24

Ryko arrastró a la dama Dela más allá del primer fardo. Su cuerpo exangüe parecía troncharse y lograba sostenerse gracias al brazo del eunuco. Su rostro se veía demasiado pálido.

—Sujetadla —me dijo. Yo obedecí y cargué con su peso, logrando apenas girarla y apoyarla en la caja. El vendaje, y la armadura rasgada, supuraban sangre. Parpadeaba, incapaz de mantener los ojos abiertos por más tiempo.

Ryko se fijó en la espada ensangrentada que sostenía en la mano.

—¿Estáis bien?

—Estoy bien —le respondí.

—Tomad. —Ryko me alargó la otra espada, y al momento sentí que un chorro de energía penetraba en mis exhaustas reservas—. Id. Yo los retendré.

La entrada del callejón quedó obstruida por un grupo de hombres. Cuatro de ellos llevaban una armadura oscura, hecha a medida: se trataba de la guardia privada de Ido. Dos se adelantaron al momento, con las espadas en alto. Tras ellos, Ido recorrió el pasadizo con la mirada, valiéndose de la ventaja que le proporcionaba su estatura. Aunque su rostro quedaba en sombra, fui consciente del momento en que sus ojos se encontraban con los míos.

—La quiero viva —ordenó con voz suave—. A los demás podéis matarlos.

Ryko levantó las armas del soldado muerto.

—Por el amor de Shola, poneos en marcha —susurró—. Yo no duraré mucho.

Y sin más se abalanzó sobre los hombres de Ido, que ya habían llegado al primer fardo y se preparaban para el ataque, cogiendo impulso. El entrechocar de metales reverberó en las paredes de piedra, y la fuerza de los golpes asestados por aquellos guardias obligó a Ryko a retroceder en nuestra dirección. El eunuco usaba su cuerpo para bloquear el estrecho pasadizo. A mi lado, la dama Dela se agitó, alertada por el peligro. Ryko logró repeler, a la desesperada, el ataque simultáneo de los dos guardias, aunque detuvo el impacto de los filos por muy poco. Era cierto: no iba a retenerlos ahí por mucho tiempo.

—Ayudadme —me dijo la dama Dela, que intentaba sin éxito abrirse la armadura—. Seguiré mirando…

Retiró la mano, incapaz de extraer el libro a través de la maraña de fajines. Las dos sabíamos que era demasiado tarde, pero sujeté una de las espadas bajo el brazo y tiré del manuscrito. Se lo entregué. Las perlas se levantaron, desenroscándose, y me rozaron la piel, dándome la bienvenida. Yo volví a posarlas sobre el libro.

—Si las cosas salen mal —le dije—, dirigíos a la reja del túnel.

Mis espadas me susurraban, impacientes por entrar en combate.

Los ojos de Dela se desplazaron hasta Ryko.

—Pienso quedarme aquí hasta el final.

Yo me volví a calibrar las fuerzas de la batalla y supe que mis ojos veían a través de la sabiduría antigua de Kinra.

Habían herido a Ryko: tenía un corte considerable en el antebrazo, del que brotaba abundante sangre. Era superficial, pero sin duda le restaría eficacia. Uno de sus atacantes se encontraba tendido en el suelo y no se movía. Pero el otro estaba a punto de vencer sus defensas y darme alcance. Era un joven de movimientos rápidos y sonrisa altanera. En ese momento se aproximaban otros dos guardias. Al principio del callejón, Ido esperaba la caída de Ryko.

Aspiré hondo y grité para liberar la hua, y así logré lanzarme a la lucha.

Fui al encuentro del joven soldado, que al fin había logrado dejar atrás a Ryko. Mis dos espadas se colocaron en la letal octava figura. Mi contrincante consiguió parar el golpe del arma más baja, pero calculó mal su defensa de la otra, que le dio en la cara. Echó la cabeza hacia atrás, con la mejilla abierta hasta el hueso. Ataqué de nuevo, buscando el punto débil del hombro, donde la armadura resultaba más endeble, regocijándome con mi destreza prestada y con la fluidez de mis movimientos. Él contraatacó, pero la sorpresa le hacía actuar sin brío, torpemente. Apenas blandí la otra espada, supe que daría en el blanco. Y, en efecto, en esa ocasión alcancé su cuello, partiéndole el hueso y seccionando la columna vertebral. El soldado inició la caída y la parte de mí que me llevaba a mi ser antiguo liberó la espada para seguir luchando.

Me giré para mirar a la dama Dela, que estaba ladeada detrás de un cajón, junto a la reja, y mantenía el libro en alto para que le diera la luz de la luna. Delante de mí, Ryko se defendía del ataque de dos soldados, con la espalda apoyada en los fardos. Lograba parar casi todos los golpes, y los que no, los esquivaba con movimientos frenéticos. Las espadas de sus contrincantes se hundían en los sacos y los bultos.

—¡Eh! —grité, acercándome al guardia que me quedaba más cerca.

El hombre se volvió para mirarme, vi que Ryko me dedicaba una mirada que empezó siendo de asombro y terminó en indignación. Pero el soldado se plantó frente a mí y no pude seguir viéndolo. Era mayor que el anterior, más cauto, de gesto astuto.

—Deberíais rendiros —dijo—. Si lo hacéis, tal vez vuestros amigos sobrevivan.

Yo le respondí con la tercera del Dragón Mono: una serie de golpes rápidos dirigidos al cuello. Pero aquel hombre no era ningún jovenzuelo con exceso de confianza en sí mismo y detuvo mi avance adelantando sus dos espadas con fuerza, con lo que logró desviar la trayectoria de las mías. Noté que las muñecas se me abrían y perdían fuerza. Él blandió la derecha, alzándola para darme con ella en la cabeza. Apretando mucho los dientes, sujeté con fuerza la mía para parar el golpe y lo oí maldecir, pues si no le corté la mano fue por muy poco, aunque sí parte de la empuñadura de cuero. El soldado se retiró, haciendo girar la espada con maestría. Los conocimientos de Kinra seguían brillando en mí, pero mi cuerpo empezaba a fatigarse. La rabia no seguiría alimentándolo mucho más tiempo.

Por el rabillo del ojo vi que Ido había desenvainado sus armas y se aproximaba por el callejón. Ryko también lo vio y, en una ofensiva desesperada que lo dejó al descubierto, lanzó un mandoble a la cabeza del Ojo de Dragón. Pero falló, el eunuco arqueó mucho la espalda para esquivar la espada de su oponente, que apuntaba directamente a su costado.

Ese fue el momento que aprovechó el guardia que yo tenía delante para atacarme. Tuve que concentrarme más para repeler los golpes seguidos con los que pretendía desarmarme. ¿Estaba Ryko malherido? ¿Muerto? Habría sido más que imprudente apartar los ojos de mi atacante, pero el entrechocar de las espadas y los intensos jadeos me daban esperanzas.

