12

El invierno ya se había apoderado de la Ciudad Motor. Noviembre se había ido, y luego Navidad, y a principios de enero la nieve ya era profunda, y se podía esquiar al norte de Michigan, y el hielo se amontonaba, alto y profundo, a lo largo de las costas de los lagos St. Clair y Erie.

A medida que el nuevo año avanzaba, también adelantaban los preparativos para la presentación del «Orion», planeada para mediados de septiembre. La división de Manufactura, que ya había pasado varios meses encima de los planos, se acercaba a la fecha de conversión de planta, que comenzaría en junio, para producir en agosto el primer «Orion» salido de la línea de producción, el Trabajo Uno en la jerga usual. Luego serían necesarias seis semanas de producción, rodeadas del más absoluto secreto, para que el automóvil fuera mostrado en público. Mientras tanto el departamento de Compras coordinaba un ejército de materiales ya pedidos y que debían ser entregados impostergablemente, mientras que Ventas y Comercialización comenzaban a consolidar los tan debatidos y frecuentemente alterados planes de presentación a los concesionarios. El departamento de Relaciones Públicas seguía adelante con los preparativos para el pantagruélico banquete que acompañaría a la presentación del «Orion» a la prensa. Otros departamentos, en mayor o menor grado según sus funciones, se unieron a la preparación.

Y mientras el programa del «Orion» seguía adelante, ya había quienes comenzaban a pensar en el «Farstar», proyecto que seguiría al del «Orion», a pesar de que todavía no se conocían el momento preciso, forma ni sustancia. Entre ellos estaban Adam Trenton y Brett DeLosanto.

Adam había estado ocupado desde enero en el estudio de la inversión de su hermana Teresa, legado de su marido muerto, en la concesionaria automotriz de Smokey Stephensen.

La aprobación de la compañía para que Adam pudiera tener trato, por mínimo que fuera, con uno de sus concesionarios, había tomado más tiempo del esperado, y había sido otorgada de mala gana por el Comité de Conflicto de Intereses. Finalmente, Hub Hewitson, vicepresidente ejecutivo, tomó una decisión favorable luego de que Adam conversó con él personalmente. Sin embargo, ahora que había llegado el momento de cumplir la promesa a su hermana, Adam se dio cuenta de lo pesada que le resultaba una responsabilidad adicional. El volumen de su trabajo había aumentado y la sensación de tensión física lo seguía molestando. En su casa, las relaciones con Erica no parecían ir mejor ni peor, pese a que aceptaba que las repetidas quejas de su mujer eran justificadas. Raramente tenían tiempo para estar juntos. Resolvió que debía encontrar pronto una solución, pero primero terminaría con la nueva responsabilidad que había aceptado.

Por lo tanto, un sábado por la mañana y luego de hacer los arreglos correspondientes por teléfono, Adam hizo su primera visita a Smokey Stephensen.

La concesionaria de Stephensen estaba situada en un suburbio del norte, cerca de las líneas divisorias de Detroit y Birmingham. La situación era buena, frente a una importante carretera que atravesaba la ciudad y a pocas manzanas de la Avenida Woodward, una importante arteria norteña.

Smokey, que evidentemente había estado mirando hacia la calle, salió a la acera al ver bajar a Adam de su automóvil.

—¡Bien venido! ¡Bien venido! —exclamó el excorredor de automóviles, que lucía una espesa barba y cuya corpulencia acusaba el paso de los años. Llevaba una chaqueta de seda azul oscuro con pantalones negros cuidadosamente planchados y una corbata ancha de brillante diseño.

—Buenos días —dijo Adam—. Soy…

—¡No necesita decírmelo! He visto su fotografía en el Noticiero Automovilístico. ¡Pase!

El concesionario mantuvo abierta la puerta de entrada al salón de exhibición.

—Siempre decimos que sólo hay dos razones por las cuales un hombre pasa por esa puerta: Para escapar de la lluvia o para comprarse ruedas. Supongo que usted es la excepción. Una vez adentro declaró: —Dentro de media hora nos llamaremos por nuestros nombres de pila, y yo siempre digo que no vale la pena esperar tanto —extendió una mano que parecía la pata de un oso—. Me llaman Smokey.

—Yo soy Adam —dijo Adam. Consiguió no dar un respingo cuando el otro le estrujó la mano.

—Déme las llaves de su coche —Smokey llamó a un joven vendedor que se apresuró a llegar desde el otro lado del salón de exhibición—. Estacione cuidadosamente el auto del señor Trenton, y no lo venda. Y trátelo con mucho respeto. Su hermana es dueña del cuarenta y nueve por ciento de este bochinche, y si los negocios no mejoran para mediodía es posible que le envíe por correo el otro cincuenta y uno por ciento —le hizo un amplio guiño a Adam.

—Es un momento de mucha ansiedad para nosotros —comentó Adam. Se había enterado por un informe de ventas de que ese año todos los fabricantes y concesionarios de automóviles estaban experimentando un receso post-vacaciones. Si los compradores lo supieran, ésa era la mejor época del año para lograr un arreglo financiero favorable. Con los concesionarios cargados de automóviles que las fábricas les enviaban forzadamente, y a veces desesperados por reducir el inventario, un comprador astuto podía ahorrarse varios cientos de dólares en un vehículo de precio medio, en comparación con lo que costaría aproximadamente un mes más tarde.

