Capítulo XXII
Nogent-le-Rotrou, octubre de 1305, aún más tarde
Unos golpes en la puerta y unas exclamaciones nerviosas de mujer lo sacaron de su coma.
Se levantó y se puso la camisa antes de abrir. Una corriente de palabras incomprensibles lo ahogó. Antoine Méchaud y maîtresse Hase hablaban al mismo tiempo, alzando cada uno el tono para superar la voz del otro. Un poco atontado, tratando de sacudirse los últimos vestigios del sueño, levantó las manos en señal de incomprensión. El médico lo sorprendió vociferando:
—En fin, maîtresse Hase, con todos mis respetos, ¡callaos! ¡Solo sabéis lo que acabo de contaros y que os ruego no repitáis! La emoción excusará, así lo espero, mi volubilidad bien poco oportuna.
La posadera no dijo nada.
—Otro pequeño desgraciado ha sido descubierto a primera hora de la mañana, poco antes de laudes. Un curtidor[236] que iba a hacer una entrega lo ha encontrado.
—¿Dónde ha sido este?
—Al final de la calle del Croc, envuelto en harapos, a semejanza de algunos otros.
—Y… (Hardouin dirigió una mirada furtiva a maîtresse Hase, que parecía firmemente decidida a quedarse allí plantada).
—¡Oh! Nuestra buena posadera está al corriente de las monstruosidades infligidas a estos niños; en fin, de casi todas. Y sí… el pobre cadáver se asemeja mucho a los que ya examiné.
—¿Puedo…?
—El señor Guy de Trais me ha dado carta blanca[237].
—¿Ha sido informado?
—Todavía no, yo… esperaba antes de hacerlo despertar.
Haciendo acopio de todo su valor, volvió la cabeza hacia la dueña, que no perdía ripio de la conversación, y le espetó a regañadientes:
—Maîtresse Hase, por favor, perdonadme y comprended que esto está protegido por el secreto impuesto por mi arte. Así que yo… nosotros os estaríamos muy agradecidos si nos dejaseis. ¿Por qué no preparar un tentempié a messire Venelle y un tonificante vaso de infusión de los que tendrá gran necesidad?
Como mujer inteligente que era, comprendió hasta qué punto su curiosidad era excesiva y se excusó:
—¡Perdonad, messire médico! ¡Mi falta de delicadeza me hace enrojecer de vergüenza! ¡Perdón, de verdad, messieurs!
Se dirigió a la escalera como una bandolera cogida con las manos en la masa.
—Entrad mientras me visto —propuso Hardouin.
El médico Méchaud se sentó pesadamente al borde de la cama deshecha, una descortesía perdonable en un momento así. Tras un largo suspiro de derrota, reconoció con voz ronca:
—No entiendo nada…
—En todo caso, puedo aseguraros que Gaston Lecoq, vuestro antiguo herrero, borracho y amigo de las broncas, no tiene nada que ver en este macabro e intolerable asunto.
—¿Lo habéis visitado? —se interesó el médico.
—Sí. Tuvimos… una discusión un poco viva… Pero nos reconciliamos hasta el punto de que me… ofreció su perro.
—¡Bien, ahí tenemos a uno que habrá escapado bien! El perro, quiero decir. Contadme, por favor.
Hardouin le narró con detalle su «agitada» entrevista con Lecoq, omitiendo, no obstante, el episodio de la oreja cortada.
—Pero, entonces… ¿quién es? ¿Quién es este monstruo sanguinario?
—Lo ignoro. Sin embargo, creo que vuestras deducciones son sensatas. Un ser que vive no lejos de Nogent-le-Rotrou, donde están acostumbrados a verlo sin que se le preste una atención particular. De hecho, un forastero se destaca rápidamente en un pueblo.
El médico reflexionó unos instantes y declaró con voz suave:
—Messire Venelle… ¿Quién sois vos exactamente? A salvo vuestro honor[238], no me creo esta historia que vos me contasteis: un asesinato ocurrido en Mortagne podría haber sido cometido por la misma mano, lo que explicaría vuestro interés por nuestra ciudad. Veo desfilar a muchos seres. Muchos me mienten, por cálculo, por pudor, a veces por miedo. Si mi pregunta os molesta, borradla, sin tenérmela en cuenta.
Cadet-Venelle recordó brutalmente que, en unas horas, debería revestirse con su indumentaria de muerte a fin de atormentar o ejecutar en Bellême a un perfecto desconocido. Su mirada gris se clavó en el médico, que lamentó su indiscreción. Una mirada sin fin, excepto el del mundo. Méchaud se sumergió entonces en un abismo capaz de extinguir toda vida, un espantoso cataclismo contenido en dos iris. Se avergonzó de esos pensamientos supersticiosos. ¡Qué disparates! La consecuencia debía ofenderlo más aún, puesto que descubrió cuánto se engañaba acerca de su conocimiento de las criaturas humanas.
—Messire Méchaud… ¿Juráis ante Dios y por vuestra alma que nada de lo que voy a decir a continuación saldrá de esta habitación? ¿Ni siquiera a un sacerdote?
