Capítulo 9
31 de diciembre, 02.20 horas.
Estado de Vermont.
Cuando tuvo el accidente, Kens había tardado unos segundos en tomar conciencia de lo que había ocurrido y de por qué su todoterreno estaba atravesado en la carretera, con el radiador echando humo y el morro aplastado contra un árbol. Notaba palpitaciones en su mano izquierda. Con cada latido, un dolor lacerante le recorría todo el brazo. Aún se sentía desorientada cuando se dio cuenta de que debía abandonar el vehículo. Olía a gasolina, y pensó que quizá pudiera incendiarse e incluso explotar. No tuvo dudas sobre si era mejor morir de congelación o achicharrada viva. Le costó soltarse del cinturón de seguridad y librarse de los restos fláccidos del airbag, y casi se desplomó en la nieve al intentar salir del todoterreno. Las náuseas habían acudido a su boca y el mundo empezó a dar vueltas a su alrededor, como en un «viaje» de LSD pero sin alucinaciones.
O puede que también con ellas… Había visto un resplandor a su izquierda, entre los árboles inmersos en nieve. Eso creyó, pero no tuvo tiempo de cerciorarse porque una nueva ráfaga de dolor le ascendía por el brazo izquierdo desde la mano.
—¡Me cago en…! —Quiso decir, con los dientes apretados y agarrándose la mano herida con la otra, en un vano intento de encontrar algún alivio.
No pudo acabar la frase. La cabeza le dolía casi tanto como la mano, pero su cerebro no la engañaba. Había un resplandor que se le acercaba. Una luz brillante.
Una luz, no. Dos. Se había quedado mirándolas embelesada. Eso mismo les ocurre a las pobres criaturas que mueren en las carreteras. Lo último que pasa por sus cabezas, antes de que se las aplasten, es el asombro más absoluto.
El ruido de un motor había precedido a una lluvia de nieve que salpicó a Kens, proveniente de unas ruedas que trataban de frenar. Ella salió por un momento de su trance y se abalanzó a un lado, sobre el lateral de su propio coche; demasiado tarde para haberse salvado si el conductor del otro vehículo no hubiera tenido buenos reflejos.
Kens se quedó en el mismo sitio donde había caído, tras darse un fuerte golpe contra la chapa. No tuvo ya fuerzas para moverse, aunque alguien se le acercaba. Había oído abrirse la puerta del otro coche, y una figura sin rostro se recortaba sobre los faros que la habían deslumbrado.
—¿Está usted bien? —le había preguntado el desconocido.
Ella sólo consiguió responder:
—Necesito… que me lleve… a Brownton.
Nada más decir eso, se desmayó.
La garganta de Kens estaba seca. También en su sueño. Quizá por eso fue incapaz de gritar, aunque vio a un lobo negro aproximarse a la cuna de un bebé a través de los ojos de éste.
—Viene… viene… viene —masculló agitándose.
Incluso con los ojos cerrados, y más dormida que despierta, detectó un movimiento a su lado.
—¡Viene el lobo! —gritó por fin.
Sus ojos estaban muy abiertos ahora. El hombre no tuvo tiempo de reaccionar, antes de que Kens lo agarrara del cuello con su mano derecha, en un movimiento rápido como el ataque de una cobra.
Varias cosas sucedieron entonces casi al mismo tiempo. Kens acabó de despertarse y percibió que estaba dentro de un coche viejo y maloliente, que no reconocía; y el conductor, al que tampoco reconocía, frenó para no perder el control del vehículo mientras se afanaba por seguir respirando.
—Si te mueves, te parto la tráquea —le dijo.
El coche se detuvo en medio de la carretera nevada, al mismo tiempo que el hombre asentía levemente con la cabeza.
—¿Quién coño eres tú, y qué hago yo aquí?
Kens aflojó la tenaza de su mano lo justo para permitirle responder.
