16

Me incliné sobre la lamparilla de aceite que ardía junto a mi cama e introduje el índice y el pulgar en el saquito de piel, para extraer un pellizco generoso de droga de sol. En el exterior, la quietud de los instantes previos al alba se veía rota por los ruidos del personal de servicio, ocupado en los preparativos de mi viaje a Daikiko: el repicar de las pezuñas de los caballos sobre el enlosado, las órdenes masculladas de Ryko, que instaba a sus hombres a comprobar la correcta sujeción de las cargas. Pronto partiríamos.

Vertí aquella sustancia en la infusión de la hechicera, que Rilla me había traído junto con el desayuno. Por un momento, el polvillo permaneció flotando en la superficie, antes de disolverse en el líquido turbio. Cerré el saquito y me lo guardé en el bolsillo de mi túnica de viaje, junto a mi valiosa brújula de rubí.

La droga de sol era mi último recurso. Sin apenas esperanzas de descifrar el contenido del libro antes de la prueba, era la única alternativa que se me ocurría para establecer una conexión rápida con el Dragón Espejo. Ryko había comentado que aquella droga potenciaba la energía del Sol en los hombres-sombra, que reconstruía su hombría y su espíritu de lucha, de modo que seguramente también funcionaría conmigo.

Observé la infusión humeante. En realidad, no había garantías de que aquella sustancia me ayudara a contactar con el dragón. Y, en cambio, sí era bastante probable que acabara convertida en un loco furibundo como el Señor Ido. También podía sumirme en una desesperación callada, y en un dolor de cabeza constante, como le sucedía a Dillon. Además, tal vez las hierbas de la hechicera neutralizaran sus efectos. Finalmente, la otra alternativa —la muerte por envenenamiento— era como una losa fría que me oprimía las entrañas.

Levanté el cuenco y aspiré el vapor amargo. La imagen del rostro moribundo de mi señor, retorcido de dolor, presa de las convulsiones, me hizo estremecer. Qué modo tan horrible de morir.

No hacía ni un día que había llorado a mares en brazos de Rilla y sin embargo no era capaz de perdonar el acto de traición de mi señor. Todavía no. Y eso que Rilla había puesto fin a mi arrebato de autocompasión con una de sus duras verdades, que la cojera me ayudaba a ocultar mi verdadero sexo. Pero, aun así, no hallaba el perdón dentro de mí. Tal vez algún día llegara a disculparlo; por el momento, la energía de la ira me resultaba mucho mejor que la letargia del dolor.

Volví a posar la mirada en el contenido de la taza. El té se había oscurecido mucho y su superficie reflejaba los ángulos en sombra de mi rostro. No, una dosis no me mataría, pues no había matado a Dillon ni a Ryko. Dediqué una reverencia al altar de la esquina y me acerqué el cuenco a los labios. Que mis antepasadas me protejan, recé, y me lo bebí todo de un solo trago, atragantándome al sentir el regusto amargo en la boca.

Dejé el cuenco sobre la bandeja y permanecí un momento sentada, intentando percibir el efecto de la droga en mi cuerpo. Sabía que era demasiado pronto, pero ahora que la había consumido, estaba impaciente por descubrir cómo actuaba.

En ese momento llamaron a la puerta con suavidad, los golpes me sacaron de mi ensimismamiento.

—Entra.

Rilla accedió al aposento con un abrigo largo de viaje debajo del brazo.

—Ryko dice que cuando queráis podemos irnos, Señor —dijo, sacudiendo un poco la prenda antes de abrirla y tendérmela para que me la pusiera.

—Gracias. —Me puse en pie e introduje los brazos por las anchas mangas—. ¿Chart ya está instalado?

Rilla sonrió.

—Sí, ya está instalado. —Alisó por última vez el cuello rígido del abrigo y rebuscó algo en el bolsillo de su falda—. Me ha pedido que os entregue esto.

Desdoblé un pequeño pedazo de papel. Había un solo carácter anotado en su superficie, con tinta negra y trazo tembloroso: «Perdón».

Sonreí.

—¿Ya escribe?

—Lon y él estuvieron trabajando toda la noche para que pudiera escribirlo.

—Pues debes decirle que no tiene que pedirme perdón por nada. Él sólo hizo lo que el señor le pidió que hiciera.

—Se lo diré. —Me acarició el brazo—. Habéis hecho tanto por nosotros. Gracias.

—Y tú has hecho mucho por mí. —Me alejé de ella y me dirigí al otro extremo del aposento, invadida de pronto por una sensación de temor—. Pero hay algo más que debo pedirte, Rilla.

—Por supuesto. Lo que sea.

—Si alguna vez te pido que te vayas, ¿cogerás a Chart y os alejaréis de la ciudad lo más rápidamente que podáis? Sin preguntas. A algún lugar seguro. Como las islas, por ejemplo. ¿Lo harás?

—Pero es que yo no os dejaría…

Levanté la mano para que no siguiera.

—No. Prométeme que te irás. Es importante.

Ella asintió, aunque con gesto contrariado.

—¿Creéis que las cosas llegarán a eso?

—No lo sé. Espero que tu condición de liberta te proteja. Pero, si no es así, tendrás que actuar deprisa. Y te hará falta dinero. —Le hice un gesto para que se acercara a la puerta—. Ven conmigo, rápido.

La conduje al vestidor. Mi uniforme ceremonial de candidato estaba pulcramente doblado y guardado en un estante bajo del arcón. Lo saqué y pasé los dedos por el dobladillo, hasta que di con el duro metal.

—Chart me la dio a mí, por si me hacía falta escapar. ¿Lo recuerdas?

Ella asintió.

—Un tigre. Me la enseñó cuando la encontró.

Le tomé la mano, le coloqué en la palma la moneda envuelta en seda y se la cerré.