—Debería estar vendiendo aparatos de televisión en colores —gruñó Smokey—. Los tontos ponen su dinero en eso cuando se acercan Navidad y Año Nuevo.

—Pero les fue muy bien con el cambio de modelos.

—Seguro —al concesionario se le iluminó la cara—. ¿Ha visto las cifras, Adam?

—Mi hermana me las envió.

—Nunca falla. Uno piensa que la gente va a terminar por aprender, pero por suerte para nosotros, no es así —Smokey miró a Adam mientras atravesaban el salón de exhibición—. Se da cuenta de que le estoy hablando con toda libertad.

—Creo que es lo que debemos hacer —asintió Adam.

Por supuesto que sabía lo que Smokey Stephensen quería decir. En la época de presentación de los nuevos modelos —de septiembre hasta fines de noviembre—, los concesionarios podían vender todos los coches que les entregara la fábrica. En ese momento, en vez de protestar por la cantidad que les entregaban —como en otras épocas del año— los concesionarios rogaban que les entregaran más. Y a pesar de la publicidad adversa contra los automóviles, el público todavía se amontonaba para comprarlos cuando los modelos eran nuevos o cuando tenían cambios importantes. Lo que los compradores no sabían, o no les importaba, era que ésa era la temporada de cazar clientes, cuando los concesionarios podían ser más intransigentes para negociar; tampoco sabían que los primeros automóviles, luego de un cambio de producción, estaban invariablemente peor terminados que los que seguirían unos meses más tarde. Siempre surgían inconvenientes insalvables de producción con cualquier modelo nuevo, mientras los ingenieros, capataces y obreros aprendían a construirlo. Igualmente predecible era la escasez de accesorios o repuestos, que daba por resultado una improvisación con merma de los niveles de calidad. Como resultado de todo eso, llevar uno de los primeros automóviles solía ser una compra lamentable desde el punto de vista de la calidad.

Los compradores que lo sabían y querían comprar un modelo nuevo esperaban de cuatro a seis meses luego de comenzada la producción. Para ese momento era posible conseguir un automóvil mejor, ya que los problemas habían sido eliminados y la producción —salvo el problema laboral de los lunes y los viernes, que persistía en todas las estaciones—, ya estaría correctamente establecida.

—Todo está tan abierto para usted como un prostíbulo sin techo —aseguró Smokey Stephensen—. Puede ver libros, archivos, inventarios con sólo pedirlo, de la misma manera en que su hermana lo podría hacer ya que ésos son sus derechos. Y si hace preguntas, recibirá respuestas veraces.

—Seguro que voy a hacerlas —dijo Adam—, y más tarde necesitaré ver todas esas cosas que mencionó. Lo que también quiero, aunque es posible que me tome más tiempo, es palpar la forma en que usted opera…

—Seguro, seguro; lo que quiera está bien para mí —el concesionario lo guió, subiendo por las escaleras hasta un entrepiso tan largo como el salón de exhibición de abajo. La mayor parte del entrepiso estaba cubierto de oficinas. Al tope de las escaleras, los dos hombres hicieron una pausa para mirar hacia abajo, fijándose en las hileras de modelos, lustrados, inmaculados y coloridos que llenaban el piso del salón de exhibición. A lo largo de un costado del salón había varias oficinas pequeñas con paneles de vidrio, usadas por los vendedores. Una puerta abierta daba acceso a un corredor que llevaba a la sección Repuestos y Servicio, fuera de la vista.

En ese momento, mediada ya la mañana y a pesar de la retracción de compradores, varias personas observaban los automóviles mientras los vendedores revoloteaban a su alrededor.

—Su hermana tiene una buena inversión aquí; el dinero del pobre Clyde trabaja para ella y los chicos —Smokey le echó una mirada astuta a Adam—. ¿Qué es lo que le preocupa a Teresa? Ha estado recibiendo sus cheques. Y pronto tendremos un balance anual fiscalizado por los auditores.

—Lo que le preocupa a Teresa es la inversión a largo plazo. Usted sabe que estoy aquí para aconsejarle si debe vender o no sus acciones —señaló Adam.

—Sí, ya sé —rumió Smokey—. No me importa decirle que si le aconseja que venda me veré en una situación engorrosa…

—¿Por qué?

—Porque no podría conseguir el dinero necesario para comprar las acciones de Teresa.

—Según lo que entiendo —dijo Adam—, si Teresa decide vender su parte en el negocio, usted tiene una opción de sesenta días para comprarle su parte. Si no lo hace, ella está en libertad de vender en cualquier otro lado.

—Eso es lo que se pactó —dijo Smokey con tono malhumorado.

Lo que obviamente no le gustaba a Smokey era la posibilidad de tener un nuevo socio, ya que quizá temía dar con alguien que quisiera ser parte activa del negocio y que podía resultar más molesto que una viuda que estaba a tres mil doscientos kilómetros de distancia. Adam se preguntó qué sería exactamente lo que había detrás de la actitud de Smokey. ¿Era el deseo natural de manejar su propio negocio sin interferencias o en la concesionaria estaban sucediendo cosas de las que prefería que no se enteraran otros? Cualquiera que fuera la razón, Adam tenía la intención de averiguarlo, si podía.

