22
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Arrugué la nariz al aspirar el olor a plantas marchitas y me asomé al pequeño túnel.
—¿Es esto? —susurré—. ¿Esta es la puerta de las Concubinas?
Me acordé del príncipe —el Emperador Perla— hablando de ella en susurros, su sonrisa atrevida convirtiéndose en rubor. ¿Se lo habrían llevado a tiempo sus guardias? ¿Estaría a salvo? Me llevé la mano a las estelas que guardaba junto al pecho, y recé porque lo estuviera. Como si de una respuesta a mis plegarias se tratara, las perlas que me rodeaban el brazo se agitaron, antes de volver a la calma.
Ryko se agazapó frente a una reja de barrotes y apartó más vegetación.
—Aquí hay un pasadizo de emergencia. ¿Qué esperabais?
—Parece una alcantarilla.
—Exacto.
Dejé en el suelo la inmensa espada que Ryko le había quitado a un soldado muerto, dos patios más allá, y le ayudé a arrancar la maleza que se aferraba con fuerza a las paredes.
Además de la espada, también le había quitado la armadura de cuero al cadáver.
—Está vieja, pero es buena —declaró, mientras se fijaba las correas alrededor de la cintura y se colocaba el casco.
Una buena armadura para él, porque no encontramos ninguna lo bastante pequeña para convertirme a mí en un soldado mínimamente convincente.
—Ninguna de estas hiedras se ve rota. Por aquí no ha salido nadie —susurré.
—Por aquí no habrían salido —me aclaró Ryko—. El túnel cuenta con otra salida más allá de los muros de palacio, cerca del río. A las mujeres y a los niños los habrían escoltado directamente, con las barcazas reales.
Con cuidado, retiró la reja. El metal chirrió al separarse de la piedra. Los dos nos volvimos, tensos, a comprobar si el pequeño grupo de soldados apostados cerca de la puerta de oficiales daba muestras de curiosidad.
Ryko tenía razón: Sethon dirigía casi todas sus tropas hacia el harén. Habíamos tardado más de media hora en esquivar cautelosamente el anillo de soldados que montaban guardia frente al refugio de las mujeres, y otra media hora en alcanzar el extremo más alejado del muro occidental. Mi cuerpo empezaba a acusar el esfuerzo; tenía los nervios a flor de piel, tanto que temía enloquecer en cualquier momento.
—Los escoltas deberían de haber encendido las lámparas del pasadizo, pero por si acaso… —Extrajo unas velas del saquito que llevaba al cinto y me las alargó. A continuación desenvolvió un platillo de barro cocido que protegía con un pedazo de cuero y sacó un mechero. El truco de la pólvora—. Hay cinco peldaños para descender al túnel —me dijo—. No os separéis de mí.
Agarré con fuerza la espada que habíamos tomado prestada y lo seguí hasta el interior de aquel hueco apestoso.
Cinco peldaños resbaladizos. Aire húmedo, frío. Ryko me tiraba de la manga para que me adentrara más en la oscuridad. Doblábamos esquinas, o al menos eso me parecía, aunque lo cierto era que había perdido el sentido de la orientación. Al poco, el duro suelo de piedra dejó paso a otro más blando.
—Aquí —dijo el eunuco.
Noté que se acuclillaba y oí el chasquido del mechero. Se encendió una luz, un fogonazo tan intenso que tuve que cerrar los ojos. Ryko me dio una palmadita en el hombro.
—Las velas. Deprisa.
Se las alargué, parpadeando aún por el deslumbramiento que me causaba la diminuta luz del platillo. Ryko encendió rápidamente las mechas y casi simultáneamente la pólvora chisporroteó y se apagó, liberando al aire pequeñas volutas de humo. Cuando me pasó una de las velas, su luz iluminó retazos de dorado y turquesa. El túnel ya no era una cloaca mohosa. Sus paredes estaban recubiertas de un intrincado trabajo de mosaicos, que ascendía hasta el techo abovedado reproduciendo flores y frutas con ribetes dorados. El suelo de los pasillos estaba forrado de alfombras de un azul intenso. El aire todavía era húmedo y frío, pero un perfume intenso impregnaba el aire.