A Ian le cogió totalmente por sorpresa la violenta reacción de ella, que un segundo antes estaba dormida. Sentía que el oxígeno llegaba a duras penas a sus pulmones, pero tuvo presencia de ánimo suficiente para improvisar una mentira:
—Me… llamo… Jack. Jack… Griffin y…
En ese momento Kens lo recordó todo: el ciervo que se cruzó en la carretera, el accidente, las luces, la figura de un hombre que le preguntó si estaba bien… Aun así, tardó un instante en liberar su cuello.
—Lo siento —dijo, cuando finalmente lo hizo.
Kens se había disculpado, pero no estaba arrepentida. Había hecho lo correcto, dadas las circunstancias. Él, por su parte, aún trataba de recuperarse del ataque. Se agarró el cuello con ambas manos, para asegurarse de que seguía intacto, y luego tosió un par de veces antes de hablar de nuevo. La voz le salió ronca de todos modos:
—¿Tratas siempre así a quien te salva la vida? ¡Maldita sea!
Aquel desconocido tenía razón: le había salvado la vida. De no haber aparecido él, era casi seguro que hubiera muerto congelada al pie de su coche. Kens había encontrado su aguja en el pajar al toparse con el único loco, además de ella, que andaba por esos parajes en una noche de perros como ésta, con la tormenta del siglo formándose encima de sus cabezas. Una tormenta que seguía creciendo. Con el coche detenido, los cristales no tardaron en cubrirse de nieve, y el mundo fuera de él se redujo al gemido del viento.
—No sabía quién eras, ni dónde estaba —se justificó Kens—. Ya te he dicho que lo siento.
—Sentirlo no basta. Nunca basta.
En las palabras del tal Jack Griffin había una tristeza amarga. E inesperada también, a pesar de lo ocurrido. A Kens le dio la impresión de que él hablaba ahora de otra cosa. En cualquier caso, los problemas personales que pudiera tener aquel tipo eran asunto suyo, por mucho que la hubiera salvado. Pensar de ese modo quizá la convirtiera en una ingrata, pero tenía demasiado en qué pensar para hacer de psicóloga. Además, el dolor de su mano había regresado con más fuerza tras el arrebato de adrenalina que siguió a su despertar. La única buena noticia era que ya no le dolía la cabeza. En apariencia, su cerebro continuaba en su sitio a pesar del golpe y de su desmayo. Porque se había desmayado, ¿verdad?
—¡Mi mochila! —exclamó Kens de pronto, echándola en falta.
—Está en la parte de atrás.
Ella se volvió y cogió la mochila del asiento trasero. El informe de Lenger estaba debajo. Comprobó sus cosas y vio que no faltaba nada, pero su PDA estaba tan aplastada como una nuez. Debía de haber recibido la peor parte cuando la mochila salió despedida contra el salpicadero.
—¡Mierda! —dijo con enojo. Y luego añadió—: ¿Y mi GPS portátil? Estaba en el coche, junto al volante. ¿Lo has cogido?
El silencio de Ian fue locuaz. Ni siquiera lo había visto.
—Hay que ir a buscarlo…
Casi al instante, Kens reconsideró la idea de regresar a su todoterreno. Un GPS no era tan importante como para gastar el precioso tiempo de que disponía.
—No vale la pena volver por él. Sigue adelante —dijo Kens, que para sus adentros añadió: «La jodida mano me está matando».
Eso era verdad, pero no impidió que con ella hiciera a Ian un descarado gesto de apremio. Sin embargo, él no tenía intenciones de continuar. Se giró en su asiento para ponerse cara a cara frente a Kens, y dijo:
—Seguiremos sólo cuando me des las gracias. Y si no lo haces, tienes dos opciones: o te vas andando desde aquí hasta Brownton, donde lo más probable es que acaben amputándote una mano gangrenada, si es que consigues llegar; o haces de nuevo ese truco del cuello, y esta vez me partes la tráquea de verdad y te vas al pueblo en este coche. Que, por cierto, es un jodido Pontiac Firebird Trans-Am del setenta y siete, con un motor de ocho cilindros en V, seis mil ochocientos centímetros cúbicos y trescientos sesenta caballos, además de un agujero en el techo, una tapicería que no podría estar más gastada y una calefacción que apenas funciona. ¿Me he explicado con claridad? ¡Dame las gracias, lárgate, o rómpeme el cuello, joder!
