7

El cuarto de baño del aposento de invitados de la Peonía era mayor que la biblioteca de mi señor. Me agité en el taburete de madera tallada, colocado en el rincón reservado para frotar la piel, pues se me clavaba en el trasero desnudo. Las paredes estaban cubiertas de mosaicos que representaban a los tres dioses-río de la ciudad; en el otro extremo de la sala, un espejo se extendía desde el suelo hasta el techo. El vapor se alzaba desde la gran bañera dodecagonal, encastrada en el centro del suelo de mosaico, cuya agua se renovaba constantemente y que se calentaba gracias a las tuberías que pasaban por debajo. El cuarto olía a jengibre y a calor. Me alisé la fina tela que me cubría las caderas, lamentándome por no tener otra más con la que taparme los pechos.

—Cierra los ojos —me ordenó Rilla.

El peso cálido del agua me cubrió la cabeza y descendió por mi pelo suelto. Tosí y abrí los ojos cuando ella me alargó el brazo y empezó a frotármelo con un paño de algodón basto.

—¿Te has bebido toda la infusión?

Asentí, notando aún en la boca el sabor desagradable. Aquel brebaje no casaba bien con la mezcla de cocolate, licor y pescado cocido que el médico me había enviado para compensar mi ayuno.

Rilla me frotaba el otro brazo vigorosamente con el paño y ahogaba gritos de dolor cada vez que, con el movimiento, se rozaba las llagas de la piel.

—Te estás lastimando las manos —le dije, apartándome—. No necesito bañarme. Ya me bañé antes de la ceremonia.

Rilla gruñó algo y volvió a sujetarme el brazo.

—Ahora eres un Señor. Y los Señores se bañan todas las semanas.

Me eché a reír.

—Hablo en serio —me dijo Rilla, pasándome el paño por última vez—. Cuando he ido a buscarte la ropa, la criada de la dama Dela me ha dicho que su señora se baña todos los días. —Levantó el segundo cubo—. Esa muchacha tiene una lengua que se mueve como la ropa tendida en un día de viento. Cierra los ojos.

—¿Y por qué se baña tanto la dama Dela? —conseguí decir antes de que el agua me cubriera la cabeza de nuevo.

Rilla se acuclilló a mis pies.

—Supongo que porque es una «contraria». —Empezó a frotarme la pierna izquierda—. Tal vez tengan que purificarse o algo así.

—¿Una «contraria»?

Rilla me rozó con mucho cuidado la pierna coja.

—¿Puedo?

Asentí, levantando el pie del suelo con cuidado. Parte del dolor de la cadera había regresado, pero no todo.

Rilla me pasó el paño por la pantorrilla.

—Una «contraria» es un hombre que vive como una mujer.

Yo me aparté el pelo mojado de los ojos.

—¿La dama Dela es un hombre?

—Lo es en cuerpo. Su criada dice que incluso tiene pito. —Rilla se apoyó en los talones—. Pero tiene espíritu de mujer. Según las tribus de oriente, las contrarias tienen dos almas: masculina y femenina. Poseen tanto la energía del sol como la de la luna. Entre las tribus, las contrarias atraen la buena suerte.

—De modo que es aceptada.

Rilla reprimió una risotada.

—Eso es en las tribus de oriente. Aquí, la corte la tolera porque proporciona placer al Emperador. Pero hay quienes murmuran que es un demonio dotado de Visión. Incluso fue atacada hace un tiempo. Por eso la acompaña siempre un guardia.

—¿Y se supo quién la atacó?

—No, todavía siguen buscándolo. Los señores de oriente ofrecieron a la dama Dela a Su Majestad como señal de buena voluntad. Y a él le avergüenza que el regalo haya sufrido un daño.

—¿Y eso también sucede al revés? ¿Puede una mujer tener espíritu de hombre?

Rilla me vertió agua por la espalda.

—¿Estás pensando en ti misma? —me preguntó, bajando la voz—. Tú no tienes un espíritu masculino. Todo esto es un papel que representas, ¿no?

Me encogí de hombros, y me eché hada delante mientras ella me secaba el agua. ¿Cómo podía explicarle que no representaba ningún papel? ¿Que sentía más el espíritu masculino que el femenino en mi interior; una fiereza que me afilaba hasta convertirme en una lanza de ambición? Además, como niño no sólo no me castigaban, sino que me aplaudían por desplegar aquella energía en estado salvaje. No me daban palizas por mi bien, mi me agotaban con tareas propias de mujeres.

—No estoy segura de lo que soy —dije, despacio—. Tal vez sea sólo que no recuerdo cómo actuar como mujer.

—En fin, seguramente es lo mejor que podía suceder —dijo Rilla—. Más seguro para todos nosotros. —Me alargó el paño—. Supongo que preferirás limpiarte sola la parte delantera.

