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Ryko me agarró del brazo.
—Preparaos —susurró.
Yo me metí las estelas funerarias en la faja del pecho y dediqué un rezo breve a Kinra. Protégenos.
—Identificaos —ordenó la voz.
Ryko me sujetó con más fuerza.
—Soy el espada Jian —gritó, haciendo una seña a la dama Dela, que lo miró con los ojos muy abiertos.
—Y yo Perron, soldado raso.
Ocultando a toda prisa el libro rojo bajo su armadura, se colocó a mi lado, asiendo el puñal que Ryko le alargaba.
Durante un instante, nos miramos a los ojos y vimos el miedo reflejado en ellos. Pero entonces Ryko tiró de mí, me llevó un brazo a la espalda y me lo dobló con fuerza. Me dolía tanto que no podía respirar, pero los dos se pusieron en marcha y no tuve más remedio que seguirlos con paso tambaleante. Instintivamente, forcejeé para librarme de las manos de Ryko, que me sujetaban con una furia que parecía auténtica, y que resultaba temible. Componía un gesto duro y no mostraba la menor consideración. Me levantó aún más el brazo, hasta que el hombro se convirtió en una curva de dolor que me obligaba a obedecer. Mientras avanzaba a trompicones, sólo veía las botas y las piernas de los dos soldados apostados al principio del callejón.
—¿Qué tienes ahí, soldado? —preguntó uno de ellos con voz de deseo. Los cánticos de la plaza vecina cesaron de pronto.
—La he encontrado escondida entre las cajas —respondió Ryko.
—¿Y tú por qué inspeccionas? Ese no es tu trabajo.
—No inspeccionaba. Estaba meando cuando la he encontrado. ¿Dónde la llevo?
—Todas las mujeres está en el jardín. —El soldado hizo una pausa y se concentró en mí—. Mírame.
Ryko me soltó el brazo y me tiró del pelo para que levantara la cabeza. El movimiento brusco me hizo gritar. Notaba que algo se me revolvía por dentro, sentía unos deseos crecientes de defenderme, de luchar. Le rodeé la muñeca con las manos y traté de liberarme. Me dolía tanto el pelo que se me saltaron las lágrimas.
—Es una fierecilla —dijo el soldado, sujetándome por la mandíbula e inmovilizándome. Unos ojos fríos, admirados, medio ocultos por el casco, me recorrieron el rostro y prosiguieron su descenso por el cuerpo—. No está mal —dijo—. En realidad, no tenemos por qué llevárnosla. Nadie va a echar de menos a una doncella.
Ryko me retiró de un tirón.
—La he encontrado yo.
El soldado echó un vistazo a Ryko, constató su corpulencia y apuntó a la dama Dela con la barbilla.
—¿Y tú qué haces aquí?
—He oído algo y he venido a comprobar de qué se trataba. —Su voz había perdido ligereza, y sonaba grave. Era la voz de un hombre, endurecida por el dolor. Por el rabillo del ojo vi que se llevaba la mano a la herida para ocultar los improvisados vendajes.
—¿Estás herido? —le preguntó el soldado.
—No es nada —respondió Dela, mirando fijamente a Ryko para que acudiera en su rescate.
El otro soldado, más alto y más corpulento, meneó la cabeza, asqueado.
—Por el amor de Shola, no merece la pena que peleéis por ella. Las encontraréis mejores en las casas del placer. —Giró un pulgar a la derecha, con un gesto que denotaba autoridad natural—. Hay un matasanos en ese edificio de ahí. Deberías ir a que te viera la herida.
—No es nada grave. Y quiero asistir a las ejecuciones —se apresuró a responder la dama Dela.
—En ese caso, será mejor que te des prisa. El Gran Señor está tan sediento de muerte que se da latigazos a sí mismo. —Sus ojos desdeñosos se desplazaron hasta mí un instante, y después se posaron en Ryko—. Y tú termina rápido lo tuyo también.
Ryko masculló algo en señal de asentimiento y me obligó a seguir caminando, conduciéndome al exterior del callejón. Detrás de nosotros, uno de los soldados murmuró algo, el otro soltó una carcajada despectiva que me llenó de asco.
—¡No te detengas! —me gritó Ryko.
Dejó de apretarme con la misma fuerza y pude, al menos, apoyarme en su cuerpo. La dama Dela no se encontraba cerca de nosotros. Esperaba que hubiera podido retroceder, en su papel de descolocado perdedor.