—Es precioso susurré. —Bajé la mirada para fijarme en las tupidas alfombras—. ¿Cómo es que no se pudren?
Ryko reprimió una risotada burlona.
—Creo que las cambian todos los meses —respondió, fijándose él también en las alfombras—. Por aquí no ha pasado nadie —concluyó—. No hay marcas de pies en ellas, ni hay lámparas encendidas. —Sacudió el plato de barro y se lo metió de nuevo en el saquito que llevaba al cinto—. Algo ha salido mal durante la evacuación.
—¿Y no podrían haber salido por otro sitio?
Ryko se mordió el labio inferior.
—Por la Puerta de los estudiantes, tal vez —dijo, poniéndose en pie—. Si nos separamos, regresad a este túnel y seguidlo sin desviaros hasta el río. Hay un hombre que espera con un bote. Él os llevará a un lugar seguro. —Se percató de mis dudas—. ¿Entendéis lo que os digo? No podéis dejar que os capturen.
Asentí, tratando de mantener el gesto impasible.
Avanzamos en silencio, nuestros pasos amortiguados por la espesa capa de alfombras. La luz de las velas iluminaba los azulejos vitrificados, retazos de oro y azul, como si el sol se reflejara en el agua. De vez en cuando Ryko se detenía y alzaba su llama hasta alguna lamparilla de aceite situada en la pared, creando círculos de luz tras de nosotros.
—Para nuestro viaje de regreso —dijo.
¿Cómo era capaz de mantener la moral y la esperanza tan altas?
Alcé la vista y la posé en el techo de vividos colores. Sobre nosotros avanzaba un ejército encabezado por un general despiadado que aspiraba al trono, apoyado por un loco con el poder de un dragón ascendente. Se me revolvió el estómago cuando a mi mente regresaron las imágenes del cuerpo sin vida del Señor Tyron y del rostro inerte de Hollin. ¿Estarían muertos todos los ojos de Dragón y sus aprendices? Uno de ellos tal vez hubiera sobrevivido: Dillon. Y yo, claro.
Pobre Dillon. ¿Podría su supervivencia dar al traste con los planes de Ido para crear el Collar de Perlas? ¿Acaso no debían morir todos los que estaban relacionados con algún dragón para poder crearlo? Suspiré. Mi problema era, y siempre había sido, la falta de conocimientos. Sencillamente, no sabía lo bastante sobre el poder de los Ojos de Dragón. Le di una palmada al libro rojo para tranquilizarme. Con suerte, la dama Dela descifraría pronto el conocimiento más importante que contenía. Si es que llegábamos a encontrarla.
De pronto notamos un estremecimiento de la tierra. El temblor de una explosión reverberó en el túnel, como si la tierra misma gimiera de dolor. Me agaché mientras el polvo se elevaba por los aires y se me metía en la garganta.
—¿Qué ha sido eso, en el nombre de Shola? —dijo Ryko, con la espada a medio desenvainar.
Tosí, tratando de aclararme la garganta.
—¿Un terremoto?
Ryko miró hacia atrás, en dirección al camino del que veníamos.
—Tal vez. Vamos, me sentiré mejor cuando volvamos a encontrarnos en la superficie.
Seguimos avanzando. Finalmente, Ryko levantó su vela y señaló hacia arriba. Una gruesa banda dorada se curvaba sobre el techo y descendía por las paredes, a ambos lados. Me recordó a la línea imperial de las audiencias que había visto en el patio ceremonial.
—Esta marca señala el inicio de la muralla del harén —dijo—. Ya casi estamos.
