13

Cuando Ryko y yo llegamos finalmente al jardín de guijarros que bordeaba mis aposentos, me tranquilizó ver que sólo ardían dos lámparas en las esquinas —sus luces protegían el edificio de los espíritus tenebrosos— lo que indicaba que mi cama vacía no había suscitado la alarma de nadie. Recorrimos el camino que nos separaba del pálido rectángulo de mi ventana. El manuscrito seguía firmemente sujeto a mi antebrazo, sentía la tibieza de las perlas contra mi piel, como si ellas también contuvieran su propio hua.

Ya no tardaría en encontrar la palabra que liberaría mi poder. Siempre había imaginado que el nombre de un dragón sería como el roce de la brisa entre los árboles, o tal vez como el sonido del agua al salpicar. Pero, ¿cómo podía escribirse algo así?

—¿Queréis que me quede, Señor? —preguntó Ryko en voz muy baja.

Negué con la cabeza. Salvo para intercambiar información vital, no habíamos hablado durante el camino de regreso a palacio. Las horas anteriores nos habían despojado a los dos de algunas de nuestras ilusiones del uno respecto del otro, y respecto a nosotros mismos. Aquella verdad desnuda no era fácil de aceptar. Además, yo deseaba estar sola cuando leyera el nombre.

—Gracias, Ryko —le dije—. Por todo.

Él se postró ante mí y se alejó, el crujido amortiguado de sus pasos sobre los guijarros marcando su cuidadosa retirada.

Trepé sobre el alféizar y aterricé con torpeza en la mullida alfombra del aposento. Di unos pasos y llegué junto a la lámpara de aceite que había dejado encendida sorbe la mesilla de noche. Me subí la manga derecha. La tela se había enredado con las perlas, con el manuscrito. Impaciente, la retiré, con la mano temblorosa por la espera. Al fin logré soltarla y el manuscrito apareció ante mí.

A la tenue luz de la lámpara, la superficie de las perlas negras adquiría tonalidades verdes y púrpuras, tornasoladas, como manchas de aceite sobre el agua. Por debajo, la cubierta roja poseía el brillo de la piel de foca, su suavidad sólo se veía perturbada por los tres surcos profundos que la recorrían. Conteniendo la respiración, tiré con suavidad de la perla del extremo. Noté una ligera resistencia, como si pesara, pero finalmente se me despegó del antebrazo. Una a una, las demás abandonaron su posición y dejaron de sujetar el manuscrito. Suspiré al soltar la última de ellas, que mantenía el escrito atado a mí. El manuscrito cayó en mi mano. Con un chasquido, las perlas volvieron a enroscarse a mi muñeca, aunque sin apretar.

Pasé la mano por las hendiduras de la piel, al hacerlo percibí el resentimiento de otro, su fracaso. ¿El Señor Ido? Se me escapó una risita: las perlas habían soltado el manuscrito para que yo pudiera abrirlo, pero no habían hecho lo mismo ante el todopoderoso Dragón Rata. Una tira de la misma piel rodeaba el ejemplar, cerrándolo con un nudo. Con dedos torpes por la emoción, intenté desatarlo, sin éxito. Tal vez me había precipitado con mis risas. Me sequé las yemas de los dedos en la túnica y volví a intentarlo. Al fin, la tira de piel se desanudó y pude levantar la cubierta. Esperaba encontrarme con hojas de pergamino sueltas, pero para mi sorpresa hallé un fajo de suaves hojas de papel encuadernadas por el lado izquierdo. ¡Un libro! Yo sólo había visto otro igual en la biblioteca de mi señor —toda una rareza que él conservaba como un tesoro—. Pasé los dedos bajo el fajo de papel, para levantarlo, pero descubrí que las hojas estaban cosidas a la caja de piel. Todo formaba parte de la misma pieza, de modo que volví a dejar las hojas sobre su lecho de piel. En la primera página se mostraba un dibujo del Dragón Espejo realizado con tinta roja. Eran apenas unos trazos, pero lograban transmitir la fuerza, el movimiento y la majestad de la bestia. Se trataba, en efecto, del valioso manuscrito que contenía los secretos del Dragón Espejo. Y en alguna de sus páginas contenía su nombre. En alguna de sus páginas contenía mi poder. Aspiré hondo y pasé la página.