—Ahora es tuya. Con ella podrás mantenerte y mantener a Chart durante unos meses si las cosas van mal.

Rilla me tomó de la mano.

—Pero, ¿y vos? ¿No la necesitaréis para huir?

No respondí. Ella mantuvo la mano apretada a la mía durante un instante, antes de volverse hacia el costurero. Los dos sabíamos que si Chart y ella tenían que huir, para mí ya sería demasiado tarde.

El pabellón del Dragón Buey era una amalgama ruidosa de personas cargando equipajes, guiando a los bueyes hasta las carretas y conduciendo a los caballos. Mi cochero no dejaba de repetir mi nombre a gritos, logrando apenas abrirse paso en la plaza atestada, y maniobraba el carruaje en dirección a la entrada del recinto.

Un sirviente se acercó a nosotros y me dedicó una reverencia.

—El Señor Tyron os envía saludos, Señor, y os ruega que excuséis su tardanza. Pronto se unirá a vosotros. —El hombre me ofreció una copa de licor, que llevaba en una bandeja, pero yo la rechacé con un gesto de la mano. Mi catador se encontraba en una carreta, más atrás. Me apoyé en el respaldo de mi opulento carruaje y observé los esfuerzos de un jinete por calmar a un caballo encabritado. Comprendía perfectamente cómo se sentía el animal.

Finalmente, el Señor Tyron logró salir del pabellón y yo le hice sitio en el vehículo para que se subiera a la cabina, que se ladeó con su peso.

—De modo que el príncipe os ha prestado su carruaje, por lo que veo —comentó, tratando de expresar una despreocupación y jovialidad que contrastaban enormemente con la gravedad de su gesto. Los muelles y los resortes de la suspensión oscilaban y chirriaban mientras él se acomodaba más cerca de mí—. Ahora sí que nadie podrá dudar de vuestra lealtad hacia él.

—No creo que nadie la haya puesto nunca en duda —repliqué.

El Señor Tyron asintió.

—Ni la mía. —Se pasó la mano por la frente—. Me disculpo por no haber atendido a vuestros mensajeros. No podíamos arriesgarnos a proporcionar al Señor Ido la menor excusa para anular la prueba.

—Ido no tiene el menor interés en anular la prueba —observé yo—. Espera que yo no la supere y probablemente tiene toda la razón. ¿Creéis de veras que podré aprender a controlar el monzón Rey en dos días?

Tyron suspiró.

—Los aprendices tardan los doce años que dura su estudio en controlar su propio poder de dragón, mientras, simultáneamente, se preparan para su año como ascendentes. —Me dio una palmada en el hombro—. Pero, por otra parte, vos sois capaz de ver a los doce dragones. Si alguien es capaz de lograrlo, ese sois vos.

Esbocé una sonrisa fugaz. Él retiró el rico cortinaje de seda y observó al resto de su séquito, que se situaba detrás de nosotros. Ese era el momento de mostrarle la brújula sin exponerme a ninguna interrupción. La saqué del bolsillo, tan nerviosa que ni siquiera fui capaz de pronunciar una oración.

—Señor Tyron… —Él se volvió para mirarme. Yo alcé el saquito y empecé a juguetear con la cinta—. Quería mostraros esto. El príncipe me lo ha devuelto junto con los demás tesoros del Dragón Espejo.

Aflojé la cuerda. La brújula cayó sobre mi palma y sentí el estremecimiento de las perlas que me rodeaban el brazo.

—¡Vaya, es preciosa! —exclamó. Me miró, pidiéndome permiso para sostenerla y la levantó, acariciando su centro de rubí—. Magnífica.

Me acerqué más a él.

—¿Reconocéis la escritura, señor Tyron? ¿Sabéis leer lo que pone?

Él entornó los ojos y examinó los anillos grabados alrededor de la brújula.

—Las figuras de los animales y los puntos cardinales son iguales —dijo al fin—. Pero nunca había visto esta otra escritura. Debe de ser muy antigua.

La decepción me asestó un mazazo en el pecho. Ni siquiera un Ojo de Dragón sería capaz de leer el libro. Sus secretos me serían vedados para siempre. No había modo de descifrarlo.

Con todo, todavía me quedaba una opción. La droga de sol. Pero, ¿y si no funcionaba?

—Señor Eón.

Abrí los ojos. Tyron me miraba con gesto adusto por encima de la brújula.

—¿Y esta es la única brújula que tenéis? —susurró—. Sí, claro. Cuando el Dragón Espejo se perdió, ya no fabricaron ninguna más.

Comprendí el motivo de su desazón. Cada brújula era exclusiva de cada dragón y la información secreta que contenía pasaba de un Ojo de Dragón a su aprendiz y se grababa en un utensilio nuevo para uso del pupilo. Pero yo no era capaz de leer la brújula que había heredado y no había Ojo de Dragón que me enseñara sus misterios, ni podía recurrir a la brújula de otro para orientar la energía de mi bestia. A pesar de que llevaba ya varios intentos fallidos de descifrar el libro, la verdadera magnitud de la catástrofe no se me hizo evidente hasta ese momento.

Fatigado, Tyron apretó los ojos con las yemas de los dedos.

—De entre quienes nos acompañan hasta Daikiko, el único del que me consta su interés por las grafías antiguas es Ido. Pero, evidentemente, a él no podemos mostrarle la brújula. Si descubre que sois incapaz de interpretarla, usará ese conocimiento como prueba para impedir que ocupéis vuestro puesto en el Consejo.

—De todos modos, lo descubrirá durante la prueba —repliqué yo con voz aguda—. Lo descubrirá cuando vea que no la uso.

Tyron me devolvió la brújula y al hacerlo me apretó la mano, en un intento de tranquilizarme.