Franqueamos el límite dorado sin mediar palabra. Ryko aceleró el paso y yo tuve que hacer acopio de mis reservas de energía para poder seguirlo con mi paso renqueante. Mi espada parecía pesar tanto como un hombre. Ryko daba zancadas cada vez más grandes y yo casi tenía que correr para no quedar atrás. El sonido amortiguado de nuestros pasos y el crujido de mis pantalones al caminar eran los únicos sonidos que se oían. De repente, Ryko se detuvo, yo me coloqué a su lado. En aquel punto, la alfombra volvía a dejar paso a la piedra desnuda.
Una vez allí, doblé del todo la cintura y aspiré hondo, tratando de recobrar el aliento.
—Tal vez sería mejor que permanecierais aquí mientras yo voy a buscar a la dama Dela —me dijo.
Negué con la cabeza.
—No pienso quedarme aquí —logré replicar entre dos jadeos.
—Podría obligaros a hacerlo.
Me incorporé, ya con algo más de aliento.
—Seguiré tu ritmo. ¿Acaso no lo he hecho hasta ahora?
—Lo habéis hecho —admitió—. Pero tengo la sensación de que ahí arriba algo ha ido mal —añadió, mirando hacia el techo—. Saldremos a una callejuela de servicio que queda del lado exterior de la muralla. Manteneos abajo hasta que yo compruebe que el camino está despejado.
Encendió entonces una lámpara de pared que quedaba a su lado, antes de apagar su vela, que volvió a meter en el saquito que llevaba al cinto, bajo la armadura. Cogió también mi vela y asintió una vez.
Tras doblar dos esquinas muy pronunciadas, Ryko me agarró de la mano y se la acercó al hombro, a continuación apagó también mi vela. Yo intentaba seguir sus pasos, pero la oscuridad era total y trastabillaba. Giramos una vez más, entonces vi una luz tenue: un círculo alto, fragmentado, que destacaba en las tinieblas. Durante unos pasos más no supe qué era, pero luego la luz cuarteada cobró sentido: era otra reja de barrotes. Debajo, los planos y las sombras de una escalera. Y sólo entonces, hasta nosotros llegaron los sonidos lejanos de gritos y lamentos que rasgaban el silencio.
¿Sería ya demasiado tarde?
Ryko se adelantó y subió por aquella empinada escalera, valiéndose de manos y pies. Al llegar a lo alto se agachó y miró a través de la reja, impidiendo que la luz siguiera colándose en el pasadizo. Yo avancé a tientas, encontré el primer peldaño y me acurruqué a su lado.
Del otro lado de los barrotes, el callejón estaba lleno de cajones de vendedores y de fardos con mercancías, que impedían la visión de la plaza. No había modo de saber qué aguardaba más adelante, pero al menos contaríamos con algo de protección cuando saliéramos a la superficie. Ryko agarró dos barrotes paralelos y, despacio, alzó la reja del marco en el que estaba fijada. Se separó de él y cayó al suelo del callejón con un chasquido sordo, rebotando en la muralla exterior. Tras unos momentos de espera que se hicieron eternos y en los que los dos contuvimos la respiración, el eunuco salió a la luz. Yo le alargué la espada desde mi posición, antes de seguirle.
Nos encontrábamos en un callejón sin salida: la Puerta de las Concubinas se distinguía, bastante baja, en la muralla de piedra de un edificio de aspecto oficial. Mientras Ryko colocaba de nuevo la reja en su lugar, me asomé tras un fardo y observé el otro extremo. Los chillidos agudos sonaban más cerca de lo que me había parecido en un primer momento: los muros de piedra del túnel habían amortiguado los horribles sonidos. Entonces algo se movió entre los dos siguientes fardos: la mano de un hombre, el marrón apagado de una armadura, un destello de acero. Me eché hacia atrás al momento. Ryko me agarró del brazo y me arrastró hasta ponerme detrás de él.
Me miró fijamente a los ojos.
—¿Dónde? ¿Cuántos? —susurró, moviendo mucho los labios para que lo comprendiera mejor.
Señalé los fardos y levanté un solo dedo, encogiéndome de hombros. Sólo había visto uno, pero tal vez hubiera más. Él desenvainó un puñal y con un movimiento de cabeza me indicó que regresara junto a la reja. Al ver que vacilaba, me empujó hacia ella. Cuando me tuvo ahí, se asomó al callejón.