Los caracteres, pulcramente caligrafiados, no tenían sentido. Parpadeé, entrecerré los ojos, alejándome del papel. Pero seguían sin significar nada. Pasé otra página. Líneas y más líneas de símbolos extraños. Una página más, y otra más. Todo me resultaba ilegible. Pasé deprisa todas las páginas, en busca de un solo signo que me resultara conocido. Sólo uno.

Llegué a la última página.

—¡No! —exclamé—. ¡No!

Allí no había nada que reconociera.

Empecé de nuevo por el principio, observando las hojas, como si, por fijarme más en las letras desgastadas, fuera a extraer de ellas algún significado oculto.

Nada.

La desesperación ululaba en mi mente como un tifón. Sin ver, alargué la mano en busca de la cama y me hundí en ella. ¿Por qué no era capaz de leerlo? Sentí que el llanto se me agolpaba en el pecho y no pude reprimir un sollozo, al que siguió otro, que me dejó sin aliento. No podía dejar de llorar. Toda la decepción y el miedo contenidos se desbordaban ahora. ¿Y si me oía Rilla? ¿O el señor? Me acurruqué y me metí los nudillos en la boca, para acallar mi desolación. Tal vez no me correspondía a mí ocupar el puesto que ocupaba. Tal vez todo hubiera sido una equivocación y el Dragón Espejo no me quería a mí, después de todo. Me eché hacia atrás y me abracé al manuscrito, meciéndome con cada sollozo.

No conocía el nombre del dragón, y carecía, por tanto, de auténtico poder. Para mí no había esperanza.

Desperté jadeando, la boca áspera, la piel de los ojos tirante de lágrimas secas. Me cubría una sábana de seda. Al otro lado de la habitación la ventana estaba cubierta por el postigo, pero sus láminas brillaban con la luz del día. Rilla debía de haber entrado mientras yo dormía. Aparté la sábana y descubrí el libro pegado al pecho. Todavía abierto. Todavía ilegible. Ningún milagro había transformado aquellos signos durante la noche. Retiré el manuscrito y lo cerré, pasando de nuevo la tira de cuero por el ojal. De inmediato, las perlas negras se desenroscaron de mi muñeca y entrechocaron suavemente al caer sobre la cubierta de piel, tirando de ella hasta situarla de nuevo en contacto con mi antebrazo, antes de reposar, por fin, con un último chasquido. ¿Por qué me ataban a aquel libro? Yo no era capaz de leerlo.

Una profunda desesperación se apoderó de mí de nuevo, cubriendo mi mente como una niebla fría.

¡No! Negué con la cabeza, como si de ese modo fuera a librarme de ella. Tenía en mi poder el libro, sí, y las perlas que lo custodiaban se habían retirado para mí y me habían permitido abrirlo. Aquello debía significar algo. Debía haber un modo de descifrar aquellas palabras. Lo único que me hacía falta era descubrir la clave.

Me senté en la cama. A mi lado, en la mesilla de noche, había una jarra de agua y una taza. Rilla había pensado en todo. Debía de haber visto el libro y las perlas cuando se acercó a arroparme. ¿Se lo habría dicho al señor? Me serví agua y me la bebí de un solo trago. Tuve que llenar la taza dos veces más para aplacar la sed. Todas aquellas lágrimas debían de haberme secado incluso el alma.

Me giré al oír el crujido de la puerta al abrirse. Era Rilla, que traía una bandeja. Rápidamente me bajé la manga para cubrir el manuscrito, mientras ella cerraba la puerta con la cadera. Al ver que estaba sentada, me dedicó una reverencia y cruzó la alcoba.