—Retírate —ordenó Ido.

Mi golpe de espada cortó el aire, pues mi oponente se echó hacia un lado, dejando paso a su señor.

—Intenta atrapar al isleño que queda con vida —dijo, señalando a Ryko con la cabeza—. Y luego ve a por el monstruo.

El guardia bajó la cabeza y se retiró. Si Ryko estaba herido, no duraría mucho en manos de aquel avezado espadachín. Levanté las espadas, intentando recobrar algo de aliento durante el breve receso.

Ido me dedicó una sonrisa y colocó las espadas en la misma posición en que yo había dispuesto las mías. Se había despojado del pesado abrigo bordado que lo identificaba como ascendente, la tela fina de la camisa permitía adivinar la amplitud de los hombros y el pecho. Yo ya había sentido su inmensa fuerza en la Casa del Dragón, en Daikiko. Y además era un hombre muy rápido. Doblé los dedos de los pies, intentando ahuyentar una debilidad que ya hacía que me temblaran las piernas.

—Luchas muy bien, teniendo en cuenta tu cojera —me dijo—. Tal vez tengas acceso a más poder del que aseguras poseer.

Lo miré a los ojos. No había hua plateada en ellos —no estaba usando su poder de dragón—, pero en sus profundidades se atisbaba una luz que estaba hecha de locura. ¿Cómo se luchaba contra un loco? Sujeté con más fuerza las espadas de Kinra y pronuncié una oración sin palabras para que su poder lo detuviera.

—Habéis matado a los demás Ojos de Dragón, ¿verdad? Incluso a sus aprendices —dije, atenta al más mínimo atisbo de tensión que me indicara que se disponía a atacar. Los sonidos del combate que Ryko seguía librando resonaban en las paredes de piedra, pero yo no podía apartar los ojos de los de Ido.

El Ojo de Dragón se echó hacia delante, obligándome a retroceder un paso.

—Sethon ha movido mi mano. Creía que podría usarme para alcanzar el trono y después darme la espalda y recurrir al Consejo para darme muerte. —Ahogó una risotada y, desdeñoso, levantó la barbilla—. Pues ahora ya no hay Consejo. Sólo vos y yo, y más poder del que Sethon habría soñado jamás.

—Lo único que vos habéis hecho ha sido dejar a la tierra sin sus guardianes —repliqué—. Pronto no quedará nada que gobernar.

—¿Es que no lo veis? Cuando os tenga a vos, yo seré su guardián. —Su verdad le iluminaba el rostro—. Ya es hora de que el Trono del Dragón se una al poder del dragón.

Súbitamente, sus espadas cortaron el aire con un silbido. Los reflejos de Kinra levantaron las mías a tiempo para detener sus poderosos mandobles, pero el impacto me obligó a retroceder. Ido volvió a hacer girar sus armas, sus embestidas descendían por los filos de mis espadas y se apoyaban en las empuñaduras, doblándome las muñecas. Mis conocimientos prestados me decían que la destreza del ascendente era superior a la habitual en un Ojo de Dragón. Hizo palanca con el cuerpo, apoyándolo en las espadas cruzadas, y su peso me obligó a tensar todos mis músculos. De cerca, distinguía las ojeras producidas por el cansancio y el abuso de la droga de sol. Mi intento de recurrir a su dragón lo había vaciado de parte de su poder. Aun así, su fuerza seguía resultando abrumadora. Y la sonrisa que esbozaba me llenaba de temor. Quería hacerme daño.

El único modo que tenía de desligarme de él era retroceder. Pero si seguía avanzando por el callejón, Ido descubriría a la dama Dela. Y aquello sería su muerte.

El caballo retrocede y patea.

Mi cuerpo conocía la figura, mi mente se aferró a aquella esperanza.

Invocando la energía de Kinra, empujé sus espadas con las mías y logré alejarlas de mí, mientras le propinaba una patada malintencionada en la rodilla que me obligó a forzar la cadera enferma. Ido retrocedió y quiso darme en el pie, falló por muy poco. Yo di unos pasos hacia atrás, tambaleante, tratando de recobrar el equilibrio, y entonces me di cuenta de que me encontraba a la altura del escondrijo de la dama Dela, que se había deslizado pared abajo y estaba agazapada en el suelo, todavía hojeando las páginas del manuscrito. Al sentir una presencia alzó la cabeza bruscamente, y en sus ojos vi un destello, que al reconocerme se convirtió en un instante de intimidad compartida, desesperada, silenciosa. Le faltaba muy poco para descubrir algo.

Me apresuré a mirar una vez más al Ojo de Dragón, temiendo que siguiera la dirección de mis ojos y la descubriera. El entrechocar de espadas de Ryko y su oponente llegaban desde más lejos. ¿Empezaban a fallarle las fuerzas?

—Vuestra destreza es muy superior al entrenamiento que habéis recibido —observó Ido—. ¿Qué clase de poder de dragón es este?

Ignoré la pregunta, sin dejar de observarlo mientras se preparaba para la siguiente ofensiva. No podía arriesgarme a retroceder más. Coloqué mis espadas en la segunda figura de la Cabra y corrí hacia él. Lo inesperado del choque reverberó en todo mi cuerpo. Con la espada derecha logré detener la embestida con la que pretendía alcanzar mi pecho y al hacerlo constaté que el avance había sido tan débil que, sin duda, con él no pretendía hacerme daño. Lo supe con un conocimiento que no era mío, como tampoco lo era el ángulo en que situé mi espada izquierda, con la que logré detener el golpe que iba dirigido a mis piernas.

—No seáis necia, niña —me dijo—. Aun con esa destreza extra, perderéis. Os necesito con vida, pero no me importa en qué condiciones quedéis.

De pronto comprendí su patrón de ataque: lo que quería era herirme en las manos y en los tobillos. No quería matarme, lo que quería era que quedara desvalida. Durante un segundo, ser consciente de ello me sumió en el terror y me nubló la vista.

—Señor, hemos capturado al isleño —dijo el guardia de más edad.

Ido no apartaba los ojos de mí.

—¿Está vivo? —preguntó.

—Sí, Señor.

Ido sonrió.

—Si os rendís ahora, Eona, libraréis a vuestro amigo de mucho dolor.

Sujeté las espadas con más fuerza.

Ido sonrió.

—¿O acaso tendréis las agallas de dejarlo morir tras una cruel agonía?

—No —susurré.

Ido se echó un poco hacia delante, pero levantó las espadas y retrocedió. Si me rendía, se apoderaría de mi voluntad para siempre.

