Capítulo 1
30 de diciembre, 21.27 horas.
Boston. | Washington. | |
La joven palpó la pared con su mano hasta accionar el interruptor de la luz. Un pequeño y fugaz destello eléctrico brilló en la oscuridad justo antes de que un brutal fogonazo lo inundara todo. La explosión destrozó los cristales de la casa y lanzó a la mujer por los aires, a varios metros de la entrada, donde quedó tendida en el suelo gélido. Estaba embarazada de siete meses. No se movía… | El hombre se volvió para mirar, con su único ojo, la pantalla del ordenador. Siempre se iba tarde de su despacho, pero al hacerlo nunca miraba atrás. Aquella noche, sin embargo, algo era distinto. Sintió que debía volverse. Por eso vio cómo el monitor se teñía de rojo y un mensaje aparecía en él entre rápidos parpadeos. La alarma, tan temida y esperada, había llegado. Aquello era La Señal. |
Boston.
Cuando las sirenas de la ambulancia callaron, la policía ya había establecido un cordón de seguridad en torno a la casa. Los bomberos trabajaban en la extinción del incendio mientras los médicos salían a toda prisa del vehículo para atender a aquella joven y al hijo que llevaba dentro, y tratar de salvarles la vida.
El contraste con los adornos luminosos de Navidad no podría ser más patente. El crepitar de las llamas se entremezclaba con los gritos de los bomberos y de los sanitarios, el ruido de la hélice de un helicóptero de televisión y el murmullo de las decenas de vecinos atónitos y curiosos que se habían congregado en la zona.
Sólo la mujer se mantenía en silencio. Un silencio mortal. Tenía el corazón inmóvil. El fluir de su sangre se había extinguido como comenzaba a hacerlo el fuego provocado por la explosión. Durante veinte minutos trataron de reanimarla sin éxito. El primer médico que la examinó ya sabía que estaba muerta. Pero él y sus compañeros tenían la obligación de hacer todo lo posible. Aunque no sirviera de nada.
Sobre una fría camilla, al calor de las últimas llamas, los sanitarios cubrieron el cuerpo de la joven con una sábana metalizada y la introdujeron en la ambulancia, sin ninguna emoción, como a cámara lenta. Ya estaba todo hecho. Aquél era un caso más. Un caso muy triste. La ruleta de la muerte había dado un premio doble: un accidente como muchos otros, absurdo como casi todos, con dos muertos por el precio de uno.
De entre todos los presentes, sólo dos hombres sabían que aquello no había sido un accidente. Lo sabía quien quebró uno de los conductos del gas para que inundara el espacio interior de la casa. Y lo sabía el hombre a quien realmente quería matar: Ian Moone, profesor de ciencias de la electrónica y la computación en la Universidad de Harvard, y padre del hijo de la mujer fallecida.
Desde la distancia, Ian Moone contempló toda la escena. Vio aparecer la ambulancia y la vio marcharse, con el cuerpo sin vida de Gloria en su interior. Se maldijo por no haber llegado a casa antes que ella. Ignoraba los detalles de lo que había ocurrido, aunque podía sospecharlo. Unos minutos antes logró vencer el impulso de lanzarse hacia el cuerpo de Gloria, sin pensar en nada. Pero se detuvo y se mezcló entre los curiosos cuando vio al hombre de traje gris que llevaba siguiéndolo varios días. Un tipo alto y moreno, con rostro anodino, gafas de pasta oscura, perfectamente peinado y afeitado.
Ahora, con su amada Gloria y su hijo muertos, con su casa hecha añicos, ya no le quedaba más que huir de allí para no volver jamás. Aunque antes debía regresar a su despacho en Harvard. Por ella y por el niño había intentado evitar que alguien poseyera el inmenso poder que le otorgaría lo que él había descubierto. Y por ella y por el niño, ahora, iba a desatar la furia. Sí, eso haría antes de desaparecer para siempre entre las sombras, la oscuridad y el silencio: sumir al mundo en esa misma oscuridad y ese mismo silencio.
Washington.
La Señal… Paul Humpsey llevaba mucho tiempo esperándola. Aunque nunca imaginó que pudiera ser tan grande. De hecho era enorme. Incomparablemente mayor que la más grande jamás captada.