Bajo el pórtico que quedaba más alejado, dos centinelas observaban nuestra aproximación. Estaban apostados junto al arco principal, el que daba acceso al jardín amurallado. Más allá del arco se adivinaban las siluetas de los soldados. Había filas y más filas de ellos, todos transfigurados por la voz de un solo hombre. La hipnótica cadencia de su voz marcial despertó en mí un recuerdo: Sethon.
El centinela de la derecha nos hizo una seña.
—Una prisionera —dijo Ryko, anticipándose a la posible pregunta.
Yo mantenía la cabeza baja para no suscitar más comentarios elogiosos indeseados.
El centinela gruñó algo.
—Llévala junto a la pagoda.
Ryko tiró de mí y de ese modo franqueamos la puerta y accedimos a un espacio atestado de hombres.
Yo no estaba preparada para enfrentarme a la presencia de tantos hombres juntos: cantidades ingentes de hombres que apestaban a impaciencia, con ese hedor característico que desprenden los animales cazadores. Toda su atención se dirigía a la pagoda que se alzaba con elegancia en el centro de la plaza. Apenas distinguía sus tejadillos, de curvas pronunciadas, que destacaban sobre las cabezas de los hombres que tenía delante, pero sí me llegaba con claridad la voz atronadora de Sethon, que proclamaba la victoria.
—Soy vuestro Emperador —proclamaba—. Soy Emperador.
—¡Emperador! —vitoreaban todos al unísono, como perros de presa. Centenares de puños se alzaban al aire.
Ryko me atrajo hacia sí.
—Espera —me dijo al oído.
Asentí discretamente. No podíamos hacer nada hasta que la dama Dela nos diera alcance. Hasta que descifrara el nombre del dragón. Me pasé la lengua por los labios, resecos por el miedo. ¿Y si el nombre no aparecía en el libro? O, aún peor, ¿y si lo encontraba y ni siquiera con él lograba invocar a mi dragón?
Cuatro soldados que se encontraban en las inmediaciones se percataron de nuestra llegada y nos miraron de reojo. La avidez de sus rostros me hizo apretujarme más contra Ryko, que me sostenía con fuerza. Aquella expresión la había visto una vez en el rostro del capataz del látigo, en una ocasión en la que había matado a un hombre a latigazos. Era sed de sangre. Aquellos hombres deseaban ver alguna muestra de brutalidad. Deseaban ver la muerte. Cualquier muerte.
Detrás de mí, noté que Ryko se erguía todo lo que podía y que con la mano que le quedaba libre sujetaba la empuñadura de la espada de Kinra. Tres de los hombres no aceptaron el desafío y apartaron la mirada, pero el cuarto se la sostuvo, hasta que la voz vibrante y profunda de Sethon pudo más y volvió a concentrarse en la pagoda. Yo tragué saliva, aterrorizada. ¿Qué podía hacer contra cientos de hombres ávidos de sangre?
—Desciendo de los Dragones de Jade. Mis aspiraciones son legítimas —atronaba Sethon—. Invoco el derecho de Reitanon.
—¡Reitanon, Reitanon! —coreaba la multitud.
—¡No! —gritó una mujer, aterrorizada. Reconocí aquella voz: era la dama Jila.
Moví la cabeza a un lado, tratando de ver algo entre las cabezas. La gran plaza estaba dispuesta como un jardín de estudiantes: varias terrazas adoquinadas, flanqueadas por árboles podados, piedras y estanques unidos los unos a los otros, todo ello pensado para crear un flujo de energía tranquila. Sin embargo, en ese día la armonía y la paz brillaban por su ausencia. Los soldados pisoteaban los elegantes espacios, creando con sus cuerpos otros dibujos, feos, apelmazados. Finalmente se abrió un hueco entre la multitud y pude ver la pagoda central. En su interior resplandecía un dios de la guerra: el Gran Señor Sethon, tocado con un casco rematado en cuernos y cubierto de pies a cabeza por una armadura cuyas costosas escamas de metal y sus remaches dorados reflejaban la luz de las antorchas.
Dos soldados arrastraron a una mujer hasta el suelo y la arrojaron al los pies de Sethon. La pobre desgraciada agarraba algo con fuerza, y se lo acercaba al pecho. Eran la dama Jila y su hijo, el segundo príncipe. Me eché hacia delante pero la mano férrea de Ryko me impidió avanzar.
—Ya lo sé —me dijo—. Ya lo sé.
¿Dónde estaba la dama Dela? Me di la vuelta. ¿Dónde estaba? Sin ella y sin el libro no podíamos hacer nada.