Fue difícil aguantar la mirada del hombre. Estaba vacía, como la de alguien que ya no espera nada y que nada desea. Le había dado tres alternativas, entre las que estaba romperle el cuello y robarle el coche, y Kens supo que no sólo hablaba en serio, sino que le daba igual por cuál de ellas se decidiera. Sintió la tentación de responderle con algo del estilo de «Guau, lo que has dicho ha sido impresionante. ¿Lo tenías preparado?».
Eso es lo que habría hecho en condiciones normales. A eso es a lo que estaba acostumbrada, a responder siempre con más fuerza que la de su interlocutor. Pero decidió contenerse, aunque no supiera el porqué. Él quería que le diera las gracias. Muy bien, era justo.
—Gracias. Quiero decir… gracias por salvarme la vida, Jack Griffin.
Ian asintió, aunque no permitiera a su gesto severo relajarse un ápice. Había vacilado cuando oyó a Kens dirigirse a él con un nombre que no era el suyo. No resultaba fácil asumir una nueva identidad, pero era lo que debía hacer mientras estuviera con una agente del FBI.
Durante un largo trecho ninguno de los dos volvió a hablar. Era normal. No podrían haber empezado de peor manera. Kens se limitó a fumar un cigarrillo tras otro, como era su costumbre, y a mirar a través de su ventanilla el monótono paisaje nevado. En el habitáculo sólo se oía el aleteo del aire frío que penetraba por el agujero del techo y el incansable ir y venir de los limpiaparabrisas, que poco a poco iban perdiendo su batalla contra los copos de nieve. La que ya había sido derrotada era la precaria calefacción. Dejó de funcionar del todo hacía unos minutos, sin avisos ni ceremonias. Kens e Ian habían tenido que ponerse sus abrigos para intentar no perder completamente el calor de sus cuerpos. Y el frío no era lo peor para ella. Más de una vez, Ian la vio retorcerse en su asiento y apretar los maxilares. La mano debía estar doliéndole terriblemente, pero Kens no se quejaba, ni decía una palabra. Se limitaba a esperar que el dolor volviera a hacerse soportable. Los adiestradores de la academia del FBI, en Quántico, se sentirían orgullosos de su cachorro, si pudieran verla. Ian, en cambio, se arrepentía de haberla recogido. Ella encarnaba al agente perfecto: muchas pelotas, un cerebro arrogante y un corazón de hielo. Como aquel hijo de puta de Kyle Smith…
Esta vez fue Ian quien se retorció en su asiento. A él también lo asaltó un dolor difícilmente soportable. Había estado tan preocupado por evitar que lo asesinaran y por librarse de sus perseguidores, que hasta ese momento no fue plenamente consciente de que lo había perdido todo. Una sensación profunda de odio lo asaltó de un modo físico. Kens no se apercibió, pero el hombre que estaba a su lado se sentía enfermo, y sus manos, agarradas al volante, le temblaban de ira e impotencia. Gloria estaba muerta. Su hijo, aún en el vientre de su madre, estaba muerto. Ellos los habían matado a los dos.
Pero iba a hacérselo pagar, oh, sí. Iban a desear no haber nacido, cuando todo se desmoronara, cuando él hiciera desmoronarse al mundo.
Ian volvió a sentir que Kens se retrepaba en el asiento y, con desprecio, le dijo:
—¿Por qué no admites de una vez que te duele?
La respuesta de ella fue inmediata:
—Porque eso no va a hacer que me duela menos.
—Vaya estupidez.