La sonrisa de Ido se tornaba cada vez más siniestra.

—Traed aquí al isleño —ordenó.

Los dos guardias que quedaban se acercaron a nosotros sujetando entre ambos el cuerpo vencido de Ryko. El eunuco tenía la cabeza hundida y la gran mancha de sangre bajo la armadura alcanzaba ya la tela de los pantalones y le cubría el muslo. Ido hizo una seña a los guardias para que soltaran su carga. El cuerpo de Ryko se desplomó sobre el pavimento con un ruido sordo. Quedó con el rostro hacia mí, la piel surcada de huecos grises. Miré furtivamente a los guardias y constaté que los dos estaban heridos. Ryko les había cobrado cara su victoria.

Ido lanzó un puntapié a la cara herida de Ryko, que emitió un gemido de dolor. Apenas estaba consciente.

Ido me miró.

—¿Y bien?

Yo sabía que Ryko no habría querido que me rindiera. Pero también conocía bien al Señor Ido: aquel hombre desconocía la piedad. Me obligaría a presenciar el sufrimiento de mi amigo. Y gozaría con ambas clases de dolor. Mantenía la vista clavada en el Ojo de Dragón, aunque todo mi ser anhelaba desplazarla hasta la dama Dela.

—Acostadlo del todo.

El mayor de los guardias hundió una rodilla entre los omoplatos de Ryko y le pasó el antebrazo por el pescuezo. El isleño se agitó, pero no se levantó.

—Ábrele la mano y sujétasela abierta —le ordenó Ido al otro guardia.

El hombre se acuclilló junto al eunuco, le separó la mano del cuerpo y se la abrió contra los adoquines del suelo. Ido levantó la espada y le colocó la punta sobre los nudillos, pasándose la lengua por los labios, como si saboreara el momento.

—Bajad las espadas, Eona —me dijo en voz baja.

Que los dioses y Ryko me perdonen. No me moví.

Durante un instante prolongado, Ido me miró fijamente, con una sonrisa rara en los labios, antes de hundir la punta de la espada en la mano de Ryko. El grito de mi amigo me hizo estremecer. Se echó hacia atrás, tratando de retirar la mano ensartada, herida, pero uno de los guardias le bajó la muñeca y el otro se apoyó sobre su espalda, clavándolo al suelo. Un fino reguero de sangre escapaba de la palma de su mano.

—¿Más? —me preguntó Ido y, sin esperar a mi respuesta, volvió a clavar la espada, provocando otro grito del eunuco. Oí que Ryko rechinaba los dientes al recibir el impacto y que jadeaba de dolor.

—Abridle la otra mano —ordenó Ido.

—¡No! —exclamé yo—. ¡No!

Los ojos inmóviles de Ryko se clavaron en los míos.

—No lo hagáis —balbució.

Solté las espadas de Kinra, que cayeron al suelo con estrépito.

—Buena chica —dijo el Ojo de Dragón, haciendo una seña al guardia. Sujeta la espada aquí. Si ella intenta algo, córtale la muñeca.

El guardia le soltó la mano a Ryko y se puso en pie, agarrado a la espada de Ido. El silbido de la espada al rasgar el aire aterrorizó al isleño.

—Y tú —añadió Ido dirigiéndose al otro guardia—, ve a por el monstruo. Está detrás de esa hilera de sacos.

Sentí que me abandonaba toda esperanza. Ido había vencido.

La cabeza de la dama Dela seguía inclinada sobre el libro; con el índice reseguía una línea en la página, sus labios moviéndose al ritmo de una traducción silenciosa. Ella, al menos, no se había rendido. Uno de los guardias abandonó la espalda de Ryko y desenvainó un puñal.

—No la mates —añadió Ido—. Todavía no.

El hombre asintió y avanzó. Le vi pasar frente a mí y, cauteloso, doblar la esquina que formaba el cajón. La dama Dela alzó la vista al percibir su lento avance y su rostro se tiñó de temor, antes de bajar la cabeza y seguir leyendo.

Y entonces Ido se acercó a mí tan deprisa que no tuve tiempo de moverme. Me agarró con fuerza del brazo derecho y me condujo al fondo del callejón. Tropecé y sentí que mis pies abandonaban el suelo. El Ojo de Dragón me arrastraba en dirección al muro, me tiraba del hombro, que cada vez me dolía más. Emitiendo un gruñido, me apoyó la espalda contra la piedra fría y me soltó el brazo. Lo único que me mantenía en pie era la presión de sus caderas contra mi cuerpo. Acercaba tanto su cara a la mía que lo veía borroso. Sólo distinguía con claridad su boca, enmarcada por la línea pulcra de una barba negra, engrasada, y la oscuridad de sus ojos de pupilas dilatadas. Pesaba mucho, puro músculo sólido ganado gracias a la droga de sol y al entrenamiento.

Me moví, intentando zafarme de su fuerza abrumadora, pero noté que la presión tibia de su mano se enroscaba en mi cuello. Le agarré los dedos con mi mano. Él meneó un poco la cabeza y apretó más. Jadeando, bajé las manos y permanecí inmóvil. Él adelantó la cabeza y presionó sus labios contra los míos, soltándome despacio para que, al relajarme, aspirara aire y tuviera que abrir la boca. Su lengua lamió la mía, dejado en ella el sabor a vainilla y a naranja; a continuación me mordió con fuerza el labio inferior, desgarrándomelo. Aparté la cabeza, y sentí en la boca el sabor metálico de mi propia sangre.

—O sea que ahora lo averiguaremos —me susurró junto a la mejilla, acariciándome con sus palabras como su fueran besos—. Ahora averiguaremos que sucede en realidad cuando los dos últimos Ojos de Dragón se convierten en uno.

—Nosotros no somos los dos últimos —balbucí.

—¿Te refieres a Dillon? —me preguntó, echando ligeramente la cabeza hacia atrás.

Le miré a los ojos. Trazos plateados veteaban las pupilas de ámbar. La caricia de su carisma me acariciaba la piel.

—Pobre Dillon —dijo—. He atado su hua a la mía y ya no es capaz de unirse al Dragón Rata. —Me pasó el índice por la cara—. Además, el poco poder que le queda se secará pronto. —Con la otra mano me agarró el cuello de las camisas. La fina seda cedió y el hombro y la faja de los pechos quedaron al descubierto.

El sonido de un forcejeo le hizo volver la cabeza, pero yo no lograba ver nada más allá de él.

La dama Dela gritó.

—¡Ella es la Dragona Espejo, ella es…!

Pero su voz quedó acallada de pronto, como si alguien le hubiera cubierto la boca con la mano. ¿Qué intentaba decirme Dela? Yo ya sabía que ella era la Dragona Espejo.

Ido se volvió.