Esperé unos instantes antes de regresar a mi puesto de vigía, tras el fardo. Ryko estaba agazapado un poco más adelante, junto al segundo bulto, con la cabeza ladeada, escuchando atentamente. Contuve la respiración, esforzándome al máximo por oír.
Algo se agitó. El movimiento de Ryko fue tan rápido que no me dio tiempo a reconocer que se trataba de acero contra piedra. Con un hombro empujó el fardo, que cayó entre unos cajones. Al aterrizar emitió un ruido sordo, que se confundió con un grito sofocado. Aquel lamento sirvió al eunuco para saber hacia dónde debía arrojarse, con el arma levantada, preparada para asestar la puñalada mortal. El cajón se movió. El ruido del forcejeo me hizo dar un paso al frente. Los fardos se agitaban de vez en cuando y se oyó el chasquido de una espada al caer al suelo. ¿Ya estaba? Pero no, todavía se oía el rumor de la pelea. Y entonces sí, un grito ahogado, apenas un susurro de dolor.
—¡Ryko!
Un silencio tenso, y entonces, de nuevo, un lamento. Corrí por el estrecho callejón con la espada en alto.
El eunuco estaba arrodillado junto al cuerpo de un soldado y hundía con fuerza la mano en el hombro de aquel hombre, con los dedos ensangrentados. El pecho del soldado subía y bajaba deprisa y de su boca escapaban unos jadeos breves, graves. Pero entonces entreví los rasgos morenos, angulosos, del rostro que se ocultaba tras el casco y se me heló la sangre.
Era la dama Dela.
Ryko me miró con expresión perdida. La mancha de sangre que le cubría la mano se extendía por la armadura.
—Tenemos que parar la hemorragia.
Me arrodillé, soltando la espada.
—Ryko, ¿qué has hecho?
—Me ha clavado el puñal —aclaró la dama Dela, abriendo los ojos—. Idiota.
—Vuestro aspecto es idéntico al de los hombres de Sethon —masculló Ryko.
—El vuestro también —replicó la dama secamente.
—No os mováis.
Le levantó la armadura y la partió por la mitad con el puñal.
Ella agitó los hombros, tal vez por el dolor, o por la carcajada que onduló todo su cuerpo.
—A sus hombres no les proporciona muy buenas armaduras.
—Ésta se la habéis robado a un soldado raso —dijo Ryko sin dejar de cortar aquel material basto con el puñal—. Deberíais haber ido a por un espadachín, a ellos les dan armaduras de hierro y cuero.
Separó el grueso acolchado y al fin salió a la luz una herida junto al hombro.
—Lo tendré en cuenta para la próxima vez —murmuró la dama—. ¿Has visto que han logrado entrar? Ha sido Ido, estoy segura. Estoy segura de que ha usado su poder. Ha sido como si parte de la muralla se desintegrara, así, sin más. Como la cólera de la tierra.
Miré a Ryko.
—Debe de haber sido el estruendo que hemos oído —dije.
El eunuco asintió.
—Vigilad el callejón —me dijo—. Aseguraos de que todavía estamos solos.
Me acerqué al límite de los fardos a cuatro patas. El callejón, en efecto, seguía despejado, pero más allá un grupo de figuras oscuras cruzaba en dirección al otro lado de la plaza; cuatro soldados que arrastraban a dos mujeres. Parecían dirigirse al siguiente sector del harén, de donde provenían los chillidos y los lamentos. Un resplandor iluminaba el aire. Era un incendio, o la luz de muchas, muchas antorchas.
Retrocedí. Ryko me interrogó con la mirada.
—Cuatro soldados con prisioneras, pero al otro lado de la plaza. Se adentran más en el harén.