—Ya empiezan a congregarse en la Puerta de la Suprema Benevolencia para el inicio de la procesión —dijo, clavando los ojos en mi manga durante un instante, antes de mirarme de nuevo el rostro y alargarme la bandeja—. Tenéis el tiempo justo para tomar la infusión y un poco de lo-jee.

El aroma salado de la sopa del desayuno me despertó el apetito. Pero antes debía beberme las hierbas de la hechicera. Levanté el cuenco y me acordé de la droga de sol que me había guardado en el bolsillo. Una sustancia potenciaba la energía del sol, la otra suprimía la de la luna. Si las mezclaba, ¿me desequilibraría? ¿Me mataría? Tal vez no fuera una buena idea consumir las dos a la vez.

La infusión de la hechicera estaba tibia, lo que no hacía sino potenciar su sabor horrendo. Cerré los ojos y la apuré de un trago, tuve que reprimir las ganas de vomitar.

—¿Cómo está hoy el señor? —le pregunté a Rilla, devolviéndole el cuenco.

—Mejor —respondió ella—. Ya se está vistiendo para asistir a las festividades. —Volvió a fijarse en mi manga con disimulo—. Debéis quitaros esas ropas de campesino lo antes posible —me advirtió—. Volveré a dejarlas en la cesta.

La miré fijamente, formulando en silencio la pregunta. Ella se encogió de hombros.

—Lo que veo me lo guardo para mí.

—¿No se lo cuentas ni siquiera al señor?

Ella tensó el gesto, pero asintió.

—Ahora soy vuestra ayuda de cámara.

Me incliné hacia delante.

—Hago todo lo que puedo para que sigamos estando a salvo —le dije, tratando, tal vez, de tranquilizarme a mí misma tanto como a ella—. Por favor, eso no lo dudes.

Ella levantó el cuenco de sopa y me lo entregó.

—No hay nadie más que se ocupe de Chart —dijo ella en voz baja—. Por favor, tenedlo en cuenta.

Mi señor, a mi lado, se agitaba impaciente sobre el cojín de seda, intentando ver por encima de las cabezas de nuestros porteadores, más allá del pasadizo cubierto, que seguía cerrado por la reja dorada. Sus movimientos lanzaban al aire un olor acre y vi que unas gotas de sudor perlaban su labio superior. Además, parecía costarle respirar más que otras veces. Aunque el pesado toldo de nuestro palanquín retenía el calor en el interior de nuestra cabina, la temperatura no era tan alta como para justificar su malestar. Tal vez Rilla considerara que el señor se encontraba mejor, pero yo dudaba que se hubiera restablecido.

Me adelanté un poco y giré la cabeza para ver a los demás Ojos de Dragón, que se alineaban detrás de nosotros montados en sus respectivos palanquines, también dorados y rojos. Tras ellos, largas formaciones de hombres a pie, esperando que los gongs anunciaran la apertura de las puertas y el inicio de la procesión. En el palanquín siguiente, el Señor Ido me miró a los ojos y asintió una sola vez. Me incliné hacia atrás, con el corazón acelerado.

Despacio, metí la mano en la ancha manga de mi túnica de Ojo de Dragón, comprobando que el libro siguiera sujeto al antebrazo. Una vez Rilla me hubo vestido, traté de soltar las perlas y buscar algún lugar donde esconder el manuscrito, pero no hubo manera de desprenderlas. Se trataba de una situación que me resultaba problemática y tranquilizadora a partes iguales. Lo único que podía hacer, pues, era llevar conmigo el libro; curiosamente, al llevarlo pegado a la piel me sentía más fuerte y más capaz. Con las yemas de los dedos acaricié el borde de piel. Había pensado en subírmelo más, pero las perlas habían decidido detenerse bajo un retal de tela rígida, bordada, que camuflaba mejor su volumen.

Me sobresalté cuando un sirviente se hincó de rodillas a mi lado. Su cabeza apenas llegaba a la base del palanquín y sostenía en alto una taza alta de porcelana. Un aroma intenso a limas verdes se abrió paso entre el calor y la transpiración.

