto va en serio». A diferencia de muchos colegios, las asignaturas eran rigurosamente exigentes, y requerían que los alumnos produjeran, produjeran… a lo largo de días, noches, semanas, vacaciones… dejando muy poco tiempo libre para otros intereses, a veces ninguno. En ocasiones los estudiantes protestaban ante las tensiones sin cuartel, y algunos abandonaban, pero la mayoría se adaptaba y, como también decía el catálogo: «¿Por qué hacer como si la vida para la cual se preparan fuera fácil? No lo es y nunca lo será.»
La seriedad del trabajo y las normas inflexibles hacían que los fabricantes de autos respetaran al colegio y se mantuvieran en contacto con el claustro y los estudiantes. Las compañías competían frecuentemente por los servicios de los alumnos más destacados antes de su graduación. Había colegios de diseño en otros lados, pero el Central de Arte de Los Ángeles era el único que tenía un curso específico de diseño de automóviles, y la mitad de la cosecha anual de nuevos diseñadores de Detroit venían por la ruta de Los Ángeles.
A poco de llegar, rodeado por un grupo de estudiantes, Brett se alejó para recorrer el patio interno sombreado por los árboles donde se habían reunido, y donde estaban tomando café y bebidas refrescantes.
—Nada ha cambiado —observó—. Es como volver a casa.
—Es un salón bastante apretujado —dijo uno de los estudiantes.
Brett rió. Como todo lo demás, el patio era chico, los estudiantes que se codeaban buscando espacio eran demasiados. Y sin embargo a pesar de toda la congestión, sólo los verdaderamente talentosos eran admitidos, y únicamente los mejores sobrevivían al atormentador curso de tres años.
El intercambio de conversación —razón por la cual había venido Brett— continuó.
Inevitablemente, los estudiantes pensaban en la contaminación del aire; ni siquiera en ese patio había manera de escapar de ella. El sol, que debería haber brillado fuertemente desde un cielo azul, se filtraba con dificultad a través de la espesa bruma gris que se extendía desde el suelo hasta muy alto. Aquí también la irritación de ojos y nariz era constante y Brett recordó un reciente anuncio del Departamento de Salud Pública de los EEUU que advertía que respirar el aire contaminado de Nueva York era como fumar un paquete de cigarrillos diario; de esa manera los no fumadores compartían inocentemente la probabilidad de un fumador de morir de cáncer. Presumió que lo mismo era verdad en Los Ángeles, y quizá más aún.
—Díganme lo que piensan ustedes —urgió Brett— sobre el tema de la contaminación del aire —de aquí a una década, estudiantes como ésos estarían ayudando a dar forma a la política industrial.
—Una de las cosas que uno se imagina cuando vive aquí —apuntó una voz desde atrás— es que algo tiene que ceder. Si seguimos así, un día todos los de esta ciudad morirán asfixiados.
—Los Ángeles es especial —señaló Brett—. Aquí la bruma es peor a causa de la geografía, la inversión de la temperatura, y la gran cantidad de luz solar.
—No tan especial —agregó alguien—. ¿Ha estado últimamente en San Francisco?
—¿O en Nueva York?
—¿O en Chicago?
—¿O en Toronto?
—¿O incluso en pueblos de campo en el día de mercado?
—¡Oigan! —dijo Brett por sobre el coro—. Si eso es lo que sienten algunos de ustedes se deben de haber equivocado de carrera. En ese caso, ¿por qué diseñar automóviles?
—Porque los autos nos vuelven locos. ¡Nos gustan! Pero eso no nos impide pensar. O saber lo que está sucediendo, y preocuparnos —el que hablaba era un joven desgarbado de cuidado pelo rubio, delante del grupo. Se pasó una mano por el pelo, mostrando los dedos largos y delgados de un artista.
—Al oír hablar a gran cantidad de gente del Oeste, y de otras partes —Brett estaba haciendo de abogado del diablo—, uno pensaría que el único futuro está en el transporte colectivo.
—¡Ese viejo cuento!
—En realidad nadie quiere usar el transporte colectivo —declaró una de las pocas muchachas que había en el grupo—, si un auto es práctico y pueden comprarlo. Además, el transporte colectivo es un engaño. Con los subsidios, los impuestos, el costo de los pasajes, el transporte público da mucho menos que un automóvil y a un precio más alto. Así embaucan a todos. ¡Pregúnteles a los habitantes de Nueva York! Vaya, pregúnteles a los de San Francisco.
—En Detroit estarán encantados con usted —sonrió Brett.
La muchacha sacudió la cabeza con impaciencia.
—No lo digo por eso.
—Bueno —dijo Brett a los demás—, pongámonos de acuerdo en que los autos serán la principal forma de transporte durante otro medio siglo, probablemente más. ¿Qué tipo de automóviles?
—Mejores —dijo una voz—. Mucho mejores que los de ahora. Y menos.