—Junto al arco —susurró Ryko.
Y, en efecto, allí estaba, apoyada en la pared, apretándose el hombro con una mano y llevándose la otra al estómago, un soldado herido más, dispuesto a presenciar el espectáculo. Pero la mirada de aquel soldado no se mantenía clavada en la pagoda, sino en algo que se ocultaba bajo un codo doblado y su cuerpo encorvado.
Debió de percibir mi mirada de desesperación, porque alzó la suya. La impotencia de sus ojos respondió por si sola a mi pregunta no formulada. Bajó la cabeza y siguió leyendo el libro.
—Vuestras aspiraciones no son legítimas —gritó la dama Jila—. ¡Los candidatos son mis hijos!
Un bebé rompió a llorar. Los chillidos descarnados, los gritos desgarradores, provenían de debajo de la pagoda, de un lugar que se encontraba al pie de las rocas. Durante un breve instante vi a unos guardias imperiales encadenados forcejeando con unos soldados y a una hilera de concubinas que, arrodilladas, sollozaban. Pero las espaldas de los hombres me impidieron seguir viendo más.
Un tenso silencio se había apoderado de la multitud y los rostros que nos rodeaban se mantenían fieros, expectantes. Al fin encontré otra rendija por la que ver la pagoda. La dama Jila estaba postrada, con el bebé en sus brazos. Sethon seguía de pie, ante los dos. Distante, chasqueó los dedos y al momento un soldado se dispuso a arrebatarle el niño a su madre. Otro chasquido de sus dedos marcó el inicio de un toque lento de tambor. La dama Jila gritó, luchando por no separarse de su hijo. Sethon se acercó más a ella, moviendo la mano enguantada en su dirección, asestándole un puñetazo. La dama echó hacia atrás la cabeza ensangrentada, pero no soltó al recién nacido. El puño golpeó de nuevo. Ella cayó al suelo y el soldado recogió al niño sin que ella pudiera oponer resistencia. Yo notaba que el corazón de Ryko, pegado a mi espalda, latía con fuerza, y que todos sus tendones se agarrotaban, pues debía reprimir con todas sus fuerzas el impulso imperioso de acudir en su ayuda.
—No podemos consentir que suceda —susurré.
—Ya es demasiado tarde —balbució él—. Demasiado tarde.
La dama Dela seguía inclinada sobre el libro. Yo sólo oía el tañido de aquel único tambor y los sollozos y las súplicas de la dama Jila. Debía hacer algo. Debía detener a Sethon. Detenedlo.
Acerqué la mano a las estelas funerarias que llevaba al pecho. Protegedme del Señor Ido, imploré, y entornando los ojos me sumergí en el mundo de la energía, una flecha directa al corazón del Dragón Rata.
Una energía azul estalló en mí, bloqueando mis sentidos hasta que la multitud y los edificios se perdieron en un remolino de hua plateada. La sensación del cuerpo de Ryko contra el mío se desvaneció, como si me encontrara flotando en agua. El ojo de mi mente empezó a girar y a caer en espiral, antes de lograr fijar su mirada y agudizarla.
Acechando sobre la plaza estaba el Dragón Rata, que ocupaba el tamaño de una estancia. Era el único dragón visible. Un mal presagio se apoderó de mí. Si todos los demás dragones habían desaparecido, ¿quería decir eso que sus Ojos de Dragón estaban muertos?
Unas zarpas mortíferas, de color ópalo, rasgaron el aire, y un grito horrísono se me clavó como un puñal en la cabeza. La perla iridiscente que colgaba de su hocico brillaba intermitentemente. Sus inmensos ojos espectrales se clavaron en los míos, y conocí el poder infinito de la muerte y la destrucción, y del Gan. Por debajo de él se adivinaba la figura de Sethon, que apuntaba con la espada al niño que pataleaba indefenso en las manos del soldado.
—¡No! —grité, exponiéndome al poder temible del dragón, que me atacó con la fuerza de mil puños, un torrente incontrolable de energía azul que rugía, cargada de antigua aniquilación.
El sonido del tambor cesó.
Mátalo. Mata a Sethon, le ordené, y tras la insignificancia de mis palabras estaba la mismísima fuerza vital de la tierra, que giraba en un espiral de destrucción. Débilmente, oí que el llanto del pequeño se detenía en seco. Demasiado tarde. Por encima de la pagoda, el dragón lanzó hacia atrás su inmensa cabeza coronada de cuernos y aulló, confuso. El terrible lamento se vio acompañado del grito angustiado de una mujer. Pero incluso aquel alarido quedó sepultado por los chillidos que emitió la multitud cuando una columna humeante de poder azul descendió desde la bestia en dirección al centro de la pagoda, en dirección a la resplandeciente figura de Sethon.
