Capítulo 33

Brownton.

31 de diciembre, 09.58 horas.

Malcolm disfrutaba cada segundo que pasaba a solas, sin las imprecaciones de su madre, sus órdenes incesantes o sus continuos reproches. El chico no tenía la culpa de que su padre los hubiera abandonado a ambos. Pensaba que, en el fondo, su madre se daba cuenta de eso, pero que lo culpaba de todos modos y se lo hacía pagar. Deseaba que el tiempo pasara muy deprisa, para poder buscarse un trabajo y tener su propio dinero. Entonces se marcharía de aquella casa y su madre ya no podría amargarle más la vida.

Tenía que ganar dinero, como los sesenta dólares que el loco Steven Pearson le había dado por su información sobre la agente del FBI. Había puesto los dos billetes, uno de diez y otro de cincuenta, sobre la mesa de su habitación. Tendría que esconderlos bien para que su madre no los encontrara. Si lo hacía, sus preguntas acerca de dónde los sacó serían inevitables. Y además, posiblemente se los quitaría con alguna excusa.

Pero Malcolm no quería pensar ahora en su madre, sino en aquella agente del FBI que se alojaba en la habitación contigua.

En su cuerpo delgado y en cómo debía ser tumbarla sobre la cama y desnudarla poco a poco… Malcolm sintió que su entrepierna se endurecía, y en su rostro apareció un gesto beatífico. Cerró los ojos para concentrarse en esa escena: él y la agente retozando encima de su cama, mientras ella se quitaba muy despacio la ropa, provocándole y haciéndole sufrir un placentero tormento.

«Oh, sí, sigue así, sigue así, por favor».

Un crujido que vino del pasillo le hizo subirse apresuradamente los pantalones e incorporarse en la cama. El corazón empezó a latirle a toda prisa, y su ritmo se redobló al darse cuenta de que no era su madre la que subía por la escalera, sino la agente del FBI. Estaba seguro de ello porque, de ser su madre la que hubiera llegado a casa, ya habría empezado a llamarlo a gritos para que la ayudara a llevar a la cocina las bolsas de la compra.

Malcolm se deslizó de la cama sin hacer el menor ruido. Con el mismo sigilo, atravesó la habitación para entrar en el cuarto de baño. Una vez dentro, cerró la puerta sin encender la luz. La oscuridad en que quedó sumido era casi absoluta. Esperó unos segundos a que sus ojos se adaptaran a ella, y a continuación se dirigió con paso firme hacia el espejo. Sus movimientos fueron igualmente precisos cuando lo retiró de su posición sobre el lavabo y lo depositó suavemente en el suelo. Había hecho eso mismo decenas de veces.

Detrás del espejo se encontraba el agujero minúsculo que Malcolm hizo con un berbiquí, hacía ya un par de años. Se le ocurrió durante una de las temporadas de pesca, cuando las habitaciones libres de la casa fueron ocupadas por una familia venida de New Hampshire. Las dos hijas del matrimonio, que se alojaban en el cuarto junto al suyo, eran realmente guapas, y a Malcolm le surgió esa idea brillante.

Hizo aquel agujero en cuanto tuvo la primera oportunidad.

Y no había dejado de «usarlo» desde entonces. Era como un vicio para él. Más aún en casos como éste, con una mujer tan guapa como la agente del FBI al otro lado de la pared.

Ella le había dado un buen susto aquella mañana. Malcolm estaba seguro de que notó su presencia al observarla. Quizá por ser agente del FBI. Tal vez les enseñaban en la academia a percibir ese tipo de cosas. No lo sabía, pero se dijo que esta vez debía tener más cuidado de lo habitual.

Conteniendo la respiración, se recostó sobre el lavabo para acercar al hueco uno de sus ojos. La oscuridad de su cuarto de baño dio paso a la penumbra triste de la habitación de al lado.

Malcolm inspiró un «ah» apenas audible, cuando se encontró en él con algo imprevisto.

Con alguien inesperado.

No era la agente, sino un hombre que estaba sentado de espaldas, junto a la cama. Malcolm le vio coger el informe que ella había estado leyendo. De pronto, el chico se dio cuenta de quién era. La parte de su ropa que quedaba a la vista bajo el anorak lo delataba: era un chándal negro como el de Steven Pearson.

Era Steven Pearson.

Malcolm no pudo evitar un leve ruido de su garganta, por la sorpresa y el temor.

Al percibir el sonido, el cuerpo de Pearson se tensó. Y también Malcolm, que se puso rígido. Sin poder reaccionar por el pánico, vio a través del agujero cómo Pearson ordenaba las hojas del informe y las dejaba en su sitio. Entonces se volvió bruscamente y sus ojos se clavaron en el orificio de la pared.