Humpsey dirigía Lakesis, un pequeño y nada ortodoxo grupo del FBI. Le llamaban Cíclope porque era un tipo duro que tenía un solo ojo útil y un genio de perros. Pero lo que mostraba la pantalla de su ordenador, la alarma acuciante que anunciaba una señal de esa magnitud, había conseguido perturbarlo. Mirando hacia el monitor, tomó una bocanada extra de aire. Luego salió de su despacho y observó, por un breve instante, la sala en penumbra. Allí, media docena de ordenadores exhibían el mismo mensaje, tiñendo el ambiente con intermitencias de luz roja: SEÑAL DETECTADA.
—¡Quiero saber cosas! —gritó Cíclope con voz autoritaria, sin revelar su inquietud— ¿Lenger?
Orson Lenger se detuvo en seco en medio de la sala. Se había levantado corriendo de su puesto de guardia para avisar a Cíclope de que acababa de producirse una señal. A éste no le habría dado tiempo de marcharse. Ni siquiera de llegar al ascensor. No podían permitirse el lujo de perder un solo minuto. Cada segundo era crucial. Lenger volvió a toda prisa a su silla y empezó a teclear frenéticamente, con la vista fija en la pantalla de su ordenador.
—¡Es enorme! —exclamó.
El informático estaba excitado como una virgen a la espera de su primera noche de amor.
—Ya sé que la señal es enorme —dijo Cíclope—. Quiero saber más cosas.
—Sí… Lo siento, jefe. Es que es una pasada, ¿verdad?
Cíclope le dirigió un nuevo gesto severo, a modo de respuesta, aunque comprendía la agitación del informático. Por primera vez, el motivo de que aquel insólito grupo existiera, de que el circunspecto FBI lo contara entre sus filas, cobraba sentido.
Todo había empezado con el Proyecto Conciencia Global de la Universidad de Princeton. Aquél fue el primer paso, al ser descubierta una realidad casi inimaginable: la existencia de una unión mental e invisible entre todos los seres humanos, capaz de percibir con anticipación hechos trascendentales para la humanidad. Pero Cíclope, a pesar de su único ojo, había alcanzado a ver un poco más lejos. Si nuestra mente colectiva era capaz de predecir que un acontecimiento crucial y temible iba a ocurrir, quizá alguien pudiera evitarlo.
Quizá.
Desde que llegaran los primeros fondos para desarrollar esa idea, un año después del fatídico 11-S, el sistema se había ido perfeccionando cada vez más. Ahora tenían repartidos por todo el mundo cientos de aparatos electrónicos, parecidos a pequeños ordenadores. Eran sus oídos, generadores de números aleatorios que respondían de un modo desconocido a esa conciencia global cuando algo de veras importante estaba a punto de ocurrir. A esas máquinas nada debería afectarlas y, sin embargo, las afectaba. Cuando ocurría, eso era una señal: un cambio, una alteración en los números que no debía ocurrir, en un proceso puramente aleatorio.
Y a juzgar por la magnitud de la señal de esa noche, algo iba ocurrir, desde luego. Algo muy, muy grande.
—Ya lo tengo —anunció Lenger.
Boston.
Ian Moone detuvo su coche junto a uno de los bolardos metálicos en torno al edificio en que se hallaba su despacho de la Universidad de Harvard, que separaban su plaza de aparcamiento de la acera. Salió del vehículo bajo la mortecina luz de las farolas y ni siquiera se molestó en cerrarlo. Dando tumbos, como si estuviera borracho, con la vista nublada por las lágrimas, llegó hasta las escaleras de acceso y el pórtico de entrada. Abrió la puerta con su tarjeta de identificación de banda magnética y tomó uno de los ascensores.
No podía apartar de su mente la imagen de Gloria en la camilla, cubierta con la sábana metalizada, muerta. Y muerto, también su hijo. Su hijo, al que unos meses antes no quiso, pero que ahora se había convertido en la razón de su existencia. Él y Gloria.
—Gloria —dijo entre dientes, sin darse apenas cuenta. Nunca creyó que podría decidirse a hacer lo que estaba resuelto a hacer esa noche. Nunca lo habría decidido por sí mismo. Pero, una vez más, habían decidido por él. Matando a Gloria y a su hijo, lo habían decidido por él.
Al llegar al despacho encendió su ordenador. Mientras se cargaba el sistema operativo, volcó la taza que tenía sobre su mesa. Dentro ocultaba un pendrive, que insertó con mano temblorosa en un puerto USB. Sólo había una carpeta, llamada JANUS. Accedió a ella y ejecutó el único archivo presente. «0»: el número cero, el símbolo de lo nulo, de lo menor que la unidad y anterior a ella.