—Os lo envía el Señor Tyron con sus mejores deseos —dijo el criado. En el otro lado de nuestro vehículo, otro sirviente le ofrecía una taza a mi señor.

—Había olvidado lo mucho que tardan en empezar estas procesiones —comentó mi señor, dando un sorbo a la bebida—. Gracias a los dioses, Tyron lo ha tenido en cuenta. —Torció el gesto—. Parece que las limas son más amargas que otros años.

Dejé que el zumo agridulce inundara todos los recodos de mi boca seca antes de tragármelo. Me pareció fuerte, pero no amargo. Miré a mi señor que, con dificultad, se bebía el zumo. Tal vez hubiera llegado el momento de pedirle ayuda. Todavía no podía contárselo todo, pero, tal vez, si copiaba algunos de aquellos extraños caracteres y se los mostraba, él me indicaría cuál era su procedencia. Apuré el resto del refresco, convencida de que se trataba de una buena idea, y devolví la taza al criado. Mi señor dio apenas unos sorbos más antes de hacer lo propio con el hombre arrodillado junto a él.

—Da las gracias al Señor Tyron —le ordenó mi señor.

El criado asintió y, retrocediendo, se alejó.

—Creo que veo aproximarse a los oficiales de la puerta —dijo—. Entraremos pronto. —Se apoyó en el respaldo del asiento; al hacerlo, el alto cuello de su túnica se apartó y pude ver el semicírculo azulado de un moratón—. Resulta interesante que el Emperador nos haya colocado a nosotros primero, por delante del Señor Ido —comentó, no sin cierta malicia en la voz.

—¿Ha hecho su entrada a caballo esta mañana, en compañía del Gran Señor Sethon?

Mi señor abrió el abanico y creó con él una brisa cálida.

—Así es, pero se han limitado a franquear las puertas de la ciudad. Toda una declaración de lealtad para aquellos que saben leer los signos. Pero durante la procesión militar no puede acompañar a Sethon. Debe sentarse con nosotros, por debajo del Emperador.

—Ya se acerca —dije yo, bajando la voz—. Lo intentarán pronto.

Mi señor asintió.

—Así es. El juego entra en una fase de lo más entretenida.

Aunque la cortina de terciopelo que cubría nuestras espaldas me impedía la visión, imaginé que notaba la mirada maligna del Señor Ido desde su palanquín. Sin duda sabía que el libro rojo y la droga de sol habían desaparecido, habría regresado a su pabellón para vestirse con las ropas de la procesión y habría encontrado las pruebas. Ahuyenté el recuerdo de los ojos inertes de Ranne. Ido debía tener una idea bastante precisa de quién se los había llevado. Esperaba que no la hubiera tomado con Dillon.

A mi mente acudió entonces el destello de una imagen: el manuscrito negro que encontré junto al rojo en la vitrina con cubierta de cristal. ¿Qué tenía aquel libro que me atemorizaba tanto? Tal vez mi señor supiera algo al respecto.

—Señor Brannon —dije, logrando que apartara los ojos de la puerta—. ¿Habéis visto alguna vez la imagen de doce esferas unidas por un círculo? —Dibujé aquel círculo con un dedo en la palma de mi mano—. Las esferas de arriba son de mayor tamaño.

Él soltó al momento el abanico, que cayó sobre su regazo.

—¿Dónde lo habéis visto? —me preguntó, agarrándome la muñeca—. ¿Dónde? Decídmelo.

Yo me eché hacia atrás, asustada al constatar el temor que asomaba a sus ojos.

—No lo he visto —le respondí, buscando desesperadamente alguna mentira creíble a la que agarrarme—. Dillon me dijo que lo había visto grabado en la puerta de la biblioteca del Señor Ido.

Me soltó.

—¿Su aprendiz lo vio en una puerta?

Asentí.

—¿Qué significa?

Mi señor miró a su alrededor, antes de acercarse mucho a mí.

