Capítulo XXXI
Ciudadela del Louvre, París, octubre de 1305, más tarde, ese mismo día
Émile Chappe había estado hirviendo de impaciencia durante toda la jornada, maldiciendo interiormente. ¡Ah!, ¿así que el gordo Carlos de fofo mentón no iba a ir pronto a sus aposentos para «reflexionar con tranquilidad sobre los apremiantes asuntos del Reino», como lo anunciaba siempre bostezando sin recato? El joven secretario habría jurado ahora que monseigneur de Valois se tumbaría en su cama para roncar hasta la cena.
Él lo espiaba furtivamente desde su pequeño escritorio elevado que se abría sobre la vasta sala de estudios, de manera que pudiera precipitarse abajo a la menor orden del hermano del rey. Orden poco frecuente, porque Carlos solo soñaba con coronas y conquistas, o sea, en el reembolso de sus abismales deudas, pero no, desde luego, en la administración de sus dominios. Con toda la acrimonia debida a su decepción, Chappe no podía entrever la verdad: Felipe el Hermoso no tenía ninguna necesidad de un hermano ministro o consejero. En cambio, el indefectible apoyo de este y, sin duda, su auténtico cariño por él lo satisfacían plenamente, explicando que el soberano cediera a menudo a las exigencias de su hermano menor.
Al fin, Carlos de Valois se retiró sin dirigirle una mirada ni una palabra a su joven secretario. Émile tapó su tintero y colocó con cuidado las hojas de papel en dos montones distintos: octavillas poco elegantes y reservadas a los mensajes para los sirvientes o vasallos; hojas completas destinadas a los correos de importancia. En realidad, messire de Valois no le imponía ninguna economía, sin pararse siquiera a pensar en el precio prohibitivo del papel, ya que lo hacía pagar con los dineros reales. Sin embargo, esta acrobacia le permitía a Émile revender cada semana con discreción algunas hojas. Redondeaba así sus magros emolumentos. Aunque sus pequeños hurtos nunca hasta ahora le habían turbado el humor, hoy se añadían a sus quejas contra el hermano del rey. Porque había sido injustamente rebajado, menospreciado, ignorado, se había convertido en deshonesto, ¡eso era todo! Émile Chappe se unía mediante este razonamiento a todos los felones que se esforzaban por conservar la estima y la buena conciencia de sí mismos a bajo costo. Así, conviene acusar al otro de los peores males para excusar las villanías propias.
Atravesó la gran sala y se detuvo ante la mesa de trabajo de monseigneur de Valois, con las manos en las caderas, dejándose aturdir por lo que presentía de su vida futura. No cabía duda de que messire de Nogaret encontraría algún pretexto aceptable para requerir sus servicios, sin arriesgarse a que el hermano del rey se ofendiera. Guillaume de Nogaret era conocido por su viva inteligencia y su agudo sentido de la negociación, se reafirmó Émile Chappe, que atribuía ahora todas las virtudes del mundo al consejero.
Contempló el rollo de la misiva de Adelin d’Estrevers, encima del limpísimo escritorio del hermano del rey, al menos poco ocupado con papeles y registros. Vaciló, consciente de las funestas consecuencias que tendría su gesto si fuese descubierto, pero le pudo la ambición. Hizo desaparecer la carta en su gabán. ¡Bah, este palurdo de Carlos ni siquiera se acordará!
Honrado por la rapidez con la que messire de Nogaret lo hizo entrar en su sala de estudios, Émile Chappe trató de contener su expresión de satisfacción conservando una cara seria, por no decir austera. Saludó al consejero, sentado tras su mesa de trabajo, con una pluma de oca en la mano.
—Mi buen Émile, sentaos, sentaos.
«¡Dios, qué muestra de interés!», pensó el pequeño secretario, radiante: «Mi buen Émile», porque se acordaba de su nombre de pila, ¡y una invitación para que estuviese más cómodo! ¡Diablos, había hecho una juiciosa elección!
—¿Qué me traéis? Estamos en un ambiente cordial y en confianza —lo tranquilizó el consejero, que no hubiese dudado en hacerlo echar a una mazmorra, llegado el caso.
—Eh… bien, messire… unas informaciones que me parece que os pueden interesar mucho, aunque yo no entienda gran cosa. De todos modos, vuestro inmenso conocimiento de los grandes y de los asuntos políticos no es en absoluto comparable con mi insignificancia.
Una débil sonrisa saludó su adulación.
—Mi buen Chappe… Cuando tenga el placer de contaros entre mi pequeña tropa… de acólitos, comprenderéis rápidamente que no me parezco nada a monseigneur de Valois, por quien tengo el más vivo respeto. Cada uno tiene sus pequeños defectos… El mío consiste en desconfiar inmediatamente de los aduladores. En mi descargo, son legión aquí.
Émile Chappe tragó saliva, comprendiendo que acababa de cometer un error.
—Otro defecto: no soy nada liberal con mi tiempo, que tiene la enojosa característica de correr más deprisa que yo.
—Perdonad, messire. Es que… los defectos de monseigneur de Valois… o, más bien, sus amables costumbres, son opuestas a las vuestras.
—En efecto… al menos, según los rumores que corren —respondió Nogaret en un tono divertido, que tranquilizó a Chappe—. ¡Bah! Dios, en su infinita sabiduría, nos ha creado diversos. Y bien, ¿qué me traéis?
Émile solo vaciló un instante y sacó de su gabán la misiva que acababa de sustraer. Messire de Nogaret la leyó, con el ceño fruncido por la concentración. La desagradable mirada, que evocaba la de un ave de presa, se posó en el joven; después, dijo:
—No entiendo nada.
