13
Hank Kreisel, que estaba almorzando con Brett DeLosanto en Dearborn, representaba la parte de un iceberg que no se ve.
Kreisel, de unos cincuenta y cinco años de edad, delgado, musculoso y mucho más alto que la mayoría de la gente, como un collie entre un grupo de terriers, era el dueño de su propia compañía que fabricaba piezas para la industria automovilística.
Cuando el mundo piensa en Detroit, lo hace en términos de fabricantes de automóviles con nombres famosos, dominados por los Tres Grandes. La impresión es correcta, excepto que los grandes fabricantes de automóviles representan la parte visible de un iceberg. Fuera de la vista se encuentran miles de firmas suplementarias, algunas importantes, pero la mayor parte pequeñas y un sorprendente sector de ellas trabaja en locales que no son más qué agujeros en la pared, y se financian con la pequeña caja. En el área de Detroit están en cualquier lugar y por todas partes, en el centro, en los suburbios, en los aledaños, o como satélites de plantas más grandes. Funcionan en locales esterilizados o en derruidos depósitos, en iglesias convertidas en taller o en desvanes de una sola habitación. Algunos están agremiados y otros no, a pesar de que sus pagos en sueldos llegan a muchos millones anuales. Pero lo que tienen en común es una catarata de piezas —algunas grandes, pero la mayoría pequeñas, y muchas irreconocibles en su propósito, salvo para expertos— que fluye al exterior para crear otras piezas y, al final, los automóviles terminados. Sin los fabricantes de piezas, los Tres Grandes serían como productores de miel sin abejas.
En ese sentido Hank Kreisel era una abeja. En otro sentido era exsargento mayor de la Infantería de Marina. Había sido sargento durante la guerra de Corea, y todavía parecía seguir en el papel, con su pelo corto que empezaba a encanecer, bigote cuidadosamente recortado, y postura erguida cuando estaba quieto, lo que no era frecuente. Generalmente se movía con movimientos urgentes, precisos y cortos y hablaba de la misma manera, desde el momento en que se levantaba, muy temprano, en su casa de Grosse Pointe hasta que terminaba su actividad del día, invariablemente bien entrado el siguiente. Ese y otros hábitos le habían provocado dos ataques cardíacos, y su médico le había advertido que uno más sería fatal. Pero Hank Kreisel tomó el aviso de la misma manera en que alguna vez habría tomado la noticia de que el enemigo estaba emboscado más adelante en la jungla. Seguía adelante, con tanta intensidad como de costumbre, confiando en una convicción personal de indestructibilidad y una suerte que muy pocas veces le había fallado.
Era la suerte lo que le había dado una vida, hasta el momento, llena de las dos cosas que Hank Kreisel más apetecía: trabajo y mujeres. La suerte le había fallado ocasionalmente. Una vez, tras un fogoso affaire en un campo de descanso con la esposa de un coronel, el marido degradó personalmente al sargento mayor Kreisel a soldado raso. Y más tarde, en su carrera como fabricante en Detroit, habían ocurrido desastres, pero los éxitos sumaban mayor cantidad.
Brett DeLosanto había conocido a Kreisel un día en que éste había estado presentando un nuevo accesorio en el Centro de Diseño. Habían sentido una mutua simpatía y, a causa de la genuina curiosidad del joven diseñador por saber cómo trabajaba el resto de la industria, se habían hecho amigos. Era con Hank Kreisel con quien Brett había planeado encontrarse aquel ajetreado día cuando había conocido a Leonard Wingate. Pero Kreisel no había podido llegar a la cita y ahora, dos meses más tarde, los dos estaban cumpliendo con su postergado almuerzo.
—Siempre me he preguntado, Hank —dijo Brett DeLosanto— cómo comenzaste a fabricar piezas para coches.
—Es una larga historia —Kreisel estiró su mano para tomar el vaso de whisky, que era su bebida habitual, y tomó un sorbo. Se sentía cómodo y, si bien vestía un bien cortado traje, se había abierto los botones del chaleco, revelando que usaba tiradores y cinturón a la vez—. Te la contaré si te interesa —añadió.
—Hazlo —Brett se había pasado las últimas noches trabajando en el Centro de Diseño y sólo esa mañana había conseguido recobrarse del cansancio; ahora estaba saboreando la libertad del día antes de retornar por la tarde a su tablero de diseño.