—Es el símbolo del collar de perlas. —Volvió a abrir el abanico y lo movió despacio frente a nosotros, usándolo para ocultar nuestra conversación—. Se dice que el collar de perlas es un arma tan poderosa que es capaz de desplazar continentes enteros —añadió en un susurro—. Suma la energía de los doce dragones, para convertirla en una fuerza devastadora. —Se pasó la lengua por los labios pálidos—. Pero se trata sólo de una leyenda, de un cuento infantil de fantasmas.

—¿Entonces no es real?

Mi maestro negó con la cabeza.

—Durante mucho tiempo me he dedicado a coleccionar rollos en los que se menciona, en ninguno he encontrado nada que confirme que sea algo más que un cuento. Sé que Ido también se ha dedicado a recoger esos escritos. Tal vez hay encontrado alguno en el que se demuestre su posible existencia.

Un libro negro con el círculo grabado en su cubierta y protegido por una collar de perlas blancas… No había duda de que el Señor Ido había encontrado algo que era más que una simple historia. No podía mantenérselo oculto a mi señor por más tiempo.

—Dillon también me ha contado que ha visto un libro negro que tiene grabado ese mismo dibujo en la cubierta —dije, tanteándolo—. Cerrado con una collar de perlas blancas.

—¿Un libro? —mi señor aspiró hondo—. ¿Estás seguro de que ha dicho eso?

—Creo que sí.

Se rascó la barbilla.

—Esto no me gusta nada. Hay que informar a Tyron y al resto lo antes posible.

—¿Cómo funciona ese collar de perlas?

Mi señor negó con la cabeza.

—En realidad, nadie lo sabe. Existen muchas leyendas, algunas contradictorias entre sí. Se dice que funciona uniendo a los doce Ojos de Dragón para crear el arma. Pero según otras fuentes, basta con que dos Ojos de Dragón se unan para que cobre vida. E incluso hay quien asegura que sólo puede sobrevivir un Ojo de Dragón que herede su poder.

—Tellon nos habló precisamente de esto último en la clase de ayer.

Mi señor masculló algo, con la mente en otra parte.

—Tal vez no sea nada, sólo una más de las obsesiones de Ido. Aun así, Tyron y los demás deben saberlo, no fuera a…

La reverberación grave del gong imperial interrumpió sus palabras. Mi señor bajó el abanico y los dos pusimos fin a nuestra conversación. Dos oficiales se habían apostado frente a la puerta dorada y esperaban a que otra nota del gong nos indicara que podíamos franquear la Puerta de la Benevolencia Suprema y acceder al patio de ceremonias.

La inmensa puerta de acceso al palacio tenía tres arcos de medio punto. El paso central, llamado Vía de la Conducta Celestial, era para uso exclusivo del Emperador y lo bastante ancho como para que a través de él pasaran ocho caballos puestos uno junto a otro. El de la derecha —el Arco de los Hijos Fuertes—, se reservaba a la familia imperial. Y el de la izquierda, frente al que nos encontrábamos, se conocía oficialmente como Arco del Juicio Bueno y Sabio, pero, por lo general, la gente se refería él como Arco del Juicio. Por él podían transitar nobles, generales, dignatarios de alto rango y los tres estudiantes con mejores puntuaciones en los exámenes que tenían lugar anualmente. Todos los demás entraban por dos puertas laterales de menor tamaño —las Puertas de la Humildad—, que flanqueaban el edificio rojo y dorado. Yo no había pasado nunca por ellas y mucho menos por la del Juicio. Tampoco había accedido jamás al patio donde se desarrollaban las ceremonias. Y ahora estaba ahí, encabezando la procesión que nos conduciría hasta la presencia del Emperador.

El segundo gong vibró en el aire. De inmediato, los dos oficiales abrieron las verjas. Al son del tercero accedimos al frescor del pasadizo.

—¡Qué hermoso! —susurré, mientras mis ojos se acostumbraban a la penumbra.