—¿Ella? ¿El dragón también es hembra? —Soltó una risa grave, asombrada—. Claro, debería haberlo adivinado. Es en lo femenino donde reside vuestro poder. No es de extrañar que en el libro negro se hable de la unión del sol y de la luna.

Su mano recorrió el tenso vendaje que cubría mis pechos y descendió hasta la cintura, tirando de la delgada tela de mis pantalones. Intenté retroceder, pero con la otra mano volvió a sujetarme por el cuello. El callejón se volvió borroso y sentí que me faltaba el aire. Ido volvió a soltarme y me permitió respirar de nuevo. Su gesto se había endurecido, su expresión se había hecho más decidida, yo sabía que físicamente no tenía fuerzas para impedirle que siguiera adelante. Pero también sabía que no se apoderaría de todo mi ser.

Levanté mucho la barbilla.

—No podéis obligarme a entrar en el mundo de la energía.

—¿Creéis que sólo puedo penetrar a la fuerza en vuestro cuerpo? —Sus ojos eran un único destello plateado. Sentí que su poder me golpeaba con la fuerza de un puñetazo—. Cada vez que habéis invocado el poder de mi dragón, le habéis abierto vuestros caminos —me susurró al oído—. Y me los habéis abierto a mí.

El sabor a vainilla y a naranja inundó mi boca. Sentí que el poder me empujaba, buscando. Un poder azul que doblaba y distorsionaba el callejón y lo convertía en un arco iris de colores cambiantes, y que hacía que la carne y los huesos del rostro de Ido se tornaran en planos de energía palpitante, antes de volver a su estado anterior. El Ojo de Dragón alzó la vista y con sus dedos me retiró la cabeza. El Dragón Rata se encontraba sobre nosotros, las escamas azules de su vientre como las nubes de un cielo de verano. La bestia nos observaba y la perla que le colgaba del cuello resplandecía de poder. Sus inmensos ojos espectrales se clavaron más en mí y hallaron un sendero plateado, hasta entonces oscurecido por la bienvenida gris de la droga de sol.

Ido se había apoderado de mi mente.

Ahora sí eres mía de verdad.

—¡No! —balbucí.

Una voz aguda se abrió paso entre la tormenta azul que nublaba mis sentidos.

—Ella es la Dragona Espejo. ¿Me oyes? ¡Su nombre es tu nombre! Ella es el espejo.

Era la dama Dela.

Yo hacía esfuerzos por concentrarme en sus palabras.

Y entonces, como en un caleidoscopio al que hubieran dado la vuelta, todo lo sucedido en las últimas semanas adoptó una forma nueva y amargamente se aclaró ante mí. En el momento de la unión, el Dragón Espejo no había intentado arrancarme mi verdadero nombre, sino darme el suyo. El nuestro. Durante todo aquel tiempo —en la casa de mi señor, en el baño, junto a la calzada— yo la había negado, la había bloqueado, la había adormecido con sustancias. Y durante todo aquel tiempo, el diminuto corazón dorado de mi poder había estado encerrado en mí misma, esperando.

—Eona —susurré, y la verdad del nombre fue como una garra que rasgara las incomprensiones, los malentendidos, que rasgara los temores y las distorsiones de las drogas. El nombre penetró en el abrumador azul, abriendo una ranura finísima de esperanza plateada.

Los dedos de Ido se clavaron en mi carne.

¿Qué estás haciendo?

¡Eona! —grité, y el nombre me sirvió para liberarme de él en mi mente. Sentí que lo comprendía y que una rabia anticipada se apoderaba de él.

La has invocado.

Un poder creciente recorrió mis caminos de energía y me estampó contra la pared. El cuerpo de Ido se apretó mucho contra el mío. No parecía dispuesto a soltarme. Ya no. El Dragón Rata aulló, su poderosa fuerza azul empujada por la embestida de un oro sinuoso.

Una energía pura, alegre, inundó mis siete centros de poder, abriéndolos, empujándolos, buscando en ellos. Y, detrás de todo ello, una presencia exultante, dichosa al sentirse liberada, unida a mí. Miré hacia arriba y finalmente mi visión mental se aclaró del todo: veía el Dragón Espejo. Mi dragona.

Estaba levantada sobre los flancos traseros, en el tejado, detrás de mí, oscureciendo con su presencia al dragón azul, más pequeño; la perla dorada que pendía de su barbilla brillaba y palpitaba contra las escamas escarlatas de su pecho. Las patas delanteras descendieron bruscamente sobre el tejado, y dos patas largas, color rubí, se agarraron al borde y se clavaron en la piedra. Al instante se descolgaron unos fragmentos de piedra, que levantaron nubes de polvo en los dos extremos del callejón. Extendió sus frágiles alas, en un intento por mantener el equilibrio; al bajar la cabeza, la luz de la luna se reflejó en el cuello arqueado, creando centelleantes reflejos. Su cálido aliento era una brisa de verano, que me impregnó la boca de canela: el sabor del poder. Y de la dicha.

Puedo verla.

Sentí que el temor reverencial de Ido se convertía en deseo descarnado.

Con gran delicadeza, la dragona bajó el hocico alargado y me ofreció la perla alojada bajo su barbilla. La esfera dorada, luminiscente, era del tamaño de un barril y vibraba con el canto de mil años de sabiduría antigua y vida nueva, de equilibrio y caos.

Me incorporé y apoyé las palmas de las manos en la superficie dura, aterciopelada. Al instante se elevaron llamas doradas, que me recorrieron la piel con destellos punzantes de promisión.

Las manos de Ido se cerraron alrededor de mis muñecas.

Tráemela.

El grito de su dragón resonó en su mente, transmitiéndome a mí un eco de su dolor. Solté una carcajada y a través de la perla encendida sentí la alegría de una respuesta. El poder azul era apenas una mera sombra bajo la gloriosa incandescencia de nuestra unión. Los ojos insondables del Dragón Rojo se posaron en los míos, y su pregunta —tan profunda que no se expresaba con palabras— cabalgó sobre mi inyección de hua.

¿Le entregaría mi Eón?

¿Qué quería decir con Eón? Pero entonces la respuesta surgió en mí. Lo que me pedía era que le entregara el poder masculino que se alojaba en mí, la energía masculina que había alimentado en mi interior. La única parte de mi ser en la que había llegado a confiar.

Mi mente vaciló: ¿Ella no quería a Eona, mi energía femenina? ¿No era ese, acaso, el sentido de todo lo que había sucedido? ¿Por qué quería a Eón? Dudé, como ya había hecho en la pista ceremonial y un abismo de incertidumbre se abrió paso entre la euforia dorada. Había luchado tanto por potenciar mi energía masculina, por guardarme para mí la femenina, que si renunciaba a Eón, ¿qué tendría para reemplazarlo? Había convertido a Eona en una parte insignificante de mí misma. En algo demasiado débil. ¿Y si la dragona se llevaba a Eón y yo me quedaba sin nada?