Habló con convicción, aunque en algún lugar, muy dentro de él, se preguntó si, de poder gritar a voces su dolor al mundo entero, le dolería menos haber perdido a Gloria y a su hijo.
—Ya —dijo ella—. De todos modos, a ti te importa una mierda si me duele o no, así es que no creo que valga la pena discutirlo.
No había verdadero reproche en la voz de Kens, aunque eso careciera de importancia para ambos. El silencio regresó, con nuevos cigarrillos. Y, pasado un rato, Ian la vio sacar del bolsillo una bolsa de plástico. Era la misma que él encontró al registrar su chaqueta, cuando ella estaba inconsciente. Kens jugueteó con las pastillas de su interior, pero sin llegar a decidirse a tomar una. Al final no lo hizo, y la bolsa regresó al bolsillo de donde había venido.
No es que Ian fuera un experto en drogas, precisamente. Su experiencia con ellas se había limitado a unos cuantos porros de marihuana cuando estaba en la universidad, que le hicieron vomitar y sentirse un imbécil. Pero no estaba tan fuera de onda como para no ser capaz de reconocer unas anfetaminas. Una agente del FBI que tomaba anfetaminas… No hacía mucho tiempo —aunque parecieran haber transcurrido mil años desde entonces—, eso le habría resultado chocante.
—¿Qué? ¿Aspirinas para el dolor?
—¿Para el dolor? —repitió Kens, que, con aire pensativo, añadió—: Sí, algo así. —Luego, otra vez en su tono normal, dijo—: Creo que todavía no te he dicho mi nombre. Me llamo Kens.
Ian ya sabía su nombre, aunque hubiera preferido no saberlo. Se empieza por conocer el nombre de alguien, y luego eso acaba siempre implicando una responsabilidad. Y responsabilidad era lo último que él deseaba. Le habían arrancado su vida. No le quedaban ataduras en este mundo ni deseos de forjar otras nuevas. Aunque, dentro de muy poco, tampoco eso importaría ya.
—En cuanto lleguemos a Brownton, te dejo y sigo mi camino.
Kens se preguntó qué camino era ése. El destino había puesto a Jack Griffin en el lugar apropiado y en el momento justo, lo que era casi milagroso, pero resultaba también muy extraño. Y más aún en estas circunstancias. Todos los noticiarios y cadenas radiofónicas del país habían avisado del pésimo tiempo que iba a azotar a Vermont y a otros estados del noreste, lo que había dado buenos resultados: Kens no se cruzó con un solo vehículo particular en su trayecto desde el aeropuerto de Burlington. Ella sabía por qué estaba allí. Pero no imaginaba qué hacía ese desconocido, reservado y misterioso, por aquellas tierras remotas en una noche de pesadilla. Además, había otros aspectos que tampoco cuadraban. Amargado o no, daba la impresión de ser un hombre de familia, responsable y sano, con un trabajo probablemente monótono. ¿Y cómo encajaba eso con un coche destartalado, que olía a porros y cerveza rancia? Kens sabía que las apariencias engañan. Se lo había recordado a sí misma esa noche, en relación con Brownton. Pero también era consciente de que no siempre engañan.
—¿A qué te dedicas, Jack?
El periodo de tregua se había terminado para Kens. Estaba dispuesta a obligarle a conversar, aunque resultara obvio que él no deseaba hacerlo. Sentía curiosidad y, después de conducir a solas durante horas, tenía ganas de conversar. Además, el dolor de su mano estaba dándole un respiro, gracias al Cielo. Quizá fuera una recompensa divina por no haberse tomado otra de sus anfetaminas. Tres eran ya demasiadas en tan poco tiempo. Por eso no lo había hecho, y no por ser buena chica. Pero no había por qué desvelarle a Dios el pequeño secreto y quitarle la ilusión, ¿verdad? De ilusión también se vive. Es más, sólo la ilusión hace que vivir merezca la pena. Aunque ella no se hiciera demasiadas ilusiones con respecto a la mano, pues sospechaba que el dolor no tardaría en regresar.