Me froté los pechos y el vientre, y aproveché el momento en que ella se giró para vaciar un cubo, para bajar más la mano.

—Y ahora métete en la bañera y quédate ahí un rato. Prepararé tus ropas y volveré para secarte.

Me dio una palmadita en el hombro, salió del cuarto y cerró la puerta, que emitió un chasquido agudo.

Dejé la tela que me cubría la entrepierna en el taburete y me dirigí a la bañera. En su fondo, ondulado por el agua, se veía un mosaico que representaba el Círculo de Riquezas de los Nueve Peces. Me incliné y hundí los dedos en el agua. Muy caliente, casi quemaba. Un calor que me vendría muy bien para aliviar el dolor de la cadera. Me incorporé y me dispuse a descender los peldaños bajos que conducían al agua, pero un movimiento en el espejo llamó mi atención. Era yo misma. Desnuda.

Estaba esquelética y muy pálida. Me pasé la mano por los pechos y los costados, palpé la pequeña hinchazón de los senos y la ondulación de las costillas. Mis caderas no sobresalían exageradamente, como las de Irsa —me coloqué de lado—, ni tenía el trasero prominente, pero las curvas de la feminidad seguían ahí. Por suerte, las pesadas túnicas y los pantalones que se usaban en la corte las disimularían. Reseguí la cicatriz que serpenteaba por el muslo. Me había atropellado una carreta, que me había arrastrado tras ella. Eso era lo que me había contado mi señor, aunque yo no recordaba en absoluto el accidente. Sólo el perfil difuminado de un hombre que se inclinaba sobre mí con un tatuaje en la cara: el conductor, quizás, o algún transeúnte. El mero recuerdo de aquello bastaba para que el dolor de la cadera se agudizara. Volví a mirarme en el espejo. La cicatriz no era tan larga como creía. Ni la desviación de la pierna tan severa.

Me acerqué más. Mi reflejo frunció el ceño. Algo había cambiado en mi rostro desde que lo había visto en el espejo del Dragón Rata. Menos redondez, más hueso. Me toqué las mejillas, y noté sus formas afiladas, adultas. Los ojos parecían haber crecido y los labios se veían más rellenos. Era un rostro que se acercaba más a lo femenino. Me eché hacia atrás el pelo mojado y lo sostuve en lo alto de la cabeza, imitando toscamente el peinado de los Ojos de Dragón. Una muchacha con ropa de hombre y peinado de hombre. Que los dioses dejen que perdure lo que todos vieron.

Pero no era sólo la apariencia. Era el movimiento, la actitud, y algo más que resultaba difícil nombrar. Hacía cuatro años, cuando mi señor me compró, dedicamos el largo viaje de regreso a la ciudad a completar mi transformación en Eón. Yo observaba a los niños en los caminos y en las posadas. Me fijaba en sus movimientos decididos, en su modo de ocupar el espacio, en las competiciones a las que se entregaban, en las que transportaban agua o cortaban madera. Empecé a actuar como ellos, a sentir que años y más años de movimientos femeninos controlados se convertían en una libertad gloriosa. Mi señor me ejercitó en el mundo masculino de las letras y los números y aprendí a sentarme con las piernas separadas, la barbilla levantada y la mirada alta.

Pero sobre todo aprendí a no ser observada.

Fue Dolana, en la fábrica de sal, la primera en hablarme de la mirada de los hombres, de ese gesto de posesión temporal que algunos hombres dedicaban a la carne femenina, de sus peligros y posibilidades. «Puede usarse para sobrevivir», me contó Dolana en voz baja, mostrándome el poder que podía obtenerse de ceder al deseo de un hombre. A los doce años de edad, aquel conocimiento estaba en mi forma de mover la cabeza, las manos, los hombros. Pero Dolana le había susurrado sus secretos a una niña. Y yo debía convertirme en niño.

Cuando abandoné la fábrica de sal, tuve que dejar de preocuparme por los hombres que volvían la cabeza a mi paso. Dejar de levantar la vista para mirarles a los ojos, en un fugaz encuentro. Dejar de apartar la mirada, fingiendo ignorar su interés momentáneo. Me costó deshabituar el cuerpo, pero practiqué y aprendí a encerrarlo en la piel y la mirada de un muchacho.

Y ahora aquel muchacho se había convertido en Señor.

Volví a soltarme el pelo, di la espalda al espejo y, con cuidado, di un primer paso hacia la bañera. El agua me rodeó los pies, las pantorrillas, los muslos; entonces sumergí el resto de mi cuerpo en su calor. Mi ser entero emitió un suspiro de alivio. Me iba a resultar difícil actuar como un Señor, pero al menos en esa ocasión todos presupondrían mi ignorancia y mi incomodidad. Haría lo que ya había hecho antes: encontrar a alguien a quien imitar y copiarlo. Y mi señor me ayudaría.

