10 – LA CRISIS FINAL
Al despertar, creí que iba a ser un día como cualquiera. Tardé poco en perder esa esperanza. Como siempre, había dejado pasar el timbre del despertador e ignorado los movimientos sutiles de Selina al levantarse para preparar el desayuno. Finalmente, a sabiendas de que no me quedaba más opción que empezar el día, me levanté de la cama apresuradamente y me dirigí al baño. Me vestí rápidamente con los primeros jeans y remera que encontré y fui a desayunar.
Ella ya estaba tomando un té y comiendo unas tostadas. Me serví una taza de agua caliente y le agregué un saquito de Earl Grey, pero nada sólido. Hasta media mañana no solía comer nada, incapaz aún de despertar mi apetito junto con el resto del cuerpo.
—¿Hasta qué hora trabajás hoy? —preguntó.
—No más de las ocho, espero. ¿Vos hasta las siete?
—Hasta las cinco nomás. Tengo que anotarme para el curso que te conté.
No recordaba esa conversación, pero no dejé que eso me impidiera contestar.
—Sí, ahora me acuerdo. Bueno, ¿vamos?
Era uno de los pocos días en que nuestros horarios casi coincidían, así que la llevaba al sanatorio y me iba para el hospital, aprovechando esos diez minutos del día en que aún estábamos un poco dormidos y de ánimo calmo.
Ella ya estaba lista, pero yo no encontraba las llaves del auto. Me fijé por todos lados, hasta recordar que las había dejado en la mesita de luz. Ahí estaban, así que las tomé y me apresté para salir. Pero algo que había visto de reojo llamó mi atención y a medida que lo miraba y me acercaba para tomarlo entre mis dedos, empecé a sentir taquicardia. Que un objeto tan pequeño causara eso era increíble. Pero ahí había algo que nunca había visto antes, un elefante tallado en marfil, poco más grande que un pulgar, rajado a la mitad.
—Selina —dije, con voz apagada. —¿Ésto lo trajiste vos?
Ella entró a la habitación con pasos rápidos. Mi tono debía haberle llamado la atención, porque no preguntó a qué me refería. Se acercó y lo tomó en sus manos.
—No, nunca lo había visto. ¿Dónde estaba?
—En mi mesa de luz. Pero anoche no estaba ahí.
—¿Puede ser que lo dejara ahí tu amigo?
Era imposible. Él no había pasado nunca de la cocina, ni lo había perdido de vista más de un segundo, cuando puso el cuaderno en mi impermeable. Y en el único momento en que yo no lo estaba mirando, Selina estaba en la habitación.
—No, nunca entró acá.
—¿Estás seguro que no lo trajiste vos, que alguien te lo dio por ahí y te olvidaste y lo dejaste acá?
—Creéme, lo recordaría —dije.
—Significa algo para vos? ¿Por eso te pusiste así?
—Por sí solo, no. Pero es un mensaje.
—¿De quién? ¿Y cómo entró acá? Me estás asustando, Bru…
—Creo que ya sé de quién.
Le conté todo lo que sabía y lo que había especulado, y a medida que se lo contaba y su rostro se llenaba de lágrimas, todo empezó a encajar y en un momento indefinido, entre una frase y otra, se volvió real. Yo también empecé a llorar, sin saber si era debido a lo que estaba pasando o a un dejo del pasado.
—Te tenés que ir por unos días. No sé qué está pasando, pero este mensaje no es en vano, mucho menos después de la visita de Ernesto de ayer. Es probable que tuviera razón, y que ya hayan llegado a él.
—¿A dónde voy a ir? Si pueden meterse acá sin que nos demos cuenta, con todo cerrado, da lo mismo donde esté. Prefiero estar acá con vos.
—No. Si no estás acá conmigo quizás no te presten atención. No tenés nada que ver, y mejor que les quede claro.
—¿Y vos? ¿Qué vas a hacer? —me dijo sollozando y tirándome de la manga.
—No sé. Pero voy a seguir mi única pista y voy a encontrar una forma de parar esto.
—No hagas nada peligroso.
—Ya es peligroso. Perdonáme por todo esto, te lo debería haber contado antes. Pensé que eran sólo casualidades y no pensé que ponerme a investigar fuera a llevar a esto.
No me preguntó nada más, pero se cubrió la boca para ahogar el llanto. Temblaba. Nunca sentí tanto miedo, ni antes ni después, como el que tuve en ese momento por ella.