Esperó unos segundos a que el programa le pidiera un nombre y una contraseña. Escribió HOMBRE INVISIBLE y la lista de números del 1 al 10 por el orden alfabético de sus nombres. El icono de la conexión de acceso a Internet emitió un destello verdoso. Ian oprimió un botón en la ventana que se mostraba en pantalla, y luego marcó una casilla de verificación antes de pulsar otro botón.
Un leve ruido afuera lo alertó y le hizo ponerse en tensión, totalmente quieto, aguzando el oído. Apagó con rapidez la luz de la mesa, la única que había encendido, y esperó. El ruido se repetía con una cadencia regular. Eran unos pasos.
Debía de ser el tipo que lo seguía, el asesino de Gloria y de su hijo. Ian apagó el ordenador sin ningún miramiento y prácticamente arrancó el pendrive de su lugar. Sin hacer ruido, atravesó el despacho y se ocultó tras la puerta de una pequeña sala aledaña que se utilizaba para las conexiones de los servidores de la intranet del campus y de Internet. Si hubiera tenido algo contundente a mano, habría esperado allí a que el hombre entrara para cogerlo por sorpresa. Deseaba matarlo, pero estaba desarmado, así que se adentró en la sala para esconderse mejor y fue entonces cuando oyó abrirse la puerta de su despacho.
El maldito asesino no era demasiado cauteloso. Abrió de un solo golpe. Ian no podía verlo, aunque estaba seguro de que debía llevar una pistola. Era la oportunidad de salir por la puerta contraria de la sala de conexiones. No quería arriesgarse a tomar el largo pasillo que conducía de los despachos a los ascensores y las escaleras. Justo a un lado había un cuarto de aseo. No miró atrás, y entró en él con rapidez. Si el asesino lo veía, aún tendría una oportunidad.
Se metió en la última de las cabinas, al fondo, sin cerrar la puerta. Estaba tratando de evitar arrojarse contra aquel hombre que había destruido a quienes más amaba. Debía contenerse y no dejarse matar también él. Ése era el verdadero objetivo de aquel asesino y de quienes lo habían enviado. Sólo se defendería si lo descubría en su escondrijo. Si no, ya habría otra ocasión de pagarle con la misma moneda.
De pronto, Ian dio un respingo cuando notó en el pecho el vibrador de su teléfono móvil, dentro del bolsillo de su camisa, seguido del timbre de llamada. Nunca los compases de «No woman, no cry» le habían alterado de modo semejante.
Desde el pasillo, el asesino había oído la melodía del móvil. Se aproximó —esta vez con cuidado— a la puerta del cuarto de aseo y se paró allí un instante. Sabía que Moone no podía estar lejos, porque la fuente de alimentación de su ordenador estaba aún caliente. Ahora sí que iba a cazarlo.
El móvil de Moone seguía sonando, como si su presa no fuera capaz de pararlo. Eso era bueno para el asesino. El hombre a quien perseguía debía estar asustado y turbado. Así sería más fácil acabar de una vez con él. La muerte de su mujer había sido un daño colateral. No debía haber ocurrido, pero de nada valía lamentarse. El asesino estaba entrenado para asumir esa clase de bajas. Lo realmente importante —lo único importante— era la misión. Una misión que estaba a punto de llegar a su fin.
Con rápidos movimientos, el asesino entró en el aseo y fue comprobando cada una de las cabinas. La melodía del móvil resonaba dentro de la estancia, por lo que era imposible determinar el lugar exacto del que provenía. Al llegar a la última cabina, el asesino se movió más despacio. Moone tenía que estar allí, encogido en una esquina, como un animal acorralado, junto a la taza del váter.
El asesino esbozó una leve sonrisa carente de humor y respiró hondo. Faltaba poco. Esa noche podría volver a su casa, dormir con su mujer y dar un beso de buenas noches a sus pequeños.
Pero cuando se volvió y apretó el gatillo de su arma con silenciador, la bala sólo atravesó un azulejo de la pared. Algunos pedazos de loza cayeron sobre el teléfono móvil de Moone, abandonado en el suelo.
Aquello no entraba en los planes del asesino. No esperaba que un profesor universitario pudiera burlarlo como a un vulgar principiante. Miró a su alrededor y sólo entonces reparó en la ventana abierta. Se maldijo por su falta de atención, por haber subestimado a Moone, por permitir que se alargara lo inevitable. Fue a toda prisa hasta la ventana y aún le dio tiempo de ver abajo al profesor. Huía renqueando. Era difícil imaginar cómo podía tener fuerzas para escaparse después de haber saltado desde un segundo piso. Debía de haber caído sobre algo que amortiguó el golpe. Pero eso daba igual. Aún estaba a tiro. El asesino le apuntó cuidadosamente, con firmeza, asiendo el arma con ambas manos, y apretó por segunda vez el gatillo.
