12 – FRACTALES
Esa noche le conté a Maby todo lo que sabía y también lo que no sabía y sospechaba. Regresé de trabajar con la agenda como única cosa a la que aferrarme. Maby había vuelto del supermercado y ordenaba las compras en las alacenas.
—Hola, gordo —dijo.
—Hola. Hola monstruo —dije, levantando a Iván de enfrente del televisor y plantándole un beso en la mejilla. Me abrazó a su manera, mitad abrazo mitad empujón, y me lo colgué del brazo como un saco de papas. —Vení a tomar la chocolatada.
Lo senté en el taburete de la cocina y saqué leche de la heladera para preparar la merienda para ambos. Me senté en el taburete opuesto, barra de por medio, de espaldas a Maby.
—No encuentro a Bruno —le dije sin darme vuelta.
—¿Cómo que no lo encontrás? —dijo ella.
—Eso. No lo encuentro. Desde el otro día que vino acá que nadie lo ve. Ese día no fue a trabajar, ni tampoco al día siguiente. Los vecinos no los escuchan desde hace días. Y entré y vi que no había nadie, habían dejado las cosas a la mitad como pensando en volver rápido, pero no.
—¿Y en el hospital no saben nada de nada?
Suspiré. Había pensado en lo que iba a decirle varias veces durante la tarde.
—No. Sólo que pasó por ahí el mismo día que estuvo acá, buscando algo, la ficha de un paciente supuestamente. Pero no llamó ni se comunicó nadie con él.
—¿Y Selina? —preguntó Maby, plantándose a mi lado. Estaba preocupada, más de lo que alguna vez la había visto. Ella era una roca, pero ahora se agitaba como una rama.
—No sé nada. Cambió de sanatorio hace poco y no me acuerdo en cuál estaba.
—El que está enfrente del parque, el _________.
—Ah. Bueno, podemos preguntar ahí. Me traje su agenda, a ver si encontramos a alguien que sepa. No tengo el teléfono de los padres de Bruno y no creo que vos tengas el de los de ella.
—No.
—Pero entre sus parientes y amigos, alguien encontraremos que sepa dónde se metieron.
—Estaba preocupado ese día. Ahora me doy cuenta. Pensé que era algo entre él y Selina, pero ahora sé que no. Era algo distinto. No veo a Bruno como a alguien que se pusiera tan mal por una pelea. Y Selina me contó que estaban bien, no veo por qué se pelearían.
—Nunca se sabe. Quizás se pelearon y se fueron unos días fuera de la ciudad, a seguir peleándose o a reconciliarse.
—¿En serio creés eso?
—No sé, amor. Es lo que quiero creer, supongo.
—¿Por qué iba a querer hablar con vos en un momento así? ¿Alguna vez te mencionó sus problemas con ella?
—No, no nos contamos mucho de esas cosas.
—Es lógico. Te adoro, pero no sos el mejor oyente para problemas románticos.
—Lo admito. Quizás no me buscaba por eso.
—¿Y por qué podría ser?
—No sé.
Había una sola cosa que teníamos en común que nadie más tenía. Esa sensación, en el fondo, de que sólo nosotros comprendíamos. Incluso antes de que Bruno empezara a recordar, él sabía o intuía que eso nos había acercado. ¿Cuánta gente se encuentra con viejos amigos de la infancia por casualidad cuando son grandes, se saludan cordialmente, quedan en tomar un café, y al darse la vuelta ya se olvidan de ellos? Algo nos había mantenido juntos y ese algo era el motivo por el que Bruno había ido a buscarme. Esa conclusión fue instalándose en mí a partir de ese momento y no cedió.
Maby terminó de ordenar las cosas rápidamente, instalamos a Iván con unos juguetes sobre la mesa, y empezamos a llamar a la gente de la agenda que nos parecía más probable que tuviera alguna noticia. Nos fuimos turnando para llamar y leer la agenda. Estuvimos de acuerdo en empezar con los que estaban marcados como amigos de ella y de él. La atención al detalle de Selina nos permitía tener una idea de quién sería mejor llamar y quiénes no. Ponía comentarios como “Bruno compañero trabajo. Mal olor, ruidoso,” o “Padres de Bruno. Abstenerse. Urgencia.”