—Ido ya habrá realizado los cálculos del ascendente, en busca de las líneas de energía. Vos podéis usarlas también. Y yo os enseñaré los rudimentos de la técnica, que os servirá para que concentréis vuestra fuerza en el rubí.

—Pero esos cálculos serán para el ascendente, es decir, para el Dragón Rata. ¿Cómo voy a usarlos yo?

Tyron se mordió el labio superior.

—Vos sois el coascendente. Espero que sean los mismos. O al menos que se aproximen mucho.

—¿Qué queréis decir con eso de que esperáis que sean los mismos? —Quise saber—. ¿Acaso no estáis seguro?

Él negó con la cabeza.

—Nadie sabe qué sucederá mañana. Nadie sabe qué significa esta coascendencia. Desconocemos si vos contáis con los mismos poderes duplicados del Señor Ido, o si ese poder duplicado se ha dividido entre los dos. Sencillamente, no lo sabemos.

Lo miré.

—Y no sabéis cómo ayudarme a superar la prueba, ¿verdad?

Él me agarró del hombro, y me zarandeó delicadamente.

—En este momento nos concentraremos en enseñarte a controlar tu poder. —Se asomó al exterior del carruaje y gritó:

—¡Hollin! ¡Ven, acércate!

El larguirucho aprendiz se acercó al costado del vehículo.

—Sí, Señor —dijo, y al verme me dedicó una reverencia—. Saludos, Señor Eón.

—Hollin, he decidido que viajarás con nosotros —le ordenó Tyron—. Presentad vuestras excusas a la dama Dela, y decidle que el Señor Eón os necesita. Después id a ver a Ridley y pedidle que ocupe vuestro lugar en el carruaje de la dama.

El rostro del joven se iluminó; no tendría que viajar en uno de aquellos carros tirados por bueyes que te destrozaban la espalda. Se alejó a la carrera.

—Hollin recuerda mejor que yo sus primeros días como aprendiz —me aclaró—. Y será más rápido enseñándoos lo esencial. Después nos centraremos en la tarea de cómo modificar el curso del monzón Rey.

La jornada iba a ser larga, plagada de información. Los caminos estaban llenos de campesinos que se postraban a nuestro paso y el calor resultaba sofocante. La cabina del carruaje apestaba a sudor y los abanicos de seda que usábamos no servían de nada. A mí me resultaba casi imposible concentrarme en la voz franca de Hollin, que intentaba explicarme las bases del intercambio entre el Dragón y su Ojo.

—¿Recordáis el momento de unión, Señor Eón? —me preguntó, sonriéndome, sumiso—. Por supuesto que lo recordáis. Todos los Ojos de Dragón recuerdan ese instante. Regresad con vuestra mente a esa sensación de estar en dos lugares a la vez, de ser dragón y hombre a la vez.

Asentí, intentando ocultar el pánico que sentía. Yo no había experimentado la sensación de encontrarme en dos sitios a la vez, sino sólo el chorro de poder del Dragón Espejo, y luego, el del Dragón Rata. Pero aquello no podía explicárselo a los dos hombres que tenía delante, porque habría supuesto admitir que no había entrado en perfecta unión con mi bestia. Apreté con fuerza el saquito que contenía la droga de sol, y que guardaba en el bolsillo. Tal vez mis posibilidades de conectar con el Dragón Espejo se incrementaran si tomaba más de un pellizco al día.

—La clave está en el equilibrio —prosiguió Hollin—. Se tarda mucho en reconocer cuándo se está entregando demasiada hua y no se está recibiendo a cambio el suficiente poder. —Se secó el sudor del labio superior y miró a su Señor—. ¿Cómo le explicamos ese equilibrio?

Y así seguimos durante todo el primer día, hasta que paramos a dormir: un paso adelante, hacia la iluminación, y dos pasos atrás, pues mi falta de experiencia nos cerraba el camino.

Como era costumbre, los Ojos de Dragón y sus sirvientes se alojaban en casas que sus dueños, por deferencia, desocupaban. Yo estaba tan cansada que no me enteré de nada desde el momento en que entré en la alcoba prestada en la que dormí, y seguí sin enterarme de nada hasta que Rilla me despertó, a la mañana siguiente, y me trajo la infusión de la hechicera en una taza. Cuando salió para ir a buscar mi ropa, que había dejado fuera para que se aireara, eché dos generosos pellizcos de droga de sol en el cuenco de barro cocido y me lo bebí todo de un trago.

La pequeña alcoba estaba cerrada a cal y canto y no circulaba el aire. Rilla me había preparado una túnica de algodón; me envolví con ella mientras descendía del jergón elevado y me dirigía hacia la ventana cerrada por un postigo. Durante la noche, las instrucciones de Hollin parecían haberse convertido en un embrollo de absurdos inconexos; sólo lo recordaba explicándome cómo extraer la fuerza de una línea de energía; y, acto seguido, el Señor Tyron le instaba a pasar al siguiente tema. Y todavía faltaba otro día entero de instrucción. Me temía que iba a asimilar muy poco de todas aquellas enseñanzas.

Abrí el postigo y observé el patio interior. El propietario era lo bastante rico como para permitirse un pequeño jardín, dispuesto junto a un muro cercano; la dama Dela ya se encontraba caminando de un lado a otro por el sendero corto y serpenteante. Como el periodo de luto oficial había terminado, llevaba un vestido de viaje de color azul y la banda roja que se había cosido a la manga era el único recordatorio de la muerte de mi señor. Se volvió de pronto, como si la hubiera llamado con la mirada, e hincó una rodilla en el suelo con elegancia, apartando los ojos con educación al constatar que no estaba presentable. Yo me cubrí un poco más con la túnica y levanté la mano para saludarla.

—Dama Dela. Espero que hayáis pasado una noche cómoda.

—Sí, gracias. —Abandonó la reverencia y me fijé en que su rostro había vuelto a la feminidad, gracias al maquillaje.