—Vamos a mi oficina, Adam —salieron del entrepiso abierto para entrar en una pequeña pero confortable habitación amueblada con sillones de cuero verde y un sofá. La tapa del escritorio y el tapizado de una silla giratoria eran del mismo material. Smokey vio que Adam miraba alrededor.

—El tipo a quien le encargué que amueblara esto quería todo rojo. Le dije que estaba chiflado. Cuando en este negocio haya algo rojo será por puro accidente.

Un costado de la oficina, casi todo ventana, daba directamente al entrepiso. Adam y el concesionario miraban hacia el piso del salón de exhibición como si estuvieran en el puente de una nave.

—¿Tiene sistema de monitores? —preguntó Adam indicando hacia la fila de oficinas de abajo.

Por primera vez Smokey vaciló.

—Sí.

—Quisiera oír. Aquella oficina de ventas —en una de las oficinas de vidrio estaba un joven vendedor de cara aniñada y con un mechón de pelo rubio, frente a dos clientes potenciales, un hombre y una mujer. Había papeles sobre el escritorio que los separaba.

—Si le parece… —Smokey estaba muy poco entusiasmado.

Pero abrió un panel corredizo que estaba cerca de su escritorio y ocultaba varios interruptores, uno de los cuales apretó. Inmediatamente se oyeron voces desde un altavoz empotrado en la pared.

— …supuesto, podemos pedir el modelo que ustedes desean en color verde-pradera —la voz, obviamente, era la del joven vendedor—. Es una lástima que no tengamos uno disponible.

Otra voz masculina respondió; tenía una calidad nasal agresiva:

—Podemos esperar. Eso si decidimos hacer la compra aquí. Quizá vayamos a otro lado.

—Comprendo, señor. Pero dígame, solamente por curiosidad. El modelo «Galahad», en color verde-pradera, el que ambos estuvieron mirando, ¿cuánto más piensa usted que le costaría?

—Ya le dije —contestó la voz nasal— que un «Galahad» está fuera de nuestro presupuesto.

—Pero sólo por curiosidad, nombre una cifra. ¿Cuánto más?

—¡Buen muchacho, este Pierre! —cloqueó Smokey. Parecía haber olvidado su renuencia a que Adam oyera—. Los está convenciendo.

—Bueno —refunfuñó la voz nasal—. Unos doscientos dólares, más o menos.

Adam podía ver la sonrisa del vendedor.

—En realidad —dijo éste suavemente— no son más que setenta y cinco.

—Querido, si es eso solamente… —intercedió una voz de mujer.

Smokey se volvió a reír.

—Siempre se puede enganchar a una mujer de esa manera: la dama ya pensó que se ahorró ciento veinticinco dólares. Pierre no ha mencionado todavía algunos extras opcionales que van con el «Galahad». Pero ya va a llegar.

—¿Por qué no vamos a echarle otra mirada al automóvil? —dijo la voz del vendedor—. Me gustaría mostrarles…

Cuando el trío se puso de pie, Smokey apretó el interruptor.

—Ese vendedor —dijo Adam—, yo he visto esa cara…

—Seguro. Es Pierre Flodenhale.

Adam recordó entonces. Pierre Flodenhale era un corredor de automóviles cuyo nombre, en los dos años anteriores, se había ido conociendo cada vez más en el país. Había logrado varios triunfos espectaculares la temporada anterior.

—Cuando no hay movimiento en las pistas —dijo Smokey— lo dejo trabajar aquí. Nos conviene a los dos. Algunas personas lo reconocen y les gusta que él les venda un auto para poder contárselo a sus amigos. De todas maneras es buen vendedor. Concretará esa venta.

—Posiblemente quiera entrar en sociedad con usted si Teresa se retira.

Smokey sacudió la cabeza.

—Ni por broma. El muchacho está siempre a la última pregunta. Por eso trabaja aquí. Todos los corredores hacen lo mismo, queman su dinero más rápido de lo que pueden ganarlo, incluso los que ganan más. El cerebro se les ahoga como los carburadores; se imaginan que el dinero de los premios seguirá llegando siempre.

—Usted no lo hizo.

—Yo era un tipo inteligente. Y lo soy.

Empezaron a hablar de la filosofía del concesionario.

—Esto no fue nunca negocio para flojos y ahora se está poniendo más bravo. Los clientes son vivos. Lo que tiene que hacer un concesionario es ser más vivo aún. Pero es un negocio en grande y se puede ganar en grande.

—El pobre consumidor se está cuidando muy bien. El público era exigente antes pero ahora lo es más aún. Ahora todos quieren el mejor arreglo posible, y servicio gratis para siempre. Un concesionario tiene que pelear para sobrevivir.

Mientras hablaban, Adam había seguido mirando la actividad en el piso inferior. Ahora volvió a indicar una de las oficinas de venta.

—Aquella primera. Me gustaría oír.

El panel corredizo había permanecido abierto. Smokey estiró la mano y apretó un interruptor.

— …arreglo que les estoy diciendo, y no conseguirán uno mejor en otro lado —nuevamente una voz de vendedor, esta vez la de un hombre mayor que Pierre Flodenhale, de pelo canoso y con modales más bruscos. El cliente potencial, una mujer que en opinión de Adam debía de andar por los treinta años, parecía estar sola. Por un momento tuvo la culpable sensación de estar espiando, y luego se dijo que el uso de micrófonos ocultos para observar el intercambio entre vendedores y compradores de automóviles, estaba muy difundido entre los concesionarios. También, sólo con oír como ahora, Adam podía juzgar la calidad de la comunicación que existía entre la concesionaria de Smokey Stephensen y sus clientes.