—Vamos. Te busco unas cosas y te voy a llevar a la estación. Te vas a lo de tus viejos en la costa.
No discutió, aturdida como estaba, y agradecí para mis adentros que no discutiera conmigo. Ya era difícil la situación como para pelear sobre eso. Tomé una mochila y puse una muda de ropa, un abrigo, cepillo de dientes, y vacié también ahí el contenido de su cartera. Antes de salir, tomé el cuaderno de Ernesto y las anotaciones que me había llevado de la casa de Alejo. No quería dejar ningún indicio allí a la vista del rumbo de mi investigación.
Bajamos hasta la cochera mirando en todas direcciones, sin saber qué podía pasar incluso a plena luz del día. Pero no había nadie ahí y nos subimos al auto apresuradamente. Respiramos aliviados cuando salimos a la calle, quizás por sentir el sol a través del parabrisas, que calentaba tibiamente el interior del auto y que parecía protegernos por el momento. Puse mi mano sobre su muslo, tratando de transmitirle una seguridad de la que yo mismo carecía. No me miró en todo el camino a la estación, solo miraba por la ventana, cavilando algo y esperando el momento para hablar. O quizás, por primera vez desde que la conocía, era incapaz de decir lo que pensaba o sentía.
Llegamos a la estación y llamamos a la casa de sus padres desde un teléfono público. Hablé yo con su madre, para no preocuparlos con su tono de voz quebradizo. Les dije que no se preocuparan, pero que ella iba a quedarse con ellos unos días porque yo tenía algo que resolver y no quería que se quedara sola. No le di más detalles, pero no quedó convencida. Habría sido más fácil decirle que simplemente nos habíamos peleado y que por eso nos íbamos a alejar unos días. Pero extrañamente, no quería que sus padres pensaran mal de mí, como si eso importara en esos momentos.
Compré un pasaje y caminamos abrazados hasta la plataforma. Sólo quedaban unos pocos minutos antes que partiera y, contra lo que me indicaba la lógica, hubiera deseado retrasarlo, incluso a pesar del peligro. Pero recordé lo que había dicho Ernesto al despedirse y la abracé con más fuerza.
No nos dijimos nada ni siquiera cuando el ómnibus ingresó a la plataforma. Esperamos que los otros pasajeros subieran. Cuando el último había pasado la puerta y el conductor empezó a mirarnos con poca paciencia, ella hundió su rostro en mi pecho con fuerza.
—No pasa nada —le dije, besando su cabello y repitiendo la frase como un mantra, intentando convencernos a los dos.
La abracé con fuerza y lentamente fuimos acercándonos al vehículo que la alejaría de mí. Se resistió ante cada paso, pero al llegar a la puerta ya no tenía fuerzas. El conductor tomó el pasaje que le mostré con la mano extendida. Ya no lucía impaciente.
—Te amo —le dije. —Quedate lo más tranquila que puedas. Yo trato de llamarte esta noche.
No me dijo nada, pero levantó el rostro y me besó con desesperación por un momento que pareció eterno, pero que se volvió un recuerdo lejano en cuanto el ómnibus la alejó de mí.
No tenía un plan, sólo una intuición y la resolución absoluta, no por mí sino por ella, de terminar con el asunto de una vez por todas. El pasado se había extendido sobre mi vida y la había engullido por completo, después de tantos años de olvido y negación. Intentando demostrarme de alguna manera que estaba equivocado, que estaba reaccionando exageradamente a algo que podía no significar nada, conduje hasta la casa de Ernesto. Aun si no le había pasado nada, era poco probable que estuviera allí, pero no tenía otro lugar donde buscarlo.
Encontré la casa con mayor facilidad esta vez y estacioné enfrente, sin preocuparme por miradas ajenas. Salté la tranquera y golpeé la puerta con insistencia. Sin esperar a que contestaran, empujé la puerta. Estaba cerrada pero cedió al segundo golpe. No había nadie, pero no sólo eso. No quedaba nada, la casa estaba completamente vacía. Sólo las cortinas seguían en pie. Era como si fuera una casa a la venta, en la que no hubiera vivido nadie hacía tiempo.