—Hay tantos soldados —dijo Dela—. Nadie ha querido hacerme caso, no encontraba a la dama Jila. —Me agarró del brazo, y sus dedos ensangrentaos resbalaron en la seda—. He visto a Sethon. La ha hecho prisionera, y también al bebé. Están en el Jardín de la Belleza y de la Gracia. Tenemos que hacer algo.
Ryko se acercó, me agarró la mano y la presionó con fuerza sobre la herida húmeda y caliente de la dama Dela, sin hacer caso de su grito ahogado.
—Apretad con fuerza y no soltéis.
La dama Dela levantó la cabeza.
—¿Habéis recuperado el libro?
—Sí.
—Bien. Eso está muy bien. —Se estremeció—. Me he llevado vuestras espadas. No quería que cayeran en manos enemigas. Aquí están. —Cerró los ojos—. Mis disculpas —añadió, con voz cada vez más débil.
El corazón me dio un vuelco cuando vi las espadas, medio ocultas por un fardo volcado. Su furia me hacía mucha falta para disipar mis miedos. Y más si el Señor Ido estaba cerca. Frente a mí, Ryko había sacado un frasco pequeño del saquito que llevaba al cinto y echaba unos polvos en la herida de la dama Dela. Aquel remedio apestaba como un manantial de aguas sulfurosas.
—Dama Dela —dije, tratando de mantenerla despierta—. ¿Habéis visto al Señor Ido? ¿Él también está en el harén?
Ella respondió afirmativamente, con un movimiento de cabeza apenas perceptible, mientras arrugaba la nariz, molesta por el hedor a huevos podridos.
—Creo que sí. ¿Cómo es capaz de usar sus poderes para la guerra? Creía que eso estaba prohibido por la Ley. Sin duda el Consejo no lo permitirá.
—Me temo que el Consejo ya no existe.
Ella frunció el ceño y pareció perder interés en mis palabras. Ryko se acuclilló a mi lado y señaló mi túnica.
—Necesito vendas. ¿Podría cortar un poco de esta tela de seda?
Asentí.
—No toquéis la túnica de la Armonía —protestó la dama Dela con un hilo de voz.
Ryko dejó escapar un suspiro exasperado, aunque me di cuenta de que no podía reprimir una sonrisa fugaz. Noté que separaba la pesada tela y que, con un movimiento seco, rasgaba el forro. Parecía que la cantidad de sangre que escapaba entre mis dedos era menor.
—Arriba —dijo Ryko, incorporando con suavidad a la dama Dela hasta que estuvo sentada. Me hizo una seña para que soltara la herida. Obedecí, y agarré a Dela por la cintura mientras él, con gran destreza, le cubría la herida con un retal de tela y lo ataba con fuerza—. Tendréis que pedirle pronto a un médico que la revise —añadió—. Todavía sangra.
Ella comprobó la resistencia del vendaje, haciendo un gesto de dolor al presionarlo.
—Por ahora bastará. —Alargó el brazo sano—. Ayudadme a ponerme en pie. Debemos ir al Jardín de la Belleza y de la Gracia.
Ryko la levantó y la sostuvo mientras luchaba por mantenerse en equilibrio. Parecía mareada y se veía pálida, cenicienta.
—Al jardín no vamos —replicó Ryko—. Regresaremos directamente a la Puerta de las Concubinas.
—No —dijo ella, agarrándolo del brazo, más para contar con un punto de apoyo que para dar énfasis a su negativa—. Sethon tiene prisioneros a la dama Jila y al príncipe niño. ¿Es que no comprendes lo que pretende hacer? Los va a matar para reclamar el trono. Debemos impedírselo. —Se volvió hacia mí—. Señor Eón, entregadme el libro. Encontraremos el nombre del dragón. Cuando lo tengamos, debéis enfrentaros a él e impedir que se salga con la suya.
En mi mente oí a mi señor, que con un hilo de voz, en su agonía, mientras el veneno lo asfixiaba, me decía: Detenedlo. Detener a Ido. Detener a Sethon. No importaba a cuál de los dos se refería. Había que detenerlos a los dos e impedir que se salieran con la suya.