El calor fue penetrando en mis pensamientos y en mi cuerpo, suavizando mi dolor y relajando mi mente. Me senté en el último escalón y eché la cabeza hacia atrás, hasta que la nuca reposó sobre el borde embaldosado de la bañera. El equilibrio en aquel cuarto de baño era casi absoluto: no había muebles pesados que bloquearan la energía del dragón y la forma de la bañera estaba pensada para potenciar el flujo circular de la hua. Además, el espejo compensaba la poca altura de las paredes. Sin duda habían consultado a algún Ojo de Dragón antes de ejecutar el diseño.

Dejé que el calor ascendiera por mí, que dilatara el ojo de mi mente. Los dragones aparecieron entonces, temblorosos, en círculo, alrededor de la bañera. Eran casi todos del mismo tamaño y su energía fluía sin encontrar ningún obstáculo. Parecían adaptarse al espacio en el que se encontraban; en la pista eran tan grandes como edificios, pero allí sólo alcanzaban hasta la mitad de la pared. Y el Dragón Espejo —mi dragón—, siempre era el doble de grande que los demás.

Me levanté, intentando verlo a través del vapor. Sus ojos oscuros me atrajeron más hacia él; ladeó la cabeza, como preguntándome. Yo avancé despacio por el agua, hacia él, pero mi visión no era clara. No era el vaho lo que me nublaba los ojos, sino una neblina que rodeaba al dragón, como un cortinaje muy fino. En cambio, a todos los demás dragones los veía con claridad.

Detrás de mí, llamaron a la puerta, que se abrió al momento, sobresaltándome y privándome al instante de la visión de mi mente. Me giré y me sumergí de nuevo en el agua.

Rilla entró, sosteniendo unos paños doblados en las manos.

—¿Qué te pasa? —me preguntó, cerrando la puerta con la espalda.

—Me has asustado. —Me dirigí a los peldaños—. Creía que podía ser otra persona.

—No, la dama Dela ha dado instrucciones claras a los demás criados para que nunca entren en tus aposentos privados —aclaró Rilla, desplegando un paño grande y levantándolo.

—Con esas quemaduras en las manos, no deberías hacer esto —le dije.

—Estoy bien. Y date prisa, tienes que secarte y vestirte.

Me dejé envolver por la tibieza seca del paño y me envolví bien con sus bordes.

—¿Lo han calentado? —pregunté, acariciando el tejido grueso de algodón.

—Sí, por supuesto —respondió Rilla, frotándome la espalda para secármela—. ¿Crees que permitiría que al nuevo Señor Ojo de Dragón se le enfriara el culo al salir del baño? ¡Qué vergüenza!

Nos miramos a los ojos y se nos escaparon unas risitas.

Cuando estuve seca, Rilla me cubrió con otro paño y me untó el pelo con aceite, trenzándolo con destreza y peinándolo con el moño doble que era la versión simplificada del tocado de los Ojos de Dragón.

—No sé hacerlo mejor —dijo, retrocediendo un paso para evaluar su trabajo.

—¿Y cómo es que sabes hacerlo?

Rilla sonrió.

—Ya fui ayuda de cámara del señor cuando él era el Ojo del Dragón Tigre. Hace ya bastantes años, pero todavía recuerdo el peinado que llevaba. —Me alisó un mechón rebelde que me nacía junto a la oreja y esbozó una sonrisa de oreja a oreja—. Claro que, hoy en día, al señor no le hace falta peluquera.

Yo reprimí otra risita. Los Señores no se reían así.

—A pesar de todo, va a echarte de menos.

Sus ojos se apartaron de los míos, poniendo punto final a la diversión.

—Tal vez. Pero ha visto la ocasión de manteneros protegido aquí dentro, Señor. Y eso es lo importante. Además, Irsa llevaba tiempo esperando la oportunidad de ascender. —Recogió el paño mojado y lo retorció con fuerza—. El señor no requerirá atenciones.

Abrió la puerta y me condujo a través del estrecho pasadizo hasta una cámara contigua dispuesta como vestidor. Era un cuarto pequeño, dominado por un gran armario, una de cuyas puertas correderas estaba abierta y mostraba pilas de ropa interior blanca y calzones doblados. Junto a él, había una canasta vieja apoyada en la pared: contenía las antiguas pertenencias que me habían traído de casa de mi señor. Doblados sobre ella vi mi mejor túnica y mis pantalones, tan desgastados que los remiendos se veían, a pesar de que su color era oscuro.

Rilla siguió la dirección de mi mirada.

—Llegó ayer. No sabía qué querríais conservar.