Me alejé, confundido y sin saber qué hacer, agarrándome la cabeza con ambos brazos y caminando de una punta a la otra de la calle para calmarme y pensar. El día era hermoso y por lo tanto incompatible con la realidad que empezaba a derrumbarse alrededor mío. Me subí al auto y me alejé cuando me asaltó el miedo de que alguien me hubiera visto forzar la entrada de la casa y hubiera denunciado el hecho.
Manejé de vuelta a la ciudad, dando vueltas que reflejaban geográficamente los rumbos que iba tomando mi mente. Finalmente decidí lo que iba a hacer y fui a la casa de León.
Toqué el timbre y después de unos minutos agónicos me atendió Maby.
—¡Hola! ―dijo sorprendida. ―¿Qué hacés por acá? Pasá.
—Tengo que ver a tu marido, ¿está? —dije, saludándola con un beso tembloroso.
—No, ya se fue a trabajar hace rato, nunca está a esta hora. ¿Pasa algo? —preguntó.
Vi en su rostro que no tenía idea de lo que sucedía. Si León había albergado alguna sospecha o había experimentado algo, no lo había compartido con ella. No quise preocuparla inútilmente.
—No, sólo... necesitaba hablar con él, y me escapé del trabajo esperando encontrarlo por casualidad acá.
—Bueno, respirá, estás agitado. No se va a derrumbar el hospital porque no estés allá un rato. Sentate y te traigo algo para tomar.
Me dejó solo en la sala de estar por un minuto y volvió con un vaso de gaseosa con hielo.
—¿Querés hablar? Soy buena psicóloga —dijo, sentándose en el sillón enfrente de mí.
Por un instante estuve tentado de decirlo todo nuevamente, de hallar quizás en ella el sosiego que necesitaba, que alguien me dijera a mí como yo le había dicho a Selina que sí, que todo iba a estar bien. Pero no podía imponerle un peso semejante ni ponerlos en peligro a ellos dos. Si ese día iba a terminar todo, tenía que terminar conmigo, no involucrando a más gente.
—No, no te preocupes. Es una de esas cosas de hombres que somos incapaces de hablar con nuestras mujeres. Viste como somos nosotros dos.
—Sí, ya vi, lamentablemente.
Iván gritó algo desde el piso de arriba.
—Bajá, vení a saludar al tío Bruno —respondió Maby.
Iván bajó despacio la escalera, concentrado profundamente en cada escalón y arrastrando detrás suyo una funda de almohada, quién sabe por qué. Vino hasta mí y me dio un beso un poco tímido. Lo levanté y lo puse sobre mi regazo como acto reflejo, pero se resistió como hacen a veces los chicos y se escabulló.
—No lo tomes personal, está medio chinchudo —dijo Maby con una sonrisa.
Sonreí también, e inflando el pecho me puse de pie con lentitud.
—Bueno, los dejo, me vuelvo para la cárcel.
—¿Le digo que te llame? —preguntó ella mientras me acompañaba hacia la puerta.
—No, yo lo llamo. No me va a encontrar.
Me tomó el resto de la tarde seguir la pista que tenía y conseguir lo que necesitaba. Cuando estuve listo, dudé por lo que me pareció una eternidad. Pero no tenía opción. El mensaje de ayer era claro, o eso me parecía, envuelto como estaba en esa telaraña de verdades carcomidas y miedos ominosos. Sólo quedaba, para bien o para mal, enfrentarme a ese momento en que sabría lo que estaba pasando y lo que había pasado, y que solamente había evitado toda mi vida, excepto por unos momentos años atrás en los que había intentado mirar hacia atrás sólo para encontrarme ante una negación todavía más profunda y completa de mis recuerdos, después de lo cual no recordé ni haberlo intentado.
Sentí lo mismo que creí sentir en ese momento tiempo atrás, cuando un coraje muy poco propio me invadió a pesar de toda lógica. Un valor un poco cínico, quizás, pero que en su cinismo guardaba un último resabio de fuerzas para enfrentarse a lo inevitable y ante esa sensación de insignificancia e impotencia, ese "no" que cubría todos los espacios, decir "sí,” abrir un hueco entre esas cosas que atenazaban la mente. Y si la afirmación no era posible, susurrar en la oscuridad, con el último aliento, un "no, así no”.
Golpeé la puerta del departamento, esperando una respuesta y a la vez deseando que no la hubiera y olvidar todo el asunto y volver a la ahora atractiva ignorancia que había rechazado una y otra vez, ante cada oportunidad de volver a ella como uno vuelve a los brazos de una amante comprensiva. El olvido, sin embargo, no era una jugada que estuviera disponible, no a esta altura de la partida.