Aparté la mirada de las llamas resplandecientes y la posé en los ojos plateados de Ido. Sus manos me sujetaban las muñecas con tal fuerza que me parecía que iba a romperme los tendones. El Ojo de Dragón esperaba para arrebatarme el poder. Esperaba para arrebatármelo todo. ¿Y si resultaba demasiado fuerte para la Dragona Espejo? A mí me había vencido siempre que nos habíamos encontrado en el mundo de la energía. Me había ganado siempre que habíamos luchado a través del poder del Dragón Azul. ¿Sería distinto ahora, a través de la Dragona Roja?

Tenía que ser distinto. Ella era mi dragona, mi poder.

Moví las manos en dirección a mi perla.

Que sea suficiente —imploré—. Que seamos suficiente.

—¡Soy Eona! —rugí—. ¡Yo soy el Ojo de la Dragona Espejo!

Y entonces sucedió. Antiguas necesidades, poder atrofiado y caminos estrechados por el miedo y las creencias tergiversadas, todo se liberó a la vez, desgarrándose. Y el núcleo dorado de poder que habitaba en mí estalló en una fuerza radiante.

La Dragona Roja emitió un alarido, una celebración desgarradora que resonó en todos los rincones de mi cuerpo y de mi mente. Pero junto con la dicha me llegaba también la presencia amortiguada pero aguda de otras voces. Un coro desposeído que se abría paso entre nuestra unión. ¿Eran los demás dragones? El débil cántico fúnebre se interrumpió súbitamente.

Mi visión mental se dividió. Yo era la Dragona Espejo, y mi cabeza inmensa se agitaba de un lado a otro para enfrentarse a la furia del Dragón Azul que me atacaba por la espalda. Sus grandes mandíbulas se cerraban sobre el arco de mi cuello. Sus garras del color del ópalo me desgarraban los flancos, abriendo heridas brillantes de luz dorada.

Pero, simultáneamente, me encontraba en el callejón, luchando contra Ido, que había vuelto a levantarme las manos contra el muro del callejón y con un antebrazo me sujetaba las dos muñecas. Metió una pierna entre las mías, mientras con la mano que me quedaba libre rasgaba la seda y el lino. Por encima, la Dragona Espejo se revolvía, y yo era un giro desesperado de músculo rojo y anaranjado que enviaba una embestida de asombroso poder por los aires. Partes del suelo, y mucho polvo, se elevaban al cielo a medida que mi esfuerzo abría una zanja de devastación a lo largo de la calle sin salida. Oí el grito de la dama Dela y desde las alturas observé que los guardias huían para ponerse a cubierto, dejando la minúscula figura de Ryko agazapada bajo la lluvia de piedras.

Dámela. La voracidad de Ido era como un puño que me golpeaba la mente.

—¡No! —exclamé.

La Dragona Roja aulló, haciéndose eco de mi desafío, y embistió al Dragón Azul en un ataque atronador de poderosas crestas y afiladas garras.

El mundo estalló en pura energía en el momento en que la dragona y yo nos fundíamos en un solo ser resplandeciente. Frente a nosotras, la carne y la sangre de Ido se fundían en una torrente de hua que se ramificaba. Los caminos plateados se veían obstruidos por una capa de droga de sol, pero su fuerza vital bombeaba, frenética a través de sus siete puntos de poder. Dejó de sujetarme con la misma fuerza, pues el Dragón Azul retrocedía, confuso. Observamos que el miedo de Ido parpadeaba y saltaba en el flujo que recorría su cuerpo transparente, agrupándose en el punto rojo, brillante, que se encontraba en la base de su columna vertebral. Sobre él, en el meridiano central que contenía los siete puntos, el sacro naranja y el delta amarillo reverberaban con su poder, con su carisma y con el ardor de su deseo.

Entonces vimos el punto verde, mortecino, de su pecho. Era el punto del corazón, el centro de la compasión y de la unidad. Gris y desvaído, el flujo que pasaba por él se obstruía hasta convertirse en un hilo delgado y vacilante. Una enfermedad. Fácil de curar. Canalizamos nuestro poder para colarnos por él y observamos que el gris brotaba del punto verde y, lentamente, se convertía en una masa inmensa de emoción negra. Chocó contra nosotras: una masa gruesa, rodante, de deseo torvo, de inocencia herida, de violento rechazo. Cuánta desesperación y cuánta ira. El Dragón Azul aulló. Nuestra mano rozó el pecho de Ido y el contacto de nuestras respectivas huas hizo que nos estremeciéramos. La fusión del poder dorado y plateado creó un estallido de compasión que abrió por completo su punto verde, liberando aquella masa de dolor acumulado.

Ido gritó con fuerza y retrocedió, separando mi otra mano de la perla. La brutal separación de mi dragona me sacó del mundo de la energía y me devolvió al callejón.

La dragona se había ido.

Me sentía como si me hubieran separado el espíritu del cuerpo. Volví a apoyarme en la pared, buscando desesperadamente algún rastro de nuestra unión. Y sí, estaba ahí, un eco cálido, dorado, de su presencia, que amortiguaba el impacto de nuestra separación.

Ido cayó de rodillas y su cuerpo de energía recuperó los planos sólidos de carne y duro músculo. Su forma arqueada se retorcía en espasmos y temblores. Alzó la cabeza, los ojos turbios de asombro y desconcierto.

—¿Qué me habéis hecho? —balbució—. Nunca había visto tanto poder.

Con manos temblorosas, tiré de los bordes de mi túnica desgarrada para cubrir las partes expuestas de mi cuerpo. En realidad, no estaba segura de lo que había hecho. De lo que habíamos hecho.

—El punto verde de vuestro corazón está abierto —le dije.

Él aspiró hondo, casi sollozando.

—Me lo habéis hecho sentir todo —dijo—. Todo a la vez. Todo lo que he hecho.

Se echó hacia delante, retorciéndose de dolor interior, mientras se rodeaba el pecho con los brazos.

El golpe de una piedra al chocar contra otra me llevó a levantar la cabeza. Algo se movía. Tardé unos instantes en reconocer a aquella forma harapienta y cubierta de polvo: Ryko, que se arrastraba por el callejón destrozado en nuestra dirección, apretando la mano mutilada contra el pecho. Jadeante, alcanzó el cuerpo desparramado de uno de los guardias, con la vista clavada en Ido.

—Matadlo —me sugirió con voz áspera—. Matadlo ahora que todavía tenéis ocasión.