Estaban en un pequeño departamento particular, a un kilómetro y medio, más o menos, del Museo Henry Ford y de Greenfield Village. Como también estaba cerca de las oficinas centrales de la Ford Motors, el departamento aparecía en los libros de la compañía de Kreisel como su «Oficina de contacto con Ford». En realidad el contacto no era con Ford sino con una flexible morena de largas piernas llamada Elsie, que vivía en el departamento sin pagar alquiler y figuraba en la lista de personal de la compañía aunque nunca iba por allí, a cambio de lo cual estaba a disposición de Hank Kreisel una o dos veces por semana, o más si él quería. El arreglo era conveniente para ambos: Kreisel, hombre considerado y razonable, siempre telefoneaba antes de hacer su aparición, y Elsie se preocupaba de darle prioridad.
Elsie ignoraba que Hank Kreisel tenía una oficina de contacto con General Motors y con Chrysler, que operaban bajo el mismo arreglo.
Elsie, que había preparado el almuerzo, estaba ahora en la cocina.
—¡Espera! —le dijo Kreisel a Brett—. Acabo de acordarme de algo. ¿Conoces a Adam Trenton?
—Mucho.
—Me gustaría conocerlo. Dicen que llegará muy lejos. Y no le hace daño a nadie hacerse amigos en las altas esferas de este negocio —la declaración era característica de Kreisel, una mezcla de rectitud y amable cinismo que tanto los hombres como las mujeres encontraban agradable.
Elsie volvió a unirse a ellos, moviéndose con abierta sexualidad, acentuada por un simple y ajustado vestido negro. El exinfante de marina le palmeó afectuosamente el trasero.
—Seguro, arreglaré una cita —sonrió Brett—. ¿Aquí?
—En la cabaña del lago Higgins —respondió Kreisel sacudiendo negativamente la cabeza—. Una fiesta de fin de semana. Digamos que en mayo. Elijan ustedes la fecha. Yo haré lo demás.
—Bueno. Hablaré con Adam y te avisaré. —cuando estaba con Kreisel, Brett terminaba usando el mismo tipo de frases cortadas que su anfitrión. Con respecto a la fiesta, Brett ya había ido a varias en la cabaña que era el escondrijo de Kreisel. Eran juergas muy movidas y que le gustaban.
Elsie se sentó a la mesa con ellos y reinició su almuerzo; sus ojos recorrían a los dos hombres mientras ellos hablaban. Como ya había estado allí, Brett sabía que le gustaba oír pero muy pocas veces se unía a la conversación.
—¿Qué te hizo pensar en Adam? —preguntó Brett.
—Él «Orion». Me han dicho que él aprobó los suplementos. Un pedido que arde, de último momento. Yo estoy haciendo uno de los suplementos.
—¿Tú? ¿Cuál? ¿La abrazadera o el refuerzo del piso?
—La abrazadera.
—Oye, yo estuve en ese asunto. Es un pedido muy grande.
Kreisel sonrió forzadamente.
—Con eso me levanto o me hundo. Necesitaban urgentemente cinco mil abrazaderas, para ayer. Y después, diez mil por mes. No estaba seguro de querer el trabajo. La programación es dura. Todavía hay muchos dolores de cabeza. Pero calculan que cumpliré.
Brett ya conocía la reputación de Hank Kreisel, en quien se podía confiar para las entregas, cualidad muy apreciada por los departamentos de compra de las compañías de automóviles. La razón de ello era su talento para improvisar cambios en su maquinaria que reducían tiempos y costos, y, aunque no era ingeniero, Kreisel podía saltar mentalmente por encima de muchos que lo eran.
—¡Que me parta un rayo! —dijo Brett—. Tú y el «Orion».
—No deberías sorprenderte. La industria está llena de gente que cruza los puentes de los demás. Algunas veces pasan uno al lado de otro y ni se dan cuenta. Todos le venden de todo a todos los demás. General Motors vende equipos de dirección a Chrysler. Chrysler le vende adhesivos a General Motors y Ford colabora en la producción de parabrisas para los «Plymouth». Conozco un tipo que es ingeniero de ventas. Vive en Flint y trabaja para la General Motors. Flint es una ciudad satélite de General Motors. Su principal cliente es Ford, le compra diseños de ingeniería para accesorios de motor. Lleva material confidencial de Ford a Flint. General Motors lo custodia de su propia gente que daría las orejas para verlo. El tipo conduce un «Ford» cuando va a su cliente que es Ford. Sus patrones de General Motors se lo compran.
