Capítulo III
Bellême, septiembre de 1305
Un enorme bosque rodeaba la ciudad defensiva y antiguamente cerrada. Desde el final del primer milenio[34], los señores de Bellême habían tenido la misión de combatir al invasor escandinavo, decidido a conquistar todo el reino de Francia. La importancia estratégica y política de este pequeño rincón no había hecho sino crecer y, al cabo de los años, de dudas o de esperanzas de beneficios, los diferentes señores que se habían ido sucediendo habían prestado oídos cómplices bien al rey de Francia, bien al poderoso y vecino ducado de Normandía. Beneficiándose, por tanto, de la generosidad de los diferentes y potenciales soberanos que la codiciaban, de alianzas acertadas o de uniones, la villa había disfrutado de una opulencia que se leía hasta en los magníficos palacetes que allí se elevaban. Se había extendido, saliendo de sus murallas, atrayendo cada vez a más gente. Rotrou III, conde del Perche, había terminado recuperándola. Cuando, a principios del siglo XIII, se extinguió el prestigioso linaje, Bellême fue incorporada al trono de Francia. Pero la codicia por el bello señorío en el que los negocios marchaban tan bien, aportando bienestar a sus habitantes, no había cesado por ello. Aprovechándose de la juventud del nuevo rey de Francia, Luis IX[35], que tenía apenas quince años, Pierre Dreux, llamado Mauclerc, duque de Bretaña, había tratado de robarla por la fuerza, subestimando así en gran medida la pugnacidad de la reina viuda de Francia, Blanca de Castilla[36], que velaba como una leona por los intereses de su hijo. Sin prestar más atención que a su valor y a su amor de madre[37], no había dudado en plantar un campo de batalla a la salida de la ciudad ni en lanzar su ejército para asediarla.
Marcel Voisin, llamado Tue-Chien[38], el justicia y verdugo de Bellême, había fallecido en la primavera anterior de unas fiebres tifoideas. Su hijo mayor, de diez años, había sido considerado demasiado pequeño para proseguir el oficio del difunto, hasta el punto de que la mujer del verdugo, su madre, afirmaba que no tendría de ninguna manera una mano tan segura como la de su padre. Además, si la masa adoraba los suplicios y las ejecuciones, ella no toleraba los fracasos. Un verdugo torpe se convertía en blanco de pullas e injurias.
Tras suplicárselo, engatusarlo con sus ganancias duplicadas gracias a su derecho de havage[39], Hardouin había aceptado esta sustitución transitoria sin gran entusiasmo. Le gustaba conocer los cargos que pesaban sobre los culpables, pero su única misión aquí se resumía en atormentar o en matar.
Cuando llegó aquella mañana a la ciudad fortificada[40], vestido ya con sus ropas de muerte rojas y negras, con el pequeño Célestin a la grupa, una importante multitud se había concentrado ante el patíbulo. La muchedumbre se apartó para dejarlos pasar. Por enésima vez, leyó en los rostros la misma mezcla desconcertante de emociones: asco despectivo hacia él y ferocidad alegre por el espectáculo que iba a desarrollarse.
Hardouin desmontó y el secretario del vicebaile, un tal Benoît Lambert, se precipitó hacia él para leerle la sentencia antes de proclamarla de nuevo para provecho de los mirones.
—Decapitación. Se trata de una mujer, Aude de Casanel. Ha enyerbado[41] solapadamente a su marido, a su suegra y, sin duda, a su hijastro.
—¡Diantre!
—¡Sí, ciertamente! Ante unos testimonios abrumadores y el descubrimiento de un polvo gris encontrado en un bargueño[42] de su habitación, del que un pellizco ha hecho que un gato reventara en unas horas, ha confesado rápidamente, antes de arrepentirse muchas veces, ahorrándose muchos tormentos.
Hardouin cadet-Venelle no comprendió inmediatamente de dónde le venía el alivio que lo embargaba. Hasta que una frase resonó en su espíritu: «Estoy en paz, soy inocente… Quiero veros el rostro hasta el último segundo. Vos, este sacerdote y esta muchedumbre. Vosotros seréis el rostro de la ignominia, el que me llevo a la tumba». Marie de Salvin. ¿Por qué esta incursión en su memoria? Dios la había condenado. Evidentemente porque era culpable de mentiras graves, cuya intención era deshonrar a quien ella acusara de violación. Por su culpa, su esposo, demasiado crédulo, había muerto bajo la espada de Jacques de Faussay. ¡Ya está bien con esta historia!
Aude de Casanel era culpable de varios y abyectos asesinatos.
Desde que apareció el carro que la transportaba, el alborozo de la masa explotó. Estallaron las obscenidades, aumentaron las risas. No todos los días se decapitaba a una enyerbadora noble.
De pie, muy derecha, completamente vestida de negro, Aude de Casanel se aferraba al larguero del pesado carromato con sus manos atadas por delante de ella. La mujer descendió y avanzó hacia el sacerdote para arrodillarse ante él y pedir de nuevo perdón por sus odiosos actos. El hombre de sotana puso una mano amable en su frente antes de apartarse.
Hardouin se acercó a su vez y la ayudó a subir la escalera del patíbulo. Como de costumbre, preguntó en voz alta y fuerte:
—Madame, hermana mía en Jesucristo, tengo el deber de quitaros la vida. Os ruego humildemente vuestro perdón. ¿Me lo concedéis?
Aude de Casanel, una mujer grande, de rostro poco agraciado, le dirigió una mirada vacía y declaró:
—Naturalmente, hombre, naturalmente —después, bajando la voz, añadió—: Estos pánfilos. No lamento nada, ¡salvo haber sido desenmascarada! Hasta pronto en el Infierno, verdugo. No puede ser peor que lo que he soportado aquí. Por el amor de Dios, haced vuestro oficio rápidamente. La fama de vuestra habilidad me tranquiliza un poco.
Hardouin agachó la cabeza y la ayudó a arrodillarse delante del tronco antes de desatar la cuerda que trababa sus puños. Le explicó con voz dulce:
—Tended los brazos a los lados, madame. Alargad el cuello todo lo que podáis sobre el tronco. No os mováis, para que vuestra muerte sea lo más dulce posible.
Aude de Casanel lo hizo. Sus manos temblaban. Ella reprimió el gemido que ascendía en su garganta y esperó aterrorizada.
Monsieur de Mortagne llamó a su joven ayudante:
—¡Mi espada!
La mirada de Aude se volvió hacia el niño, acechando la aparición del arma que iba a matarla. No vio el gesto de Hardouin que recuperaba la deslumbrante Enecatrix, presta ya a su lado. No vio levantarse la hoja y abatirse con precisión sobre su cuello.
La cabeza rodó, escoltada por el aullido de alegría de la turba, satisfecha. Monsieur de Mortagne acababa de realizar una bella obra, ofreciendo a madame de Casanel el magro consuelo de no haber visto abatirse la muerte sobre ella.
Célestin se acercó a su amo y le tendió el sedoso paño rojo con el que limpiaba las manchas de Enecatrix. Unas caricias y la frase grabada sobre la hoja brillante apareció: «Eos diligit et suaviter multos interficit»[43].
Mientras Hardouin y Célestin atravesaron la plaza al paso lento de Fringant, las cabezas se volvían a su paso.