Ese hombre no estaba escudriñando la habitación, como había hecho la agente del FBI. Él sabía que Malcolm estaba allí detrás, espiándolo. Justo allí detrás. De algún modo, era capaz de percibirlo.

El destello fugaz de una hoja, de metal apareció en una de las manos de Pearson. Y Malcolm supo qué le iba a ocurrir. Quiso gritar, pero no pudo. Las cuerdas vocales no le respondían. Su terror volvió a hacer impenetrable la oscuridad del baño. Cuando por fin pudo moverse, tropezó con el espejo y lo hizo añicos. A Malcolm le esperaban siete años de mala suerte. Ojalá tuviera tiempo de cumplirlos…

Consiguió salir del baño a tientas, incapaz todavía de gritar. El cuerpo le temblaba como una hoja seca a punto de caer del árbol. Al abrir la puerta de su habitación se encontró a Pearson de frente, con su desfigurado rostro y un brillo sádico en la mirada.

—No dejaré que ella sepa que he estado aquí —dijo en un susurro capaz de helar la sangre.

Sólo entonces Malcolm consiguió gritar. Pero su grito duró apenas un segundo.

Kens, Ian y el doctor Aymard continuaban sentados en La Trucha Plateada. La mención del veterinario de un accidente en la base había conseguido llamar la atención de Kens. Pero ésta ya empezaba a arrepentirse de su decisión de haberle prestado oídos al doctor. El hombre parecía incapaz de evitar rodeos intrascendentes, y su paciencia empezaba a agotarse. Estuvo tentada de largarse y volver a preguntarle al sheriff. No lo hizo porque recordó su extraño silencio y sus reticencias cuando trató de indagar sobre lo ocurrido en la base. Por desgracia, Kens tenía la sensación de que sólo se enteraría de la verdad gracias al doctor Aymard. Así es que se obligó a continuar sentada, mientras se mordía el interior del labio con impaciencia. El plazo hasta trece minutos después de la medianoche era cada vez más corto.

—Bien, yo siempre he sido muy escéptico respecto a esos asuntos, la verdad —estaba diciendo Aymard—. Y no es que rechace la idea de la existencia de civilizaciones inteligentes en otros lugares del Universo, pero me cuesta creer que vengan de turismo al planeta Tierra. Huelga decir que muchos de mis conterráneos no compartían la misma opinión. Ellos deseaban creer.

Kens tenía muy presente el informe sobre la evaluación secreta que los militares habían llevado a cabo en Brownton. Sí, los del pueblo deseaban creer, y el ejército de Estados Unidos deseaba que creyeran.

—Doctor, todo eso de los extraterrestres no me interesa —le cortó Kens—. Así que vaya al grano. Usted ha hablado de un accidente que no fue aclarado del todo.

—Aclarado del todo, no: no fue aclarado en absoluto. Sucedió en la noche de San Juan. Por la tarde, regresaba a mi casa y pude ver unas luces en el cielo. Todos las vieron. Al principio pensé que eran aviones de la base área. Eran diez o doce luces. No puedo decirlo con exactitud, porque iban apareciendo y desapareciendo. Se movían a una velocidad de vértigo, y hacían maniobras que dudo mucho que pueda realizar incluso un caza moderno sin romperse en mil pedazos. Los destellos eran algo maravilloso, pero ese zumbido de fondo… Más que un sonido era una vibración que se dejaba sentir por todo el cuerpo. No estoy seguro de qué impresión le produjo a los otros que la percibieron, pero en mi caso me sentí… —Aymard buscó el término preciso— desnudo. Sí, eso mismo. Aquella vibración me hizo sentir desnudo por dentro. Hubo bastante alarma y el sheriff se vio obligado a intervenir. No me refiero al sheriff Cole, obviamente. Él era sólo un jovenzuelo en aquella época. Pues bien, el sheriff de entonces fue hasta la base y pidió explicaciones. Steven Pearson era entonces uno de los jefazos científicos de la base. Él no era militar, sino civil, y fue quien le prometió al sheriff un comunicado oficial esa misma noche.

—Y luego ¿qué ocurrió, doctor?

—La explosión. Y el incendio de la base.

Ian miraba a Aymard tan estupefacto como Kens, aunque fue ella la que habló:

—Así que estaban a punto de hacer un comunicado cuando la base voló por los aires.

—Eso es lo extraño. ¿Tú crees en las casualidades, querida?

Tanto Kens como Ian negaron con la cabeza.

—Yo tampoco. Nunca se informó del número de muertos, pero los que ayudaron en la evacuación contaron más de cien. El propio Steven Pearson estaba entre los afectados, aunque él logró salvar la vida a costa de horribles quemaduras que lo obligaron a una larga estancia en el hospital.