En esta ocasión, la bala sí impactó en el cuerpo de Moone.
Washington.
Cíclope había estado todo el tiempo junto a Lenger, que se movía con la destreza de un felino entre los programas informáticos que él mismo había desarrollado y que permitían descubrir la señal en el mismo instante en que ésta se producía. Era como la piedra que cae en el centro de un lago. Ellos buscaban las ondas en la superficie para encontrar ese centro en el que la piedra había caído. Aunque, en realidad, era mucho más que eso: la piedra aún no había caído, y ellos necesitaban saber dónde y cuándo lo haría.
—Faltan veintiséis horas y cuarenta y un minutos —dijo Lenger.
—¿Dónde? —preguntó Cíclope.
—Un momento…
En la pantalla apareció la imagen de un globo terráqueo. Los generadores de números aleatorios estaban marcados sobre él con unos pequeños símbolos rojos. Bajo la atenta mirada de los dos hombres, empezaron a desplegarse mapas cada vez de mayor escala, que poco a poco se iban aproximando a un punto concreto del planeta. Un círculo se iba cerrando, lentamente; primero sobre Estados Unidos y luego sobre Nueva Inglaterra, hasta que pareció que su centro apuntaba al estado de Vermont.
El programa de Lenger les mostraría en unos segundos el lugar preciso. Entonces sabrían lo único que podían llegar a saber, lo único que podía ayudarles a evitar una catástrofe cuya naturaleza ignoraban, pero que sin duda iba a ocurrir. Sabrían dónde y cuándo, aunque no supieran qué.
Era el momento de avisar a su agente de campo. Humpsey levantó el auricular del teléfono y marcó la tecla 1 de la memoria. Escuchó los timbres de llamada, sin retirar la vista del contador decreciente de tiempo. Seguía disminuyendo, inexorable.
Ahora marcaba 26 horas y 40 minutos.
—Maia, soy yo.
Afueras de Washington.
El cuerpo sudoroso de Maia Kensington descansaba sobre el colchón que unos minutos antes había tenido que demostrar la firmeza de todos sus muelles. A su lado yacía un hombre un poco más joven que ella. Maia había cumplido treinta y tres años el día anterior y ya no desperdiciaba su tiempo con romances largos. Si el amor no venía, que llegara al menos el sexo. Y cuanto más, mejor. Ésa era su forma de vivir: veloz, independiente y decidida.
El humo de su cigarrillo acariciaba la lámpara de pared, mientras su compañero circunstancial la observaba con aire bobalicón. Creía recordar que su nombre empezaba por hache. Lo había conocido aquella misma tarde en un bar al que solía ir después del trabajo.
Sonó el teléfono móvil.
—No lo cojas —pidió el hombre.
La pantalla del aparato mostraba LAKESIS.
—Tengo que contestar.
Maia se levantó, dejando al descubierto su cuerpo esbelto, unos pechos pequeños pero bien modelados y la curva perfecta de su vientre. Apagó el cigarrillo con un solo gesto y oprimió el botón del teléfono para recibir la llamada.
—Kens al habla.
—Maia, soy yo —dijo Cíclope, al otro lado de la línea.
—Llámame Kens, papá. Kens. Te lo he dicho muchas veces. Cíclope no hizo caso del comentario y el tono exasperado, y se limitó a decir:
—Ven enseguida. Tenemos una señal.
—¿Grande?
—Muy grande.
Ella asintió sin responder, como asumiendo internamente lo que aquello significaba. Luego pronunció un lánguido —voy para allá— y colgó.
—Tienes que irte —dijo Kens al hombre, que aún estaba en la cama, sonriente.
Su expresión cambió.
—Pero… ¿por qué?
—Vamos, date prisa.
Kens le lanzó la ropa sin contemplaciones y no se molestó en esperar una respuesta. Fue directamente al cuarto de baño y abrió el grifo de la ducha. Él no dijo nada más y empezó a vestirse. No comprendía qué pasaba —el sexo con ella había sido fabuloso—, aunque era evidente que quejarse no iba a servirle de nada.
Cuando Kens salió de la ducha, su fugaz amante estaba listo, pero aún se resistía a marcharse.
—¿Sigues aquí?