—No estoy tan segura —dijo la mujer—. Considerando el buen estado del coche que entrego como parte de pago, pienso que el precio tiene unos cien dólares de exceso —empezó a levantarse—. Mejor que pruebe en otro sitio.

Oyeron suspirar al vendedor.

—Déjeme revisar las cifras una vez más —dijo. La mujer se calmó. Hubo una pausa y luego el vendedor volvió a hablar.

—¿Va a financiar el automóvil nuevo, no es cierto?

—Sí.

—¿Y quisiera que nosotros arregláramos la financiación?

—Supongo que sí —la mujer vaciló—. Sí, está bien.

Por lo que conocía del tema, Adam se daba cuenta de lo que calculaba el vendedor. Con casi todas las ventas financiadas el concesionario recibía una comisión del banco o de la compañía financiera, generalmente unos cien dólares y algunas veces más. Bancos y empresas hacían esos pagos como una manera de obtener negocios en un campo en que la competencia era muy grande. En una transacción muy discutida, el saber que se iba a recibir ese dinero daba la oportunidad de hacer una reducción de último momento, en vez de perder la venta por completo.

—Chuck conoce el asunto —dijo Smokey, como si le hubiera leído el pensamiento a Adam—. No nos gusta perder la comisión, pero a veces no hay más remedio.

—Quizá podamos bajar un poco más el precio —era nuevamente la voz del vendedor desde la oficina de venta—. Vamos a hacer que en su entrega, como parte de pago…

Smokey cerró el interruptor, cortando los detalles.

Algunos recién llegados habían aparecido en el salón de exhibición. Un grupo nuevo entró en una de las oficinas de venta. Pero Smokey parecía satisfecho.

—Para hacer que este bochinche rinda, tengo que vender dos mil quinientos automóviles por año, y el negocio es lento, muy lento.

Se oyó golpear con los nudillos en la puerta de la oficina. Cuando Smokey dijo «adelante», la puerta se abrió para admitir al vendedor que había estado negociando con la mujer sola.

Tenía un manojo de papeles que Smokey tomó y revisó, para luego decir con tono acusador:

—Consiguió engañarte. No tenías por qué usar los cien. Con cincuenta dólares se habría conformado.

—Esa no —el vendedor miró a Adam y luego apartó la vista—. Es una arpía. Hay cosas que no se ven desde aquí, patrón. Por ejemplo, lo que la gente tiene en los ojos. Y los de ella son muy duros.

—¿Y cómo lo sabes? Cuando le regalaste mi dinero posiblemente estabas mirándole las piernas.

El vendedor parecía dolorido.

—Que le entreguen su automóvil —ordenó Smokey después de garabatear una firma y devolver los papeles.

Observaron al vendedor mientras dejaba el entrepiso y volvía a la oficina donde lo esperaba la mujer.

—Una de las cosas que hay que recordar de los vendedores —dijo Smokey Stephensen— es pagarles bien, pero mantenerlos en vilo y nunca confiar en ninguno. Hay muchos que aceptan cincuenta dólares por debajo del escritorio para cerrar trato o para arreglar la financiación, con la misma facilidad con que se suenan la nariz.

Adam hizo una seña hacia el panel de los interruptores. Una vez más Smokey apretó uno y escucharon al vendedor que momentos antes había dejado la oficina.

— …su copia. Nosotros guardamos ésta.

—¿Está correctamente firmada?

—Seguro —ahora que el trato estaba cerrado, el vendedor estaba más tranquilo; se inclinó sobre el escritorio indicando—, ahí mismo, de puño y letra del patrón.

—Bueno —la mujer tomó el contrato de venta, lo dobló y luego declaró—: Mientras usted no estaba lo pensé mejor y decidí no financiar el automóvil. Voy a pagar al contado, dándoles un cheque a cuenta ahora y el resto cuando reciba el coche, el lunes.

Hubo un silencio en la oficina de ventas.

Smokey Stephensen se golpeó la palma con el puño.

—¡Perra tramposa!

Adam lo miró inquisitivamente.

—La piojosa lo planeó todo. Sabía desde el principio que no iba a usar la financiación.

Desde la casilla oyeron que el vendedor vacilaba.

—Bueno…, entonces podría haber una diferencia.

—¿Diferencia en qué? ¿En el precio? —preguntó fríamente la mujer—. No puede ser a menos que haya algún costo oculto que no me mencionó. El Código de Comercio…

Smokey corrió como una tromba desde la ventana hasta su escritorio y arrebatando el tubo de un teléfono interno, marcó un número. Adam vio que el vendedor tomaba su teléfono.

—Deja que la vaca esa se lleve el auto —gruñó Smokey—. Mantendremos el trato —colgó el teléfono de un golpe y luego farfulló—: Pero que vuelva a pedir servicio cuando la garantía haya vencido y se arrepentirá.

—Quizás haya pensado en eso también —dijo Adam suavemente.

Como si los hubiera oído, la mujer miró hacia arriba y sonrió.