—Ya —dijo Kens—. Y mientras él convalecía, su mujer era asesinada brutalmente.

—Ésa es la segunda parte del misterio, y de lo que me hace no creer en casualidades. No sé qué relación puede haber, si es que la hay, pero la mujer de Pearson murió esa misma noche. Fue horrible. A eso de las dos de la madrugada, una pareja de jóvenes que había ido a la orilla del lago a… bueno, ya podéis imaginaros a qué, se encontró con el cuerpo descuartizado. Yo vi los restos. Las mutilaciones eran espantosas…

Kens miraba al doctor con la mente llena de ideas inconexas que pugnaban por conectarse. Ian, por su parte, se agitó en el asiento y palideció. La imagen de una mujer muerta, descuartizada, lo llevó inevitablemente a la de otra mujer, la suya, yaciendo en mitad de un charco de su propia sangre. Un dolor punzante le hirió el pecho.

—¿Tiene usted idea de qué hacían en la base? —dijo Kens—. ¿A qué se dedicaban realmente?

A ella se le escapó la palabra «realmente». Conocía por el informe desclasificado los experimentos sobre respuesta al miedo de la población, pero empezaba a sospechar que eso no era todo.

—No. Lo ignoro. El único que lo sabe es Steven Pearson, y no creo que vaya a revelárselo. No sólo porque sea información secreta, sino porque perdió la cabeza después de esos acontecimientos.

—Lo tendré en cuenta… ¿Hay alguna cosa más que pueda contarme, doctor?

Había un punto de hostilidad en la voz de Kens, pero no iba dirigida contra el veterinario. Estaba pensando en el maldito sheriff Cole, el más estúpido de todos los sheriffs de Nueva Inglaterra.

—No, eso es todo —dijo el anciano.

—Ha sido usted de una gran ayuda, doctor. En serio.

El murmullo de las conversaciones en el bar se intensificó nada más abandonarlo Kens, seguida de Ian. Los habitantes de Brownton ya tenían con qué entretenerse durante el aislamiento del pueblo. Kens no los envidiaba, aunque su inconsciencia los hiciera inmunes al peso que ella sentía sobre los hombros. Prefería mirar al destino de frente que aguardar a que ocurriese lo que tuviera que ocurrir. Ésa era la verdadera razón por la que había accedido a trabajar en Lakesis cuando su padre le ofreció el puesto. Aquel mismo día, Cíclope le hizo el único regalo verdadero que le había hecho en toda su vida: su Omega Speedmaster, un reloj de hombre del que ella nunca se había separado desde entonces. Pero el regalo no fue por haber aceptado el trabajo en Lakesis, sino por haber superado un martirio que le había salvado la vida y puede que también el alma.

Cuartel general de Lakesis.

Orson Lenger llamó con los nudillos a la puerta del despacho de Cíclope. Estaba abierta, y entró sin esperar a que su jefe le diera permiso. Éste hablaba por teléfono con el departamento de información del FBI, tratando de conseguir más datos sobre posibles ataques terroristas y otras amenazas inminentes.

El sistema de detección de Lakesis estaba en pruebas cuando se produjo el atentado de al-Qaida en Madrid, y no fue posible avisar a las autoridades españolas. Algo similar ocurrió con el tsunami del Sureste Asiático y el atentado de Londres. Todo ello había sido muy frustrante para Cíclope, que se consideraba en alguna medida responsable del fracaso. Ahora no podía fallar. Su red era perfecta. Sus programas de detección, infalibles. Y aquella señal… Nunca antes se había detectado una similar. Si había un momento en el que no se podía permitir un error, sin duda era ése.

—Siguen sin tener nada… —suspiró Cíclope después de colgar el auricular—. ¿Sí, Lenger? ¿Hay novedades de Maia?

—Acaba de llamar. Ha estado haciendo averiguaciones. Uno de los sospechosos no tiene, al parecer, ninguna relación con la Señal. Sobre el asunto de la base, me ha pedido que sigamos investigando desde aquí. Ella está tratando de localizar a un científico que trabajó en ella. Me ha dicho también que existen poderosas razones para creer que el informe desclasificado que nos envió el Pentágono oculta todavía algunas cuestiones importantes. Hubo un accidente en la base, con más de cien muertos, que no se menciona siquiera. Por eso la clausuraron.

—Sí, es muy extraño —dijo Cíclope pensativo, acariciándose el mentón con barba incipiente—. Veo que Maia está haciendo progresos. Llámala de mi parte y dile que haremos lo que nos pide. Esos malditos militares…