Detente.
La orden atronó en mi mente.
Ido.
Ido se había apoderado de mi mente, su voluntad recubría la mía. Por un momento, vi con sus ojos, sin dejar de aferrarme a Ryko, agitándome en aquella lucha por el poder. Lo único que me mantenía en pie era el abrazo firme del isleño. A nuestro alrededor, los soldados retrocedían, presas del terror y la incomprensión, observando aquel haz mortífero de energía. El dragón gritó, mientras su poder se partía y se fragmentaba. Mi boca se impregnó de la furia acre de Ido, que hacía esfuerzos por doblegar mi voluntad y la del dragón. Pero tanto la bestia como yo batallábamos por resistir al mando despiadado del Ojo de Dragón.
Todavía no, masculló su voz en mi mente.
Y sentí que Ido canalizaba el poder azul, alejándolo de Sethon. Su esfuerzo hizo que me recorriera el escalofrío que debía recorrerlo a él. La energía desviada alcanzó el pórtico que se alzaba en el extremo más alejado del jardín, y rompió el mármol, que saltó por los aires; en su caída, alcanzó a los soldados que se encontraban debajo. El control que Ido ejercía sobre mi mente pareció resbalarse y mi lucha por contener el poder de su dragón se desgarró, desbordada por su fuerza.
Me sumergí más en mi hua, hundiéndome en la energía amarilla de mi tercer punto, buscando desesperadamente la opalescencia extraña que en otra ocasión me había salvado del asfixiante azul. Y, en efecto, ahí estaba, diminuta aún, pero más brillante, de un dorado resplandeciente. Me aferré a ella, concentrando su poder, y luego la arrojé hacia fuera, rezando por que diera en el blanco.
El lanzamiento resultó abrupto: el mundo de la energía se alejó, dejando sólo, a mi alrededor, el remolino del jardín del harén y un intenso dolor en los huesos que me atenazaba. Me hundí más en los brazos de Ryko, la solidez de sus brazos era la única ancla en el oleaje de aquel dolor omnipresente.
Él bajó la vista para mirarme. Las lágrimas le rodaban por las mejillas.
—El príncipe ha muerto.
Yo ya lo sabía, pero aquella confirmación fue como una nueva herida en mis carnes.
—¿Y la dama Jila?
—Muerta también —me respondió, meneando la cabeza.
—Viene Ido —susurró una voz a nuestras espaldas—. ¡Moveos!
Ryko se dio la vuelta. Era la dama Dela, que observaba el movimiento desordenado de la multitud. Debajo de la pagoda, los guardias imperiales capturados se habían liberado de sus carceleros y usaban las cadenas como armas, formando un tumulto que impedía que Sethon pudiera abandonar el lugar. Yo seguí la dirección de su mirada, a la derecha de aquel caos, y me llamó la atención la ordenada determinación de un pequeño grupo de hombres que se abrían paso más allá del edificio. Cuatro guardias en formación de flecha de dos puntas alrededor de un hombre alto, moreno, ataviado con los ropajes en tonos dorados y azules que identificaban al Ojo de Dragón ascendente.
El Señor Ido.
El mundo se desplomó y giró hasta volverse borroso de temor.
—¡Escapad! —gritó la dama Dela.
Ella ya se había acercado a la entrada y Ryko me empujaba hacia ella. A nuestro alrededor había oficiales que ordenaban a sus hombres que formaran filas una vez más, lo hacían mascullando órdenes y golpeándolos con las empuñaduras de sus espadas. El pórtico estaba atestado de soldados que eran presa del pánico. Algunos lograban abandonar el jardín, mientras que otros eran conducidos de nuevo hasta su interior. Un sargento de rostro rubicundo se plantó frente a nosotros y nos cerró el paso extendiendo mucho los brazos.
—¡Atrás! —exclamó en voz muy alta, para hacerse oír entre los gritos y las maldiciones.
—Tenemos órdenes de salir de aquí —le gritó Ryko, sujetándome con más fuerza, y señalando la pagoda con un movimiento de cabeza.
El hombre frunció el ceño.
—¿Ordenes de quién? —Levantó la espada—. ¿A qué regimiento pertenecéis?
