Capítulo II
Mortagne-au-Perche, septiembre de 1305
Durante las semanas que siguieron, Marie de Salvin estuvo encerrada en el calabozo, sin excesiva dureza; Arnaud de Tisans había sentido siempre una amable debilidad por las representantes del sexo débil, cualquiera que fuera su linaje.
La joven nunca se retractó de sus declaraciones, ni siquiera para que su suplicio se transformara en decapitación, como se le habría podido conceder por su rango. Ella se mantuvo firme en su versión: aprovechándose de su sueño, Jacques de Faussay la había violado, exigiéndole innombrables actos desordenados, tirándole de los cabellos con violencia y abofeteándola cuando trató de pedir ayuda. La firmeza y, sobre todo, la ausencia de doblez de esta mujer, que hubiera debido mentir para evitar la hoguera, perturbaban al vicebaile Arnaud de Tisans. No obstante, tendría que estar loco —y, sobre todo, ser bastante torpe— para cuestionar el juicio de Dios, aunque estuviera pasado de moda.
Marie de Salvin se levantó de su jergón en cuanto oyó el ruido de la llave en la cerradura. Con un gesto inconsciente, sacudió el bajo de su cotte[15]. En su generosidad, Arnaud de Tisans le había concedido una muda completa de vestidos, así como un balde de agua por la mañana, con el fin de que llevara a cabo sus abluciones. Aun así, tras varias semanas de encierro en esta cárcel con suelo de tierra batida, sus dos chainses[16] y cottes estaban tan mugrientas unas como otras.
Un hombre delgado y musculoso, tan grande que tenía que inclinar la cabeza para no golpearse en la bóveda de piedra, entró. Sin decir palabra, la saludó con respeto y, con gesto dulce, depositó sobre el jergón el vestido beis, empapado en azufre, de los condenados a la hoguera[17]. Marie inspiró con la boca entreabierta y se santiguó, examinando la máscara de cuero negro[18] y el jubón[19] rojo para que las salpicaduras de sangre se notasen menos. El verdugo[20]. Puso una rodilla en tierra y bajó la cabeza uniendo las manos e implorando con voz muy grave:
—Madame, hermana en Jesucristo, tengo el deber de quitaros la vida mañana. Os ruego humildemente vuestro perdón. ¿Me lo concedéis?
—Sí, desde luego. Sabed, monsieur, que no he mentido.
El verdugo se levantó lentamente y declaró con tono triste:
—Dios ha juzgado de otra manera, madame. Yo me atengo a su ley. Rezaré esta noche por el descanso de vuestra alma. Yo… En fin, no hubiera habido ninguna diferencia entre que fueseis quemada completamente viva o estrangulada previamente merced a mis buenos oficios. El juez os lo había concedido. Mi remuneración es idéntica en los dos casos: nueve deniers*[21]. Un gesto de clemencia, dado que la penitencia infligida por la antigua ordalía exigía que el culpable de perjurio, habiendo requerido el arbitraje de nuestro Padre, fuese quemado vivo.
Marie de Salvin movió la cabeza en señal de negación, incapaz de pronunciar palabra.
El verdugo la contempló un instante antes de declarar:
—Orad, madame. Rogad que la muerte llegue pronto. Lo… más frecuente… los humos asfixian al condenado, ahorrándole el mordisco de las llamas. Os lo deseo. De todo corazón.
El verdugo salió, como elegante aunque siniestra sombra.
Arrodillado en la capilla de su magnífica morada, situada a poco más de una legua* de Mortagne[22], Hardouin cadet-Venelle, justicia del lugar, rezó según su promesa. Con sus súplicas por el descanso del alma de madame de Salvin, se mezclaban a veces fragmentos de recuerdos, de añoranzas estúpidas.
Catorce años. Solo tenía catorce años[23] cuando había levantado por primera vez la espada para abatirla sobre un cuello. Ciertamente, había sido ayudante del verdugo, su padre, durante años, pero sin pensar jamás que un día tendría que reemplazarlo, hasta el repentino deceso de su hermano mayor, a quien correspondía heredar el cargo. El sufrimiento, la muerte de otros se había convertido en su acompañante, su oficio. La condena para ellos, los ejecutores, era otra: solo podían ejercer profesiones relacionadas con la muerte, transmitidas de padre a hijo. Verdugos, descuartizadores, estranguladores de perros vagabundos, sepultureros de excomulgados, incluso cirujanos[24] o curanderos, dado que se les concedía el poder de curar los reumatismos. Los cadáveres de los ajusticiados no interesaban al gran mundo, salvo a algunos alquimistas, de los que algunos eran, sin duda, brujos, y su venta solo les reportaba un magro beneficio[25]. Algunos de ellos, sin embargo, revendían por unos deniers el «ungüento de verdugo», grasa humana que se consideraba excelente contra los dolores.
Extraño. Hardouin cadet-Venelle nunca se había preguntado antes por este molesto destino. Su dinastía de verdugos había nacido con su bisabuelo, un bribón redomado, bandolero y asesino. Capturado y condenado a la horca, le habían propuesto, como a otros, salvar la vida a cambio de este oficio[26]. No había dejado pasar la ocasión. No cabe duda de que había matado por unos ochavos[27]. Mejor continuar, con la bendición de todos, pero por buenos dineros. Según su jerga, ellos ya no pertenecían a los bingres[28], pues su «dinastía» databa de más de un siglo.
