Capítulo 40

Base aérea de Brownton.

31 de diciembre, 15.52 horas.

Kens e Ian se habían ido adentrando cada vez más en el entramado de salas y dependencias de la base. Era un buen lugar para esconderse. Steven Pearson debía estar en algún rincón, agazapado como una alimaña, sin saber que pronto caería en las garras de Kens. Al pasillo hundido que ella e Ian atravesaron, le siguieron otros tantos corredores, algunos de los cuales se hallaban en un estado todavía más lamentable. Por algunos tuvieron incluso que arrastrarse para continuar. Sus ropas, manos y rostros estaban tiznados de polvo y toda clase de mugre.

Pero en todos los lugares que revisaron no había más que salas desiertas. La base aérea de Brownton estaba igual de muerta que el pueblo.

—Pronto se hará de noche —dijo Ian.

Realmente no pretendía insinuar que debían irse, pero Kens lo tomó en ese sentido.

—No podemos volver hasta que haya cogido a Pearson.

Kens paseó la luz de la linterna en torno suyo, en un intento por encontrar otra cosa que no fueran escombros y suciedad.

—Déjame pasar —dijo ella.

Estaban en una zona donde los restos estrechaban el corredor. Kens se quedó quieta de pronto y apagó la linterna.

—¿Qué pasa? —preguntó Ian.

—¡Chsst! Silencio. Me ha parecido oír algo. Por detrás de nosotros.

Tuvo que pegarse al cuerpo de Ian para poder pasar junto a él y retroceder. Aguzó el oído durante unos segundos. Sólo se escuchaban sus propias respiraciones.

—No es nada. Sigamos.

Kens volvió a dar media vuelta para seguir avanzando. De nuevo se pegó a Ian. Pero esta vez se mantuvo así más de lo necesario en aquella posición, con los cuerpos de ambos muy juntos. Él no reaccionó en uno u otro sentido ante el gesto intencionado.

—Vamos —ordenó, con Ian de nuevo a su espalda.

Inmersos en las negras entrañas de la base, él había tenido muchas ocasiones de intentar hacerle daño y escapar. Pero no lo hizo.

El haz de la linterna de Kens estaba iluminando el frente.

Por eso Ian no vio el gesto de inquietud en su rostro cuando se volvió hacia él.

—¿No notas eso…?

Ella movió la cabeza de un lado a otro, como si husmeara el aire. Luego apuntó la linterna a sus pies, que descansaban sobre unos tablones. Sólo ahora se dio cuenta de que tapaban un agujero.

—Parece que hay una corriente que sube del suelo… —dijo Kens— ¡NOOO!

El aviso llegó demasiado tarde. Las maderas podridas no resistieron el peso de los dos. Hubo un crujido y, en una décima de segundo, la fuerza de la gravedad los engulló por un hueco vertical abierto en el suelo, negro y profundo.

El brazo derecho de Kens se golpeó contra la pared del pozo de ventilación. Oyó partirse la corona de su reloj Omega, que ya no podría decirle la hora. Su grito se unió al de Ian mientras se hundían en la oscuridad.

El impacto fue duro. Kens tanteó a ciegas su alrededor, con la cadera dolorida por el golpe. Por suerte no había caído sobre la mano rota.

—¡Jack, ¿estás bien?! —Su voz resonó en las profundidades.

—Creo que sí.

Ian mintió. Se había golpeado en el costado del balazo y la herida se había abierto.

Kens se dio cuenta de que la oscuridad no era completa. Aunque la escasa luz que llegaba a través del agujero por el que cayeron no tardaría en desvanecerse al llegar la noche. Había perdido su linterna. A duras penas se incorporó en la sala subterránea. Ian estaba a un lado, encogido.

—¿Seguro que estás bien? —le dijo ella preocupada.

—Sí, sí, seguro. Sólo necesito un momento.

Mientras Ian trataba de recuperarse del golpe, ella fue en busca de su linterna. Casi no se veía nada, y la carcasa era de color negro. Se agachó y palpó el suelo en torno al pie del agujero. Fue moviéndose en círculo hasta que tocó algo alargado y cilíndrico.

—La he encontrado —dijo casi con alegría—. Pero…

La linterna no funcionaba. Parecía haberse desajustado. Ojalá no se hubiera roto, dejándolos allí abajo en la completa oscuridad.

En ese momento, Kens oyó un crujido proveniente de la zona superior. Miró hacia arriba, por el hueco, y a punto estuvo de recibir en plena cara el impacto de un objeto que caía. Ya casi no se veía nada. Pero Kens pudo distinguir que se trataba de una especie de mochila. Se lanzó hacia ella y, al abrirla, aparecieron ante sus ojos unos dígitos de intenso color rojo. Marcaban el número 006.

Cuando el marcador se puso en 005, Kens comprendió con claridad qué era esa mochila.

—¡Una bomba, Jack! ¡Corre!

Ian se levantó como por resorte y casi fue embestido por Kens. Los dos juntos se lanzaron sin rumbo hacia las profundidades oscuras, alejándose de la bomba.

Estalló en medio de un ruido ensordecedor, amplificado por los muros de hormigón desnudos. Una lengua de fuego inundó el espacio en cuestión de décimas de segundo. Ian se arrojó sobre Kens y ambos rodaron por el suelo, con las llamas envolviéndolos.