Llamamos a unas diez personas, entre amigos y compañeros de trabajo. También llamamos al cuidador de la cochera, que los había visto salir ese día y no los había visto regresar. Nos preguntó si debería alquilar la cochera a alguien más. Le dije que no, por supuesto que no.
Finalmente, no nos quedó más opción que llamar a los padres de ambos. Era eso o empezar a llamar a gente como “compañero de la facu. Pesado, posible acosador” o a gente que figuraba sólo por su nombre y apellido, sin merecer siquiera un comentario en la página.
No sirvió de nada. Los padres de Bruno no sabían nada de él desde hacía semanas. No solían hablar mucho, la madre lo llamaba de vez en cuando, y no estaban sorprendidos.
—Se deben haber ido a algún lado de repente. Bruno me dijo que estaban pensando en unas vacaciones cortas porque estaban cansados a esta altura del año. Este chico que no llama ni avisa nada...
—Sí, debe ser eso. A mí también me mencionó algo. Bueno, no se preocupe, ¿si la llega a llamar le dice que lo llamé? Gracias.
Maby colgó el teléfono y hundió la cara en la mesa.
—Te toca a vos —dijo.
Llamé a los padres de Selina. Me contestó el padre. Fue aún peor.
—¿Saben algo de Selina? Tenía que llegar acá hace dos días. La esperamos en la estación de ómnibus pero no llegó. No tenían registro de que se hubiera subido. Llamamos al departamento pero nadie nos atiende. Estamos desesperados. Mi mujer se fue para allá ayer, a ver si la encontraba, pero ni en la estación ni en el sanatorio le supieron decir nada.
—¿Ella iba para allá? ¿Sola? ¿Y Bruno?
—No sé. Mi mujer dijo que pensó que se habían peleado, llamó él por la mañana y dijo que Selina venía para acá, que él tenía algo que hacer y que no quería que se quedara sola en la ciudad.
—Puede ser que cambiaran de opinión y ella lo acompañara. Si él se fue a algún lado y no quería que fuera con él... —dije, no muy convencido de lo que estaba diciendo.
—Mi hija nos avisaría. No es tan desconsiderada. Ya llamé a todos los hospitales entre acá y allá, por si decidieron venir los dos juntos y les pasó algo en el camino, pero nada. No sabemos qué hacer.
—Bueno, quédese tranquilo que nosotros también estamos haciendo todo lo posible por encontrarlos. Si sabe algo, avíseme, nosotros también lo vamos a contactar en cuanto sepamos algo.
Le dejé nuestro número de teléfono y corté. Me derrumbé en la silla, confundido y con un dolor de cabeza terrible.
—No entiendo nada.
Maby no hablaba. Sólo se cubría la boca con la mano y pensaba. El único ruido era el de Iván arrastrando un autito por la mesa y haciendo sonido de motor con la boca. Lo hacía en voz baja, como si notara que el ambiente no estaba para juegos.
—¿Por qué iban a salir apurados si se iban de viaje? ¿Y por qué se iba sólo ella? Porque Bruno planeaba volver. Debe haber ido a la estación antes de venir para acá, porque Selina no estaba en el auto con él, si no yo la habría visto. ¿Y si Selina iba para lo de los padres, por qué no estaba en el ómnibus? Si hubiera cambiado de opinión y no hubiera subido, igual tendrían su registro de pasajero en el ómnibus, ¿no?
—Supongo que sí. A menos que haya cambiado el pasaje o lo hubiera anulado. A lo mejor le dijo a Bruno que iba para allá y en cuanto él se fue, cambió el pasaje y se fue a otro lado.
—¿A dónde? ¿Y Bruno dónde fue? ¿Y por qué llamó él a los padres de ella?
—¡No sé, no sé! —dije. —¿A dónde querés llegar?
Había levantado la voz sin querer y la había asustado. Pero no impidió que dijera lo que pensaba.
—¿Y si él le hizo algo? —dijo.
—¿Qué, matarla y enterrarla?
—No, no sé...
—¿Qué? ¿Qué sería capaz de hacer él?
