(-3) – LO QUE PASÓ

 

—Dale, no seas cagón.

No respondí.

—Seguro que nos agarran y me mandan al muere.

—No seas cagón —dijo otra vez Ernesto.

—Dejalo. Después no se la prestamos y listo —dijo León.

—¿Y quién se la queda? —preguntó Alejo.

Nos miramos los unos a los otros.

—Yo no puedo porque comparto la pieza con mi hermano —dijo Ernesto.

—Yo puedo, pero mañana no —dijo León. —Viene mi tía y siempre me revisa la mochila.

—Yo no puedo —dijo Alejo.

—¿Por qué no? —dijo Ernesto.

—Porque no.

—¿Qué sos, maricón?

—Maricón tu viejo —dijo Alejo, pegándole a Ernesto.

—Auh, la que te parió.

—Bueno, paren —dijo León.

—Que se la quede Bruno —dijo Alejo.

—Andá a cagar, quedátela vos, a mí no me la van a encajar. Ni me interesa.

—Porque sos un maricón —dijo Ernesto.

—Y vos sos tan macho...

—¿Qué, te va a ver tu mamita? —dijo León, riéndose en dirección a los demás.

—Si ustedes son los que la quieren, a mí no me metan en quilombos. Si no que se la lleve Tomás.

—A él seguro que se la encuentran y se la sacan. Es más boludo... —dijo Ernesto.

—Por mí que se la lleve. Si después no la trae lo fajamos —dijo León.

Tomás no dijo nada.

—Bueno, juntemos la plata, es en la otra cuadra —dijo León.

—¿Cuanto era? —dijo Alejo.

—Cinco.

—Yo tengo uno nomás.

—Yo pongo dos, pero después me la quedo un día más —dijo Ernesto.

—Yo tengo uno con veinte —dijo León.

—Yo no pongo —dije.

—Después ni se te ocurra mirarla.

—Poné, Tomás —dijo Alejo.

—¿Tenés todo?

—Sí.

—Bueno, dásela a Tomás.

—Se va a cagar encima.

—Lo esperamos en la esquina, si no va...

—Dale, vamos.

—Es en la otra esquina, ¿no?

—Doblando, a mitad de cuadra.

—Seguro que el tipo es gamba, ¿no? —preguntó Ernesto.

—Me dijo el Gordo.

—Ese gordo es un bolacero.

—Pero me mostró la suya.

—No sé. Para mí que es medio garca, igual.

—No arrugués. Ya casi estamos —dijo León.

—Acá, doblando —dijo Alejo.

—¿Dónde?

—Allá, al lado de la comisaría.

—¿Pero vos sos pelotudo? —dijo León.

—¿Qué, te creés que los canas nos van a arrestar?

—Para mí que el gordo nos está cagando... —dijo Ernesto.

—Al final, son todos unos cagones. Dale Tomás, andá.

—No quiero.

—Andá, boludo, o te cago a palos.

—No.

—¡Andá!

Ernesto lo empujó hasta el cordón. Tomás intentó volver, pero Alejo amagó una patada y Tomás cruzó la calle.

—Más vale que no se cague. Si no, te mandamos a vos —me dijo Ernesto.

 

 

Esa tarde fuimos a acampar al terreno de la familia de Tomás. Era una casa de campo enorme, con una entrada bordeada de árboles centenarios, una casa chata y ancha con pileta, y un terreno cuidado que se extendía por detrás de la casa por unos cien metros, hasta donde la tranquera indicaba el comienzo de las tierras de cultivo. La sensación que nos dio al llegar era de una riqueza latente, que por algún motivo hoy no podían presumir de ella pero que con un cambio coyuntural Tomás y su familia quedarían por fuera del universo de nuestro grupo de amigos. Un poco por la envidia y otro poco por esa certeza, ese día fuimos más crueles que de costumbre.

Al atardecer montamos la carpa con ayuda del padre de Tomás, un hombre callado que se limitaba a sonreír cuando molestábamos a su hijo. Tomás y yo fuimos a buscar las hamburguesas que íbamos a cocinar mientras los demás juntaban maderas y ramas para prender el fuego. Entramos a la casa y el fresco del interior era un alivio para el calor dominante. Nos quedamos unos minutos más de lo necesario, tomando un jugo frío, sin pensar en convidar a los demás.

—Cuando quieras te puedo invitar a venir. A León y Ernesto los invitó mi mamá. Los puedo invitar a Alejo y vos a quedarse un fin de semana.

Sabía que a Tomás no le hacían mucha gracia León y Ernesto, que eran quienes más le tomaban el pelo. Buscaba un aliado para superar las inevitables bromas pesadas de esa noche.