—¿Podría hablar con vos antes de proseguir viaje, Señor? Hay algunos asuntos de protocolo que quisiera abordar.

—Por supuesto.

—¿Después del desayuno de gratitud?

Asentí y volví a entrar en el dormitorio. Según la tradición, el Señor de visita agradecía la hospitalidad a su anfitrión comiendo con él y con sus hijos varones en un desayuno formal.

Comparado con lo que había conocido durante las pasadas semanas, la comida fue sencilla y más bien escasa: unas gachas de arroz con cuatro condimentos; huevos crudos cascados directamente sobre una sopa caliente y olorosa; pasta de soja frita y un pan de trigo muy fino. Mientras añadía endulzante a aquella insípida papilla de arroz, pensé que no hacía mucho, aquel desayuno me habría parecido un banquete.

El propietario de la casa me recordaba a un perro marrón de los que merodeaban por la fábrica de sal, sumiso, desviviéndose por servir. Le impresionaba tanto compartir mesa con un Señor Ojo de Dragón, que inclinaba la cabeza tres y cuatro veces tras cada uno de mis comentarios; mientras duró nuestro encuentro sólo fui capaz de completar una frase larga.

—Vuestro pacto sagrado para protegernos a nosotros y a nuestra tierra nos conforta enormemente, Señor.

Sus hijos —tres versiones más jóvenes de sí mismo—, asentían con vehemencia y no me quitaban la vista de encima mientras bebían la sopa. Yo mantenía la vista fija en el cuenco, consciente de pronto de que había perdido el apetito. No se trataba sólo de mi propia supervivencia: el país entero dependía de mí, de que fuera capaz de doblegar las fuerzas de la tierra, propiciando así una buena cosecha. Metí la mano en el bolsillo y palpé el saquito. ¿Era sensato que tomara otro pellizco de droga de sol? Tres dosis en el transcurso de una hora debía de ser demasiado, seguramente era mejor dejarlo para la noche, espaciar las tomas.

La dama Dela se acercó a mí apenas el interminable desayuno hubo acabado, observando todo lo que sucedía a nuestro alrededor con ojos atentos.

—¿Podemos conversar ahora en privado, Señor?

Suspiré. Lo que menos me apetecía en ese momento era una clase de protocolo. Ya tenía la cabeza demasiado llena de información.

—¿No puede esperar? —le pregunté—. Seguro que podemos hablar del asunto del protocolo cuando estemos más cerca del pueblo.

Ella se acercó más a mí y aspiré el perfume de franchipán que le impregnaba los cabellos.

—No quiero hablaros de protocolo, sino de la prueba.

—En el jardín entonces —dije, parcamente. Sentía como si tuviera muelles en las extremidades, y como si esos muelles quisieran salir disparados. Tal vez un paseo me ayudara a relajar la tensión de los músculos.

La dama Dela esperó hasta que estuvimos en el otro extremo del jardín para hablar.

—Me han llegado rumores, Señor. —Miró a su alrededor, y me condujo fuera del alcance de una criada, que se había puesto a sacudir unas sábanas—. Ido pretende sabotear vuestra prueba.

—Tal como van las cosas, creo que no le hará falta ni molestarse —le dije—. ¿Y esos rumores aclaran cómo pretende hacerlo? —Apreté mucho los puños. Sentía todas las articulaciones agarrotadas y doloridas, como si mi dolor habitual de cadera se hubiera convertido en un malestar general.

Ella negó con la cabeza.

—En ese caso no nos sirven de gran cosa, ¿no os parece? No acudáis a mí con vagos chismorreos de criada. Traedme detalles.

Y me alejé de ella, que no salía de su asombro.

¿De qué me servían a mí los rumores? Yo necesitaba información concreta. Estrategias reales. Pasé a través de un elegante arco vegetal que se alzaba sobre el sendero. Una de sus ramas se partió, emitiendo un chasquido que me resultó agradable.

De vuelta en el carruaje, en compañía del Señor Tyron y de Hollin, no lograba encontrarme cómoda en ninguna posición: era como si los huesos de las nalgas quisieran salírseme de la piel y la nuca me escocía mucho. Hollin tenía ojos de sueño, se notaba que no había dormido bien, y el señor Tyron apestaba a sudor de viejo. Yo trataba de reprimir las náuseas y de concentrarme en sus palabras.

—En tanto que ascendente, vuestra responsabilidad es transmitir vuestras instrucciones con claridad a cada Ojo de Dragón, para que éste oriente la fuerza de su dragón y obligue de ese modo a las lluvias del monzón a alejarse de la cosechas y a dirigirse a la presa —dijo Tyron.

—Se trata de una especie de acto de malabarismo —añadió Hollin—. Cada dragón controla una orientación concreta de la brújula, por lo que debéis indicar a su respectivo Ojo de Dragón cuanta fuerza debe usar en el momento justo, para que el monzón modifique su rumbo. —Constató la consternación en mi rostro—. Sé que suena imposible, pero los Ojos de Dragón se sientan en círculo, ocupando sus posiciones de la brújula, de modo que resulta fácil ver quién trabaja con cada dragón.

—Y como vos sois capaz de ver a todos los dragones, debería de resultaros más sencillo —trató de animarme el Señor Tyron.

—¿Pero cómo sabré cuánta fuerza hace falta? —El Señor Tyron clavó la mirada en Hollin—. ¿Y bien? ¿Cómo lo sabré?

Tyron se frotó la nariz.

—Es una cuestión de práctica —musitó—. Debéis aprender a sentir los parámetros de fuerza de vuestro dragón.

—¿Una cuestión de práctica? No tengo tiempo para prácticas —dije, lanzando un manotazo contra un travesaño tallado de la cubierta—. ¡Todo esto es inútil! ¡Inútil! —Agarré al cochero por la espalda—. ¡Para!