—No sé...
Ninguno era capaz de hallar una respuesta. Nos quedamos ahí sentados hasta que Maby vio la hora y se puso a preparar robóticamente la comida. Yo no tenía hambre, pero nos sentamos a la mesa los tres. Mientras Iván comía, nosotros nos mirábamos intentando descifrar lo que pensaba el otro, y esperando que no fuera lo mismo.
No dormimos mucho esa noche. En la oscuridad, Maby se abrazaba a mi espalda, buscando alguna certeza o seguridad que yo tampoco tenía. Yo le acariciaba las manos mientras mi mente recorría todas las posibilidades y llegaba a los mismos callejones sin salida. Eventualmente, debemos habernos dormido, porque al despertar comprobé que no estaba tan cansado como debía y Maby ya estaba bañándose para ir a la universidad y dejar a Iván en la guardería.
No me sentía capaz de ir a trabajar ese día. Nunca había esquivado el trabajo por más tentación que sintiera de quedarme en la cama, pero no era falta de voluntad sino necesidad de estar ahí, de quedarme con mi familia. Pero Maby iba a estar fuera hasta el mediodía e Iván también. Decidí igualmente llamar al trabajo y tomarme uno de los días que me daban para trámites o asuntos personales. No tenía la energía para inventar una enfermedad o dar explicaciones.
—¿Qué hacés? —preguntó Maby al verme todavía echado en la cama.
Gruñí y me estiré para sentarme en la cama.
—No tengo ganas de ir a trabajar. Voy a descansar un poco y ver qué hago.
—No podés estar todo el tiempo pensando en esto.
—Tampoco puedo no pensar. No te preocupes. Voy a ver qué se me ocurre. A lo mejor se nos está escapando algo.
—Espero que sí.
Maby parecía haber llegado a alguna conclusión durante la noche, o quizás se había resignado a la ignorancia. Quizás no quería seguir cavando. Se fue a preparar el desayuno para ella e Iván y después de un rato de ruidos de implementos de cocina se fueron los dos.
Me quedé en la cama por un tiempo prolongado, mirando los listones de madera del techo. Los patrones ahí eran simples, pero de vez en cuando una madera parecía colocada por error e introducía una discontinuidad en las vetas. Una impresión similar era la que tenía sobre todo el asunto de Bruno. Un patrón que parecía familiar, pero con elementos externos que desencajaban y me hacían cuestionar todo el conjunto. Eso era lo que me hacía ir más allá de las hipótesis más simples. Las casualidades no siempre eran tales, y la desaparición imprevista de Bruno me remitía inevitablemente al pasado. Quizás debía intentar seguir lo que Bruno había empezado, reunir a nuestros ex-amigos y ver si alguno de ellos tenía respuestas. Al menos me daría algo que hacer.
Bajé a buscar la agenda de Selina. Quizás habría allí algún nombre que se me hubiera pasado por alto, incluso los de Ernesto o Alejo, por poco probable que fuera. Llegué bostezando hasta la mesa del comedor y fue recién entonces cuando vi la figura sentada en el taburete de la cocina.
Pegué un salto hacia atrás y tropecé con una silla, cayendo al piso. Al intentar incorporarme, y mientras mi pecho juntaba aire para huir o para gritar, vi que el intruso era un hombre que estaba sentado en mi cocina leyendo tranquilamente la agenda de Selina como si yo ni estuviera ahí. Si no lo hubiera visto leyendo eso, mi siguiente reacción habría sido saltar hacia él y atacarlo sin más dilación, tomándolo por un ladrón. Pero ese mero detalle era suficiente para haberme dejado paralizado donde estaba, a horcajadas en la silla.
—¿¿Quién mierda sos?? ¿Qué hacés acá?
Apenas levantó la mirada del libro, como verificando que yo aún estuviera ahí. Siguió leyendo un minuto más, pasando las páginas rápidamente. Parecía que buscaba algo. Cuando terminó, cerró la agenda, la trabó con el velcro y mirándome, habló.