La dama Dela emergió tras un montón de sacos caídos y se incorporó, sujetándose apenas con una de mis espadas. Tenía el rostro cubierto de barro y manchado de sangre. Levantó el arma, tambaleante.

—Yo lo haré —dijo.

—¡No! —Las palabras brotaron de algún lugar recóndito de mi ser—. No podemos.

—¿Por qué no? —se asombró el eunuco.

Me mordí el labio inferior, consciente de que mis motivos no significarían nada para un hombre que acababa de ser torturado. Yo misma apenas los comprendía. Una parte de mí notaba aún las manos de Ido en mi piel, y deseaba verle sufrir, morir… pero otra parte, una parte mayor —la parte dorada— deseaba poner fin a su dolor. Al obligarme a compadecerme de Ido, de algún modo le había abierto mi propio corazón.

El Ojo de Dragón, lentamente, se puso en pie. El gesto arrogante de su cabeza, su barbilla echada hacia atrás, había desaparecido.

—Porque, si me matáis, matáis a Dillon —dijo él en voz baja.

Ryko me miró.

—¿Es eso cierto?

—No lo sé —respondí—. Tal vez. Ha unido la hua de Dillon a la su… —Un temor repentino interrumpió mis palabras. ¿Habría unido yo de algún modo la hua de Ido a la mía?

El sonido de unos guijarros al rodar me hizo mirar hacia un punto que quedaba más allá de Ryko. El mayor de los guardias trastabillaba en su huida del callejón, en su cojera acelerada se leía un mensaje claro.

—Va a pedir ayuda. —Me alejé del muro—. Debemos irnos.

—Aquí hay asuntos por terminar —insistió Ryko, arrodillándose y arrastrando hacia sí la espada del guardia muerto, levantando al hacerlo un reguero de polvo.

—¡No! —Miré fijamente a los ojos implacables del isleño—. Tengo su poder, Ryko. Al fin he invocado a la Dragona Espejo. —Lo dije con emoción en la voz. Me había unido a mi dragón. Pero me obligué a no demorarme demasiado en mi dicha—. Todavía estamos a tiempo de ayudar al Emperador Perla y al movimiento de resistencia, cosa que nos resultará imposible si Sethon nos atrapa. O sea que nos vamos. ¡Ahora mismo!

—¿Tienes su poder? —Dirigió hacia mí su fiereza—. ¿Es eso verdad? —Miró a la dama Dela en busca de la confirmación de mis palabras—. ¿Habéis encontrado el nombre?

Ella asintió, esbozando una sonrisa que se abrió paso a través del barro y la sangre.

El rostro de Ryko se iluminó un instante, antes de regresar al gesto de dolor.

—Tenéis razón. Nos vamos.

Con esfuerzo, clavó la punta de la espada en una hendidura y la usó para apoyarse y ponerse en pie.

Ido había vuelto a doblarse por la mitad y resistía otra oleada de temblores. Ver aquel cuerpo poderoso invadido de semejante debilidad me impresionaba. Pero muy por debajo de mi compasión se agitaba un entusiasmo oscuro. Con mi poder había logrado poner de rodillas al Señor Ido.

Envolviéndome con los restos de mis túnicas, me encaminé a la reja del túnel. Apenas di el primer paso, fui consciente de que algo fundamental había cambiado en mí: la cadera enferma se flexionaba de un modo nuevo, movida por el músculo y los tendones. No sentía dolor. Ni había rastro de cojera. Me detuve, desorientada, antes de reanudar la marcha. Alargué el paso para forzar la cojera. Pero no. Seguía andando recta. Era cierto. Retiré la tela de la pierna y me pasé la mano por la pálida piel de la cadera. La cicatriz había desaparecido. La carne volvía a ser lisa. No pude reprimir la risa. Mi dragona, además, me había curado.

—¿Qué os sucede? —me preguntó la dama Dela—. ¿Estáis herida?

—No —le respondí—. ¡Me ha sanado la cadera!

Volví a pasarme la mano por la línea suave de la pierna.

—¿Sanado? ¿Por el poder de vuestra dragona?

Asentí, compartiendo su asombro. Era libre. Dejaba de ser una tullida. Dejaba de ser una intocable. Era fuerte y poderosa. Corrí un poco y me eché hacia delante, hallando mi nuevo equilibrio con una rapidez que llenó de alegría mi corazón. Pero unos gritos lejanos interrumpieron mi entusiasmo. El guardia había dado la voz de alarma. No tenía tiempo para jactarme de mi recién estrenado cuerpo. Todavía no. Me arrodillé junto a la reja del túnel, sonriendo al constatar que la postura no me costaba el menor esfuerzo, y con gran rapidez aparté el polvo y las piedras que habían caído sobre la cubierta de metal. Al meter los dedos entre los barrotes, constaté que, además de recuperar la normalidad en la pierna, también sentía más vigor. ¿Venía también mi nueva energía de mi vínculo con ella? ¿De nuestra unión verdadera? Sonreí. El mero recuerdo de la Dragona Roja me llenaba de alegría, el deseo de volver a pronunciar su nombre. Nuestro nombre. Retiré la reja de los raíles en los que se sostenía y la dejé en el suelo.

—Esto es por lo de mi mano —dijo Ryko.

Fue el tono, más que las palabras, lo que me impulsó a volverme. El isleño estaba de pie frente a Ido y con la pesada empuñadura de la espada apuntaba a su cabeza.

—Lo comprendo —dijo el ascendente, cerrando los ojos.

Con un movimiento salvaje, Ryko le hundió la empuñadura en la cara con tal fuerza que se tambaleó. Ido cayó al suelo, llevándose las manos a la frente. No emitió el más mínimo sonido, se limitó a mecerse para mitigar el dolor, mientras la sangre le resbalaba entre los nudillos.

Yo me puse en pie, horrorizada.

—¡Ryko! ¡Detente!

El eunuco respiró hondo.

—Ahora ya podemos irnos.

Y soltó la espada.

La dama Dela se acercó a mí, sujetando con la mano sana los pliegues de seda de su túnica.

—Dejadlo —me dijo, interponiéndose entre él y yo—. Intenta obedecer vuestras órdenes. Intenta no matarlo.

Comprendí el tono de advertencia de sus palabras y asentí.

—¿Todavía conserváis el libro rojo? —le pregunté.

Ella se separó la armadura a la altura del pecho.

—Está a salvo. —Se fijó entonces en mi desnudez, y me alargó la túnica de la Armonía—. Tomad. Ponéosla.