Envuelta en una toalla, y con el cabello corto mojado, lo acompañó hasta la entrada.
—¿Me llamarás? —preguntó él, ya en el pasillo.
Kens lo miró por un breve instante, con el ceño fruncido.
—No —dijo, justo antes de cerrar la puerta.
En menos de cinco minutos, Kens estaba sobre los 127 caballos de su Kawasaki Z-1000. A pesar del intenso frío y de la nieve, insistía en usar su moto. Cabalgaba sobre ella envuelta en una gruesa cazadora de cuero negro, como las de los antiguos aviadores. Se inclinó hacia delante y giró un poco más el acelerador. Debía llegar cuanto antes a la agencia. No había tiempo que perder, porque contra el tiempo iba precisamente su trabajo. Y quizá también contra el destino.
Boston.
Por suerte para Ian Moone, la bala del asesino sólo le hizo un rasguño en el costado. Tenía que seguir moviéndose, aunque las piernas le dolían como si tuviera clavados dos puñales en las rodillas. Se lanzó a un lado y rodó hacia un banco de piedra. Desde allí, al abrigo de las sombras, fue reptando hasta ponerse a salvo detrás de un muro. Estaba cerca de su coche, pero necesitaría atravesar una zona abierta para llegar a él.
Arriba, el asesino disparó un par de veces más. Casi no veía a Moone, y sus balas se perdieron en la oscuridad. Tendría que bajar y terminar con el profesor en el aparcamiento, antes de que pudiera huir y él tuviese que llamar a sus superiores con la cabeza gacha. Pero eso no debía ocurrir. No iba a ocurrir.
El calor de la adrenalina hacía que Ian no percibiese el intenso y húmedo frío de la noche. El vaho salía de su boca entre rápidos jadeos. Ni él mismo se daba cuenta de que, a cada espiración, emitía un sonoro lamento. Todos sus sentidos estaban concentrados en llegar a su coche y escapar. Notó las balas que chocaron contra el gélido suelo. Sabía que el asesino sólo tenía dos opciones: esperar en la ventana a que él se moviera para volver a disparar o ir por él allí abajo. Ignoraba cuál sería su movimiento, pero su única opción era arriesgarse. Desde que tenía unos doce años había abandonado el menor atisbo de creencia en Dios. Sin embargo, musitó algo parecido a un extraño exhorto al Creador:
—¡No me cogerán vivo!
Con los dientes tan apretados que podrían haber estallado unos contra otros, Ian se levantó sobre sus maltrechas piernas y avanzó lo más rápido que pudo hacia el coche. Parecía un viejo autómata mal engrasado. No recordaba si había cerrado las puertas. Metió la mano en el bolsillo de su chaqueta en busca del mando a distancia y a punto estuvo de perder el precario equilibrio con que se movía. Dio un traspié, y su dolor en las rodillas se intensificó. Pero ya estaba junto al automóvil. Se apoyó en el lateral mientras oprimía el botón de apertura en el mando. Las luces de intermitencia se encendieron y un breve pitido quebró el silencio. Lo había conseguido.
—¡Alto!
La voz del asesino pareció resonar en la penumbra. No era como Ian la habría imaginado. Era una voz suave, casi amable, a pesar del tono autoritario. Las apariencias siempre engañan. Ahora estaba a su merced. Apenas podía moverse, y mucho menos oponer resistencia. Había hecho bien cuando abandonó toda creencia en algo superior, en un destino que rige a los hombres, en algo o alguien que se preocupa de velar por nosotros.
Todo eso era una mierda.
Ni Gloria ni su hijo merecían morir, ni el asesino matarlo también a él y cumplir su funesta misión. Aunque quizá eso fuera lo mejor… Su muerte traería consigo también la muerte de JANUS, su proyecto más ambicioso y terrible, la razón de todo aquello.
En ese momento, Ian recordó algo que Gloria le había contado. Era la historia de un coronel mexicano que se fumó un cigarro puro antes de que lo fusilaran, sin que se cayera la ceniza. Mantuvo la calma y la dignidad en el momento en que es más fácil perderla. En el momento en el que a un hombre sólo le queda caer. El único en el que cómo se cae es importante.
Ian se volvió para mirar al asesino y levantó los ojos hacia él, ya sin miedo. Aquel hombre desconocido le apuntaba con su arma. Su rostro era tan frío como el ambiente, tan neutro como el gris del cemento bajo sus pies.
Había perdido. Los que deseaban verlo muerto habían ganado.