—No hay mucho que discutir sobre que serán mejores, aunque la cuestión es siempre de qué manera. Sin embargo me interesa saber cómo imagina que serán menos.
—Porque es así como debemos pensar, señor DeLosanto. Es decir, si tomamos un punto de vista a largo plazo, lo que redundará en nuestro beneficio al final.
Brett miró con curiosidad al último que había hablado y que ahora se adelantó entre los que hacían lugar para dejarlo pasar. También era joven, pero de corta estatura y de tez oscura, con un asomo de vientre y, superficialmente, parecía cualquier cosa menos un intelectual. Pero su voz suave era cautivante y los demás se quedaron callados como si un vocero se hubiera hecho cargo del asunto.
—Aquí tenemos muchas sesiones de discusión —dijo el estudiante de tez oscura—. Los que cursamos Diseño de Transporte queremos ser parte de la industria automotriz. Nos entusiasma la idea. Los autos nos vuelven locos. Pero eso no quiere decir que ninguno de nosotros vaya a llegar a Detroit con las gafas puestas.
—Oigamos lo que sigue —urgió Brett—. ¡Adelante! —volver a escuchar los puntos de vista de los estudiantes (puntos de vista no estorbados por derrotas, desilusiones, o demasiado conocimiento de limitaciones prácticas o financieras) era una experiencia emocional que equivalía a recargar las propias baterías.
—Una cosa de la industria automotriz, hoy en día —dijo el estudiante de tez oscura— es que está asumiendo responsabilidades. Algunas veces los críticos no lo admiten, pero es así. La contaminación ambiental, la seguridad, la calidad, todas esas cosas ya no son pura charla. Algo se está haciendo, y esta vez de verdad.
Los demás seguían callados. Varios otros estudiantes se habían unido al grupo; Brett adivinó que serían de otros cursos. A pesar de que se dictaba una docena de especialidades artísticas además de diseño de automóviles, el tema de los autos siempre evocaba un interés general dentro de la escuela.
—Bueno —continuó el mismo estudiante—, la industria automovilista también tiene otras responsabilidades. Una de ellas es la cantidad de automóviles.
Era curioso, pensó Brett, que antes, en el aeropuerto, él también hubiera estado pensando en lo mismo.
—Es la cantidad lo que nos devora —dijo el estudiante de tez oscura y voz suave—. Anula todos los esfuerzos que hace la gente de la industria. Por ejemplo, la seguridad. Se están construyendo mejores autos con mejores proyectos de ingeniería, ¿y qué sucede? Hay mayor cantidad por las calles; la cantidad de accidentes sube, no baja. Con la contaminación del aire sucede lo mismo. Los autos que se construyen ahora tienen mejores motores que nunca, y contaminan menos que cualquier motor construido antes. Incluso hay motores más limpios en perspectiva. ¿No es eso?
—Correcto —asintió Brett.
—Pero la cantidad sigue aumentando. Nos jactamos de estar construyendo diez millones de autos nuevos por año, así que por más adelantos que haya, la contaminación total empeora. ¡Ha llegado a límites increíbles!
—Suponiendo que todo eso sea verdad, ¿cuál es la alternativa? ¿Racionar los automóviles?
—¿Y por qué no? —dijo alguien.
—Déjeme preguntarle algo, señor DeLosanto —siguió el estudiante de tez oscura—. ¿Estuvo alguna vez en las Bermudas?
Brett sacudió negativamente la cabeza.
—Es una isla de treinta y dos kilómetros cuadrados. Para asegurarse de que haya lugar para moverse, el gobierno de Bermuda raciona los autos. Primero limitan la capacidad del motor, el largo y el ancho de las carrocerías. Además, permiten un solo automóvil por familia.
—¡Están locos! —objetó una voz entre los recién llegados.
—No digo que debamos ser tan estrictos —persistió el que hablaba—, sino que tendríamos que tener un límite. Y no es que la industria no pueda seguir siendo próspera si produce la misma cantidad de automóviles que ahora, o que la gente no se pueda arreglar. Se las arreglan muy bien en las Bermudas.
—Si intentara hacerlo aquí —dijo Brett— podría causar una revolución. Además, no poder vender tantos autos como quiera la gente es un ataque a la libre empresa —sonrió, para atenuar sus propias palabras—. Es una herejía.
Él sabía que en Detroit muchos verían la idea como herética. Pero, ¿en verdad lo era? ¿Por cuánto tiempo podría la industria seguir produciendo vehículos —con cualquier tipo de fuerza motriz— en cantidades siempre crecientes? Alguien, en algún lugar, ¿no tendría que decir lo mismo que en Bermuda: ¡Basta!? ¿No se estaba acercando el día en que el control de las cantidades fuera esencial para el bien común? La cantidad de taxis era limitada en todos lados; también, hasta cierto punto, la de los camiones. ¿Y por qué no los automóviles particulares? Y si eso no sucedía, Norteamérica terminaría por no ser más que un gran embotellamiento del tránsito; había momentos en que estaba cerca. Por lo tanto, ¿los líderes de la industria no demostrarían mayor sabiduría, visión de futuro y responsabilidad si tomaran la iniciativa y se autolimitaran?