Las paredes eran doradas, estucadas con dragones enroscados alrededor de los símbolos de las cuatro graciosas artes del estudiante: la pluma, el pincel, la cítara y el tablero cuadriculado del Juego de Estrategia. El techo estaba lacado de un rojo intenso y mostraba dibujos dorados de mares, montañas, llanuras, así como una elaborada representación del palacio al que ahora accedíamos. Por encima de todo ello, en la bóveda del techo, había escenas doradas en las que aparecían los ocho dioses de la enseñanza.

Salimos de nuevo a la luz intensa del sol. Parpadeé, intentando orientarme en aquel inmenso patio. Largas columnatas lo flanqueaban. En su centro, una escalera gigantesca, en la que se intercalaban tres terrazas de mármol, conducía a un pabellón imponente con tejado de oro, cuyos aleros se curvaban hacia el cielo. Las paredes estaban pintadas con los vividos dibujos en rojo y negro que representaban la buena suerte, la felicidad y la longevidad.

Dos guardias se adelantaron y adoptaron sus posiciones a ambos lados del palanquín, conduciendo a los porteadores hasta la ancha extensión pavimentada que llevaba a la escalera central. Me fijé en mi señor. Incluso él parecía impresionado por la majestuosidad del lugar. A un tercio del recorrido, nos detuvimos tras una línea delgada que había marcada en el suelo. En realidad, se trataba de una tira de oro encastrada entre las piedras y que parecía recorrer el patio de un extremo al otro.

—La línea de la audiencia imperial —dijo mi señor—. A partir de este punto, debemos proseguir a pie.

Los porteadores depositaron con cuidado el palanquín en el suelo, el esfuerzo reflejado en el rostro del que iba delante. Descendí y me fijé en la hilera que formaban el resto de Ojos de Dragón y los dignatarios, que esperaban turno para avanzar. Desde el siguiente palanquín, el Señor Ido me observaba fijamente, con los ojos entornados. Yo entrelazaba las manos, para evitar que sin querer se me fueran al libro. Mi señor clavó los ojos en la larga escalera que se alzaba en el centro del patio y compuso una mueca que era mitad dolor, mitad resignación, mientras doblaba la espalda.

Aunque el emperador todavía no había hecho su aparición desde el Pabellón Rojo y Negro, todos los que traspasaban la línea de audiencia debían hacerlo en posición de reverencia.

La distancia hasta nuestra privilegiada posición, al pie de la escalinata, era larga. Me dolían la espalda y la cadera por culpa de aquella postura forzada y oía que a mi señor empezaba a faltarle el aliento, mientras un oficial silencioso nos conducía a nuestro lugar. Dos eunucos salieron a nuestro encuentro, se colocaron a ambos lados y nos cubrieron con un gran parasol, mientras esperábamos a que el resto de dignatarios ocupara sus puestos. Aun así, aquella protección no nos libraba del calor que se reflejaba en el pavimento gris. El rostro de mi señor palidecía por momentos y su postura parecía ser producto más del sufrimiento que de la obediencia.

—Señor Brannon, no tenéis buen aspecto —le susurré. Él no alzó la vista. Alarmada, le puse la mano en el hombro—. Señor, ¿necesitáis agua?

Él negó con la cabeza.

—Ha sido esta caminata —me respondió—. Me repondré enseguida.

El Señor Ido ocupó su lugar a nuestro lado, también al pie de la escalera. El libro que ocultaba me pesó de pronto como un ladrillo inmenso que llevara atado al brazo; no me atrevía a mirarlo, por temor a que descubriera su presencia en mi rostro. El Señor Tyron se detuvo a nuestro lado y, preocupado, torció el gesto al ver el rostro cetrino y los ojos vidriosos de su aliado. Yo contaba el tiempo que transcurría entre una respiración fatigosa de mi señor y la siguiente, mientras los oficiales conducían a los demás Ojos de Dragón y a los hombres de alto rango a sus posiciones. Todo se demoraba con largueza.

Entonces mi señor se echó hacia delante, tambaleante, antes de regresar a su postura anterior.

—Viejo amigo, apoyaos en mí —dijo el Señor Tyron con urgencia.