Creí escuchar una respuesta desde adentro, pero podía haber sido mi imaginación. Golpeé una vez más, comenzando a impacientarme. Entonces escuché nuevamente el mismo ruido, como alguien intentando mover un mueble, el sonido de la tracción de pies descalzos contra el piso. Aguardé con el oído pegado a la puerta hasta que esas extrañas pisadas ―pues no podían ser otra cosa― estuvieron tan cerca que sentí la presencia expectante del otro lado de la puerta.
Nada se movió ni se escuchó ruido alguno. Mi propia respiración, dolorosamente lenta e inaudible, retumbaba en mis oídos en comparación con el vacío que se produjo en ese momento.
El ruido del pestillo corriéndose de golpe contra el marco de la puerta sonó como un balazo y me sobresaltó. La puerta se abrió rechinando de forma aguda. Del otro lado, él.
—No esperaba verte nuevamente —dijo.
—Estoy seguro de que sí, Auditore. Pero ciertamente, yo no esperaba verlo a usted.
Sin otra palabra y haciéndose a un lado, me hizo un gesto para que entrara. Lo hice, de forma lenta y cuidadosa, como si entrara al redil de un león viejo. Me condujo a paso lento a través del lúgubre pasillo del departamento hacia una sala de estar. Era notablemente espaciosa, con amplias bibliotecas en cada pared. El resto del departamento, al menos por lo que podía entrever desde ahí, era sobrio pero elegante, aburrido pero simbólicamente recargado de poder y dinero viejos. O aparentaba serlo. Me acerqué a la biblioteca. Eran puras colecciones, no había libros aislados. Tomo tras tomo, todos encuadernados de manera similar, respetando incluso los tamaños y variando levemente el color, del azul prusia y dorado al lavanda. La filosofía de Spinoza y Leibniz se entrecruzaba con la política de Schmitt y Hobbes, la matemática de Riemann y Godel, la física de Hamilton, la teología de Tomás Aquino y los libros prohibidos de Crowley y Blavatsky, entre muchos libros de los cuales no pude identificar género ni especie. Parecía un compendio de temas universales, pero a la vez daba la impresión de ser sólo un subproducto del hombre que tenía delante y no de que ellos lo hubieran formado a él. O que todo fuera un simulacro imperfecto.
Tomó asiento en una poltrona. Enfrente había un sillón y entre ambos una mesa de café con un tablero de ajedrez vacío. Me senté en el sillón sin pedir permiso. El sillón era incómodo, duro como los asientos de consultorio médico, excepto que este era de cuero verdadero y sus antebrazos estaban cubiertos de tanta laca que la madera ardería por días, si mi intención llegaba así de lejos.
—Me tomó mucho tiempo darme cuenta, pero aquí estamos, ¿no? —dije. —Quizás pensó que sería un estudiante modelo y uniría las piezas antes, pero sólo es obvio el patrón cuando uno se aleja un poco.
Puse sobre el tablero que había entre los dos las dos miniaturas que había encontrado: la figura del soldado corriendo que había ocupado el centro de la habitación de Alejo y el elefante de marfil que había aparecido en mi departamento esa mañana.
—Casi ni había pensado en la primera figura, ya que no podía encontrarle relación con nada. Fue sólo en el contexto de la segunda que pude descubrirlo y aun así no estaba seguro, hasta este momento.
El rostro de Auditore, si bien no expresaba que ocultara algo, tampoco había mostrado la menor sorpresa ante lo que le presentaba. Como no decía nada, sentí que debía continuar hasta hacerle reconocer su participación.
—Pensaba erróneamente en la figura en términos de su apariencia, el soldado cargando contra el enemigo, pero debía haber pensado en función y forma. Es un corredor, un soldado que no lleva ningún arma. Un mensajero, de alguna manera. Lo admito, es una extrapolación un poco estirada. Pero el elefante lo hizo encajar. ¿Un elefante, y además de marfil verdadero? No recordaba que usted me lo había enseñado, lo había perdido como a tantas otras cosas. Pero todo vino abruptamente de vuelta al proscenio. Usted, yo, el tablero, la torre y el alfil con el que lo jaqueé. Alfil, proveniente del árabe al-fil, elefante, y de ahí el marfil, del cual hacían las piezas. Elefante que en otras versiones del juego se movía diferente al alfil moderno, introducido con la variante del Ajedrez del Mensajero, donde el alfil se mueve en diagonales sin poder saltar piezas como el elefante, y es llamado Kurier o Laufer, el mensajero. O mejor dicho, corredor. A la vez, el elefante era también nomenclatura para la Torre, ya que evocaba las torres de asedio móviles usadas por los indios. Así llego a las dos piezas del jaque. Pero nada habría sido posible sin su propio caballo impidiéndole la retirada.