—Hay demasiados sabihondos hoy en día —Smokey volvió a enfrentarse a Adam—. Hay demasiada información en los periódicos; demasiados articulistas baratos que meten las narices en lo que no les importa, y luego la gente lee toda esa porquería —el concesionario se inclinó hacia adelante, mirando al salón de exhibición—. ¿Y qué sucede? Algunos, como esa mujer, van a un banco y arreglan la financiación antes de venir aquí, pero no lo dicen mientras no cierran trato. Nos hacen creer que vamos a arreglar la financiación para que descontemos la comisión o parte de ella, dentro de la venta, luego nos enganchan y si un concesionario se echa atrás con un contrato de venta firmado, esto es un problema. Lo mismo pasa con el seguro; nos gusta arreglar el seguro de un coche porque la comisión es buena, y el seguro de vida sobre pago financiado es aún mejor. Por lo menos la puta esa no nos engañó con el seguro también —terminó con irritación.

Cada incidente sucedido hasta el momento, pensó Adam, le había dado una visión nueva e interior de Smokey Stephensen.

—Supongo que también se podría mirar el asunto desde el punto de vista del cliente —apuntó Adam—. Quieren la financiación más barata, el seguro más económico y la gente ya aprendió que esas cosas no se consiguen en una concesionaria, y que van a hacer mejores arreglos por su cuenta. Cuando hay comisión financiera o de seguros para un concesionario, ellos saben que quien la paga es el cliente, porque el dinero extra se carga en tasas y costos.

—Un concesionario también tiene que vivir —dijo Smokey tercamente—. Además, ojos que no ven, corazón que no siente.

Un matrimonio de edad estaba sentado frente a un vendedor en una de las oficinas de abajo. Un momento antes el trío había llegado allí después de examinar un automóvil en exhibición. Cuando Adam movió la cabeza, la mano de Smokey volvió a poner en marcha el sistema de monitores.

— …realmente nos gusta que ustedes sean nuestros clientes, ya que el señor Stephensen mantiene una concesionaria de calidad y preferimos vender a gente de calidad.

—Es muy agradable oír eso —dijo la mujer.

—Bueno, el señor Stephensen siempre nos dice a los vendedores, «no piensen en el automóvil que están vendiendo hoy, piensen que ellos volverán aquí dentro de dos años y quizá después de otros dos o tres más».

—¿Dijo usted eso? —interrogó Adam volviéndose hacia Smokey.

—Si no lo dije, debería haberlo dicho —respondió el concesionario sonriendo.

Mientras oían, en los próximos minutos se discutió una entrega como parte de pago. El matrimonio de edad vacilaba en comprometerse con una cifra final, que era la diferencia entre su automóvil usado y el precio de uno nuevo. El marido explicó que vivían con unos ingresos fijos, su pensión de jubilado.

—Miren, el contrato que les he preparado es lo mejor que podemos darle a nadie —anunció el vendedor al final—. Pero como son gente tan agradable, voy a intentar algo que no debería hacer. Voy a planear un arreglo extra para ustedes, y luego veré si puedo convencer al patrón para que lo apruebe.

—Bueno… —la mujer parecía dubitativa—, no quisiéramos que…

—Dejen que yo me preocupe de eso —los tranquilizó el vendedor—. Algunos días el patrón no está tan despierto como otros; esperemos que hoy sea uno de ellos. Lo que haré es cambiar las cifras de esta manera: como parte de pago…

Todo sumaba una reducción de unos cien dólares en el precio final. Cuando cerró el interruptor, Smokey parecía divertido.

Momentos más tarde el vendedor golpeó en la puerta de la oficina, y entró con un contrato preparado en la mano.

—Hola, Alex —Smokey tomó el contrato propuesto y presentó a Adam, añadiendo—: Puedes hablar, Alex. Es uno de nosotros.

—Encantado de conocerlo, señor Trenton —dijo el vendedor estrechándole la mano. Indicó hacia la oficina de abajo—. ¿Estaba sintonizado, patrón?

—Seguro. Qué lástima que hoy sea uno de los días en que estoy despierto —sonrió el concesionario.

—Sí —el vendedor también sonrió—. Es una lástima.

Mientras charlaban, Smokey alteraba las cifras del contrato de venta. Luego firmó y miró su reloj.

—¿Ya es tiempo suficiente?

—Creo que sí —dijo el vendedor—. Es un placer haberlo conocido, señor Trenton.

Smokey y el vendedor salieron juntos de la oficina y se pararon en el entrepiso cerrado que había afuera.

Adam oyó que la voz de Smokey se elevaba hasta el grito.

—¿Qué se propone? ¿Quiere que me declare en quiebra?

—Bueno, patrón. Déjeme explicarle…

—¡Explicaciones! ¿Quién las necesita? Yo veo las cifras, que me dicen que este contrato significa una pérdida.

Las cabezas se dieron vuelta en el salón de exhibición y las caras miraron hacia arriba, al entrepiso. Entre ellas estaban las del matrimonio de edad de la primera oficina.

—Patrón, es gente muy buena —el vendedor había elevado la voz al mismo nivel que Smokey—. Queremos que sean clientes nuestros, ¿no es cierto?

—Claro que sí. Pero esto es hacer caridad.

—Lo único que buscaba…

—¿Qué tal si te buscas empleo en otro lado?

—Mire, patrón; quizá pueda arreglarlo; son gente razonable.