Hardouin siempre había creído en la explicación de su padre, un hombre probo y piadoso, y de su madre, la bourrelle[29], hija de un ejecutor del este del reino, dado que ninguna mujer procedente de otro medio habría aceptado un matrimonio tan degradante: las criaturas de Dios se extraviaban, con más o menos complacencia por sus actos reprensibles y contrarios a las leyes cristianas. Después de su juicio, hacía falta que alguien se encargase de la ejecución de la sentencia, ahorrando a los buenos creyentes que tuvieran que matar y mancharse las manos de sangre. Los verdugos eran, pues, el brazo vengador de Dios y del rey. Además, ellos no condenaban, no decidían el suplicio ni la muerte de otro. Eran los instrumentos de una justicia impartida por otros[30].
Cuando el jovencísimo Hardouin había preguntado:
—¿Pero no somos muy culpables nosotros cuando ejecutamos o atormentamos[31] a inocentes acusados injustamente?
Su padre había afirmado en tono tranquilizador:
—He encontrado a muy pocos. Menos que los dedos de una mano, diría yo. ¿Y, en todo caso, qué? Nosotros no hemos enviado a la hoguera ni al patíbulo a un alma pura, porque nosotros no juzgamos.
Hardouin no había vuelto a preguntárselo.
Con los pies descalzos, cubierta con la vestidura de saco beis de los ajusticiados, con los cabellos cortados deprisa y corriendo, Marie de Salvin fue empujada sin miramientos por un guardia. Ella se arrodilló ante el sacerdote que blandía un crucifijo sobre su cabeza. Él murmuró:
—Confiesa y arrepiéntete, hija mía. Es el momento.
Marie de Salvin fijó la vista en él y recalcó:
—¡He dicho la verdad!
El guardia la levantó y la arrastró hacia el verdugo con tal brutalidad que ella tropezó y estuvo a punto de desplomarse sobre el polvo de la plaza de la ejecución.
Aquella mañana, la muchedumbre era algo más reducida de lo acostumbrado, a causa del mercado de telas y ganado que se celebraba ese día en Bellême. Otra distracción muy apreciada, otro divertido paseo familiar. No obstante, los mirones se mostraban de buen humor, alegres, dándose codazos, intercambiando bromas. En realidad, esta hoguera era de menor importancia. Una desvergonzada de alto linaje que había asegurado que la habían violado. Ni asesina, ni bruja.
El justicia de Mortagne asistía, muy derecho, con el verdugo tapándole el rostro, vestido con un pantalón ajustado de cuero negro, cuyas perneras desaparecían en unas finas botas altas, y con un jubón de tafetán[32] de color rojo vivo. Marie se hizo la reflexión de que la muerte tenía un aspecto noble. A una media toesa de él, un chico muy joven agarraba con las dos manos una antorcha. Monsieur de Mortagne proclamó en voz alta, por segunda vez:
—Madame, hermana mía en Jesucristo, perdón por mi acto.
—Os lo concedo, verdugo…
La muchedumbre aplaudió. Marie de Salvin prosiguió con fuerte voz:
—… Estoy en paz, soy inocente.
Se elevaron abucheos en desaprobación. Ella había arruinado el espectáculo.
El justicia de Mortagne miró por primera vez detalladamente el rostro encantador que el encarcelamiento no había conseguido marchitar, los ojos azul marino estirados en forma de almendra, la frente alta, antes depilada[33] y que se cubría hoy con una pelusa del color del trigo maduro.
—De acuerdo con mi promesa, he orado por el descanso de vuestra alma. Adelantémonos. Tened cuidado con las ramitas y la paja. Se pegan a la planta de los pies.
Marie inclinó la cabeza en respuesta y trepó sobre el montón de troncos, hasta el poste al que la ató monsieur de Mortagne, preocupado:
—Tengo que apretar las ataduras. Sin embargo, indicadme si os hago daño. Se trata de una ejecución simple. Sería vergonzoso haceros sufrir inútilmente.
Otra inclinación de cabeza.
—Se os concede la venda de los ojos. ¿La deseáis?
—¡Desde luego que no! ¡No necesito vuestros… gestos de clemencia! Quiero veros hasta el último segundo. A vos, a ese sacerdote y a esta muchedumbre. Vosotros seréis el rostro de la ignominia, el que me lleve a la tumba. Adiós, monsieur, si, no obstante, Dios os reserva un lugar a su lado. Por caridad, acabemos ya.
El justicia de Mortagne no se ofendió por tales declaraciones. Su padre le había enseñado el camino hacia esta especie de segundo estado al que pasaba cuando tenía que cumplir con su oficio. Una indiferencia total ante el sufrimiento y el miedo del otro, y esto aunque no le procurasen ninguna satisfacción. El otro no existía. Para Hardouin, él ya se había reunido con su Creador cuando aún aullaba sometido a los suplicios.
El verdugo descendió de la hoguera, recuperó la antorcha de manos de Célestin, su joven sirviente vestido de negro, que llevaba la máscara y los zuecos que señalaban su empleo, e inflamó la paja seca. Las llamas se comunicaron a los maderos y después a las ramas. Monsieur de Mortagne vigilaba la construcción de la hoguera, a fin de garantizar un fuego rugiente en pocos segundos. Tuvo la sensación clara de que la mirada azul marino en forma de almendra no se apartaba de su rostro. Marie no gritó, no se debatió. De repente, a través de la danza macabra de las elevadas llamas, vio que su cabeza se inclinaba hacia su pecho y esperó que los humos la hubiesen matado.
Extrañamente, y sin que supiera por qué, esa mirada aún lo acosaba cuando entró en su habitación por la noche.