En ese preciso instante, un grito sonó en la distancia, y un potente haz de luz bañó a los dos hombres.
—¡Eh! ¿Qué pasa ahí?
Era un vigilante nocturno del campus.
Ian aprovechó la oportunidad para lanzarse sobre el asesino, que se había dado la vuelta instintivamente hacia el grueso vigilante. Lo empujó con todas sus fuerzas, se aferró a su pistola y ambos rodaron por el suelo. El sorprendido vigilante corría ahora en su dirección. Pero aún estaba lejos y se movía con torpeza. Antes de que pudiera alcanzarlos, la pistola se disparó entre los dos hombres. Ian no podía moverse. Sobre él estaba el asesino, aprisionándolo, herido de muerte.
Se zafó de él, echándolo a un lado, y se arrastró hasta la puerta de su coche. El vigilante estaba ya muy cerca. Con sus últimas fuerzas, Ian logró montar en el vehículo. Pero se dio cuenta de que no encontraba las llaves. Debían de habérsele caído durante el forcejeo. Miró a todos lados y un pequeño reflejo le reveló dónde estaban, en el suelo, al lado de la pistola del asesino, aún humeante. Como un fardo, se lanzó hacia ellas desde el asiento. Las recogió, se dio la vuelta y con el resto de energía de sus brazos logró izarse sobre la puerta del coche. Volvió a meterse dentro, insertó la llave en el contacto y encendió el motor. Un dolor lacerante le abrasó de nuevo la rodilla al pisar a fondo el acelerador, justo en el momento en que el vigilante lanzaba sus gruesas manos hacia la manilla de la puerta.
Los neumáticos chillaron sobre el asfalto. El coche patinó levemente y se alejó a toda velocidad. Por muy poco, pero Ian había logrado escapar.
No llegó a oír el timbre de un teléfono móvil, tan anodino como el traje de su dueño, que yacía, en el suelo, boca arriba, con un tiro en el estómago del que la sangre brotaba aún espesa y cálida. Delante de él, observándolo boquiabierto, estaba el grueso vigilante nocturno que segundos antes había intentado detener al hombre que le había disparado. Todavía podía escucharse, por encima del móvil, el rugido del motor de su todoterreno, alejándose a toda prisa.
El vigilante se mantenía inmóvil, incapaz de reaccionar. No sabía qué hacer. Llamar a la policía, por supuesto, pero quizá debía antes responder a aquella llamada. Llevaba poco tiempo en ese trabajo y, a decir verdad, no estaba seguro de si era una buena idea.
Por fin reaccionó. Rebuscó entre las ropas del muerto y encontró el teléfono en un bolsillo de su chaqueta. Oprimió el botón con el símbolo verde de un auricular y se puso el móvil en la oreja. Sin esperar a que dijera nada, una voz dura y cortante surgió al otro lado. Pertenecía a un comandante de la Agencia de Inteligencia de la Defensa, llamado Kyle Smith, el jefe del asesino y quien le había ordenado matar a Ian Moone. Aunque esa orden la dio antes de saber lo que ahora sabía…
—¿Dónde coño estabas? —espetó la voz—. ¡Aborta! Repito: ¡aborta!
Al vigilante se le cayó la linterna de la mano. Mientras se agachaba torpemente a recogerla, dijo:
—¿Oiga? ¡Perdone!
—¿Quién es?
—Soy un vigilante del campus de Harvard. Y tengo que decirle que…
—¿Dónde está el dueño del teléfono?
—Lo siento, pero… creo que está muerto. Ya no hubo contestación. La línea se interrumpió bruscamente. Kyle Smith ignoraba qué había ocurrido, pero la muerte de su agente quizá significaba que Ian aún vivía, y eso era lo único importante. Acababa de descubrir que los había engañado, así es que ahora necesitaba cogerlo vivo, costara lo que costase, y obligarle a que les entregara el verdadero JANUS. Aunque para ello tuviera que enfrentarse al mismo Dios y doblegar su voluntad.
No muy lejos de Smith y de su ira asesina, Gloria, la joven esposa de Ian, volvió a la vida. Había recuperado milagrosamente el pulso en la ambulancia que la llevaba a toda prisa de camino al hospital. Su cerebro estaba ya muerto, pero su cuerpo aún vivía. Y si su cuerpo vivía, su hijo, el niño dentro de su seno, también.
Después de todo, quizá hubiera algo más que el negro cielo y las estrellas por encima de las cabezas de los hombres y mujeres que habitan la tierra.
Quizá.