El carruaje se detuvo atropelladamente. Me bajé de la cabina y avancé hacia la zanja que separaba la calzada de los nobles del camino de tierra que usaban los campesinos. Vagamente, a través de mi furia, me di cuenta de que apenas cojeaba. Tras nuestro carruaje, el resto del séquito se detuvo también, todos alargaban mucho el cuello para ver qué había sucedido. Contemplé el arrozal, incapaz de pensar correctamente en medio de aquel barullo de temor e ira que atronaba en mi mente. Por el rabillo del ojo vi que Ryko desmontaba de su caballo y, tirando de él por las riendas, se acercaba a mí.

—Señor —dijo, inclinándose ante mí—. ¿Puedo ayudaros en algo?

—¿Puedes enseñarme doce años de conocimientos de Ojo de Dragón en una tarde? —le pregunté secamente.

—No, Señor. —Su caballo relinchó y agitó la cabeza por encima del hombro del eunuco.

—En ese caso no podéis ayudarme. Dejadme solo.

Hice ademán de alejarme, pero él me apretó el hombro con la mano y me obligó a girarme.

—¿Qué es eso que tenéis en el cuello?

—¡No me toquéis! —exclamé—. Ordenaré que os azoten.

El caballo se asustó y, al retirarse, se llevó consigo a Ryko, que tiró de las riendas con fuerza y lo calmó con susurros. Yo me aparté de ellos y con los dedos me palpé las marcas del cuello.

Ryko me miró con gesto serio.

—¿Cuánta estáis tomando, Señor?

—Podría hacer que os azotaran.

—Sí, Señor, pero ¿cuánta droga de sol estáis tomando?

Aparté la vista de su rostro implacable.

—Dos pellizcos.

Él ahogó un grito.

—Un adulto sólo puede tomar medio pellizco al día. Debéis parar, Señor. Os matará.

—Sólo la necesito hasta mañana.

—Señor —insistió él, acercándose a mí.

—Vuelve a tu lugar, guardia Ryko. —El eunuco vaciló, su rostro era un campo de batalla donde contendían la obediencia y la preocupación—. He dicho que vuelvas a tu posición. —Un arrebato de cólera se apoderó de mí—. ¡O te relevaré de tus obligaciones!

Ryko apretó mucho la mandíbula, pero me dedicó la reverencia de rigor y se retiró, tirando de su caballo. Yo me llevé la mano a la frente, intentando aliviar el creciente dolor de cabeza. ¿Acaso el eunuco no comprendía que sólo necesitaba aquella droga hasta el día siguiente, hasta que modificara el rumbo del monzón Rey?

Vi que se subía al caballo y que lo guiaba hasta detrás del carruaje y sentí que mi enfado se disipaba tan pronto como había surgido. Él sólo cumplía con su deber, intentaba protegerme de todo mal. Quise llamarlo de nuevo y decirle que dejaría de tomar la droga al día siguiente. Pero las miradas curiosas de quienes componían el séquito me disuadieron y permanecí en mi lugar.

El Señor Tyron se asomó desde el carruaje.

—Señor Eón, debemos proseguir viaje si queremos llegar al pueblo al anochecer.

Levanté una mano para indicarle que le había oído, pero me volví para contemplar una vez más los arrozales. Sin duda había consumido una cantidad suficiente de droga de sol como para ver al Dragón Espejo. Tal vez incluso para, finalmente, conectar con él.

Entornando los párpados, busqué en mi interior la visión mental, resiguiendo los caminos de mi hua. Volví a sentir un pinchazo en la cabeza, los campos sembrados de arroz desaparecieron para dar paso al mundo difuso de la energía. Pero todo estaba desfigurado, todo pasaba frente a mí en un torbellino de color, naranja, verde, azul, púrpura, rosa, gris. Un murmullo, que era más una sensación que un sonido, me raspaba los huesos. Acerqué las manos a los oídos y me interné más en la tumultuosa energía, intentando encontrar un destello rojo en aquel torrente de colores. Pero todo giraba demasiado deprisa, con demasiada violencia. La fuerza me rodeaba, giraba a tal velocidad que no lograba concentrarme, hasta que todos los colores se confundieron en uno solo: un azul airado que daba vueltas y más vueltas.

De repente, todo se detuvo. Y entonces el azul avanzó hacia mí, privándome de la visión y del sonido.

Durante un momento permanecí suspendida en un pánico silencioso, color zafiro. Caí de rodillas y di con los huesos en el suelo. No había más que azul: en los ojos, en las orejas, en la boca. Me arañaba las palmas de las manos al avanzar con ellas sobre las losas, en busca de algo de cordura. El azul me desgarraba. La boca me sabía a vainilla, a naranja: al Dragón Rata.

Me obligué a ponerme en pie, tratando desesperadamente de alejarme un poco de mi visión interior. Mi hua plateada se oscurecía, mis siete puntos de fuerza se rendían al añil asfixiante. ¿La droga de sol? Me interné más aún, vacilante al principio, atraída después por una débil opalescencia dorada que se alojaba en mi tercer punto de energía: un núcleo minúsculo que resplandecía contra el huracán oscuro.

Desesperadamente, me aferré a él. Agité la tenue energía para abrirme paso por entre el azul. Penetró en la fuerza arremolinada y oí un grito, como el de un águila herida, que brotaba de mis labios. Aquella masa oscilante se contrajo, se partió en dos y desapareció.

—Señor, ¿qué os sucede?

Era la voz de Ryko.

Señor, habladme.

Caí de costado, jadeando.

—Que venga Rilla —ordené—. Y la dama Dela.

La oscuridad se iluminó alrededor del rostro de Ryko, que se inclinaba sobre mí. Me incorporé un poco y le agarré la túnica.