Me acerqué a ella corriendo, pues sentía una imperiosa necesidad de tocar mis viejas cosas.

—¿Dónde están las estelas funerarias de mis antepasadas? —le pregunté, rebuscando entre los objetos de la canasta—. Tengo que hacerles un altar. Tengo que honrarlas. Necesito su protección.

Rilla atravesó el cuarto y detuvo mi frenética búsqueda con gesto amable.

—Están ahí, Señor, en el fondo. Bien envueltas. Yo misma las empaqueté. Prepararé un altar para vos. —Me ayudó a incorporarme—. ¿De acuerdo?

Asentí, alejándome de la vieja canasta para acercarme a un gran espejo de pie que se encontraba en el rincón opuesto. Ignorando mi pálido reflejo, me concentré en un colgador de madera situado junto a él, tallado con la forma del torso de un hombre, del que pendía una magnífica túnica de tres cuartos. La seda esmeralda, de gran calidad, estaba bordada con pavos reales, mariposas, flores y una gran cascada sobre la que saltaban peces de colores.

—¿Tengo que ponerme esto? —pregunté, asombrada.

Rilla asintió.

—Pero si es una túnica-cuento.

Se las había visto llevar a los nobles de camino a las celebraciones de la corte, eran obras de arte de un valor incalculable que pasaban de padres a hijos; con frecuencia valían lo que toda una finca.

—La han traído mientras os bañabais —dijo Rilla, cerrando la puerta—. Un regalo del Emperador. La ha escogido para vos personalmente. Se llama «La cascada de verano trae armonía al alma» —bajó la voz, en señal de respeto—. Y han vuelto a coserla teniendo en cuenta vuestras medidas. ¿Os imagináis la cantidad de trabajo?

¿Era del Emperador? Con delicadeza, rocé el borde de la manga ancha, de seda. Algo en mi interior me decía que recibir un regalo como ese del Señor Celestial era a la vez magnífico y peligroso.

Rilla se volvió hacia el armario y seleccionó unos calzones blancos.

—Tomad, ponéoslos —me dijo, alargándomelos. Se sacó una especie de faja enrollada del bolsillo—. He traído algunas fajas más para aplanaros el pecho. Las guardaré con mis cosas. Para mayor seguridad.

Asentí, me puse aquellas finas calzas de hilo y me até el cordón de seda.

—Qué telas tan bonitas para ser ropa interior —murmuré, pasando entre los dedos el delicado tejido.

—Deberíais haber visto la seda que tienen almacenada para las damas de la corte. Nunca había visto unos bordados como esos. —Rilla se colocó detrás de mí—. Levantad los brazos.

Me pasó la faja alrededor de los pechos, con firmeza, aplanándolo contra las costillas, hasta que dejó de sobresalir. Compuse una mueca de dolor cuando dio la última vuelta y ató la tela bajo el brazo. Por desgracia no podía librarme de mis formas femeninas, que sólo me proporcionaban peligro y dolor.

—¿Está bien apretada? —me preguntó.

Pasé las manos sobre el vendaje implacable y aspiré hondo, sintiendo la opresión en el pecho a la que tanto había llegado a acostumbrarme.

—Sí, está bien.

Vestirme las ropas de la corte fue laborioso y lento. Cuando Rilla terminó de colocarme las túnicas interiores, sin mangas, me abrochó los pantalones a juego, verde esmeralda, me calzó las zapatillas y me enrolló el intrincado fajín que remataba la túnica «Armonía», me dolía la espalda y la cadera por haber estado tanto rato de pie.

—Ya estáis listo —dijo al fin, alisándome el dobladillo.

—Deja que me vea.

Me acerqué al espejo despacio, pues el peso de todas aquellas capas de ropa, al que no estaba acostumbrada, ralentizaba mis pasos. El reflejo me devolvió la mirada de un joven solemne, de rasgos finos y cuerpo delgado, algo sobrepasado por la magnificencia de su atuendo.

—Con suerte, se fijarán más en mi ropa que en mí —dije, rozando apenas la seda con la mano.

Rilla levantó la cabeza.

—No creo que debáis preocuparos. Vuestra barbilla expresa terquedad y se mueve como un hombre. Y la túnica está cortada y tejida con astucia: ¿no veis que con ella parecéis más alto y más ancho de hombros?

Era cierto. No era de extrañar que los tejedores de cuentos estuvieran tan buscados y fueran recompensados con carísimos regalos.

—El Consejo y la corte no esperan ver a una niña —prosiguió Rilla—. No podrían concebir siquiera un engaño semejante. Además, vos sois un Sombra de Luna. Se espera de vos que conservéis la dulzura de la infancia. Lo que me recuerda que… —Se acercó al armario y descorrió la otra puerta—. Tendréis que llevar esto.