—Bueno, messire… la historia parece embrollada… los asesinatos de niños pobres en Nogent-le-Rotrou, de los que yo os había hablado… De lo que pude enterarme de la conversación entre messire Adelin d’Estrevers y el hermano del rey, he tenido la sensación de que este se interesaba mucho por ello.
Chappe relató a continuación el contenido de la discusión entre los dos hombres, omitiendo precisar que él estaba escondido detrás del tapiz, aunque estaba seguro de que el consejero comprendería que había cometido una indiscreción, poco elegante, pero provechosa. Guillaume de Nogaret le hizo repetir ciertos puntos y él se esforzó en ser conciso, pero preciso.
Se produjo un silencio a continuación. Con los labios fruncidos, examinando con el mayor cuidado la pluma que tenía entre los dedos, messire de Nogaret reflexionaba.
—¡Demonios! De hecho, menudo embrollo. ¿Qué significa todo esto? ¿Un deseo, legítimo, de monseigneur de Valois de acudir en socorro del buen Juan II de Bretaña, abuelo de su yerno? Sin embargo, en ese caso, ¿por qué no prevenirlo directamente y promover la correspondencia con esta notable madre abadesa, madame Constance de Gausbert?
Émile Chappe fue también largamente interrogado sobre las auténticas motivaciones de Carlos de Valois. Él abrió la boca, pero se echó atrás. Messire de Nogaret lo animó con un:
—Adelante, mi buen Chappe… mis amables compañeros de trabajo lo saben: no solo estoy deseoso de buenas manos para mis escritos, sino también, quizá sobre todo, de espíritus vivos y fieles, aptos para ayudar al mío sin reservarme malas pasadas… que no perdono jamás. Sabed que… dialogamos cordialmente, intercambiamos suposiciones, hipótesis, ideas… nada firme.
La satisfacción que sentía Émile no hizo más que crecer. ¡Dios del cielo, el consejero al que más escuchaba el rey le consultaba, pidiéndole que le prestara su ingenio! ¡Qué alegría!
—Bueno… Y si… hago uso de vuestro permiso para osar hacer conjeturas… Bueno… algunas frases de la conversación entre monseigneur de Valois y su baile de espada me enturbian el entendimiento. Así, el hermano del rey insiste en el hecho de que la identidad del auténtico asesino de niños importa poco.
—A lo que, de acuerdo con vuestra precisa narración, messire d’Estrevers respondió: «Sin embargo, tenemos que descubrirlo para que cesen los asesinatos cuando hayamos obtenido lo que deseáis».
—Antes de que monseigneur de Valois concluyera con un: «¡Y matar al asesino de inmediato para que no reincida nunca, sembrando la duda sobre… la autenticidad del culpable que nos convenga!» —subrayó Chappe.
—¡Caramba, caramba! ¿Qué pensáis, mi buen Émile?
El joven se lanzó, seguro de que messire de Nogaret había llegado, también él, a una hipótesis muy desconcertante:
—Supongo, tal como me habéis autorizado, por supuesto, sin ninguna certidumbre… ¿Y si monseigneur de Valois quisiera poner en dificultades a monseigneur Juan II de Bretaña en su feudo de Nogent-le-Rotrou? ¿Qué mejor, en tal caso, que un asunto manifiesto de asesinatos de niños que su baile es incapaz de dilucidar y que podría poner de relieve para subrayar la incuria que reina en esta buena ciudad?
—Hum… ¿Y provocar así la irritación del rey, su hermano, y recuperar, posiblemente por la fuerza, este señorío? Interesante razonamiento. De todos modos, al ser Isabel, hija de Carlos de Valois, la esposa del nieto de Juan II, ¿por qué no esperar simplemente al deceso de este? —argumentó Nogaret.
—Que puede tardar en sobrevenir. Juan, hijo de Arturo, solo es el nieto de Juan II. La sucesión por matrimonio puede tardar en volver a los Valois. Y después, ¿quién dice que el heredero que surja de ese matrimonio, siendo aún madame Isabel muy joven, se mostrará de acuerdo con su abuelo Carlos, si, en todo caso, su padre se convierte, a su vez, en duque de Bretaña[267]?
El consejero dejó, al fin, la pluma que no había cesado de contemplar y de hacer girar entre sus dedos antes de admitir:
—¡Exacto! Tengo que reflexionar.
Émile Chappe tuvo la sensación de que había que marcharse y se levantó inclinándose. Nogaret lo retuvo con un pequeño gesto nervioso.
—Repetidme lo que dijo messire d’Estrevers con respecto al verdugo de Mortagne.
—Messire el gran baile de espada del Perche precisó que se trataba de un reclutamiento muy adecuado, que no reclamaba salario por su trabajo. Ignoro en qué consiste exactamente. El ejecutor de altas obras de Mortagne respaldaría al vicebaile Tisans, a cambio de la autorización para consultar los expedientes de los procesos. Messire de Tisans se habría desecho en elogios de este sujeto.
Con el mentón sobre sus manos juntas como en oración, Guillaume de Nogaret lo escuchaba con intensa atención y Émile se sentía halagado.
—Hum… ¿qué hacer, qué hacer? Émile, creo que vamos a entendernos muy bien. ¿Sois de extrema utilidad al hermano del rey?
El corazón del hombre se embaló de júbilo:
—En absoluto, messire… monseigneur de Valois dispone de cuatro secretarios… bastante desocupados.
—La extraordinaria capacidad de organización de Carlos de Valois explica, evidentemente, la modestia de la ocupación de los cuatro.
Chappe percibió la ironía y se contentó con inclinar la cabeza.
—Yo podría, en consecuencia, sin molestarlo, sugerir al rey que mi servicio para él requiere una mano suplementaria. Es juiciosa economía proveerse en un vivero ya existente. Hasta la vista, mi buen Émile. Dentro de poco.