Pareció satisfecho o al menos divertido, por mi disquisición.
—Para alguien que no podía recordar, tenés buena memoria —dijo.
—Esa jugada me quedó siempre en la mente, por algún motivo. Aun con lo poco que juego, vuelvo una y otra vez a esa jugada.
—¿Será porque te dejé ganar? —dijo.
—No lo creo. Creo que no lo esperaba para nada, y que eso hasta pudo haber precipitado las cosas. No quería que nadie le gane en su juego.
Si seguía divirtiéndose con mi diálogo, la sonrisa que formuló demostró en su apertura una emoción diferente.
—No creo que hayas venido hasta acá después de tantos años para hablar de una vieja partida de ajedrez.
—No. Y nos vimos nuevamente hace dos años, ¿se acuerda? Yo lo recuerdo bien y no creo que haya estado allí por casualidad. Creo que estaba probando a ver si lo recordaría, o si el efecto había sido completo y definitivo. Lamento haberlo decepcionado. Pero en ese momento, verlo no me hizo sospechar nada, sólo removió algo muy levemente, algo subterráneo que no empezó a resquebrajarse hasta más tarde.
—Uno tiene derecho a tener un episodio cardíaco donde se le plazca, especialmente a mi edad —dijo.
—Es verdad. Es verdad. Por suerte para usted nunca me interesó la cardiología. Siempre me sonó a plomería.
—Me estás empezando a irritar, pibe. ¿Tiene algún propósito todo esto, además de repasar la historia de los juegos de mesa y mi historia clínica?
Estaba empezando a perder la paciencia, como yo quería.
—Sí, el propósito es terminar con su juego —dije.
Aspiró profundamente, hinchando las fosas nasales.
—¿Y cuál es "mi juego"?
Era mi turno de sonreír.
—Usted sabe. Lo que pasó antes de mi internación, antes de conocerlo, y que está pasando de nuevo.
En ese momento espiró abruptamente el aire que había aguantado.
—Ah, eso —dijo. —Ha pasado tanto tiempo... y esperábamos que ya no recordaras. Ni vos ni nadie más. Pero tenía que comprobarlo. No podía quedarme tranquilo por más tiempo que pasara. Vos sabés... orgullo profesional.
—Siga.
—Bueno... ah... fue un momento de debilidad, hace tantos años. Debería haber limpiado las huellas en lugar de pretender taparlas. Pero era un experimento innovador, después de todo. Nadie sabía qué podía pasar. Nadie había sobrevivido antes, y ustedes sólo perdieron la memoria. Pero la mente es un órgano resiliente y no le gusta que le metan cosas. Eventualmente, con tiempo suficiente y un catalizador apropiado, hace las conexiones pertinentes.
—¿Y Tomás?
—¿Quién?
—El otro. El que no volvió con nosotros.
—Eran sólo ustedes cuatro. Nadie más.
—Él existió. Estaba ahí. Tengo una foto, incluso...
Iba a sacar la foto, pero recordé que sólo se veía el brazo de Tomás. No era una prueba.
—¿Estás seguro que existió? Vos mismo dijiste que no recordabas nada hasta hace poco.
—Otros lo recuerdan —dije.
—Quizás también pusimos la idea en ellos. ¿No lo habías pensado? Ni siquiera teníamos un nombre para él, eso fue todo producto suyo. Alguien dijo ese nombre y los demás lo asociaron a esa figura. Incluso sus padres. Pero ese fue un trabajo mucho más difícil que el de ustedes.
—Es mentira. ¿Por qué quiere convencerme de que no existió? ¿Qué puede ganar, cuando ya admitió todo lo demás?