Agradecida, deslicé los brazos hasta el interior de sus anchas mangas. Llevé la mano hasta las estelas funerarias que ocultaba en el interior de la faja de los pechos —seguían intactas—, y me até el lazo interior. La túnica me quedaba muy suelta, pero al menos me cubría. Miré a Ido, que lentamente volvía a sentarse. El Ido de antes jamás se habría sentado inmóvil a causa de una paliza. ¿Cuánto iba a durar aquel cambio? Yo no confiaba mucho en él.

Ryko se acercó a nosotros renqueante.

—Tengo una de vuestras espadas. La otra está ahí —dijo, señalando en dirección a una caja cercana. Apoyó una mano en la pared y aspiró a través de los dientes apretados. ¿Conseguiría llegar hasta el río?

—Id vos primera —le dije a la dama Dela—. Y ayudad a Ryko a pasar.

Esperaba que el eunuco protestara, pero se limitó a asentir. Cuando la dama Dela se metió por el hueco, corrí a recoger mi segunda espada. El tirón de rabia ya conocido que sentí al sujetarla sumó su fuerza a la renovación que inundaba todo mi cuerpo. Regresé junto a la reja en el momento en que Ryko se metía con gran dificultad por la pequeña abertura. Por un momento vi el rostro cansado de la dama Dela, que le ayudaba a alcanzar el primer peldaño. A continuación, yo misma me metí en el túnel y apoyé la reja en la pared. No merecía la pena perder el tiempo colocándola de nuevo en su lugar.

—Lo siento —dijo Ido, a unos pasos de distancia—. Sé que con decirlo no basta, pero lo siento.

Me miraba con un solo ojo, pues el otro, muy hinchado, había empezado a cerrársele, y respiraba entrecortadamente, pues el dolor le dificultaba el paso del aire hasta los pulmones.

Me cubrí el cuerpo con la túnica de la Armonía.

—Ya sé que lo sentís.

Lo había notado durante la unión de nuestras huas.

—Mis ambiciones nos han convertido en los dos últimos Ojos de Dragón. Sethon no descansará hasta que pongamos nuestro poder al servicio de su maquinaria de guerra.

La dura arrogancia de su rostro había desaparecido por completo.

—También está Dillon —insistí yo, testaruda.

Él se secó la sangre de la boca.

—Los dos sabemos que le he destrozado la vida. —Meneó la cabeza, y el movimiento le hizo torcer el gesto de dolor—. Sethon sabe de la existencia del Collar de Perlas. Sabe de la existencia del libro negro. ¿Lo tenéis vos? ¿Estáis en posesión de los dos manuscritos?

Negué con la cabeza, recordando que Dillon me había arrancado el libro negro del brazo. Pero aquello no pensaba compartirlo con Ido.

Unos gritos de mando más allá del callejón me llevaron a meterme a toda prisa en la boca del túnel. Me volví sobre el primer peldaño y miré afuera. Ido se había adelantado para recoger la espada que Ryko había abandonado. Arrastró la empuñadura hasta su regazo, jadeando por el esfuerzo que le suponía.

Alzó la vista y me miró con parte de su anterior autoridad.

—Encontrad el libro negro. En él se dice cómo asegurarse fuerzas de dragón y obligarles a usarlas. Aseguraos de que Sethon no lo encuentre nunca, o nos convertiremos en sus esclavos.

¿Estaba intentando Ido tenderme una trampa?

—¿Cómo puede Sethon apoderarse de nuestra voluntad? —le pregunté—. Él no es Ojo de Dragón.

—No, pero es miembro de la realeza. Tiene sangre de dragón. Y cualquiera que posea sangre de dragón puede apoderarse de nuestra voluntad gracias al libro negro.

—Creía que lo de la sangre de dragón era una leyenda.

Ido se encogió de hombros.

—Y yo creía que vos erais leyenda. —Levantó la empuñadura de la espada, pero su punta apenas se separó del suelo—. Id. Yo los mantendré alejados de la reja del túnel tanto como pueda.

—Pero, ¡si apenas podéis sostener la espada!

—Habéis sido vos quien me habéis inoculado a la fuerza esta generosidad nueva, de modo que no la malgastéis —replicó parcamente—. Marchaos de aquí.

Tenía razón. Debía irme. Debía dejar que cumpliera con su gran acto de expiación y ponerme yo y poner a mis amigos a buen recaudo. No le debía nada. Y sin embargo, apenas volví a meterme en el túnel, algo me detuvo. No podía dejar que se enfrentara él solo a Sethon. Mi poder lo había despojado de toda fuerza. Lo había convertido en un ser vulnerable. Dudaba incluso de que le quedara el suficiente impulso como para invocar a su dragón.

Así que volví a salir de la boca del túnel.

—Podríais venir con nosotros.

No había terminado de pronunciar aquellas palabras cuando supe que me había equivocado. No quería tenerlo cerca. Ya sentía la rabia que se abría paso a través de mi compasión. Una ira aguda, mortífera, femenina, que no tenía nada que ver con el perdón, la compasión ni la misericordia.

Él volvió el rostro magullado para verme mejor.

—No —dijo. Y una sonrisa súbita y picara asomó y su rostro, haciéndolo parecer más joven—. Creo que mis probabilidades de supervivencia son mayores con Sethon que con vuestro amigo isleño.

No le devolví la sonrisa. La imagen del Gran Señor apuntando su espada contra el príncipe recién nacido, los gritos de angustia de la dama Jila y el silencio repentino del pequeño pesaban demasiado en mi memoria. Sethon no sólo era despiadado, sino que se regodeaba en el mal.

—Sethon ya debe de saber que habéis asesinado a los demás Ojos de Dragón —observé—. Y os lo hará pagar.

La sonrisa de Ido se convirtió en una mera línea delgadísima.

—Eso lo sé. Pero antes tendrá que atraparme.

¿Podría mantener alejado a Sethon? Tal vez. No en vano era el representante del dragón ascendente. Aun así, un Ojo de Dragón debía mantener la consciencia para usar su magia, y las fuerzas de Ido apenas le permitían tenerse en pie.

—No me matará —añadió—. No hasta que os dé alcance a vos.

Los dos oímos el entrechocar de armaduras y armas.

—Id —dijo—. Si no, nos atrapará a los dos de un solo golpe.

Volví a meter la cabeza en la boca del túnel y busqué el segundo peldaño con el pie.

—Encontrad el libro negro —gritó—. Encontradlo antes de que lo encuentre Sethon.

Descendí por la empinada escalera. La espada de Kinra rebotaba en los peldaños, mientras yo palpaba el aire en busca de los pasamanos. El libro negro estaba en poder de Dillon. O al menos él lo tenía hacía unas horas.