—Sólo la necesito hasta mañana —balbucí con voz afónica—. Luego pararé.

La sustancia funcionaba. Estaba segura de ello. Ladeé la cabeza, apoyada en el regazo suave de Rilla, y observé el cielo, que se movía a medida que el carruaje avanzaba por la calzada. La dama Dela iba sentada frente a nosotros, amodorrada por culpa del calor sofocante. Su silencio sereno constituía un alivio; el Señor Tyron había reconocido finalmente que yo no estaba en condiciones de proseguir con las lecciones y se había retirado a su propio vehículo, más retrasado. De modo que al menos algo bueno había surgido de mi desmayo.

Cerré los ojos y examiné con detalle mis conclusiones acerca del poder azul. No había duda de que había sido el Dragón Rata; el sabor a vainilla todavía impregnaba mi cuerpo. Estaba convencida de que, de algún modo, la densa fuerza gris de la droga de sol me había abierto a su energía y de que él se había colado como el agua se cuela por una esclusa, bloqueando la aproximación del Dragón Espejo. Existía la aterradora posibilidad de que el Señor Ido estuviera usando a su bestia para atacarme, pero incluso en medio del pánico desbocado que se había apoderado de mí, no había percibido ninguna fuerza que controlara la incursión del Dragón Rata. Había sido violenta, sí, pero no se había tratado de un ataque.

—¿Cómo, entonces, había logrado detenerla? ¿Había sido el núcleo tenue de energía que anidaba en lo más profundo de mi ser?

Sospechaba que tenía algo que ver con mi yo de sombra, cierto tipo de energía lunar de la que todavía no había logrado desprenderme. Fuera lo que fuese, era lo bastante fuerte como para detener al dragón. ¿Era posible que también mantuviera alejado al Dragón Espejo?

Lo horrible de aquella idea me hizo abrir los ojos.

—¿Queréis beber un poco de agua, Señor? —me preguntó Rilla, con gesto preocupado.

—No. ¿Cuánto falta para llegar al pueblo?

La dama Dela bostezó y se cubrió la boca con el abanico abierto.

—El Señor Tyron ha dicho que llegaríamos antes del anochecer, de modo que deben de quedar menos de dos horas.

Asentí y volví a cerrar los ojos, regresando al problema del Dragón Rata. Los rasguños que me había hecho en las manos me escocían y me impedían olvidar su fuerza imponente.

La droga de sol me había abierto el camino hacia él, de lo que podía deducirse que también me lo abriría hacia el Dragón Espejo. Ambos eran ascendentes y ambos se relacionaban conmigo de algún modo. La droga de sol era el umbral que me conducía a mi unión con ellos, con el valor añadido de que aumentaba la fuerza del dragón. Y estaba segura de que, si consumía la suficiente, ahogaría el resto de energía lunar que quedaba en mí.

Lo que necesitaba era hallar el modo de mantener alejado al Dragón Rata para poder unirme con el Dragón Espejo.

La respuesta era tan obvia que me incorporé de un respingo. ¡No me haría falta mantener alejado al Dragón Rata durante la prueba! El Señor Ido controlaría a su bestia y por tanto el dragón azul no podría inundarme con su fuerza ni impedir el avance del Dragón Espejo. Lo único que tenía que hacer era asegurarme de que mi energía de sol fuera lo más fuerte posible: abrirme a mi dragón, aumentar su poder y, finalmente, librarme de mi energía lunar.

Rilla me tocó el brazo.

—¿Señor?

—Sí, Rilla, beberé un poco de agua —dije, metiéndome la mano en el bolsillo en busca del saquito de droga.

Entramos en el pueblo cuando las sombras desdibujadas del ocaso se oscurecían con la llegada de la noche. Habían plantado antorchas a lo largo de la calzada y los aldeanos se postraban entre ellas, entonando oraciones de celebración y agachando la cabeza a medida que avanzábamos hacia el centro de la localidad. Entre las casas y los comercios ondeaban banderas rojas, en todas las puertas eran visibles caracteres escritos en papel que invocaban la bondad de la cosecha. El aire estaba impregnado con el perfume de cerdo asado y el aroma de pan caliente, mezclados con el dulzor pegajoso del incienso: aquellos eran los sabores y los olores de la Fiesta del Monzón.

El cochero detuvo los caballos junto a una gran plaza flanqueada por comercios de dos plantas. En cada ventana ardía un farolillo rojo y la luz combinada de todos ellos permitía distinguir el brujulario: la rosa de los vientos de piedra que ocupaba el centro de la plaza: un estrado circular en el que los Ojos de Dragón ejecutarían su magia de dragón.

El Señor Ido y los demás Ojos de Dragón estaban sentados a una larga mesa de banquetes, en el otro extremo de la plaza. Había un asiento vacante junto al de Ido, reservado sin duda al coascendente. Reprimí un escalofrío y me bajé del carruaje. La dama Dela me dedicó una sonrisa de aliento cuando el cochero, con un chasquido de las riendas, puso de nuevo en marcha a los caballos. Ni ella ni Rilla podían acompañarme; a las mujeres no se les permitía el acceso a la plaza hasta que los Ojos de Dragón hubieran logrado dominar al monzón Rey.

Me recibieron tres ancianos ataviados con túnicas de algodón color tierra, decoradas con bordados sencillos, que sin duda eran sus mejores galas. Los tres se arrodillaron y bajaron la cabeza.

—Ojo de Dragón Espejo —dijo el hombre que ocupaba la posición central de la delegación, elevando ligeramente la barbilla, pero sin atreverse a mirarme a los ojos—. Soy el anciano Hiron y es para mí un inmenso honor daros la bienvenida, a vos y a vuestro dragón, a nuestra humilde aldea. ¡Qué dicha que el duodécimo dragón regrese a nosotros! ¡Qué alegría que escoja a un joven Ojo de Dragón con tan inmenso poder! Os mostramos nuestra más profunda gratitud por vuestra sagrada intervención en nuestro nombre.