Elsie volvió a llenar la copa de Kreisel. Brett ya había declinado beber antes.
—Siempre me cuenta cosas que no sabía —le dijo Brett a la joven.
—Sabe mucho —sus ojos, sonrientes, pasaron del joven diseñador a Kreisel. Brett tuvo la sensación de que pasaba entre ellos un mensaje privado.
—Oigan, ustedes dos quieren que me vaya, ¿verdad?
—No hay prisa —el exinfante de marina sacó una pipa y la encendió—. ¿Quieres que te hable de la producción de piezas? —le echó una mirada a Elsie—. No tus piezas, preciosa —era claro que pensaba: esas son para mí.
—Piezas para automóviles —dijo Brett.
—Correcto —sonrió Kreisel—. Trabajé en una planta automotriz antes de alistarme. Después de Corea, volví a lo mismo. Llevaba una prensa-martinete. Luego fui capataz.
—Subiste rápido.
—Quizá demasiado rápido. De todas maneras observé el sistema de producción, el estampado de metal. Los Tres Grandes son todos iguales. Necesitan tener las máquinas más modernas, los edificios más caros, grandes gastos generales, cafeterías, y mil cosas. Todo eso hace que un estampado cueste cinco centavos en vez de dos.
Hank Kreisel chupó su pipa y se rodeó de humo.
—Así que me fui a Ventas. Vi a un tipo que conocía. Le dije que pensaba que podía hacer el mismo material pero más barato. Por mi cuenta.
—¿Te financiaron?
—Esa vez no, y después tampoco. Me dieron un contrato, sin embargo. En aquel mismo momento y por un millón de pequeñas arandelas. Cuando dejé mi trabajo tenía doscientos dólares en efectivo. No tenía edificio, ni maquinaria —Hank Kreisel se rió entre dientes—; aquella noche no dormí. Muerto de miedo. Al día siguiente me puse a dar vueltas. Alquilé un viejo salón de billares. Le mostré a un banco el contrato y el recibo de alquiler; me dieron plata para comprar maquinaria de segunda. Luego tomé a otros dos tipos. Entre los tres arreglamos las máquinas. Ellos las manejaban. Yo salí corriendo a buscar más pedidos. Desde entonces estoy corriendo —añadió nostálgicamente.
—Eres una saga —dijo Brett. Conocía la impresionante casa de Hank Kreisel en Grosse Pointe. Suponía, sin exagerar, que Hank Kreisel debía valer unos dos o tres millones de dólares.
—¿Y tu amigo de compras? El que te dio el primer pedido. ¿Lo visitas alguna vez?
—Claro. Todavía se sigue ganando su sueldo allí. El mismo trabajo. Pronto se jubila. Algunas veces lo invito a comer.
—¿Qué es una saga? —preguntó Elsie.
—Un tipo que llega al final del sendero —le dijo Kreisel.
—Una leyenda —contestó Brett.
—Yo no. Todavía no —dijo Kreisel negando con la cabeza. Se detuvo, de pronto, más pensativo de lo que Brett lo había visto nunca. Cuando volvió a hablar su voz era más lenta, las palabras menos cortadas—. Hay algo que quisiera hacer y quizá si lo consigo pueda ser algo así —dándose cuenta de la curiosidad de Brett, el exinfante de marina sacudió la cabeza—. Ahora no. Tal vez algún día te lo cuente.
Su humor volvió a cambiar.
—Así que fabriqué piezas y cometí errores. Aprendí rápidamente un montón de cosas. Una de ellas es buscar los puntos débiles del mercado. Los puntos donde la competencia es menor. No me interesaban las piezas nuevas; demasiadas peleas internas. Comencé a dirigirme a reparaciones, repuestos, el «mercado posterior». Pero sólo artículos que no estuvieran a más de cuarenta centímetros del suelo. La mayoría, correspondientes a la parte delantera y la trasera y de no más de diez dólares.