Noté que Ryko se tensaba, pero los ojos entrecerrados del sargento se abrieron mucho ante el asombro de ver a otro soldado que se abalanzaba sobre él. Oí el grito ahogado de su aliento cuando la dama Dela, el rostro colorado del esfuerzo, se volvía y lo empujaba contra la pared. Repitió la operación una vez más con un puñal en la mano.
—Seguid —me ordenó, sosteniendo al moribundo con el hombro sano.
—Llegaos hasta la reja del túnel —me dijo Ryko que, agarrándome la mano, tiró de mí para que franqueara el arco.
Me volví y miré hacia atrás. Ido se encontraba ya bastante más allá de la pagoda, pues sus hombres despejaban el camino con eficacia entre las desorganizadas filas. El eunuco me tiró del brazo y me obligó a salir corriendo. Dejamos atrás a los centinelas desbordados, y nos unimos al éxodo de soldados que abandonaban el jardín. Me concentré en la abertura oscura del callejón, que quedaba al otro lado de la plaza, y que era nuestra vía de escape. Me faltaba el aire. Obligué a mis piernas a resistir, y volví a mirar atrás: La dama Dela también había franqueado el arco, y nos seguía. Pero al punto se tambaleó, y se echó hacia delante, sin fuerzas para seguir.
Tiré de la mano de Ryko.
—La dama Dela. No va a conseguirlo.
Por un momento me pareció que no iba a detenerse. Pero entonces noté que aminoraba la marcha y que se detenía en seco, jadeando. Me soltó, desenvainó la espada izquierda y me la entregó.
Apenas la empuñadura de adularía rozó la palma de mi mano, una inyección de antigua rabia recorrió todo mi ser.
—Abrid la reja y escondeos —me ordenó Ryko, antes de dar media vuelta.
Un soldado se había detenido detrás de nosotros, el cuerpo preparado para el ataque. Ryko me empujó en dirección al callejón y entonces cargó contra él.
—Corre —me gritó, dándole un codazo en la cara.
Corrí.
Un latido rítmico resonaba en mí. Era el latido de mi corazón, sí, y el vaivén de mi respiración, pero también el tamborileo de otra presencia. Esquivé a un soldado que blandía su espada, el rostro un compendio de rasgos achatados y dientes arrancados. Pero el hombre casi me rozaba con las uñas. Ya me quedaba poco para llegar. Miré hacia atrás. El soldado aún me seguía, estaba a punto de darme alcance. Más atrás, Ryko había llegado junto a la dama Dela. Bajé la cabeza y me metí por la entrada oscura del callejón, volviéndome para ver que el soldado me seguía a pocos pasos.
—Es un callejón sin salida, niña —dijo, sonriendo de oreja a oreja.
Levanté la espada.
Él cruzó las dos que llevaba, disponiéndolas en la posición de ataque.
—No quiero hacerte daño, así que baja la tuya.
Retrocedí unos pasos, hasta llegar a los primeros fardos. Él avanzaba, siguiendo el ritmo de mis pasos. Lo único que tenía que hacer era entretenerlo hasta que llegaran Ryko y la dama Dela. Me dirigí a la siguiente fila de bultos, donde Ryko había escondido la espada del soldado muerto.
—Vamos, ahora.
El soldado sonrió, animándome.
Ya había llegado al primer pasillo, el formado por los cajones. Me volví un instante para mirar. El final del callejón estaba bloqueado por el fardo que Ryko había arrastrado hasta allí. Pequeños retales de seda pálida cubrían el suelo. Pero la espada no se veía por ninguna parte. ¿Estaría detrás del fardo? Si me acercaba más, quedaría atrapada del todo. Pero de todos modos el callejón no tenía salida y me sería imposible entretenerlo y abrir la reja simultáneamente. Fuera como fuera, estaba atrapada.
Me metí entre las dos hileras, pero resbalé con la sangre de la dama Dela y aterricé delante del fardo caído. Detrás de mí, oí que el soldado gruñía. Logré agarrarme a un saco de arpillera e incorporarme. Con los dedos rocé la empuñadura de cuero. Extraje la espada.
—Ya te tengo —dijo el soldado, avanzando por el espacio estrecho.
Yo me volví y coloqué las dos espadas en posición de ataque, la de Kinra levantada sobre la cabeza, mientras con la otra le apuntaba el pescuezo.
—Vaya, vaya —exclamó el soldado, riéndose—. ¿Quién te ha enseñado a hacer eso?