Carraspeé.

—Gracias.

—¿Para cuándo se espera el monzón Rey?

Habló entonces el hombre situado a su derecha.

—Nuestros observadores del clima han predicho que llegará mañana por la tarde, Señor.

Bien. Aquello me daba tiempo para ingerir al menos otras dos dosis de droga de sol.

—Señor, por favor, os invitamos a la mesa del banquete para daros la bienvenida.

Con Ryko a mis espaldas, me condujeron por entre las hileras de aldeanos postrados que honraban la llegada de los Señores que los salvaban de la hambruna todos los años. Algunas sombras tras las ventanas, desaparecían a nuestro paso: eran mujeres y niños que no querían perderse la llegada del Ojo de Dragón Espejo. Un hombre entre la multitud me miró a los ojos sin querer y el respeto reverencial de su gesto se tornó al instante en un destello de temor. A mí no me habría sorprendido verle componer el gesto que se usaba para protegerse del mal de ojo, pero no sólo no lo hizo, sino que tocó el suelo con la frente. No en vano yo era el poderoso Ojo del Dragón Espejo, portador de buena fortuna. Metí la mano en el bolsillo y acaricié el saquito con la droga. Que así sea, recé. Y, como si de una respuesta se tratara, las perlas que llevaba sujetas a la muñeca se agitaron ligeramente. Durante los últimos días, su agarre parecía haber menguado.

Los ancianos me condujeron a mi asiento, junto al Señor Ido, cómodamente repatingado en el suyo; su presencia oscura, poderosa, palpable en aquella mesa llena de hombres prematuramente envejecidos.

Dillon se encontraba tras él y seguía mascullando entre dientes. Ahora comprendía lo imprevisible de su temperamento, así como los repentinos ataques de ira del Señor Ido. Los tres teníamos el mismo manantial caliente de droga de sol burbujeando bajo la superficie de nuestra piel. ¿Sabía Dillon que la consumía? Debería de habérselo advertido cuando encontré la droga de sol en la biblioteca, pero mi preocupación se había disipado, inmersa en el dolor por la muerte de mi señor. Y en la ira.

Ryko se plantó tras de mí y ocupó el puesto que debería haberle correspondido a mi aprendiz. Los demás Ojos de Dragón fueron saludándome. Con un movimiento de cabeza, devolví el saludo al Señor Dram, que se encontraba hacia la mitad de la mesa, y al Señor Garon, sentado frente a mí; ambos eran hombres del Emperador y por tanto defensores míos.

—Señor Eón, empezábamos a pensar que vuestros problemas al pie de la calzada os impedirían asistir —comentó el Señor Ido.

Su atractivo rostro era todo amabilidad y corrección, pero sus ojos desprendían el brillo nocturno de los de un lobo. ¿Cómo se había enterado él de mi desmayo? ¿Se lo había dicho su dragón, o serían sólo chismes de criados?

—Pues aquí estoy —le respondí—. ¿Sugerís que pretendo no presentarme a la prueba? —Noté que mi voz estaba llena de indignación, y me clavé las uñas en la cadera para aplacar mi arrebato de ira.

La expresión de Ido cambió, me observó con atención.

—No, en absoluto. Ya veo que estáis impaciente por asumir el desafío. —Me recorrió de arriba abajo con la mirada—. La impaciencia os quema por dentro, se diría.

El Señor Tyron ocupó en ese instante la última silla vacía.

—Finalmente estamos aquí —dijo—. Aunque, para ser sincero, preferiría estar tumbado en mi cama a este banquete provinciano. Esperemos que este año la bienvenida oficial sea breve.

Pero no lo fue. La Fiesta del Monzón era la celebración más importante para los aldeanos y estaban decididos a rendirnos honores con entretenimiento y comida para celebrar el maravilloso retorno del Dragón Espejo. Mientras duraron los discursos primorosamente ensayados, las danzas historiadas, mientras iban sirviendo bandejas y más bandejas rebosantes de delicias locales, yo notaba que el Señor Ido no me quitaba los ojos de encima. Me cubría la erupción del cuello con la mano y seguía con atención las representaciones que se desarrollaban ante mí, o clavaba la vista en el plato. Era como un conejo que fingiera que no había ningún lobo merodeando a su alrededor.

Finalmente se pronunció el último discurso. El Señor Tyron suspiró con alivio cuando doce aldeanos, con los ojos muy abiertos, agradecidos por el inmenso honor de poder cumplir con su obligación, vinieron a conducirnos a los lugares donde pasaríamos la noche. Los que se ocupaban del Señor Ido y de mí misma se retiraron al ver que el anciano Hiron se acercaba a nosotros dedicándonos una sucesión de reverencias.

—Señor Eón, Señor Ido —dijo, inclinando la cabeza—. Como es costumbre, el Ojo de Dragón ascendente siempre se aloja en nuestra Casa del Dragón, construida por nuestros antepasados en señal de gratitud por los servicios que el Ojo de Dragón presta a nuestra aldea. —Señaló un elegante edificio de piedra que se alzaba a sus espaldas—. Este año, deseamos honrar a los dos ascendentes, al Dragón Espejo y al Dragón Rata, por lo que hemos distribuido la casa en dos áreas. —Sonrió, sin duda satisfecho con la solución—. Espero que sea de vuestro agrado, Señores.

¿Compartir casa con Ido? Supongo que no pude disimular mi horror, porque la sonrisa del anciano se congeló. Ryko, que seguía cubriéndome las espaldas, se arrimó más a mí.

—Se trata de una respuesta admirable a una circunstancia atípica, anciano Hiron —dijo el Señor Ido, en un tono que no disimulaba el placer que le proporcionaba aquella situación—. ¿No estáis de acuerdo, Señor Eón?