Mi señor asintió, apretando mucho los labios, y se aferró al brazo de Tyron, que me hizo una seña para que me acercara y lo sujetara por el otro brazo. Lo hice y al momento me di cuenta de que su piel estaba fría. Aquello era algo más que simple agotamiento.

—Señor Tyron, ¿nos habéis enviado zumo de lima antes de la procesión? —le pregunté.

—No —respondió él frunciendo el ceño. ¿Por qué habría de…? Pero entonces lo comprendió todo, y palideció. Bajó la mirada y observó a mi señor, que se estremecía entre nosotros. Volvió a concentrarse en mí—. No, os juro que no lo he hecho.

En lo alto de la escalera, un oficial hizo sonar un inmenso gong. Todos los que nos rodeaban se arrodillaron. La ceremonia había comenzado. Tyron se fijó en mi nerviosismo y asintió. No había nada que hacer, salvo ayudar a mi señor a postrase en el suelo. Colgaba entre nosotros con todo su peso, mientras nosotros intentábamos depositarlo sobre el enlosado. Otro gong. Compuse la reverencia preceptiva. A mi lado, mi señor se echó hacia delante, sumiso, aunque las convulsiones se habían apoderado de su cuerpo. Le sujeté la muñeca helada, como si de ese modo fuera a evitar que se desmoronara. ¿Tardaría mucho yo en tiritar como él, en jadear del mismo modo? El tercer gong anunció la llegada del Emperador. Contuve el aliento, y sentí que el peso de mi señor me forzaba la mano, mientras aguardábamos la señal para ponernos en pie. ¿A qué se debía el retraso?

Finalmente, el gong sonó de nuevo.

Me incorporé y ayudé a Tyron a levantar a mi señor. Su respiración era ahora entrecortada y tenía los ojos fijos y turbios. Por encima de nosotros, en lo alto de la escalera, la figura frágil del Emperador observaba el patio desde su silla de andas.

—Tenemos que conseguir ayuda —susurré, volviéndome hacia el eunuco que me custodiaba—. Llama al médico real.

Aquel hombre abrió mucho los ojos, aterrado, y se golpeó la frente contra el suelo.

—Disculpadme, Señor, pero no está permitido. No podemos abandonar la presencia imperial.

Tyron asintió.

—Tiene razón. No podemos interrumpir una audiencia imperial. —Me escrutó con la mirada—. ¿Vos también os sentís enfermo?

—No.

Una fanfarria de trompetas atronó en todo el patio, reverberando en el suelo y en los edificios. Mi señor compuso un gesto de dolor y gimió. El repiqueteo de unas pezuñas en el suelo resonó en el vasto espacio, anunciando la llegada del Gran Señor Sethon y sus oficiales.

—Arrimaos más a él —me sugirió Tyron mientras él hacía lo mismo desde su lado.

De ese modo, cargué con parte del peso de mi señor. Las manchas de sudor bajo los brazos y alrededor del cuello oscurecían la seda roja.

—El pecho —balbució, llevándose la mano al cuello.

El repicar de las pezuñas se convirtió en el ritmo acompasado de un solo caballo aproximándose. Me atreví a mirar de soslayo y vi que un gran caballo negro avanzaba junto a nosotros, cruelmente contenido, su jinete ataviado con la armadura imperial de los desfiles, de color azul y con ribetes rojos: El Gran Señor Sethon. El elaborado casco de cuero dejaba su rostro en sombra, pero en su porte mostraba la fuerza arrogante de la que, en la actualidad, su hermano imperial carecía. Tras él, a pie, le seguían tres soldados que llevaban una armadura azul con faldones y que portaban los estandartes. Me fijé en que sus caballos aguardaban tras la línea de las audiencias, sujetados por sendos pajes.

Mi señor se agarrotó un instante, antes de doblarse hacia delante y vomitar una bilis verde y apestosa sobre el enlosado. Un murmullo de desagrado y temor se alzó entre los hombres que nos rodeaban, que apartaron la mirada.