Sacó una cajita roja, lacada, levantó la tapa y me la alargó. En su interior, dispuesto sobre un saquito de piel fina, había un pequeño cono de plata del tamaño de un dedo.

—¿Qué es?

—Un cuerno de las lágrimas. Los eunucos lo usan para orinar. —Asintió al ver mi expresión de horror—. Lo sé. Debe de ser muy doloroso. Como Sombra de Luna, se espera que llevéis uno. —Levantó el cono y lo metió dentro del saquito, que cerró tirando del cordón—. Llevadlo siempre con vos. Creo que los eunucos se lo cuelgan del fajín.

Bajé la vista y me miré el fajín grueso, plisado, que me rodeaba la cintura.

—No habré de ponérmelo sobre la túnica cuento, supongo.

—No lo sé —respondió Rilla, frunciendo el ceño—. Tal vez la dama Dela pueda aconsejaros. Si estáis listo, os acompañaré a la sala de recepciones y mandaré a alguien a buscarla.

Rilla me condujo al salón destinado a recibir visitas, que ocupaba la parte delantera de los aposentos. La mayor parte del muro exterior estaba hecha con paneles corredizos que se abrían a un patio interior del palacio. Sólo dos de los paneles estaban abiertos; entreví un león guardián de jade, montado sobre una plataforma baja que rodeaba las estancias. Más allá se extendía el jardín, trazado según el diseño de una «vista tranquila», con su pequeño puente y sus árboles retorcidos, que colgaban sobre el estanque. No me hizo falta recurrir a mi visión mental para ver que la energía sosegada de aquel jardín se dirigía sabiamente hacia las habitaciones.

La sala de recepciones era tradicional: un suelo cubierto de esteras de paja y una mesa baja, de madera oscura, rodeada de cojines planos. En la pared trasera se abrían dos alcobas y cada una de ellas exhibía un rollo pintado. Un aparador bajo, también de madera oscura, a juego con la mesa, se apoyaba en la pared del fondo y, sobre él, un jarrón con orquídeas constituía el único adorno. Era un lugar sereno, digno. Rilla descorrió el resto de los paneles, ampliando la vista del patio.

—Señor, la dama Dela ya ha sido convocada —dijo—. ¿Preparo té?

Su recién adoptado tono de respeto no dejaba de sorprenderme.

—Sí, por favor.

Me acerqué a la alcoba de la izquierda, atraída por el rollo pintado de vivos colores. Representaba a un dragón con la cola enroscada y las patas delanteras levantadas en ademán elegante, lo que le confería una simetría agradable a la vista. Me fijé en el pequeño nombre escrito en un recuadro y me estremecí. Era del gran maestro Quidan. Me acerqué al otro dibujo. Era de un tigre y también lo firmaba el maestro.

—Son hermosos, ¿verdad, Señor?

Me volví. La dama Dela estaba de pie sobre la plataforma, custodiada por el hombre-sombra que velaba por su seguridad. Gracias a la luz natural pude fijarme en que sus rasgos eran los de un nativo de la isla de Trang. Tal vez se tratara de un ganadero. Me dedicaron sendas reverencias, y la dama Dela hincó una rodilla en el suelo y entrelazó las manos sobre una cadera; al hacerlo, el dobladillo color perla y oro de la túnica amarilla creó un cerco ondulado alrededor de sus pies.

—Esta, Señor es la reverencia formal que en la corte dedica una dama a un Señor. En respuesta, éste agacha una vez la cabeza.

Yo me apresuré a hacer lo que me correspondía.

Aunque todos sus movimientos eran de mujer, ahora, bajo el cuidadoso maquillaje y las ricas telas de su atuendo, veía a un hombre. Y eso que no lo era. Era la dama Dela.

—Ryko, mi guardián, está de servicio —prosiguió—. De modo que su saludo consiste en doblar la cintura, pero no tiene por qué bajar la mirada. Cuando no está de servicio, claro está, debe arrodillarse por completo y llevar la frente a un palmo del suelo, con la mirada baja. —Se echó a un lado—. Muéstraselo, Ryko.

El hombre corpulento dobló la cintura de nuevo.

—Disculpadme, Señor —dijo con su voz fina—. Pero estoy de servicio y no puedo dedicaros la reverencia que me pide mi dama.

La dama Dela aplaudió, entusiasmada.

—¿Lo veis? Es un guardia muy bueno. Aunque se lo ordene, no lo hace.

Vi que Ryko reprimía un atisbo de sonrisa.

—Si me lo ordena, mi dama, me pondrá en un grave dilema —dijo.

—¿Qué dilema? —quiso saber ella, con sus rasgos angulosos algo suavizados por la alegría.

—Disgustar a una dama o incumplir una orden. Ambos son crímenes horribles.