—Si mis papás me dejan, sí.

Se sentía un poco como traicionar a los demás, estar en esa cocina disfrutando el aire frío y planeando algo sin ellos, pero eso pasaba todo el tiempo. Las pequeñas alianzas y desplantes eran cosa de todos los días, y nadie se enojaba demasiado tiempo por eso.

—Dale, vamos, si no van a sospechar —dijo Tomás.

Prendimos el fuego y cocinamos las hamburguesas cuando el sol empezaba a caer. Los padres de Tomás nos supervisaron, comieron con nosotros y después de comer nos dejaron solos, con la prohibición de salir de la carpa.

—No se les ocurra salir a dar vueltas en la oscuridad. Se pueden enganchar el pie en alguna vizcachera o con el alambre de púas de la tranquera y no quiero ir a las tres de la mañana al hospital. Se quedan acá.

—Siiiii… —dijimos todos al unísono, pero Ernesto se limitó a sonreír.

Nos quedamos alrededor del fuego por un rato largo. Las luces de la casa se apagaron, excepto por la luz del patio, que sólo llegaba a iluminar la pileta, pero que secretamente todos nos sentimos aliviados de tener. La luna estaba oculta por las nubes y ninguno era tan valiente como simulaba. Ernesto intentó contar una historia de fantasmas, pero le tiramos con todas las cosas que teníamos a mano. Una cosa era contarlas a la noche en la habitación de alguien, otra muy distinta era por la noche en el campo y la oscuridad. León, valiente para otras cosas, estaba inusitadamente callado.

Entonces Ernesto entró a la carpa y salió con la revista que habíamos comprado.

—Ey, vengan.

Entramos a la carpa pero nos quedamos cerca de la abertura, para iluminarnos con la fogata. Yo no había estado de acuerdo, pero ahora que la teníamos ahí, estábamos todos ansiosos por verla. Era la primera vez que veía una mujer desnuda y a la luz del fuego y el frío de la noche era incluso más excitante. Pero al pasar las páginas, algo de decepción nos invadió. Eran todas mujeres maduras, demasiado grandes y peludas. Parecían nuestras madres. Y por más morbo que allí hubiera, nuestros gustos estaban más cerca de las chicas de nuestra edad.

—Qué buena que está… —decía Ernesto.

—Sí… —decía León, con poco convencimiento.

La miramos un rato, pero el interés decayó rápidamente.

—¿Vamos afuera? Hace calor acá —dije, y por primera vez me escucharon.

Nos quedamos un rato ahí afuera, sin hablar. Cada uno procesaba lo visto a su manera. Agregamos más ramas al fuego, pero era inevitable que se extinguiera durante la noche. Entramos a la carpa y encendimos las linternas el tiempo suficiente para meternos en nuestras bolsas de dormir. Ernesto hacía caras maléficas y se alumbraba con la linterna para asustar a los demás, hasta que se cansó y la apagó. Yo también apagué la mía.

—Ey, cortála —dijo Alejo.

Ernesto se reía y pateaba a través de la bolsa de dormir. León, más envalentonado, se movió como un ciempiés dentro de su bolsa, se hizo bolita y saltó sobre todos nosotros, golpeándome en el estómago.

—Ay, sos un pelotudo —dije.

Todos reímos y nos seguimos pateando en la oscuridad un rato más.

—Bueno, paren, che, que quiero dormir. Vayan a patearse afuera —dijo León.

A lo cual recibió como respuesta una última andanada de codazos y rodillazos amortiguados por el algodón y el poliéster. Después de eso me quedé dormido, escuchando la respiración acompasada de los demás.

Desperté al sentir una linterna en mi rostro.

—Apagála, Ernesto.

—No soy yo —dijo su voz a mi lado.

La luz no venía de su linterna sino desde afuera de la carpa, atravesando la ligera tela como si estuviera ahí dentro. Me incorporé y me arrastré hasta la entrada de la carpa, con Ernesto detrás de mí y el resto despertando al sentir el movimiento.

—¿Qué pasa?

—Apaguen la luz, che.

—Déjense de joder.

Abrí el cierre relámpago de la carpa y miré hacia afuera. La luz que nos bañaba se iba retirando hacia el fondo del terreno, pasando directamente por encima de la carpa. Alejo, León y Tomás cesaron sus protestas. Ernesto, León y yo salimos de la carpa para ver hacia dónde iba. No se veía de dónde provenía la luz. Esperábamos ver el haz cónico que delataría su procedencia, pero únicamente se veía el círculo de luz donde ese haz invisible impactaba la tierra, que seguía moviéndose hacia el campo, más allá de la tranquera.