Por extraño que parezca, el médico no se sorprendió por esta exigencia ni por el tono, a la vez solemne y feroz, en el que había sido proferida:
—Lo juro. Maldito sea si no lo cumplo.
—Comprenderéis así por qué he juzgado… inconveniente presentarme de nuevo ante vuestra nuera, madame Blanche. Un hombre no es de bien y sí muy patán si obliga a una dama a rechazarlo. Debe comprender cuándo no será deseado y retirarse sin insistencia.
Se trataba de una media verdad. De hecho, Blanche Méchaud había sido humillada por haber demostrado y dejado entrever la emoción que había sentido hacia un verdugo. Pero, sobre todo, el espíritu de Hardouin estaba colmado por el fantasma de Marie de Salvin. No luchaba siquiera contra esta invasión de una muerta, una muerta a la que él había matado, sin sombra de duda, una eternidad antes. Habría debido debatirse, rechazar esta obsesión malsana. Pero ¡qué bella, qué perfecta obsesión! Nunca se había sentido tan vibrante de vida que desde que vivía con el recuerdo de una difunta.
—Yo no… —comenzó Antoine Méchaud.
Un ligero gesto de Hardouin lo interrumpió.
—Permitidme que siga. La confesión no es fácil y podría volver a entrar en la garganta para no querer salir más. Yo… La denominación de mi oficio es monsieur Justice de Mortagne.
Antoine Méchaud se levantó de un salto, mientras su rostro se quedaba sin sangre.
—¿El…?
—El verdugo, en efecto. O, de modo más… amable, el ejecutor de altas obras.
—¡Dios del cielo! —murmuró el médico.
—Un verdugo de justicia a fin de poner término a las exacciones de un verdugo de injusticia, ¿qué mejor? —ironizó Hardouin, a quien había invadido una terrible tristeza—. El… verdugo, el rompecuellos de messire Arnaud de Tisans, a quien vuestro baile, Guy de Trais, habría pedido ayuda.
Una incomprensible voluntad de sorprender, de revolcarse en la reputación nauseabunda de su casta de excluidos y, en el fondo, de reivindicar lo que era, lo que habían hecho de él para que todos pudiesen conservar sus manos vírgenes de sangre, se apoderó de él. Prosiguió en un tono ligero:
—A este respecto, he cortado la oreja del triste señor Gaston Lecoq. No parecía muy dispuesto a una charla de buena ley. Al menos a mi gusto. Nada como eso para convertir en charlatán a un hombre. Estoy muy acostumbrado.
El anciano médico lo contempló un instante. Después dijo:
—Hum… ¿Necesitáis, acaso, que yo os deteste para que me otorguéis vuestra confianza? ¿Pensáis que, una vez pasada la sorpresa, vuestro oficio me resulta repulsivo? Verdugo, verdugo… He visto envenenamientos, examinado a bebés echados a los ríos o a fuegos de chimenea. He denunciado, como debo para evitar toda acusación de complicidad, asesinatos disfrazados de accidentes, de enfermedades, de maleficios de brujas… En el fondo, vos, otro vos, solo habéis completado lo que yo iniciara. Si yo no hubiese estado obligado a nombrar a los asesinos, un justicia no los habría ejecutado. No veáis ahí ninguna ofensa, pero albergo por vos… por la gente de vuestra… arte, el mismo sentimiento que por una puta de un lupanar. Ellas no han escogido la suerte que les ha tocado, no más que vos. Ciertamente, yo no las convidaría a mi mesa, pero ellas nos prestan servicio llevando a cabo lo que nosotros rechazamos hacer…
La sincera humanidad que percibió en el médico tranquilizó a Hardouin.
—… Messire Venelle, vuestra… cortesía con respecto a Blanche os honra. Yo deseo que vuelva a encontrar esposo. Su viudez fue muy dolorosa. En todo caso, una mujer, mi nuera, merece hijos, aunque sea con una persona distinta de mi hijo.
—Se lo deseo de todo corazón. Ella es muy alegre, modesta y de buen espíritu —añadió Hardouin.
—¿Así que nuestro baile habría requerido la ayuda de messire de Tisans? —quiso saber el médico.
—Por lo que me han dado a entender, de modo bastante vago, así es. Según él, messire de Trais deseaba un… apoyo, discreto.
—Es muy comprensible. Está en posición delicada. Los nogenteses están muy descontentos y todos temen por sus hijos. Los reproches, aunque discretos y prudentes, se hacen cada vez más virulentos. Hasta el punto de que…
Antoine Méchaud dejó en suspenso el final de la frase.
—¿Hasta el punto de que? —insistió cadet-Venelle.
—¡Es demasiado insensato!
—¿Perdón?
—¡Oh!… Habladurías de venta, acritudes cotidianas… En pocas palabras, algunos han insinuado que messire de Trais no sería quizá… ajeno a este siniestro asunto.
—¡Ah, qué ideas! —comentó Hardouin—. ¿Guy de Trais, el baile, iba a torturar, violar y asesinar a unos chiquillos del arroyo?