—¿Razonable? ¡Si lo que quieren es hundirme!

—Fui yo, no ellos, patrón. Pensé que quizás…

—Aquí hacemos buenos contratos. Pero no podemos tener pérdidas. ¿Entiende?

—Entiendo.

El diálogo había seguido en el mismo volumen que antes. Adam observó que dos de los otros vendedores sonreían subrepticiamente. El matrimonio de edad que esperaba, parecía perturbado.

—Oiga, déme de nuevo esos papeles —volvió a gritar el concesionario.

Adam vio a través de la puerta abierta cuando Smokey tomaba el contrato de venta y fingía que estaba escribiendo, a pesar de que las alteraciones ya estaban hechas. Smokey devolvió el contrato.

—Ahí tiene el mejor contrato que puedo ofrecerles. Y soy generoso porque me ha puesto en un aprieto —guiñó un ojo, cosa que sólo se pudo ver en el entrepiso.

El vendedor devolvió el guiño. Mientras bajaba, Smokey volvió a entrar en la oficina y cerró la puerta de golpe, haciendo que el sonido vibrara hasta abajo.

—Muy buena actuación —comentó secamente Adam.

—Es la trampa más vieja que existe y todavía funciona en algunos casos —el interruptor de la primera oficina todavía estaba abierto; hizo subir el volumen justo cuando el vendedor se reunió con el matrimonio de edad, que se había puesto otra vez de pie.

—Oh, lo sentimos mucho —dijo la mujer—. Estábamos tan molestos por usted. No queríamos que eso sucediera…

La cara del vendedor estaba adecuadamente abatida.

—Supongo que oyeron todo —dijo.

—¡Oír! —objetó el hombre de edad—. Supongo que todo el mundo lo oyó.

—¿Y qué va a suceder con su empleo? —preguntó la mujer.

—No se preocupen. Si hoy consigo hacer una venta, estaré bien. El patrón en realidad es un buen tipo. Como les dije antes, la gente que cierra tratos aquí se da cuenta de que es verdad —el vendedor extendió el contrato sobre el escritorio y luego sacudió la cabeza—. Temo que hemos vuelto al trato original, que sin embargo sigue siendo bueno. Bien, por lo menos lo intenté.

—Nos lo llevaremos —dijo el hombre; parecía haber olvidado sus dudas anteriores—. Ya se ha metido en bastantes problemas.

—Ya están en el saco —dijo Smokey alegremente. Luego cerró el interruptor y se dejó caer en una de las sillas de cuero verde, indicándole otra a Adam. El concesionario sacó un cigarro de su bolsillo y le ofreció otro a Adam, que lo agradeció y prendió un cigarrillo.

—Le dije que un concesionario tiene que pelear —comentó Smokey— y es verdad, pero también es un juego —miró a Adam astutamente—. Supongo que es un juego diferente al de ustedes.

—Sí —aceptó Adam.

—No es trabajo tan delicado como el de esa fábrica de pensar, ¿eh?

Adam no respondió. Smokey contempló la brasa brillante de su cigarro y luego continuó:

—Recuerde esto: un tipo que llega a ser concesionario no inventó el juego, ni tampoco las reglas. Se une al juego y lo juega como se da… de verdad, como en el strip-poker. ¿Sabe lo que pasa si se pierde en el strip-poker?

—Me lo imagino.

—No se lo imagine. Se termina con el culo al aire. Y así terminaría yo si no jugara en la forma que usted ha visto. Y así terminaría su hermana, aunque ella quedaría mucho más linda que yo con el culo al aire —sonrió—. Le pido que recuerde eso, Adam. Juguemos un poco más. —Se puso de pie.

Adam se dio cuenta de que estaba viendo desde adentro, sin trabas, la forma en que operaba el concesionario. Adam aceptaba el punto de vista de Smokey; el negocio de venta de automóviles —nuevos y usados— era duro y competitivo y un concesionario que bajara la guardia o se mostrara blando podía desaparecer rápidamente de la escena, como les había pasado a varios. Un concesionario era el frente de batalla de la comercialización de automóviles. Y como cualquier frente de batalla no era lugar para los demasiado sensibles ni para los obsesionados por la ética. Por otra parte, un concesionario poco escrupuloso, astuto y alerta, como parecía Smokey Stephensen, podía ganarse estupendamente la vida, y esa era, en parte, la razón de la inquisición de Adam.

Otra razón era la de saber cómo se adaptaría Smokey a los cambios en lo futuro.

Adam sabía que en la próxima década habría importantes cambios en el sistema actual de concesionarias, un sistema que muchos, dentro y fuera de la industria, consideraban arcaico. Hasta el momento los concesionarios existentes, un bloque organizado y poderoso, habían resistido el cambio. Pero si los fabricantes y los concesionarios, actuando de manera conjunta, no empezaban muy pronto a reformar el sistema, era seguro que el gobierno tomaría cartas en el asunto, como lo había hecho en otras áreas de la industria.