Sin desviar la mirada de la tenue luz que provenía del corredor, apoyé la mano en el muro y lo seguí, doblando sus dos esquinas. El túnel, iluminado por las lámparas, apareció ante mí en todo su esplendor azul y dorado. Más adelante, la dama Dela hacía esfuerzos para que Ryko se mantuviera en pie. Corrí sobre la mullida alfombra, el sonido rítmico de mis nuevos pasos, exentos de cojera, les hizo girarse al unísono, expectantes. La dama Dela se plantó delante del eunuco y levantó la espada de Kinra.

—Sois vos —dijo al reconocerme, bajando el arma.

—Ido va a retenerlos —le expliqué—. Aunque no por mucho tiempo. Vamos.

Ryko me dedicó una mirada reprobatoria.

—¿Cuándo se ha convertido en nuestro aliado?

Le sujeté el brazo y me lo pasé por encima del hombro.

—Yo no lo llamaría aliado —objeté.

Aunque lo cierto era que no sabía cómo llamarlo.

A causa de cargar con parte del peso de Ryko, y de llevar las dos espadas, nuestro avance era lento hasta la desesperación. Los tres parecíamos arrastrarnos sobre la alfombra y nuestros jadeos nos habrían impedido oír cualquier sonido que se produjera detrás. Yo no dejaba de girarme a mirar, temiendo ver a los hombres de Sethon acercarse a nosotros, pero no se veía a ninguno. Al parecer, Ido mantenía su palabra.

Finalmente alcanzamos la entrada que habíamos usado Ryko y yo; el resplandor de las lámparas de pared cesó bruscamente. Aprovechando la luz tenue de la última de ellas, miré en dirección a la oscuridad que se alzaba más allá.

—El río —balbució Ryko, señalando casi sin fuerzas hacia el extremo del túnel—. Nos esperan.

La dama Dela se apoyó en la pared de vistosos azulejos, los colores vivos de éstos no hicieron sino acentuar su palidez.

—¿Todavía estarán ahí?

Ryko la miró, burlón.

—Tozay esperará.

—¿Nos espera Tozay? —pregunté, pues el nombre despertaba en mi recuerdo la imagen de un rostro ancho y bronceado y el olor a mar de un hogar largamente olvidado—. ¿Os referís al maestro Tozay?

—Él es nuestro líder —me explicó Ryko mientras yo sacaba la lámpara de su hornacina.

Agarré a la dama Dela por su mano sana y tiré de ella para levantarla, instando a Ryko a seguir.

—Lo conozco —le dije—. Nos encontramos antes de la ceremonia. —Observé a Ryko—. Ahora lo entiendo. Aquel no fue un encuentro casual, ¿verdad?

A pesar del agotamiento que lo invadía, Ryko esbozó una sonrisa.

—Tozay se propuso conocer a todos los candidatos —dijo—. Todos erais aliados potenciales para el movimiento de resistencia.

Habían sucedido tantas cosas desde que el maestro Tozay y yo nos habíamos postrado juntos al paso de la dama Jila, montada en su palanquín… Ahora la pobre dama estaba muerta, su hijo había sido asesinado y su otro hijo, el Emperador Perla, había huido para salvar la vida. Recé otra plegaria de esperanza a los dioses.

Por favor, mantenedlo a salvo.

Seguimos avanzando, aunque la tenue luz de la lámpara apenas iluminaba nuestro siguiente paso por el túnel. Aquel corredor de un azul intenso parecía interminable. La respiración poco profunda de Ryko resonaba en su pecho, y la dama Dela se apoyaba con fuerza en mi hombro. Incluso mis energías renovadas comenzaban a fallarme. Pero entonces la alfombra terminó de pronto. Levanté la lámpara, la visión del duro suelo de piedra y del inicio de una curva, me hizo suspirar de alivio.

La estructura era la misma que la de las otras entradas. Ascendimos el empinado tramo de escalones y apartamos la reja de un golpe. Conduje a Ryko y a Dela a través de la pequeña abertura, antes de asomarme, tras ellos, a un terreno cubierto de arbustos. Habíamos salido junto al río, del lado externo del Círculo del Dragón. Grandes nubarrones oscurecían la luna, aunque tal vez se tratara del humo que se elevaba desde los campos de batalla. El aire olía a fuego y a temor. A nuestra derecha se extendía un pequeño embarcadero en el que estaban amarradas las barcazas reales, aguardando a unas concubinas que ya nunca llegarían. Ryko nos señaló con la cabeza un pequeño saliente de tierra que quedaba a nuestra izquierda, casi oculto tras una hilera de elegantes árboles de ribera. Tambaleantes, avanzamos hacia él. Ryko se humedeció los labios cuarteados y emitió aquella especie de trino de pájaro, la misma señal que había usado para llamar a Solly. Una figura emergió tras de la espesura.

—¿Tozay? —susurró Ryko.

El hombre corpulento avanzó apresuradamente hacia nosotros y sostuvo la figura exhausta y coja de Ryko cuando éste casi se desplomaba.

—Ya te tengo —dijo.

Con asombrosa facilidad, llevó al isleño hasta un pequeño bote de remos, que esperaba sobre el agua, conducido por otra figura tenebrosa.

—Vamos —susurró—. Debemos darnos prisa, si no, bajará la marea y no podremos salir.

Me pasé el brazo de la dama Dela por los hombros y cargué con su peso para ayudarla a descender hasta el embarcadero.

Cuando el maestro Tozay dejaba el cuerpo de Ryko en manos de su ayudante, la luna se asomó al fin entre las nubes y me permitió ver mejor a aquel hombre al que había conocido junto a la calzada, hacía siglos. Las últimas semanas habían dibujado arrugas más profundas en el rostro del pescador, que sostuvo a la dama Dela al ver que ésta estaba a punto de caer sobre él, y la levantó para subirla en el bote. Luego se volvió hacia mí y, con sumo cuidado, recogió las espadas de Kinra que le entregaba, antes de pasárselas al otro hombre. Yo me alisé el pelo y mantuve la cabeza erguida mientras él me inspeccionaba.

—Saludos, maestro Tozay —le dije.

Él bajó la cabeza, en una reverencia breve.

—Señor Eón. —No me pasó por alto la sonrisa fugaz que esbozó al alargar la mano para ayudarme a subir a la barca, mientras la mantenía fija con ayuda de un pie—. De modo que, finalmente, un dragón sí tuvo el buen sentido de escogeros, Señor.

—Sí, una dragona lo tuvo.

Tozay abrió mucho los ojos.

—¿Una dragona?

—Sí. —Me agarré de su mano y me monté en el bote—. Y no soy el Señor Eón. Ya no. Soy Eona, Ojo de la Dragona Espejo. —Alcé la vista para contemplar el humo negro que se elevaba sobre el palacio y los pabellones de los dragones, pero al momento volví a posarla en el hombre perplejo que seguía a mi lado—. Y deseo unirme a vuestro movimiento de resistencia.