Pero dudaba de que lo hicieran.
—No todos pensamos de la misma manera que Harvey. Algunos creemos que todavía hay suficiente espacio para muchos más autos —dijo otra voz.
—Y esperamos diseñar unos cuantos.
—¡De eso pueden estar seguros!
—¡Lo siento, Harvey! El mundo no está listo para recibirte.
Pero hubo varios murmullos de desacuerdo y era obvio que Harvey, el estudiante de tez oscura, tenía sus seguidores.
El desgarbado joven rubio que había declarado que «… los autos nos vuelven locos» pidió:
—Háblenos del «Orion».
—Denme un bloc —dijo Brett—. Se lo mostraré.
Alguien le pasó uno, y las cabezas se estiraron mientras él bosquejaba. Dibujó rápidamente al «Orion» de perfil y de frente, conociendo las líneas del auto como un escultor conoce una escultura en la que ha estado trabajando. Hubo murmullos apreciativos y un «¡realmente bárbaro!»
Siguieron las preguntas. Brett contestó francamente. Cuando era posible, se les daba a los estudiantes de diseño información privilegiada, como carnada para mantener alto su interés. Sin embargo, Brett se preocupó de doblar y guardar los dibujos después.
Cuando los estudiantes volvieron a las aulas, se interrumpió la sesión del patio. Durante el resto de su estada en el Colegio Central de Arte del Diseño —todo ese día y el siguiente— Brett dio conferencias formales, entrevistándose individualmente con los estudiantes de diseño automotor, y evaluó críticamente los modelos experimentales de autos que habían diseñado y construido los equipos de estudiantes.
Brett descubrió que esa tanda de estudiantes se inclinaba instintivamente a la severidad de diseño, aliada con la funcionalidad y la utilidad. Cosa curiosa, de una combinación similar de ideas en las que concordaban Brett, Adam Trenton, Elroy Braithwaite y los demás, en una noche memorable, hacía dos meses y medio, había emergido el concepto inicial para el «Farstar». Durante el tiempo que ya había pasado con los diseños iniciales del «Farstar», con los que todavía se trabajaba en un cuidadosamente vigilado estudio de Detroit, a Brett le había impresionado la justeza de la frase de Adam: «¡Lo feo es hermoso!»
La historia mostraba que las tendencias artísticas —la base de todo diseño comercial— siempre comenzaban sutilmente y a menudo cuando menos se esperaba. Nadie sabía por qué cambiaban los gustos artísticos, ni cómo, ni cuándo llegaría el próximo cambio; parecía simplemente que la virtuosidad y la percepción humanas eran inquietas, y estaban listas para seguir adelante. Al observar ahora el trabajo de los estudiantes —pasando por alto cierta ingenuidad e imperfección— y al recordar sus propios diseños de los últimos meses, Brett sintió, exaltado, que era parte de una tendencia nueva que surgía.
Al parecer, algo de ese entusiasmo se transmitió a los estudiantes que entrevistó en su segundo día en la escuela. Después de las entrevistas, Brett decidió recomendar que el equipo de Personal y Organización tuviera en cuenta a dos graduados potenciales para emplearlos. Uno de ellos era Harvey, el estudiante de corta estatura y tez morena, que había discutido enfáticamente en el patio; su carpeta de diseños mostraba una habilidad e imaginación muy superiores al promedio. En cualquier compañía de autos donde trabajara, Harvey iba a provocar problemas y choques en Detroit. Era un pensador original, un inconformista que no se dejaría amordazar o disuadir fácilmente de sus fundadas opiniones. Afortunadamente, y aunque no siempre aceptaban lo que decían los inconformistas, en la industria automotriz los alentaban, reconociendo su valor como contrapeso de un modo de pensar complaciente y retrógrado.
El otro candidato que eligió era el joven desgarbado de pelo rubio, cuyo talento también era evidente. El muchacho comentó que la eventual oferta de Brett era la segunda que le hacían. Otra firma de los Tres Grandes le había prometido ya trabajo de diseñador al graduarse, si él quería.
—Pero si hay oportunidad de trabajar con usted, señor DeLosanto —afirmó el joven—, seguro que iré a su compañía.
Brett, emocionado y halagado, no supo qué contestar.
Su incertidumbre se basaba en una decisión que había tomado la noche anterior, solo en su habitación del hotel de Los Ángeles. Estaban a mediados de agosto y Brett había decidido que si para fin de año nada importante le había hecho cambiar de idea, dejaría para siempre la industria automovilista.
Al volar nuevamente en dirección al este, tomó otra decisión: Bárbara Zaleski sería la primera en saberlo.