—Las mujeres son especiales, ¿no? Guardan en su memoria o en pequeños papeles o anotadores todos los detalles que se les ocurren. Ellas gastan bosques enteros de cuadernos y libritos y ni siquiera ven el bosque, mientras que nosotros, la mayoría de las veces, ni nos damos cuenta del papel que nos toca cumplir o de qué están hechas las cosas.
Dijo eso mientras se ponía lentamente de pie, con una voz pausada, meditada e irritante. Parecía recitar versos practicados una y otra vez.
—¿Cómo entraste? ¿Qué hacés con eso? —dije, sin atreverme a señalar la agenda.
El hombre no tenía una presencia física imponente. Era más flaco que yo, quizás de una altura similar, pero seguramente podría haberlo dominado en una lucha cuerpo a cuerpo. Pero algo en su manera de moverse y de quedarse quieto lo asemejaba más a un puma que a un hombre. Estaba vestido con un traje de dos piezas con cuello mao de color azul prusia, impecable y a medida, que lo hacía parecer todo recto y de formas angulosas. Rodeó la barra de la cocina, pero en lugar de seguir en mi dirección se alejó hacia la biblioteca de abajo de las escaleras, hablando todo el tiempo.
—Creo que uno conoce a un hombre con sólo mirar su biblioteca. Te preguntarás ¿y si no tiene una? pero muéstrame un hombre así y yo te demostraré que no es un hombre. Uno es sólo un contenedor de ideas, y si no te llenas de nada, ¿qué eres? Un frasco vacío y sucio, que sólo refleja la luz de manera difusa y enviciada. No ilumina nada, no genera su propia radiancia.
En ese punto, parecía que no iba a responder ante nada de lo que yo dijera. Cuando me dio la espalda, concentrado en mis libros hasta el punto de agacharse e inclinar la cabeza hacia la izquierda para leer los títulos en sus lomos, me moví sigilosamente hacia el mueble del comedor. Allí guardábamos los platos, cubiertos, enseres, algunas revistas que no habían encontrado otro hogar y, en un cajón, debajo de unos papeles, mi arma. Me puse delante del cajón para taparlo con mi cuerpo mientras con la mano tanteaba a ciegas el interior del mismo. Él seguía hablando.
—Ah. Un hombre ilustrado. La Odisea. Pero con un marcalibros a menos del treintaytrés por ciento de las páginas. Ay, Homero no es para todos. La Ilíada parece haber sufrido un destino semejante, su vida truncada antes de la derrota ignominiosa del dulce Héctor. No me hablen, musas, de la sagrada Ilión y sus crédulos habitantes atados a la ley y a la cortesía —dijo con un ademán teatral.
Mi mano buscaba frenéticamente sin encontrar nada. Allí donde debía estar el arma, parecía haber unos papeles o cuadernos que no debían estar ahí. Quizás él había encontrado el arma. Lo miré de arriba abajo, intentando detectar algún bulto entre sus ropas, pero lo ajustado de su traje hacía imposible esconder un arma entre sus pliegues. No la había tomado él, o al menos no la llevaba encima.
Se dio vuelta hacia mí con los ojos abiertos de par en par, sin pestañear. Me apoyé sobre el mueble y lo cerré con la cadera.
—No veo ningún Chandler, ni un panfleto de Hammett. Ni siquiera un más extravagante Conan Doyle o un LeBlanc. Veo que tu amigo era el de las ínfulas detectivescas. Tus gustos son más... extraños. ¿Lovecraft? Bah... ni un Poe o un Borges para aclararse la garganta. Ese Balzac desgastado y de excelente añejamiento parece más decorativo que real. ¿Al menos has leído esa Piel de Zapa? Exquisito, mundano, aterrador. ¿Qué hacemos aquí, si no desear, desear, desear, y con cada concreción nos volvemos más viles, más reales, más muertos?
Dejó la pregunta en suspenso, esperando mi respuesta.
—¿Sos un loco que se mete en casas ajenas para hablar de literatura? Rajá de acá antes de que te parta algo por la cabeza —dije. Yo no tenía mi arma, pero él tampoco. Podía apostar a mi velocidad y mi fuerza contra su andar depredador y sus ojos paralizantes.
