Capítulo XXIII
Nogent-le-Rotrou, octubre de 1305, aún más tarde
Maîtresse Hase había aceptado de buen grado guardar el perro Eneas y prometido alimentarlo durante la ausencia de su nuevo amo.
La ascensión hasta el castillo Saint-Jean, por un estrecho y largo camino escarpado, defensa ideal[239] había fatigado al médico, que resoplaba, con una mano apretada sobre su costado. Habituado a ver este gran edificio de piedra encaramado en lo alto de una loma impresionante, Antoine Méchaud no le prestaba mayor atención. En cambio, Hardouin estaba fascinado por la perfección arquitectónica del castillo, imponente edificio flanqueado por torres de disuasoria y sobria elegancia.
Un guardia armado los recibió y reconoció al médico. Atravesaron la terraza que conducía al torreón. Siguieron a su poco elocuente escolta y penetraron en la vasta sala de armas, con los muros y el suelo blanco grisáceo de piedra. Con la punta de su partesana[240], el guardia les indicó una mesa de madera colocada delante de una inmensa chimenea y los dejó sin decir una palabra. Ellos avanzaron hacia la forma frágil extendida sobre la mesa, envuelta en un sudario de lana oscura. Méchaud se quitó su pétaso[241] y se persignó murmurando:
—Creo que me estoy haciendo demasiado viejo para contemplar el horror del mundo.
Fue entonces cuando cadet-Venelle descubrió, con gesto lento y cariñoso, el pequeño cuerpo mutilado.
No debía de tener ni ocho años. Sus cabellos morenos y raídos estaban llenos de sangre, de barro, de polvo. Su cuerpo enflaquecido, con los costados prominentes, aparecía estriado a base de latigazos, con el bajo vientre y la boca manchados de sangre. Como en el caso de los otros, había sido castrado, aun antes de ser un auténtico macho.
Hardouin cadet-Venelle levantó su labio superior. Sus incisivos y caninos habían sido arrancados. Una calma irreal y helada invadió al verdugo. Un día, una noche, se quedaría solo con el culpable de estos actos innombrables. «Ojo por ojo, diente por diente, mano por mano, pie por pie, quemadura por quemadura, herida por herida, cardenal por cardenal»[242]. Nunca conocería el axioma de la justicia escrito en el Libro una aplicación más implacable.
Lo juraba ante Dios.
Diente por diente.
—¡Ah… Cordero Divino! Los otros… los otros tenían… todos los dientes… —gimió el médico—. ¿Acaso este monstruo se haría aún más demoníaco, si fuese posible? Eh… puede que estuviera… el niño… ya muerto cuando… cuando… —quiso tranquilizarse.
—No. Ha sangrado profusamente. Estaba aún muy vivo. Solo podemos esperar que hubiera estado ya inconsciente —rectificó el verdugo en un tono perfectamente apacible—. Démosle la vuelta, ¿queréis?… para ver si… En fin, vuestra arte me es necesaria.
Con los labios crispados, Antoine Méchaud examinó la espalda del chiquillo; la sangre manchaba la parte baja de las nalgas.
—Ha sido… sodomizado, con brutalidad.
—Bien.
Estupefacto por esta salida intolerable, el médico escrutó el rostro impasible de Hardouin. La inmensa mirada gris estaba fija en los escuetos omóplatos del chiquillo, estriados por las marcas rojizas dejadas por largas correas. Un pensamiento incongruente, terrorífico, atravesó el espíritu de Antoine Méchaud: este gris, este gris, en este preciso instante, era el color del Infierno. Ningún otro, ni rojo, ni fuego, ni negro. Acababa de entrever el Infierno.
Vio al justicia de Mortagne deslizar sus dedos bajo los cabellos con el fin de palpar el cráneo del niño muerto. El verdugo apartó algunos mechones situados en la parte superior y se inclinó. Una herida en estrella había sangrado, unas astillas de hueso penetraban en la materia cerebral.
—La caja craneana ha sido hundida.
—¿Suficiente para matarlo? Se asegura que vuesas mercedes son unos cirujanos admirables.
—Lo ignoro. Ruego precisamente por que el golpe haya sido asestado al principio… antes del resto.
—Voy… ¿podemos volver a cubrir los restos?
Hardouin cerró el sudario de lana sobre el chiquillo. El médico dijo:
—Yo… No quiero ofenderos, pero os encuentro tan… sereno…
—¿Por qué no iba a estarlo?
—Bueno… El niño ha muerto de un modo espantoso, como otros antes que él y…
—En efecto. Mi atención se dirige a los que seguirán, aunque no olvide a los pequeños asesinados, os lo aseguro.
El Infierno. El Infierno era gris pálido y helado. El Infierno era esta mirada que lo escrutaba.
—Vamos, messire médico, partamos. No descubriremos nada más[243]. Debo presentarme en esta villa de Bellême.
—Para…
—Para ejercer mi oficio.