Capítulo 26
Londres.
Julio.
En su habitación del hotel, Ian encendió el televisor y se puso frente a la pantalla con el teclado inalámbrico sobre sus rodillas. Entró en Internet y accedió a su cuenta de correo electrónico. Descargó sus mensajes nuevos, eliminó el spam y dedicó unos minutos a leer el resto. Casi todos estaban relacionados con la universidad, aunque había uno de Gloria que sólo contenía dos palabras: un enorme te quiero en brillante color rojo. Ian le respondió en idéntico formato con yo también. Quiero decir, yo también te quiero a ti. Era una pequeña chanza entre ellos. Cuando uno decía al otro que le quería, y éste respondía con el típico «yo también», en realidad cometía una incorrección lingüística que a una casi doctorada en Literatura como Gloria no le pasaba inadvertida. Por eso siempre bromeaban y añadían el final de la frase que Ian escribió en el mensaje.
Después de hacerlo, y de evocar su reencontrada felicidad, Ian dudó unos momentos si seguir adelante y escribir el mensaje que estaba pensando enviar a Julián Earl. No estaba seguro de querer hacerlo, pero por fin se decidió. Abrió una ventana de mensaje nuevo y escribió en ella:
Querido Julián:
A pesar de mi poca confianza en lo que no se puede tocar o ver, he tenido hoy en Londres la sensación de que hay cosas que no se pueden ver ni tocar y que existen, quizá con más realidad que las que pueden percibirse con los sentidos físicos. Puedes reírte de mí, pero todo esto lo digo porque he tenido lo que muchos llamarían una revelación.
He resuelto la última pieza del puzzle, Julián. Sí, lo he conseguido ahora que no quería conseguirlo. Sólo te lo digo a ti porque eres mi mejor amigo y la única persona que puede comprender mi excitación en este punto, y en quien puedo confiar.
Naturalmente, no pienso poner en conocimiento de nadie mi descubrimiento. Ni siquiera de ti, sencillamente porque sé que tu fervor patriótico podría obligarte a revelárselo a los militares. No te ofendas. Considero tus principios muy estimables, pero no los comparto y, como sabes, tengo mis propias razones para ello. Para mí son de mucho peso.
No creas que no he dudado si escribirte o no este mensaje. Posiblemente nos veremos dentro de unos días. Mi vuelo de Londres a Nueva York sale mañana por la mañana. Gloria vuelve en otro avión desde España. La esperaré en el aeropuerto y luego iremos juntos a Boston en un coche de alquiler. Todo se ha arreglado entre nosotros. Ya te lo contaré en detalle. Pero volviendo a lo que decía, te cuento lo que he descubierto sin contarte lo que he descubierto, precisamente porque ahora sé, sin lugar a dudas, que pueden pasar cincuenta años sin que a nadie más se le ocurra la solución. Que a alguien más se le pase esa idea por la cabeza, y que justamente encaje en sus pensamientos en ese momento para que sea comprendida, se me antoja como encontrar la proverbial aguja en un pajar del tamaño del océano Pacífico. A pesar de ello, es algo tan simple que me maravilla.
Ahora estoy tranquilo. El proyecto JANUS nunca será una realidad. Como te dije, mi resolución es no volver a trabajar en ello. Así nadie tendrá un poder que juzgo excesivo y contrario a la libertad. Te prometo que lo he pensado y reconsiderado, y mi decisión es aún más firme que cuando me fui. Si hablas con el comandante Smith puedes decírselo de mi parte.
Tengo ganas de verte y de comerme contigo una buena hamburguesa. Aquí no saben hacer comida americana de verdad.
Tuyo afectuosamente,
Ian
Nada más pulsar el botón de envío, el teléfono de la habitación de Ian sonó. Era Gloria. Había leído el correo y recibido su mensaje. Estaba risueña y feliz. Ian podía imaginar la sonrisa en su boca y en sus ojos, y el movimiento de su cabeza.
—Hola —dijo ella.
Su voz era suave y dulce como un campo en primavera.
—Hola —respondió él—. ¿Cómo se han tomado tus padres nuestra reconciliación?
—Mi madre, bien. A mi padre… ya lo conoces.
—Bueno, lo que importa es que tú yo estamos otra vez juntos.
Gloria se rió con complicidad.
—¡Juntos, sí, tú en Londres y yo en Madrid!
Ian también soltó una carcajada.
—Tengo unas ganas locas de que volvamos a casa.
Aquel tiempo fue muy feliz para Ian y Gloria. Pero mientras ellos disfrutaban de su amor renovado, en Estados Unidos Kyle Smith empezó a dar los pasos necesarios para que esa felicidad no durara mucho. Un hombre de ciencia como Moone podía abandonar un proyecto, pero era más difícil que renunciara por completo a aquellos descubrimientos por los que había luchado y que habían condicionado su vida en todos los aspectos imaginables. Simplemente, su cerebro no podía desconectarse sin más de aquello que lo llenara durante tantos años. Moone había seguido pensando en JANUS. Smith lo sabía, y sabía también que el profesor había resuelto por fin el enigma, averiguando la pieza clave que faltaba para hacer a JANUS perfecto. Por desgracia no tenía intenciones de revelarle este hallazgo decisivo; igual que tampoco había querido revelárselo a su mejor amigo, Julián Earl. Además, desde su retirada del proyecto, Moone había borrado sus archivos y protegido su ordenador con una nueva clave, que desconocían. Eran unos obstáculos inaceptables para Smith, que no iba a permitir que las cosas siguieran por ese camino. Llegaba el momento de utilizar la información que había obtenido sobre el padre de Gloria. Chantajearía a Moone con ella, y a éste no le quedaría más remedio que ceder.
Tras la entrevista de Kyle Smith con su contacto secreto en Harvard, el comandante regresó al cuartel de Natick, situado a unos treinta kilómetros al suroeste de Boston. En el coche aprovechó para tomar algunas notas. Abrió su pequeña Moleskine de hojas rayadas y escribió el nombre de Michael Fischer. Debajo puso «Gloria Moone-Fischer, embarazada», y a un lado «Ian Moone, marido de ésta y padre del niño». Rodeó ese último nombre con varios óvalos que formaban una especie de espiral achatada. Luego tomó un informe de su maletín y lo abrió por la primera página. En el fondo ya tenía pergeñado que iba a hacer, pero aquello le ayudaba a pensar.
Michael Fischer tenía una mancha negra en su pasado. No muy grande, pero que podía convertirse en gigantesca. O, más bien, que Smith podría hacer gigantesca. En los últimos dos años de la Guerra Fría, Fischer sirvió de apoyo a varios espías de Alemania Oriental en Estados Unidos. Eso significaba haber trabajado indirectamente para los soviéticos y el temible KGB. En el informe se especificaba que no había recibido compensaciones económicas de ninguna clase por su labor —lo hizo por convicciones políticas— y que su participación no fue ni mucho menos decisiva en ningún sentido. Todo eso llevó a que no se le acusara formalmente cuando, casi veinte años después, se descubrió la verdad. Algo que ahora estaba a punto de cambiar.
El comandante se regocijó en su interior: aquel hombre era judío, había sido o era comunista, y fue algo parecido a un espía de los bolcheviques. Algunas cosas entre las que Kyle Smith más despreciaba. Cuánto iba a disfrutar hundiéndolo. Porque eso es lo que haría, finalmente, colaborara Ian o no. Cuando ya no le sirvieran, uno y otro, se desharía de ellos como quien arroja al suelo una colilla y la pisa para apagarla.