—Mira… Kens, o como quiera que te llames, porque… ¿qué clase de nombre es ése? Estamos en paz, ¿de acuerdo? No es necesario que hablemos, ni que me expliques qué haces aquí o cómo ocurrió tu accidente, ni adonde te gusta ir los sábados por la tarde. No me interesa. En cuanto lleguemos a Brownton…
—… Me dejas y sigues tu camino, lo sé. Ya lo has dicho antes.
—Entonces no me hagas repetirlo.
—Tenemos aquí un tipo duro, ¿eh? Y el caso es que no lo pareces. Yo más bien diría que te dedicas a algo mortalmente aburrido. —Kens reflexionó unos instantes—. Eres profesor…
Sí, un profesor universitario que repite lo mismo todos los días. Debe de ser genial…
Jack no reaccionó ante la provocación, lo que no hizo más que aumentar la curiosidad de Kens.
Él no era un tipo duro, aunque sí un hombre precavido. Siempre lo había sido. Claro que no deseaba hablar. Y no sólo por su estado de ánimo, sino porque resultaba peligroso. Ian sí sabía a qué se dedicaba Kens. Ella era del FBI. Evidentemente no estaba con quienes habían intentado asesinarlo. De lo contrario ya estaría muerto, pero la situación podría cambiar en cualquier instante. Por eso le había dado un nombre falso. Por eso no debía hablar con ella. Por eso debía dejarla en Brownton y seguir cuanto antes su camino hacia Canadá.
Una nueva pregunta de Kens interrumpió sus pensamientos. Estaba claro que era una mujer insistente. Y también perspicaz, aunque tomara anfetaminas y tuviera ese aspecto desaliñado. Dos argumentos más en favor de ser prudente.
—¿Estás casado, Jack Griffin?
«Aja», pensó Kens. Eso sí que había causado una reacción en su hosco salvador, que, a estas alturas, debía de estar arrepintiéndose de haberse portado como un buen samaritano. No hacía falta que contestara. Kens supo que había una mujer en su corazón. Eso podría explicarlo todo: ella lo había dejado, y el aburrido profesor se había lanzado ciegamente a la carretera con un coche que debía de ser de…
—¿De quién es este coche? Porque yo juraría que no es tuyo.
—Se acabaron las preguntas.
Justo en ese momento, dejaron atrás un gran cartel que les daba la bienvenida a Brownton (EL HOGAR DE LA TRUCHA ARCOÍRIS. POBLACIÓN: 2464 habitantes). No tardaron en aparecer adornos navideños, que Kens tanto detestaba. Cables de bombillas multicolores iban de una punta a otra de la calle.
Todavía aguantaban, sujetos a los edificios de madera. Pero Kens tuvo el presentimiento —y también la esperanza vaga— de que no resistirían el embate del viento durante mucho más. Lo mismo podría decirse de un gran árbol de Navidad, adornado también con luces, además de bolas de colores, envueltas ahora en nieve. Muchas de ellas habían sucumbido ya a la tormenta. Reposaban a los pies del abeto como regalos de Santa Claus olvidados.
La nieve, que forraba calles, tejados, vehículos, porches y todo lo demás a su alrededor, se veía impoluta y virgen. Ni una sola pisada la mancillaba. Animales y personas estaban recogidos en sus guaridas y hogares, esperando a que la tormenta pasara. A través de ventanas enmarcadas en hielo, la luz del interior de algunas casas alumbraba con timidez la noche oscura.
—Parece una puta postal navideña —dijo Kens.
Sí que lo parecía, pensó Ian: una puta postal navideña de Norman Rockwell. Él siempre había adorado la Navidad, hasta el accidente de sus padres. Era un sentimiento feliz ya sepultado, como lo estaría todo el resto a partir de aquel día. La sensación física de odio que antes sintió se había diluido. No es que se hubiera hecho menos intensa, claro que no, sino que se había incorporado a él de algún modo. Formaba ya parte de un nuevo Ian Moone, que había dejado de ser quien era.