—No quiero "convencerte" de nada. No se trata de persuadir. Nada de lo que vos hagas importa, por lo que no intentaría algo tan burdo como la psicología inversa. Sencillamente quería que supieras la verdad, quizás así entiendas lo inútil que es todo esto. Felicitaciones por descubrir la pieza que te faltaba del rompecabezas. Pero si la imagen que querés formar es un cielo límpido, sin nubes, ¿qué esperás lograr con esa última pieza? No podés cambiar nada porque no tenés la visión del conjunto. Nosotros somos los dueños de la visión global y del largo plazo. Lo real es producto de lo que yo decida.
—Suena muy pretencioso para un viejo más cerca de su último aliento que del primero —dije. Pero la ofensiva de Auditore me había descolocado.
—Pretencioso es el que no puede cumplir con aquello de lo que presume. Yo sí puedo.
—¿Es una amenaza? ¿Me va a hacer lo mismo que a Ernesto y Alejo?
—No, quizás no sea una amenaza. Después de todo, lo único que quería era cerciorarme de la calidad del trabajo realizado. No tengo interés en ustedes más allá de eso. Lo que les pasó a tus amigos fue... desafortunado, pero involucra a un agente externo. ¿O creíste que un viejo como yo es una amenaza para alguien?
—No puede evitar seguir jugando, ¿no? Incluso ahora... quizás así entienda que ya no quiero seguir jugando.
Entonces saqué del bolsillo de la chaqueta el revólver que había robado de la casa de León cuando Maby estaba en la cocina.
—Éste soy yo pateando el tablero —dije.
No pareció asustado, sino más bien molesto.
—Se ve que ya no te importa ganar —dijo.
—No. Solamente quiero saber qué les pasó a Alejo y Ernesto y asegurarme que nos deje en paz. Si eso es ganar, estoy dispuesto a olvidar todo lo demás.
Se puso de pie, lentamente y con esfuerzo. Pensé, por un instante, en qué hacía amenazando a un abuelo con un arma. Pero recordé que no era un hombre sino algo más y algo menos. Un tipo completamente nuevo, sobrehumano, de chacal. Arrastrando los pies, fue hasta la biblioteca, aparentemente en busca de algo. Seguí apuntándole, en caso de que ese algo fuera un arma.
—Todavía no entendés de qué se trata todo esto y no tengo la paciencia para explicarte. Pero no hay vuelta atrás. Este pequeño experimento se terminó. La orden viene de arriba, de más arriba de lo que te imaginás —dijo al tiempo que hacía un leve gesto de cabeza hacia el techo.
—¿Y qué va a pasar?
—Tus amigos ya pasaron al otro lado. Sus voluntades los hicieron más resistentes al efecto del olvido. Vos fuiste el más débil y quizás no hubieras recordado nada de no ser por mi intervención. Error mío, ya sabés lo que dicen los físicos sobre la no-interferencia. Por eso, únicamente por eso, te voy a hacer un favor. Te vas a olvidar de todo, como hiciste una vez, y esperemos que ésta sea la definitiva. Por eso te estoy contando la verdad. Después de esto, no vas a recordar nada. Una indulgencia de mi parte.
El olvido, cuyo recuerdo casi había acariciado unas horas atrás, se me aparecía ahora como la más aborrecible traición. ¿Y qué pasaría con León? Él también recordaba, aunque quisiera ocultarlo. Si habían descubierto lo que sabíamos los demás, su mente también les estaría abierta. Y Selina ya estaba demasiado involucrada. Ellos la habían involucrado, me dije a mí mismo, pero yo era el que la había puesto en peligro. Era mi culpa. ¿Debía olvidar todo por el bien de ella, al precio que fuera, olvidando incluso a León? Ni dudaba de que fueran capaces de todo eso, la única pregunta era qué iba a hacer yo. Y por más que intenté resistirlo, sabía que sólo tenía una respuesta para dar.
—No.
Auditore se dio vuelta, sorprendido. Parecía no entender a qué me estaba negando.
—¿No, qué? No te hice ninguna pregunta. Te estaba contando lo que voy a hacer.
—No —dije, levantando el brazo con el que le apuntaba.
—No tenés opción. ¿Qué vas a hacer, dispararme? Como si eso cambiara algo. Esto no es como el ajedrez. Librarte del rey no es el fin del juego. Es simplemente reemplazar un rey por otro. Soy solo el intermediario de fuerzas más poderosas. El juego no va a terminar nunca. Deberías agradecerme por darte este regalo.
—Gracias, pero no —dije.