Le miré fijamente a los ojos, esperando la seña para atacar. Tenía que ser un cambio mínimo en la respiración, un parpadeo al iniciar el avance. Mi cuerpo ya se desplazaba hasta un cajón. La espada de Kinra recibió el ataque de la suya y sentí que mi ser se movía con el conocimiento de mi antepasada. Con su rabia. Blandí la otra espada, que impactó con la suya, que tuvo que colocar ahí apresuradamente para recibir el golpe. El impacto me agarrotó el brazo, pero él perdió el equilibrio y yo pude adelantarme. Debía salir de aquel espacio cerrado entre los dos fardos.
El tigre pega y araña.
En esa ocasión confié en el instinto que me colocaba músculos y tendones formando la figura, y controlé la destreza ancestral que puso en marcha las dos espadas, blandiéndolas y asestando con ellas golpes rápidos que el soldado apenas era capaz de parar. En una ocasión llegué al brazo, que empezó a sangrar. Mi contrincante abrió mucho los ojos y noté que se le aceleraba la respiración. Gradualmente, mi serie de golpes lo obligó a retroceder por el callejón.
—Soy capaz de vencerte —le dije sin inmutarme; no tenía el menor interés en lastimar a aquel hombre. Lo único que quería era llegar a la reja.
—No lo creo, niña. —Torció mucho el gesto mientras hacía acopio de todas sus fuerzas para asestarme un golpe fatal. Lo esquivé por muy poco, el impacto me torció la muñeca, causándome gran dolor. Levantó la otra espada, describiendo con ella un arco alto y me apuntó al pescuezo. Me desplacé para bloquear el golpe y el filo chocó contra la empuñadura del arma de Kinra. Al instante se me tensaron los músculos, pues sabía que su siguiente movimiento sería un golpe mortal que me partiría la cabeza.
La rata se echa al suelo.
Logré liberarme. Mi cuerpo cayó hacia atrás y aterrizó con fuerza en el suelo. El aire abandonó mis pulmones a causa del impacto. Por encima de mí, el soldado compuso un gesto de sorpresa, mientras la espada seguía su trayectoria por los aires y le hacía tambalearse. No había tiempo para pensar. Jadeando, me abalancé sobre él y le clavé la espada de Kinra en el muslo. La punta se hundió en la carne y tocó hueso, en la pierna se abrió una brecha que al momento se llenó de sangre. Él soltó un grito y se echó hacia atrás, separándose del filo de mi arma. Entonces, al llevarse la mano a la herida, se le cayó una espada. Durante un segundo los dos permanecimos inmóviles, asombrados, pero enseguida él se vino hacia mí, tambaleante, impulsado por la rabia y el dolor, su otra espada levantada para asestarme la estocada final.
El dragón azota con la cola.
Momentáneamente sentí que volvía a luchar contra Ranne en la pista ceremonial. Pero en esa ocasión no vacilé: me puse a cuatro patas, me giré y le di una coz, que coincidió con el mandoble del soldado. Su espada golpeó el suelo con estrépito en el momento en que yo me volvía una vez más y le hundía la espada de Kinra en el cuerpo. Su antigua sabiduría era la que guiaba los movimientos, la que atravesaba su sendero vital de hua. El grito de agonía del soldado se perdió en el jadeo agónico de su último suspiro. Cayó al suelo, a mi lado, y el hedor acre de los orines se mezcló en el aire con el olor metálico de la sangre recién derramada. Así olía la muerte.
Avancé de espaldas, a trompicones, hacia la reja del túnel. Su espíritu ya había abandonado sus ojos, pero su expresión inane me mantenía clavada a la madera basta de una caja. Las dos espadas se me cayeron de las manos. Aquello lo había hecho yo; yo había detenido el flujo único de su hua. Intenté apelar a la razón: aquel hombre quería matarme, yo había actuado en defensa propia. Había sobrevivido. El alivio dio paso a un entusiasmo descarnado, que a su vez se convirtió en horror y estremecimiento. El soldado estaba tan quieto… La muerte era tan silenciosa… Tan indiferente… La muerte sólo importaba en el corazón de los hombres.
Y de las mujeres.
Aparté la vista de aquellos ojos inertes. A mí, la muerte de aquel hombre me importaría toda la vida.
El sonido de unos pasos acelerados me hizo arrodillarme. Alcancé la espada de Kinra en el momento en que Ryko doblaba la esquina, sosteniendo a la dama Dela por la cintura y obligándola a avanzar a buen paso.
—¡A la reja! —me gritó.
Me puse en pie con esfuerzo.
—¡No matéis a la niña!
Era la voz de Ido.