Atrapada en el terreno pantanoso de la cortesía y del honor del anciano, asentí.

—En ese caso, acompañadme —dijo el viejo, contento.

Nuestros tres guías cubrieron con nosotros el breve trayecto que nos separaba de la Casa del Dragón. De la fachada de piedra colgaban doce estandartes en los que se representaba a los Animales Celestiales. Los correspondientes a la Rata y al Dragón eran de mayor tamaño y flanqueaban la puerta. Los aldeanos nos instaron a entrar con un movimiento sincronizado de cabeza. Yo seguí a Ido a través del zaguán de piedra, seguido de cerca por Ryko.

—No debéis quedaros aquí, Señor —me susurró apenas accedimos a un pequeño patio.

En su centro había un jardincillo con un estanque de peces y un banco dispuesto bajo tres árboles enanos perfectamente podados, de los que colgaban unos farolillos de papel. A izquierda y derecha, dos puertas descorridas permitían ver sendos jergones de aspecto sólido. Al otro lado del jardín se adivinaba otro aposento, en este caso con las puertas cerradas, y un segundo pasillo con el suelo de piedra cubierto por una estera de caña, que sugería el lujo de una sala de baño. Se trataba, en efecto, de una gran muestra de gratitud materializada en piedra y madera, construida para disfrute de los señores por unos campesinos que se bañaban con cubos y dormían sobre lechos de paja.

Aunque Ryko tenía razón sobre el peligro que corría, no podía negarme a pasar la noche allí sin humillar gravemente a mis anfitriones.

El anciano se apresuró a acceder al patio, impaciente por hallar la aprobación dibujada en nuestros rostros.

Hice acopio de toda mi cortesía.

—Se trata de una casa muy armónica —le dije—. Gracias.

El anciano sonrió, complacido.

—Y allí hay un baño que recoge el agua caliente de un manantial —prosiguió, orgulloso, señalando el pasadizo de la estera de caña. Su mano prosiguió el recorrido y apuntó a la puerta cerrada de doble hoja—. Y eso es un comedor. Señor Eón, vuestras pertenencias se han depositado en la cámara de la izquierda, y las vuestras, Señor Ido, en la de la derecha. Si precisáis de algo, hay personas que os atenderán gustosamente.

—No será necesario —respondió Ido secamente—. Disponemos de nuestros propios criados. —Sonrió, tratando de cubrir la brusquedad de sus palabras—. Lo habéis hecho muy bien, anciano Hiron. Os agradezco vuestras atenciones, pero ahora debemos descansar, reponer fuerzas para el esfuerzo de mañana. —Me miró y me señaló con un movimiento de cabeza—. Imagino que el Señor Eón también se siente fatigado.

—Por supuesto, por supuesto —dijo el anciano, dedicándonos una reverencia mientras retrocedía—. Si necesitáis algo…

Y se perdió en el pasillo.

Los tres permanecimos en silencio un instante, inmersos en una tensión tan densa que habría podido cortarse con un cuchillo. Finalmente, Ido se movió, como si pretendiera avanzar hacia mí. Al momento Ryko se echó hacia delante, dispuesto a atacar. Aunque el rostro del coascendente siguió inmutable, su cuerpo se contrajo hasta adquirir la postura expectante de un guerrero.

—Yo no pienso separarme del Señor Eón en ningún momento —dijo Ryko entre dientes.

Ido me miró, entornando los ojos.

—Ordenad a vuestro perro guardián que se retire, Señor Eón. O haré que lo azoten por insolente.

Unos pasos resonaron en el corredor que conducía al baño y los tres nos volvimos a mirar. Era Rilla, que apareció acompañada de tres de los sirvientes del Señor Ido.

—¡Ryko! —exclamé, con la voz quebrada.

Él retrocedió, aunque su cuerpo seguía dispuesto a la confrontación.

El Señor Ido sonrió, malicioso.

—Buen perro. —Se volvió hacia mí—. Dormid bien, Señor Eón. Aguardo con impaciencia vuestra exhibición de poder mañana. Esperemos que resultéis más eficaz que vuestro chucho isleño.

Chasqueó los dedos para llamar a sus criados y les señaló la alcoba de la derecha.

—Yo permaneceré junto a vuestra puerta, Señor —dijo Ryko con gesto adusto, mientras observábamos a Ido y a su séquito entrar en el aposento—. Y ya he distribuido a varios hombres junto a la ventana y en todos los puntos de acceso.

Asentí.

—Y Rilla dormirá a los pies de vuestro lecho —añadió, al ver que se acercaba—. ¿No es cierto?

Rilla abandonó la reverencia.

—Por supuesto. —Miró hacia atrás, fijándose en la pantalla cerrada de la alcoba de Ido—. Pero no creo que sea tan estúpido como para…

Ryko se encogió de hombros y nos llevó hacia nuestro aposento.

—No correremos el menor riesgo. La prueba de mañana es fundamental para todos. Os llevaremos hasta ella sano y salvo, Señor. Lo que suceda después depende de vos.

Asentí de nuevo. El temor me atenazaba la garganta y sólo había algo capaz de aclarármela. Accedí a la alcoba, austeramente amueblada.

—Té —susurré, buscando con la mano el saquito con la droga de sol.

Rilla me siguió hasta el interior y corrió la pantalla.

—Sí, Señor.

La silueta oscura, tranquilizadora, de Ryko se recortó en el panel de pergamino encerado. Yo me senté en la cama y desanudé el cordón del saquito. Si consumía otra dosis esa noche, era evidente que no lograría conciliar el sueño. Solté una risotada. Tenía al Señor Ido a menos de diez pasos de donde me encontraba, de modo que dormir era una vana esperanza.