Sonrió, o al menos intentó armar una sonrisa con músculos que no estaban acostumbrados a ello. El resultado era contraproducente y un poco perturbador, como un hombre de artificio.
—Habla como hombre, casi lee como uno, pero sólo es un niño de madera, ¿no? Madera noruega, ¡linda para quemar! —dijo.
En ese punto empecé a convencerme de que era un desquiciado y que lo que vestía era algún tipo de uniforme, caro por cierto, de hospital psiquiátrico. Pero entonces volví a lo que había dicho antes.
—¿Qué dijiste de mi amigo? ¿Quién es mi amigo el detective?
—Ah, después de todo, quizás haya salvación para ti. Me pareció vislumbrar una copia de un Detective Comics entre las páginas de prosa. Tu amigo Bruno, por supuesto, nombre apto por cierto para un detective.
Mi sangre venció a mi prudencia por un momento y de dos zancadas me acerqué y lo agarré de la pechera, haciendo saltar dos botones y sacudiéndolo como un muñeco de trapo.
—¡¿Qué carajo sabés de Bruno?! ¡¿Dónde está?!
El hombre esbozó una vez más su terrible mueca y retrocedí un poco, lo suficiente para que él lograra separar mis manos de su cuerpo con un solo movimiento lento pero ineludible. Su mirada tenía algo que me paralizaba. Se ajustó la pechera lo mejor que pudo y dio un paso al costado para verse en el espejo, dándome la espalda nuevamente. Con dos gestos me había desarmado por completo, anulando mi agresividad de una manera que no podía entender.
—Saber, saber... cuánto depende de lo que uno sabe o ignora, ¿no? Saber es una carga terrible, la más pesada que haya. ¿Por qué llevarla cuando es tan simple ignorar y flotar como un ave...? ¿Has escuchado alguna vez eso de que en la edad media se pensaba que lo que uno hacía en este mundo se reflejaba a la manera inversa en los cielos? ¿Del padre que para que su hijo volara con los ángeles allá arriba le puso una roca enorme encima? Ese es el poder de la ignorancia... el niño voló, después de todo.
Sus palabras eran como un bisturí, moviéndose lentamente al ritmo de una sinfónica monstruosa, cortándome y a la vez anulando mis sentidos.
—Las historias de detectives nunca terminan bien, ¿no? Incluso cuando el caso está resuelto, la batalla está perdida desde la página uno. Tan sólo encontrar el cadáver ya es derrota. Deberían taparse los ojos para no ver la sangre, gritar para no oír las gotas cayendo y simplemente buscar un caso menos hediondo y con más potencial para finales felices, ¿no es así?
Para ese momento de su discurso, ya me había echado atrás, derrumbado sobre el sillón.
—¿Y Selina? ―pregunté, con voz quebrada.
—Ah, nunca se sabe —dijo mientras se acomodaba los cabellos, imperturbables como su pulso. —Usted ha visto como son las mujeres en la nouvelle noir, ¿non? Van y vienen a su gusto, en su propia nébula, entretejiéndose en la trama y complicando inevitablemente las cosas. Las mujeres son la muerte, sin ellas no hay historia, sólo niños jugando a cosas sin consecuencia. Y al final, cuando la historia termina con el héroe caído, golpeado o derrotado, ellas vuelven como si nada, buscando otro quijote. Quizás. Sólo cuando la historia termina y se entierra.
Lo escuché atentamente, guardando en mi memoria cada palabra y cada gesto inescrutable. Me costaba respirar y sentía que las paredes se me acercaban. Sólo escuchaba su voz y el latido de la sangre en las venas de mi rostro.
—En fin, ha sido un placer concretar finalmente este interludio tan anticipado. Una lástima lo de mi chaqueta. Uno piensa tanto en estos momentos, los da vuelta en la mente una y otra vez para que todo sea perfecto, y algo así rompe el cuadro completamente. Pero bueno, sin sorpresas no tendría sentido jugar el juego, ¿no? Hasta luego, mi amigo.
Cuando salió por la puerta silbando, a plena luz del día, mi corazón se pegó a mi estómago y se negó a latir. Sólo con sus últimas palabras había encajado las piezas y reconocido el rostro de Tomás.