—Ja —se rió ella, y la perla de su garganta tembló—. Lo que sí es un crimen horrible es tu intento de mostrarte galante.

—Como vos digáis, señora.

La dama se separó de él, tratando de reprimir, también ella, su sonrisa.

—¿Puedo entrar, Señor? —preguntó.

—Por supuesto.

Se quitó las zapatillas y atravesó el aposento, mientras el hombre-sombra ocupaba su posición junto a la puerta.

—Señor Eón —dijo, entrando en materia—, todos los que son inferiores en rango deben postrarse ante vos. Ello equivale a decir que han de saludaros todos menos los miembros de la familia imperial y los demás Señores. Y vos sólo tenéis que responder a esas personas de rango inferior inclinando brevemente la cabeza. Cuando os encontréis con alguien de vuestro mismo rango, digamos con otro Ojo de Dragón, el más joven de los dos debe saludar al mayor inclinando la cabeza. El saludo al Emperador, o a cualquier miembro de su familia, se efectúa siempre hincando las dos rodillas en el suelo y doblando la cintura hasta lograr el ángulo de una luna en cuarto creciente.

Se interrumpió y observó mi túnica con gran atención, arqueando las finas cejas.

—Dios mío. ¿No es «La Cascada de Verano trae Armonía al Alma»?

—Ha sido un regalo del Emperador —respondí.

—Desde luego —dijo ella, caminando a mi alrededor y apretando mucho los labios pintados, pensativa—. Desde luego. Un regalo de lo más interesante. —Desplegó un abanico que llevaba sujeto a la muñeca con una cinta y lo agitó suavemente sobre su rostro. Por encima del borde hermosamente decorado con dibujos, vi que sus ojos expresaban una calculada astucia—. Y ahora que la túnica de la armonía es vuestra, creo que debéis conocer su historia. Tal vez, si disponemos de tiempo, os la cuente cuando termine nuestra lección. —Cerró el abanico de un golpe seco—. Sin embargo, antes de eso debemos ocuparnos de otro asunto más urgente. —Apartó la mirada, cortésmente, y con el abanico señaló el saquito que colgaba de mi fajín—. Ryko, tal vez tú podrías ayudar al Señor Eón.

El guardia vino hacia mí al instante.

—Señor, ¿puedo sugeriros que os lo guardéis por dentro del fajín? —me dijo—. El Emperador ha decretado recientemente que las damas de la corte no deben ver ese objeto. Permitidme que os ayude.

Desató la cuerda y deslizó la cubierta de piel sobre el cuerno, ocultándola rápidamente bajo el borde del fajín plisado.

Yo no pude evitar ruborizarme.

—No lo sabía.

Él me dedicó otra reverencia.

—Señor, será un honor para mí que os sintáis libre para preguntarme todo lo que deseéis respecto de… —bajó la voz—, respecto de los Sombras de Luna de la corte.

Yo no me atreví a detenerme en la amabilidad que brillaba en sus ojos.

—Gracias —susurré.

Ryko bajó la cabeza y regresó a su puesto, junto a la puerta.

La dama Dela se volvió para mirarme una vez más, el rostro radiante.

—Veamos, Señor, ¿qué es lo que habéis aprendido hasta ahora?

Le repetí las instrucciones que ella me había dado.

—Muy bien. Me alegro de que seáis rápido. El nuevo aprendiz de Ojo de Dragón Rata está tan asustado que de momento no retiene nada. Pobre muchacho.

—¿Se refiere a Dillon? —le pregunté, dando un paso al frente—. ¿Ha visto a Dillon?

—Ah, sí, claro, vos y él habéis estudiado juntos —dijo con ternura la dama Dela—. Lo he instruido en protocolo de la corte. ¿Es amigo vuestro?

Vi que ella no pasaba por alto mi gesto de vacilación.

—Lo es —respondí finalmente—. ¿Puedo verlo?

Tenía ganas de ver a Dillon y aclarar nuestras diferencias, pues su pequeña traición ya no significaba nada para mí. Los dos habíamos ganado el premio. Y quería ver qué cara ponía cuando me viera vestido con la túnica-cuento.

—Se encuentra en el pabellón del Dragón, Señor. Pero lo veréis esta noche, durante el banquete, que se celebra tanto para daros la bienvenida a vos como para dársela a él, que oficialmente será el tercer invitado de honor. De hecho, tal vez pueda disponerlo de modo que podáis hablar durante la cena. ¿Os parece bien?

—Sí, me parece muy bien.

—Dadlo por hecho entonces —dijo, y yo tuve la sensación de que había cerrado un trato sin conocer el precio—. Y ahora, prosigamos. Cuando abandonéis la presencia del Emperador o de algún miembro de su familia, jamás debéis darle la espalda. Se considera un gran insulto y se castiga con la muerte. Debéis aprender a abandonar una estancia caminando hacia atrás. Venid, practicaremos un poco.