Mi señor no era el único al que le había hecho una promesa. También había sellado un pacto con el príncipe Kygo. Supervivencia mutua. Él me había acusado de carecer de sentido del honor. ¿Era cierto? ¿Era un desertor de mi propia palabra?
Ryko negó con la cabeza.
—Regresamos. Mi deber es manteneros a salvo.
—No —me opuse. Los dos me miraron—. Ojalá ese fuera tu deber, Ryko, pero no lo es. Tu deber es servirme. Y el mío es impedir los planes de Ido y Sethon. Por el Emperador Perla. Y por mi señor —añadí para mis adentros—. No sabemos si el Emperador Perla ha escapado. Para nosotros está muerto y el niño de la dama Jila es ahora nuestro señor. Debemos intentar salvarlos, a él y a su madre.
Al oír mis palabras, Ryko se puso en tensión, como si lo hubiera azotado con un látigo.
—Como bien decís, Señor, mi deber es serviros. Pero también protegeros. Y no os conduciré a una muerte segura.
Le sostuve la terca mirada.
—Tú no me conducirás a la muerte. Me seguirás. —Vi que tenía intención de rebatir mis palabras—. ¿Quién más queda, Ryko? Tú mismo dijiste que yo era la esperanza de la resistencia.
—Eso fue cuando erais el Señor Eón, el Ojo del Dragón Espejo.
—Sigo siendo el Ojo del Dragón Espejo.
La dama Dela se interpuso entre los dos.
—Poned fin a esta discusión estéril. No nos queda alternativa. Debemos salvar a la dama Jila y al príncipe.
Asentí.
—Dame un puñal.
Ryko permaneció un largo instante mirando mi mano extendida.
—Por el amor de Shola, deja de luchar contra lo inevitable y dale un puñal —dijo la dama Dela, apoyándose en un fardo, con la respiración entrecortada por el dolor—. Hazlo.
Él desenvainó el arma y me la alargó por la empuñadura recubierta de cuero. Metí los dedos debajo de los pliegues apretados del fajín y empecé a cortar la seda.
La dama Dela levantó mucho la cabeza.
—¿Qué estáis haciendo?
—Seremos dos soldados que llevan a una dama cautiva al jardín.
El fajín cayó al suelo, me quité la pesada túnica y también la dejé caer. La luna se reflejó en las oscuras profundidades de las perlas negras e iluminó mis pálidos brazos con su luz plateada. Alcé la vista y vi que Ryko contemplaba mi cuerpo, cubierto sólo por las tres camisas interiores y por los pantalones de color esmeralda. Su mirada me hizo ser consciente de pronto de mis perfiles bajo la fina seda y crucé los brazos sobre el pecho. Él carraspeó y se adelantó un poco para situarse en el otro extremo de los fardos.
La dama Dela lo siguió con la mirada.
—Es un buen plan —se limitó a decir—, pero tendréis que quitaros los zapatos y los pantalones también. Llamarían la atención.
Le hice caso y me quité los zapatos, llenos de barro y arañazos, y me agaché y metí la mano por debajo de las camisas, hasta que al fin encontré la cuerda de los pantalones. Tiré de ella y me los quité.
—Y el pelo —añadió.
Me llevé la mano a las dos trenzas de Ojo de Dragón, levantadas y atadas en lo alto de la cabeza. Con su herida, la dama Dela no podría desatármelas.
—Ryko, tendrás que cortarlas —le dije al eunuco, ofreciéndole el puñal y dándole la espalda.
—Esto es una locura —masculló.
Me apretó la base del pelo con tal fuerza que se me saltaron las lágrimas. Mientras pasaba el filo por el hilo que sujetaba las trenzas que Rilla me había anudado con tanto esmero, yo separaba con cuidado las perlas que me rodeaban el brazo, para poder abrir el libro. No opusieron resistencia, y se ondularon con apenas un temblor que podrían haber causado mis propias manos vacilantes.