—¿No os había prevenido de que la acusación era insensata? Algunos sacan conclusiones precipitadas de coincidencias. Es verdad que los asesinatos, por lo que sabemos, comenzaron a partir de la llegada aquí de messire de Trais. Es verdad que messire de Trais se ha mostrado… ¿cómo decirlo?… bastante arrogante. Es verdad que él prefiere, a la vista está, la vida fastuosa, las visitas a las gentes de alto linaje al esclarecimiento de los dramas que golpean a los pobres. Y, sin duda, ha tratado los primeros asesinatos con una desenvoltura que ha disgustado a la gente. A eso se añade el enorme error de su primer teniente, Maurice Desprès. Por otra parte, «error» no es el término preciso. Desprès quería a un culpable fácil para darse importancia.
—Eso no hace del baile un monstruo, sin embargo —replicó Hardouin.
—¡Estoy de acuerdo! Ahora bien, la gente encuentra una salida a su miedo que se transforma ahora en cólera. Messire de Trais ha procurado cambiar el rumbo desde que ha sentido la ira de la población… quizá demasiado tarde. Añádase a esto que él no es de la región, que nadie conoce a su familia, su pasado.
—¿Y vos? ¿Qué pensáis del hombre?
El médico lo miró fijamente y después declaró lentamente:
—Nosotros dos hemos intercambiado un juramento de confidencialidad, ¿no es así?
—En verdad y por nuestro honor —aprobó el verdugo.
—Muy bien. Confieso que lo conozco poco. En todo caso, por lo que he podido ver, Guy de Trais se muestra arrogante y poco inclinado a interesarse por los problemas de la gente de a pie. Le importan poco los chiquillos pobres asesinados. Incluso habría declarado en un tono exasperado: «Uno más, uno menos, ¿qué diferencia hay?». Esta enojosa anécdota, cuya veracidad ignoro, se ha extendido a la velocidad de un caballo al galope. Aceptad mis precauciones de lengua, pues la acusación que me apresto a formular es grave y sin fundamento verificado… pero creo que su repentino interés por este macabro asunto solo es egoísta.
—¿Teme por su cargo? —interpretó Hardouin.
—Exactamente. Lo que muy poca gente sabe aquí es que la madre abadesa de Les Clairets, madame Constance de Gausbert, muy afectada, ha escrito a una excelente amiga suya, que no es otra que la esposa de monseigneur Carlos de Valois, hermano del rey. Si, por casualidad, nuestro bien amado soberano exige explicaciones a Juan de Bretaña, la prestigiosa carrera de Guy de Trais podría acabar rápidamente siendo muy corta.
Arnaud de Tisans le había revelado este punto, pero cadet-Venelle se guardó de decirlo.
—Madame de Gausbert goza de una espléndida reputación de piedad, valor y honor. Además de ser una mujer de gran espíritu, ha hecho mucho por el bien en nuestra región y es muy querida. Como vos sabéis, tiene prerrogativas de señor. Más poderosa incluso, puesto que solo responde ante el Santo Padre, del que es prima hermana por parte de madre. En otras palabras, ni messire de Trais, ni messeigneurs de Valois o de Bretaña la impresionan.
—Ni siquiera el rey.
—En efecto, Además, ella es inflexible. Divertida, porque recuerda un frágil gorrión de las rocas. Sin embargo, la determinación está inscrita en cada uno de sus rasgos.
—Parecéis conocerla bien —observó Hardouin.
—¡Naturalmente! Yo cuido a las monjas de la abadía de Les Clairets. Voy allí una vez al mes, a veces más, cuando una de ellas cae enferma. Por eso sé… Yo sé que madame Constance de Gausbert ha convocado al baile de Nogent-le-Rotrou. Él salió, y cito: «Blanco hasta los labios de esta entrevista». Supongo que la madre abadesa le ha exigido que encuentre al asesino; de lo contrario, actuará contra él. Al verdadero asesino, no a un mendigo colgado deprisa y corriendo. Se ajusta bastante a las maneras de nuestra buena abadesa. Encantadora, justa y de pequeña voz, pero tan cortante como una hoja afilada.
—¡Una mujer de mi gusto! —bromeó el verdugo.
Un golpe en la puerta los hizo callar. Maîtresse Hase anunció:
—El almuerzo está servido. He añadido una buena porción para vos, messire médico. ¡Oh, me avergüenzo, me avergüenzo de mi indiscreción!
—No, no… La horrible sorpresa nos ha trastornado a todos —gritó el médico para que lo oyese—. Nos vemos abajo, querida —y volviéndose hacia Hardouin, completó en voz baja—: Iremos a continuación a examinar el pobre cuerpo, dispuesto por orden mía en la sala de armas del castillo Saint-Jean. Después, tendré que dejaros. Un pequeño paciente al que visitar. ¡Querido ángel Guillaume! Dudo que salga adelante. ¡Qué pena! ¡Bah! He visto morir a tantos niños y, sin embargo…, nunca me haré a ello. Me parece un… desastre. El término, sin duda, no es adecuado.