—¿Y por qué esas restricciones?
Kreisel lució su acostumbrada sonrisita.
—La mayor parte de los pequeños accidentes ocurren en la parte trasera y delantera de los automóviles. Y debajo de los cuarenta centímetros todo se estropea mucho. Así que necesitan más piezas, lo que significa mayores pedidos. Por eso, a la larga los fabricantes de repuestos son los que obtienen buenos beneficios.
—¿Y el límite de diez dólares?
—Digamos que uno está haciendo una reparación. Algo está estropeado. Si cuesta más de diez dólares, tratará de arreglarlo. Si cuesta menos, lo tira a la basura y compra uno nuevo. Aquí es donde aparezco yo. Alto volumen otra vez.
Era tan ingenioso y simple que Brett se rió en voz alta.
—Más tarde entré en el campo de los accesorios. Y aprendí algo nuevo. Acepté trabajo del Departamento de Defensa.
—¿Por qué?
—La mayor parte de los fabricantes de piezas no quieren hacerlo. Puede ser difícil. Generalmente partidas pequeñas, sin mucho beneficio. Pero puede conducir a cosas mayores. Y la Dirección Impositiva es más considerada con uno, aunque no quieran reconocerlo —examinó con aire divertido su oficina de contacto con Ford—. Pero yo lo sé.
—Elsie tiene razón. Sabes un montón de cosas —Brett se puso de pie, mirando su reloj—. ¡De vuelta a la fábrica de carromatos! Gracias por el almuerzo, Elsie.
La muchacha también se levantó, se puso a su lado y lo tomó del brazo. El sentía su proximidad, el calor transmitido a través de su fino vestido. Su cuerpo firme y delgado se apartó un poco y luego volvió a presionar contra el suyo. ¿Accidentalmente? Lo dudaba. Su nariz detectó el débil perfume del pelo de Elsie, y Brett envidió a Hank Kreisel por lo que sospechaba que sucedería tan pronto como él se fuera.
—Ven cuando quieras —dijo suavemente Elsie.
—Oye, Hank —dijo Brett—. ¿Has oído esa invitación?
Por un momento el hombre mayor apartó la vista y luego comentó ásperamente:
—Si aceptas, asegúrate de que yo no me entere.
Kreisel se le unió en la puerta del departamento. Elsie ya había vuelto adentro.
—Te conseguiré esa cita con Adam —dijo Brett—. Mañana te llamo.
—Bueno —los dos se estrecharon la mano.
—Con respecto a lo anterior —dijo Hank Kreisel—, lo que dije iba en serio. No dejes que me entere. ¿Entiendes?
—Entiendo —Brett ya había memorizado el número que había sobre el teléfono y que no figuraba en guía. Tenía toda la intención de llamar a Elsie a la mañana siguiente.
Mientras Brett descendía en el ascensor, Hank Kreisel cerró con llave la puerta del departamento.
Elsie lo estaba esperando en el dormitorio. Se había desvestido y se había puesto un mini-kimono transparente, sujeto a la cintura con una cinta de seda. El cabello oscuro, suelto, le caía sobre los hombros; su amplia boca sonreía y los ojos mostraban placentero conocimiento de lo que iba a suceder. Se besaron levemente. Él se tomó su tiempo para desatar la cinta, y luego, abriendo el kimono, la abrazó.
Pasado un momento ella comenzó a desvestirlo, lentamente, poniendo cada prenda cuidadosamente a un lado y doblándola. El le había enseñado, como les había enseñado a otras mujeres en el pasado, que ése no era un gesto servil sino un rito —que se practicaba en Oriente, donde él lo había aprendido por primera vez— y una exaltación mutua del placer anticipado.
Cuando ella terminó se acostaron juntos. Elsie le había pasado a Hank una chaqueta hippi para que se la pusiera; era una de las que había traído de Japón y estaba gastada por el uso, pero todavía servía para demostrar lo que los habitantes del Lejano Oriente sabían mejor que nadie: que una prenda usada durante la unión sexual, por más liviana o suelta que fuera, incrementaba la sensación que un hombre y una mujer tenían de la presencia del otro, y su placer.
—Ahora —susurró él.
—Más, más, Hank —gimió ella suavemente.