—Es mejor que busquemos un hospital, o algún sitio donde puedan mirarte esa mano —dijo Ian, sereno como el condenado a muerte que ha aceptado su destino—. No tiene buen aspecto.
La hemorragia se había detenido, pero dos de los dedos de Kens presentaban un malsano color violáceo, además de estar torcidos de un modo poco natural. El dolor había regresado, como ella previó. Lo hizo de repente y con las peores intenciones.
Tres calles más adelante, Ian tomó sin pensarlo la vía de la izquierda, y casi se dio de bruces con algo que hizo acelerarse de nuevo el ritmo de su corazón. Era la oficina del sheriff de Brownton. Kens notó la reacción que él intentó disimular.
—Ahí dentro podrán ayudarte —dijo Ian.
—Imagino que tú no vienes.
—Así es.
—Como quieras. Ha sido un placer, Jack Griffin —dijo Kens, que le ofreció su mano sana—. Eres un conversador de mierda, pero supongo que haberme recogido y traído hasta aquí equilibra un poco las cosas.
El comentario arrancó a Ian una sonrisa, la más leve que podía recibir tal nombre. Kens estaba encogida en su asiento, con el rostro ojeroso y atravesado por una mueca de dolor. Sufría claramente, pero aguantaba de todos modos, y hasta conseguía bromear. Ella sí que era dura, se dijo Ian, que se apresuró a atajar el pensamiento.
—Tenía que ayudarte. No me quedaba otra alternativa.
Kens le dio una palmada en un hombro, mientras cogía el informe y su mochila.
—Te equivocas. Uno siempre puede hacer lo que no debe. Es un puto derecho constitucional, ¿sabes?
Ella salió del coche y fue renqueando hacia la entrada de la oficina, con la mano izquierda embutida protectoramente en su cazadora de cuero. Esperó hasta que Ian dio la vuelta al Pontiac y desapareció al final de la calle. Mientras lo hacía, se quedó pensativa. Aquel hombre escondía algo, de eso estaba segura. En otro momento habría tratado de averiguarlo. Pero ahora tenía cosas más importantes de que ocuparse. Si no conseguía su objetivo en Brownton, tal vez ya nada importaría.
Antes de entrar en la oficina del sheriff, sacó del bolsillo el teléfono satélite y llamó a Lakesis.
—¿Lenger? Estoy en Brownton.
—Me alegro de que hayas llegado sin contratiempos.
—Es una forma de decirlo… Dile a mi padre que ponga en mi cuenta el Jeep Cherokee que me enviaste a Burlington. Está estampado contra un árbol, a tres cuartos de hora de Brownton.
—¿Has tenido un accidente? ¿Te ha pasado algo?
—Para el carro, Lenger. Las respuestas son sí y sí. Me salí de la carretera. Tengo una mano tan destrozada como mi PDA.
Lenger hizo un ruido extraño con la garganta, para luego decir, medio atragantado:
—¿Una mano destrozada? ¿Te ha visto ya un médico?
—Aún no. Espero encontrar uno en este pueblucho.
—Tiene que haberlo. Vermont sigue perteneciendo a Estados Unidos, ¿verdad?
—Empiezo a tener mis dudas de que Brownton esté siquiera en el planeta Tierra. Esto podría ser la Luna, con toda esta jodida nieve que no deja de caer… Pero basta de charla. Dile a mi padre que estoy aquí. Si hay alguna novedad, infórmame de inmediato.
—Bien, Kens. Lo mismo te digo. Suerte.
La suerte nunca llega cuando se necesita. Kens lo sabía bien. Por eso había que oponer la voluntad al destino y vencerlo. Para eso estaba ella en Brownton, helándose bajo la nieve y el viento. Ahora empezaba su verdadera misión. Apretó los labios, olvidó todo lo ocurrido hasta el momento y abrió con vehemencia la puerta de la oficina del sheriff.