Los concesionarios de automóviles habían sido durante mucho tiempo el brazo menos limpio de la industria automotriz, y, si bien la defraudación directa había disminuido en los últimos años, muchos observadores pensaban que el público estaría mejor servido si el contacto entre ellos y los fabricantes fuese más directo, sin intermediarios. Era muy posible que en lo futuro se organizaran sistemas centrales de concesionarios, manejados por las fábricas, que entregarían los automóviles a los clientes con mayor eficiencia y con menos costos extra que ahora. Se había usado un sistema similar durante años con los camiones; más recientemente las compañías que usaban grandes flotas de automóviles o se dedicaban a alquilarlos habían logrado marcadas economías. Junto a esas bocas de venta tan directas, se podía establecer un sistema de garantía y centros de servicio dirigidos por las fábricas, que ofrecerían un servicio más constante y mejor supervisado que el que ofrecían muchos concesionarios.

Lo que se necesitaba para poner en marcha esos sistemas era una mayor presión externa y del público, a la que las compañías fabricantes darían secretamente la bienvenida.

Pero por más que las concesionarias sufrieran cambios, y algunas quedaran por el camino, las más eficientes y mejor operadas podrían mantenerse y prosperar. Una de las razones era el argumento más importante para la existencia de los concesionarios: la venta de automóviles usados.

Una cuestión que tenía que resolver Adam era si la concesionaria de Smokey —y de Teresa— progresaría o declinaría en los próximos años. Y estaba debatiendo mentalmente el problema mientras bajaba con Smokey desde la oficina del entrepiso hasta el salón de exhibición.

Durante la próxima hora Adam se mantuvo cerca de Smokey, observándolo maniobrar. Se veía que, mientras dejaba trabajar al equipo de ventas, Smokey mantenía un dedo sensible sobre el pulso del negocio. Poco se le escapaba. También tenía instinto para saber cuándo su intervención podía llevar a buen término una venta.

Un hombre cadavérico de mandíbula enorme, que había entrado de la calle sin mirar los automóviles en exhibición, estaba discutiendo el precio con un vendedor. El hombre sabía qué coche quería; era obvio que lo había estado buscando en otros sitios.

Tenía en la mano una tarjeta que mostró al vendedor, quien al verla sacudió la cabeza. Smokey cruzó el salón de ventas. Adam se colocó como para poder observar y oír mejor.

—Déjeme ver —Smokey estiró la mano quitando hábilmente la tarjeta de los dedos del presunto cliente. Era una tarjeta con la insignia de un concesionario; al dorso había cifras escritas a lápiz. Asintiendo amablemente, para que su actitud no fuera ofensiva, Smokey estudió las cifras. Nadie se preocupó de hacer presentaciones; el aire de mando de Smokey, además de su barba y su chaqueta azul, eran toda la identificación que necesitaba. Cuando dio vuelta a la tarjeta, sus cejas se levantaron.

—Es de un concesionario de Ypsilanti. ¿Vive por allí, amigo?

—No —dijo el hombre—, pero me gusta visitar varios concesionarios.

—Y donde va pide que le den una tarjeta con la mejor diferencia de precio entre el usado que entrega y el automóvil nuevo, ¿no es cierto?

El otro asintió.

—Juguemos limpio —dijo Smokey—. Muéstreme las tarjetas de todos los demás concesionarios.

El hombre vaciló y luego se encogió de hombros.

—¿Y por qué no? —de un bolsillo extrajo un manojo de tarjetas y se las entregó a Smokey que las contó, sonriendo. Incluyendo la que tenía eran ocho. Smokey distribuyó las tarjetas sobre un escritorio cercano, y se inclinó con el vendedor sobre ellas.

—La oferta más baja es de dos mil dólares y la más alta dos mil trescientos —leyó el vendedor.

—Déme el informe sobre el automóvil que entrega en parte de pago —pidió Smokey.

El vendedor le pasó una hoja que Smokey estudió y luego devolvió.

—Supongo que también querrá una tarjeta mía —le dijo al hombre de la mandíbula gigante.

—Sí, claro.

Smokey tomó una de sus tarjetas, le dio vuelta y escribió sobre el dorso.

«Mandíbula Gigante» recibió la tarjeta, y al mirarla pareció sorprendido.

—Aquí dice mil quinientos dólares.

—Una cifra bonita y redonda —dijo blandamente Smokey.

—¡Pero usted no puede venderme un automóvil a ese precio!

—Seguro que no, amigo. Y le diré algo más. Tampoco lo harán esos otros, no al precio que han puesto en sus tarjetas —Smokey recogió todas las tarjetas en la mano y luego las devolvió una por una—. Vuelva a este lugar y le dirán que no incluía el impuesto a las ventas. Este dejó de lado el costo de los opcionales extras y quizá también el impuesto a las ventas. Aquí no añadieron costos de concesionario, licencia y algunos otros… —continuó con las tarjetas hasta llegar finalmente a la suya—. Yo no incluí ni las ruedas ni el motor. Se lo habría dicho cuando viniera a comprar el coche en firme.

«Mandíbula Gigante» parecía estar de capa caída.

—Es una vieja trampa de los concesionarios, amigo —explicó Smokey—, pensada para compradores como usted, y el nombre del juego es «¡Ya volverán más tarde!». ¿Me cree? —añadió secamente.

—Sí, le creo.

—Así que después de dar vueltas por nueve concesionarios —Smokey insistió en su punto de vista— aquí consiguió la primera noticia honrada y alguien lo trató de igual a igual. ¿Correcto?

—Parece que sí —dijo tristemente el otro.