—Dama Dela —la llamé, y ella dio unos pasos hacia mí, apretando el brazo herido contra el costado. Yo solté las perlas sobre su mano buena y coloqué el libro encima de ellas—. Encontrad el nombre.
—Si está aquí, lo encontraré —me prometió.
—Ryko, lleva tú mis espadas. No quiero dejarlas aquí.
Sentí que finalmente se me soltaban las trenzas, y que caían rígidas contra mi cabeza.
—Ya está, ya están sueltas —dijo, malhumorado.
Cogí una de ellas y empecé a soltar el pelo, pasando los dedos a través. Él caminaba a mi alrededor, sin dejar de observar mi torpe regreso a la condición femenina. Yo me mantenía desafiante al ver la expresión que asomaba a su rostro. ¿Me consideraría inferior, más incluso que antes?
—Si lográis libraros de todos vuestros años como niño, pasaremos desapercibidos —dijo al fin.
En realidad, Ryko no hacía sino expresar en voz alta mis propios temores.
—Seré una doncella asustada más —le aseguré, dedicándole una sonrisa breve, irónica—. Para eso no me hará falta representar ningún papel.
—Vos tenéis el valor de un guerrero —masculló.
Vi que se volvía y recogía las ropas del suelo.
—No —objeté—. No lo tengo.
Él dejó de meter aquella túnica de valor incalculable entre dos fardos y me miró.
—¿Tenéis miedo ahora?
Asentí, y me ruboricé de vergüenza.
—¿Y el miedo va a impediros actuar?
—No.
—Ese es el valor del guerrero. —Se agachó, recogió mis espadas y las envainó en las fundas que llevaba en los costados.
—Ese también es el valor de un animal acorralado —observó Dela, cáustica, moviendo el libro abierto para poder leerlo a la luz de la luna y entornando los ojos.
—¿Encontráis algo? —le pregunté, sin dejar de pasar los dedos por la segunda trenza, para deshacerla.
La dama Dela chasqueó la lengua, decepcionada.
—Casi no veo —susurró—. Necesito más luz. —Frunció el ceño y movió el libro una vez más—. Estos son los escritos de una mujer llamada Kinra. La última Ojo de Dragón Espejo.
Mis manos detuvieron su labor.
—¿Kinra?
La dama Dela me miró fijamente.
—¿Cómo? ¿Conocéis ese nombre?
Rebusqué en el interior de la faja que rodeaba mis pechos y extraje las dos estelas funerarias.
—Mirad. —Alcé la que correspondía a Kinra—. Es mi antepasada.
Los dos estudiaron con atención la talla fúnebre, de madera lacada. Ryko juntó los labios y soltó un silbido sordo.
—No sabía que los poderes de los Ojos de Dragón pudieran heredarse —comentó.
—Tal vez sea justo el Ojo del Dragón Espejo —dijo la dama Dela, pensativa—. El Ojo de Dragón mujer.
Acaricié el rígido pergamino. Kinra también lo había sostenido entre sus manos. Mi antepasada. El orgullo y el respeto me paralizaban, yo descendía de un linaje de Ojos de Dragón.
Una imagen acudió bruscamente a mi mente: la primera vez que me colé en la biblioteca de Ido, cuando acerqué la mano al libro y las perlas se enroscaron en mi brazo, sentí en ellas la misma rabia que había notado en las espadas ceremoniales. De modo que aquellas armas debían de haber pertenecido también a Kinra.
—Acabo de recordar que…
Un rugido ensordecedor atronó en el callejón, ahogando los chillidos de las mujeres. Di un paso atrás. A mi lado, la dama Dela se aferró a un fardo. Ryko se encontraba junto a un cajón, con las espadas en alto. Los fortísimos vítores se repetían una y otra vez y adquirían el ritmo de cánticos: Sethon, Sethon, Sethon. Era el sonido de la victoria. Y una amenaza.
Ryko se echó hacia atrás súbitamente, con una mueca de reprobación en los labios.
—Hemos sido demasiado lentos.
—Eh, ¿quién está ahí? —preguntó una voz de hombre.