La lección fue larga. La interrumpimos para tomar el té y las medias lunas que Rilla nos trajo, y la dama Dela convirtió el asueto en parte de mi formación. Me mostró cómo arrodillarme con la túnica cuento, y cómo tomar el té a la manera formal de los nobles —cuál de los invitados bebía primero de su cuenco de porcelana, cuándo comer los diminutos pastelillos de las fiestas y qué debía decirse en cada etapa del ritual—. Aunque yo sólo comí dos de aquellos deliciosos dulces de canela, tal como prescribía la etiqueta, éstos se sumaron a la mezcla de mi estómago revuelto.

Finalmente, cuando se decidió que ya dominaba los saludos formales e informales, y la reverencia con marcha atrás para abandonar la presencia del Emperador, la dama Dela asintió, dando su aprobación.

—Por ahora bastará, creo —dijo—. Lo habéis hecho muy bien.

Incliné la cabeza ligeramente, aliviada al saber que la lección había terminado. Aunque ya empezaba a prever el gran problema que se me avecinaba.

—Señora, me considerará muy tonto —le dije—, pero yo sólo he visto a la familia imperial y a los Ojos de Dragón desde lejos. De modo que no sé qué reverencia corresponde a cada quién.

Ella meneó la cabeza y los ornamentos que salpicaban sus cabellos tintinearon.

—No me parecéis nada tonto, Señor. Cuando yo llegué a la corte por primera vez, tampoco lo sabía. Tardé mucho y cometí muchos errores antes de sentirme segura. —Sonrió, se inclinó hacia mí y me llegó la fragancia dulce del franchipán—. No os preocupéis, os acompañaré a los banquetes de la corte y a las reuniones durante un tiempo y os susurraré los nombres al oído. Así como algunas informaciones pertinentes que os ayudarán a abriros paso entre el laberinto de personalidades.

Ryko, sin abandonar su puesto de vigilancia junto a la puerta, emitió una especie de gruñido.

La dama Dela abrió de nuevo el abanico y nos ocultó a los dos tras él.

—Ryko cree que mi boca se mueve más deprisa que las ruedas de un rickshaw —susurró, aunque en un tono lo bastante alto como para que llegara sin problemas hasta el guardia.

—No, señora. Creo que si el Señor Eón se encuentra bajo vuestra instrucción en asuntos de intrigas cortesanas, está en las mejores manos.

Ella abrió mucho los ojos y me miró, divertida.

—Y ahora opina que soy una intrigante.

—A mí me resultáis intrigante, sin duda, señora —intervine yo, intentando estar a la altura de sus chanzas.

La dama Dela asintió, satisfecha.

—Una respuesta ingeniosa, Señor —dijo, cerrando el abanico—. Creo que os irá bien en la corte. Y ahora, ¿deseáis oír la historia de la túnica? Creo que debéis conocerla antes de que esta noche accedáis al salón de banquetes.

Me tomó la mano y la levantó, para que la manga ancha descendiera libremente.

—Esta túnica fue diseñada y tejida por el maestro Wulan. La encargó la familia del Señor Ido, como regalo para el Emperador, cuando aquel fue elegido como aprendiz.

Me estremecí al oír el nombre del Ojo de Dragón. La dama Dela asintió al constatar mi reacción y acercó un dedo a un emblema tejido en la manga.

—Ved, aquí esta es la divisa de su familia y debajo se aprecia el carácter que significa «ambición», el área de influencia especial del Ojo de Dragón Rata. La túnica cuenta la historia de un verano de abundancia, pero si observáis con detalle veréis que, en la cascada y en el pavo real, se adivina un atisbo de invierno; el lin y el gan enlazados en…

—Dama Dela —dije atropelladamente, interrumpiendo su clara digresión—: ¿Por qué me ha regalado el Emperador un regalo que él, a su vez, recibió de la familia del Señor Ido?

Ella miró a Ryko.

—Contádselo todo —le aconsejó el guardia sin inmutarse—. No es hora de entregarse a jueguecitos.

—Esta es la hora más importante de todas —replicó ella.

Él clavó la vista en el espacio que los separaba.

—No. Incluso una hoja llevada por el viento termina por posarse. Vos sabíais que esta elección se produciría.

La dama abrió el abanico y lo cerró, pasando los dedos por las varillas de bambú mientras observaba a Ryko, que abandonaba la puerta e inspeccionaba el jardín.

—¿Y bien? —le preguntó ella.

Él asintió.

—Estamos solos. Contádselo.

—Está bien, está bien —dijo ella, levantando las manos—. Esta túnica es la forma que tiene el Emperador de enviarle un mensaje al Señor Ido y, a través de él, al Gran Señor Sethon, su hermano real.