—¡Bien! Así es como manejamos nuestro negocio —Smokey puso amablemente un brazo sobre los hombros de «Mandíbula Gigante»—. Por lo tanto, amigo, ya tiene la bandera de largada. Lo que tiene que hacer ahora es volver a todos esos concesionarios para que le den los verdaderos precios, lo más ajustados posible —el hombre hizo un gesto de desagrado pero Smokey pareció no darse cuenta—. Y luego, cuando este listo para un trato serio con un precio de venta que lo incluye todo, vuelva a verme a mí —el concesionario extendió su carnosa mano—. Buena suerte.

—Un momento —dijo «Mandíbula Gigante»—. ¿Por qué no me lo da ahora?

—Porque todavía no se ha tomado este asunto en serio. Porque estaríamos perdiendo el tiempo usted y yo.

—Hablo en serio —dijo el hombre, vacilando apenas—. ¿Cuál es el precio justo?

—Es más alto que cualquiera de los falsos que le dieron. Pero mi precio tiene las opciones que usted quiere, más el impuesto a las ventas, más el costo de la patente, más un tanque lleno y no hay nada oculto, todo lo que necesita…

Minutos más tarde cerraron trato por dos mil cuatrocientos cincuenta dólares con un apretón de manos. Mientras el vendedor comenzaba con el papeleo, Smokey se alejó, continuando su ronda por el salón de ventas.

Adam vio que se detenía casi inmediatamente junto a un recién llegado muy seguro de sí mismo, que fumaba en pipa y estaba elegantemente vestido con una chaqueta de Harris Tweed, pantalones inmaculados y zapatos de cocodrilo. Hablaron durante un rato y luego el hombre se alejó. Smokey se volvió hacia Adam, sacudiendo la cabeza.

—¡Ahí no hubo venta! ¡Un médico! Son los peores para hacer negocio. Quieren precios baratos; luego servicio con prioridad y siempre con un automóvil gratis en préstamo, como si yo los tuviera en un estante como cigarrillos. Pregunte a los concesionarios sobre los médicos. Es como si les tocaran un nervio.

Poco más tarde se mostró menos crítico con un hombre casi calvo, de voz cavernosa, que buscaba un auto para su mujer. Smokey se lo presentó a Adam como el jefe de policía local, Wilbur Arenson. Adam, que había visto frecuentemente su nombre en los periódicos, se dio cuenta de que los fríos ojos azules lo estaban evaluando y de que la memoria del policía archivaba rutinariamente su identidad.

Los dos se fueron a la oficina de Smokey, donde cerraron el trato; Adam sospechaba que debía ser bueno para el cliente.

—Hay que ser amigo de la policía —dijo Smokey cuando el jefe se hubo ido—. Me costaría un montón de dinero si recibiera multas por todos los automóviles que mi departamento de servicio tiene que dejar en la calle algunas veces.

Un hombre oscuro y locuaz entró y retiró un sobre que lo esperaba en la oficina de recepción de la planta baja. Al salir, Smokey lo interceptó y le estrechó calurosamente la mano.

—Es un peluquero, uno de nuestros perros de presa —explicó después—. La gente se sienta en su sillón; mientras les corta el pelo les habla del buen negocio que hizo aquí y de lo bueno que es nuestro servicio. Algunas veces sus clientes dicen que van a venir, y, si hacemos una venta, el tipo recibe su comisión. —Tenía más o menos unos veinte perros de presa habituales, reveló Smokey, incluyendo operarios de estaciones de servicio, un farmacéutico, el dueño de un salón de belleza y un empresario de pompas fúnebres.

—Cuando un tipo se muere —dijo con respecto a esto último—, su mujer quiere vender el auto, y quizá comprar uno más chico. Generalmente el empresario de pompas fúnebres la tiene hipnotizada, así que ella va donde el tipo le diga, y si resulta ser aquí, nos preocupamos de recompensarlo.

Volvieron a la oficina del entrepiso para tomar café, con unas gotas de coñac que Smokey sacó de un cajón de su escritorio.

Mientras tomaban el café, el concesionario pasó a un tema nuevo: el «Orion».

—Va a ser grande cuando llegue, Adam, y ése será el momento en que aquí vendamos tantos como podamos recibir. Ya sabe cómo es la cosa —Smokey revolvió el contenido de su taza—. Estaba pensando que si pudiéramos usar su palanca para conseguir una cuota extra, eso sería bueno para Teresa y para los muchachos.

—También sería dinero para el bolsillo de Smokey Stephensen —dijo Adam, secamente.

—Nos ayudaríamos los unos a los otros —el concesionario se encogió de hombros.

—En este caso no. Y le pido que no vuelva a tocar ese tema ni ninguno parecido.

Un momento, Adam se puso tenso, enojado ante una proposición que era ultrajante y que representaba todo lo que el Comité de Conflicto de Intereses debía evitar. Luego se sintió divertido, y se las arregló para dar una respuesta moderada. Se veía que en todo lo concerniente a sus ventas y al negocio, Smokey Stephensen era completamente amoral y no veía nada malo en lo que había sugerido. Quizás un concesionario de automóviles tenía que ser así. Adam no estaba seguro; tampoco estaba seguro todavía de lo que le iba a recomendar a Teresa.

Pero había conseguido obtener las primeras impresiones por las cuales había venido. Estaban entremezcladas; quería digerirlas y pensar en ellas.