Su irritación iba en aumento, y su rostro, antes pálido y venoso, se ponía rojo y palpitante. No era capaz de entender nada.
—¿Vas a matar a un viejo indefenso? Nosotros controlamos la realidad. Incluso si te dejáramos salir con la tuya, no serías más que un asesino despreciable. La venganza no es lo mío, pero hay otros menos comprensivos que yo y más que deseosos de barrer con todo y todos los que hayas tocado.
—El olvido o la nada, ¿ésas son las opciones? Sigo eligiendo la nada.
—¡Sos un estúpido! ¡No ves más allá de tu nariz!
Sonreí y me encogí de hombros.
—Nunca pude ver el rompecabezas entero.
En ese punto, le disparé. Auditore se derrumbó al piso de rodillas en un movimiento pausado, como preparándose para rezar. Se tocó el pecho para parar la sangre y sus cejas delataron su sorpresa al darse cuenta que estaba ileso. La bala no lo había tocado. No era necesario. Su corazón estaba estallando por sí solo.
—A mí me gusta pensar en los detalles más que nada —dije, acercándome a él. — En la pieza que falta en la esquina. Como en microinfartos causados por el estrés que debilitan el ventrículo hasta el punto límite. Y una bala de salva.
Me agaché a su lado para ver su rostro, hundido en el pecho, incrédulo. Como completando el cuadro, de rodillas y con los brazos cruzados sobre el torso, ahora además susurraba, como si de verdad rezara. Acerqué el oído para escuchar sus últimas palabras.
—Él viene por vos... por vos... y ella. No podés pararlo, todo... ya pasó.
No había creído nada de lo que había dicho, pero esto sí. En cuanto descubrieran lo que había pasado, fueran quienes fueran “ellos”, nos buscarían a los dos y sería el fin, de un modo u otro. Tenía que correr hacia ella y encontrar alguna manera de escapar. ¿Pero a dónde? Ningún lugar parecía estar fuera de su alcance.
Mientras yo pensaba en sus últimas palabras el viejo había muerto, llevándose mi juramento hipocrático con él. Me di cuenta que habían pasado unos minutos desde el disparo y tenía que huir antes que los vecinos, o los otros, llegaran. Corrí escaleras abajo sin encontrarme con nadie y salí por la puerta de entrada como si nada hubiera pasado. Retomé un ritmo de caminata normal y subí al auto. Tenía que llegar hasta ella esa misma noche y ponernos a salvo.
Tomé el camino más transitado hacia la autopista y me perdí en una corriente continua de automóviles y camiones. Me sentí aliviado en el anonimato, aun cuando la culpa de lo que había hecho empezaba a levantar cabeza. Pero había convivido con la culpa sin saberlo toda mi vida y la venganza ya consumada quizás ayudara a reducirla. Primero tenía que huir como un animal, luego habría tiempo para sentirme como un ser humano.
Manejé durante toda la noche lo más rápido que pude. El cansancio existía, pero en un plano completamente diferente. Lo único que importaba era llegar. Ciento ochenta kilómetros por hora en la ruta por la noche eran un peligro, pero más lo era retrasarme. Faltaba poco para el amanecer. Podía ver los primeros indicios de la salida del Sol a lo lejos, conduciendo directamente hacia él, hacia el este, la costa y Selina.
Entonces el Sol salió de repente enfrente de mí y me cegó. Excepto que no era él. El automóvil se detuvo a mitad de carrera, sin frenarse, sin inercia. Y la luz blanca invadió todo.
El silencio era completo. Abrí la puerta del auto y descendí a un suelo completamente blanco, como todo lo demás desde poniente a levante, desde donde deberían estar el horizonte y el Sol a donde debían estar aún las estrellas.
Estaba de nuevo en la habitación blanca.
Di unos pasos tentativos pero resultaba imposible avanzar, era como caminar bajo el agua. El aire se volvía más pesado a mi alrededor y mi respiración se tornó agitada. Quise volver al auto, pero no tenía energía para dar la vuelta. Me senté con las piernas cruzadas e intenté controlar mi respiración. Cerré los ojos pero la luz blanca permeaba incluso el interior de mis párpados. Por suerte, por un momento la luz cedió y mis ojos tuvieron respiro. Los abrí para ver la sombra gris enfrente de mí. Levanté la mirada y entonces lo vi, y entendí.
—Sos vos —dije.
Y así fue como perdí la luz del Sol.