—Traigan las linternas —dijo Ernesto.

León entró a buscarlas sin decir palabra y salió. Alejo y Tomás, temerosos de quedarse solos en la carpa, salieron y se quedaron parados tiritando junto a las brasas casi extinguidas.

—¿Será un ladrón? —preguntó Alejo.

—Pff. No —dijo Ernesto. —Debe ser un avión espía.

—Los aviones hacen ruido —dijo León.

—Los aviones espías no, son silenciosos. Lo leí en una Conozca Más.

—Miren, se paró allá —dijo Tomás.

—¿Si avisamos a tus viejos? —pregunté.

—Nos van a retar si los despertamos por una luz que no debe ser nada —dijo León.

—Veamos primero qué es —dijo Ernesto.

—Yo ni loco —dije.

—Yo tampoco —dijeron Alejo y Tomás como una sola voluntad.

—Qué cagones que son, por dios. Vamos todos juntos. Si no vienen se quedan solos acá. León y yo vamos.

—O nos vamos para adentro —dijo Alejo.

—Mis papás pusieron la alarma, si queremos entrar va a sonar y los vamos a despertar.

—Bueno, vamos —dije. —No nos queda otra.

—Ojo con las linternas —dijo León. —No las apunten para adelante. Préndanlas apuntando directo al piso y úsenlas para iluminarse un paso adelante hasta que lleguemos a la tranquera.

Caminamos pegados uno al otro, mirando en todas direcciones.

—Si van a venir todos pegados a mí, apaguen las otras linternas y usemos la mía nomás —dijo León.

Seguimos con una sola luz. Alguien me agarraba de la manga del buzo para no quedarse atrás. Yo no perdía de vista la mano de León que aferraba la linterna. Delante nuestro se extendía la tranquera y la cerca de alambre de puás. Tomás había dicho que antes tenían vacas, pero ahora sólo había un campo de trigo. No tenía mucho sentido tener todo cercado pero lo habían dejado por seguridad.

Trepamos por sobre la tranquera y León apagó la luz.

—¿Qué hacés? —dije.

—Desde acá podemos avanzar derecho, sólo hay yuyos. No quiero que vean la linterna.

—Tengo miedo —dijo Tomás.

—Vos tenés miedo siempre.

Avanzamos agarrados uno del otro, León adelante pero con pocas ganas de apurarse, y Ernesto ahora más callado. Alejo se tropezó y casi me tumba con él.

—¡Sshhh! No hagan ruido —dijo Ernesto, irritado.

No veíamos mucho hacia adelante porque el trigo era alto, pero sí veíamos la luz todavía lejana. Seguimos caminando, más atentos a los ruidos de la noche. No se escuchaba nada que no fuera ya de por sí tenebroso, como los pájaros nocturnos y el viento agitando las hojas de los árboles más allá del campo, pero nada que pareciera fuera de lugar.

De repente, sin que hiciéramos nada, la luz comenzó a moverse perpendicularmente a nosotros, hacia el borde del campo que lindaba con la ruta que rodeaba el terreno. Nos quedamos quietos hasta que la curiosidad le ganó al miedo y sin decir nada decidimos seguir la luz. Como se alejaba más rápido que nuestros pasos, empezamos a correr, primero a los tropezones, agarrados unos a otros, y luego soltándonos, cada uno a su paso. Tropecé y caí, y Alejo tropezó conmigo un segundo después. Nos pusimos de pie y corrimos aun más rápido para alcanzar a los demás. No los veíamos ni los escuchábamos, y sin darnos cuenta ya estábamos junto al alambrado. Del otro lado veíamos la luz, ahora sobre la ruta a unos diez metros de donde estábamos. A la distancia, viniendo hacia nosotros, se veían las luces de un automóvil.

La luz que perseguíamos desapareció, o mejor dicho se apagó. Escuchamos un movimiento en la maleza.

—Somos nosotros —dijo la voz de León. —¿Estamos todos?

—¿Y Tomás? —dijo alguien.

No estaba con nosotros. Volvimos unos pasos hacia atrás, justo a tiempo para ver su silueta en la oscuridad, golpeando la linterna con la mano, a tiempo para ver como la encendía y apuntaba el haz de luz hacia arriba.

—¡No! —grité sin querer, y apreté los dientes.

Tomás nos vio y nos apuntó con la linterna. Nos quedamos paralizados en ese lugar, hasta que algo mucho más luminoso nos rodeó a todos y ya no pudimos ver a Tomás.