Yo, desesperada, miraba en todas direcciones, sin saber bien qué buscaba, consciente sólo de que mi señor necesitaba ayuda. El Señor Ido nos observaba con gesto imperturbable. Una oleada de reverencias avanzaba hacia nosotros a medida que el Gran Señor Sethon pasaba entre las filas de dignatarios.

Mi señor vomitó otra vez. Lo sostuve mientras duraron las convulsiones; a pesar de que nos separaban nuestras respectivas túnicas de seda, su cuerpo me transmitió un frío gélido, que era como un arroyo en invierno. Al otro lado, el Señor Tyron se postró en el suelo de pronto. Alcé la mirada y, sobre mí, descubrí el perfil imponente del caballo. Y, más arriba aún, la mirada pétrea del Gran Señor Sethon.

No cabía duda de su parentesco con el Emperador; la frente despejada, la barbilla y el perfil de la boca eran idénticos. Los ojos del Gran Señor, sin embargo, estaban más juntos, y se abrían sobre una nariz rota que, al soldarse, había adquirido una forma más achatada. Una cicatriz le cruzaba la mejilla, dibujando una luna creciente. Era el rostro de un guerrero.

Me eché hacia delante, postrándome en el suelo. Su rango era real. Él podría ayudar a mi señor. El caballo se desplazó hacia la izquierda, pero el jinete lo obligó a regresar a su posición anterior con mano de hierro.

—Alteza —supliqué—. Perdonad mi atrevimiento, pero el Señor Brannon se siente enfermo. Necesita un médico.

—Vos debéis ser el Señor Eón —dijo, observándome un instante—. Sois más pequeño de lo que esperaba —añadió con voz entrecortada, fría, monótona. Miró entonces al Señor Ido, antes de volverse hacia un soldado que montaba guardia junto a su caballo—. Shen, busca al médico real y tráelo.

El joven le dedicó una reverencia y se marchó.

Yo volví a postrarme, profundamente aliviado.

—Gracias, Alteza.

El Gran Señor desmontó con gran agilidad a nuestro lado. Todos sus movimientos denotaban gran decisión y autoridad.

—Espero que el Señor Brannon se recupere con presteza —añadió—. Sería de lo menos auspicioso para mi hermano que un Ojo de Dragón muriera durante las celebraciones del Duodécimo Día. —Le alargó las riendas a otro soldado—. Sujétalo con fuerza, es brioso.

Alzó la vista en dirección a la pequeña figura del Emperador, que lo esperaba en el exterior del pabellón. Tras componer la media reverencia preceptiva en un medio hermano de sangre real, inició el ascenso de la escalinata.

Yo me concentré de nuevo en mi señor. Respiraba tan despacio que apenas lo noté al acercarle la mano a la boca. Abrió los ojos y vi en ellos la llama de la agonía un segundo antes de que todo su cuerpo se agarrotara y se arqueara contra el mío. Agitó los brazos con fuerza hasta que el Señor Tyron se los sujetó y logró bajárselos. Yo no podía hacer más que sujetarlo mientras gemía y jadeaba, y dejaba escapar saliva por la comisura de los labios. Gruñía, intentaba decir algo, pero su rostro parecía haberse convertido en una máscara en la que se dibujaba el rictus del dolor. Se aferró a mí con fuerza, hasta que yo le sostuve la cabeza con las dos manos, tratando de frenar sus sacudidas.

—Detenedlo —me susurró.

—Señor, os lo suplico… —No lograba penetrar en su dolor. Se alejaba de mí por momentos; había iniciado ya el viaje hacia el mundo de los espíritus.

Por debajo de mis manos, mi señor echó la cabeza hacia atrás, mientras su cuerpo se arqueaba en su agonía. Sus ojos turbios se posaron en los míos.

—Jurádmelo —balbució—. Juradme que se lo impediréis.

Asentí, observando impotente la nueva convulsión que arqueaba su espalda. Su cuerpo cayó al suelo y los últimos rescoldos de vida asomaron a sus ojos. Pero entonces incluso aquella luz tan tenue se extinguió.