—El Señor Ido sirve al Gran Señor Sethon —dije en voz alta, recordando el retazo de conversación entre mi señor y el oficial de la pista de combate.

—Sí. Sois muy rápido —dijo ella, bajando la voz—. Juntos han construido una base de poder que, a decir verdad, excede la del Emperador. No es ningún secreto que Sethon codicia el trono, y que ahora, a través de Ido, controla el Consejo de los Ojos de Dragón, así como los ejércitos. Con el Emperador enfermo y el príncipe Kygo ya mayor de edad, pero viviendo aún bajo la protección del harén, Sethon consideraba cercano el momento de dar el paso. Es decir, hasta que aparecisteis vos. —Me tocó el hombro con la mano—. El que ha despertado al Dragón Espejo. Un Ojo de Dragón coascendente. Pero, más importante aún, una posible voz disidente en el Consejo de los Ojos de Dragón. Y el Emperador no ha perdido el tiempo reclamándoos para sí y reclamando para sí a vuestro dragón. —El peso de sus palabras me abatía. Sin haber visto siquiera al Gran Señor Sethon, ya me había convertido en enemigo del hombre más poderoso de esas tierras. Y el Emperador me veía como su vía para recuperar la supremacía. Yo era el conejo atrapado entre dos lobos hambrientos—. Por eso el Emperador quiere teneros cerca —prosiguió la dama—. Por eso os ha traído al palacio. Es cierto que, por el momento, no existe el pabellón del Dragón Espejo, pero podríais haber ocupado alguno de los otros. Y esta noche, cuando entréis en la sala de banquetes, vestido con la túnica de la armonía, el Emperador habrá dejado claras sus intenciones a su hermano y al Consejo de los Ojos de Dragón.

Me llevé los dedos a la boca. Mi señor no me había advertido que me convertiría en centro de la atención real; se suponía que iba a ser sólo un aprendiz. Ryko se acercó a mí y me plantó una mano en el hombro, como si quisiera impedir que me levantara los faldones de aquella túnica a la que llamaban por un nombre que no le correspondía, y saliera huyendo de aquel combate mortal.

—Valor, Señor —me dijo secamente—. No tenéis adonde ir. Estáis metido en este juego hasta el final.

—¿Sabéis adónde ha ido mi señor? —pregunté, impaciente—. Debo ver a mi señor.

Él sabría que debía hacer. Cómo proceder con cautela entre aquellas dos poderosas fuerzas.

—El heuris Brannon —me corrigió cortésmente—, ha regresado a su casa, a vestirse para el banquete.

La conciencia de mi situación me dejó helada: a partir de ese momento, mi señor no siempre estaría ahí para protegerme y aconsejarme.

—Esto es demasiado para mí —balbucí—. Es demasiado. ¿Qué hago?

—Seguir vuestro destino —respondió Ryko—. Como hacemos todos. Con honor y coraje.

La dama Dela puso los ojos en blanco.

—¿Qué clase de respuesta es esa para un muchacho? —Me agarró de un brazo, y sentí sus uñas largas atravesar la seda con fuerza de hombre—. Escuchadme bien. Vos ya no sois ese candidato miserable. Ahora sois un Señor, un Ojo de Dragón. La corte ha quedado impresionada al ver a los demás dragones postrados ante vos. Contáis con un poder que asusta incluso al Señor Ido. De modo que lo que debéis hacer es usarlo.

Yo apenas sentía al dragón en mi interior, de modo que difícilmente podría usar su poder. El Señor Ido no tenía nada que temer de mí. Pero, incluso en el caso de que no lo supiera, eso no le detendría. Recordé la expresión de su rostro al ver que los dragones se postraban ante mí. Aquello era lo que quería él: que todos los dragones le rindieran pleitesía. Y yo me había interpuesto en su camino.

Retiré el brazo y me liberé de la mano de la dama Dela. Ella era un hombre que vivía como una mujer, una superviviente. No parecía que fuera a dar su apoyo a una causa perdida.

—¿Quién creéis vos que vencerá en esta lucha, dama Dela? —le pregunté—. ¿A quién apoyáis vos?

Ella se echó hacia atrás y me observó en silencio. Yo permanecí inmóvil, sin parpadear siquiera bajo el peso de su mirada.

—Al Emperador —respondió al fin.

—¿Por qué?

—Porque el Señor Ido y el Gran Señor Sethon desprecian lo que soy.

—Y porque el Emperador es el Señor Celestial —la corrigió Ryko.

Los dos lo miramos.

—No —sostuvo la dama Dela en voz baja—. Porque el Señor Celestial cuenta ahora con el Ojo de Dragón más poderoso de su parte.