En una casa cerca del bosque vivía un niño. Era una casa enorme y vacía, llena de cuadros y jarrones y vajilla costosa. En ese lugar vivía Teo, con la mujer que cocinaba, los hombres que limpiaban, y los padres que hacían sus cosas. Teo se aburría fácilmente y los juguetes que recibía, por más nuevos y curiosos que fueran, terminaban abandonados al poco tiempo. Un día, cansado de estar encerrado y del aire estancado de la casa, escapó por una ventana mientras la mujer cocinaba, los hombres limpiaban, y los padres hacían sus cosas.
Teo se alejó de la casa con paso tranquilo. Nadie lo buscaría por un largo rato. Caminó a lo largo del prado que se extendía entre la casa y el bosque, pero no se animaba a entrar, porque en el medio del bosque había un pantano y había escuchado a los sirvientes hablando sobre las desapariciones que allí se habían dado.
Se sentó sobre una pila de leña que había allí cerca, jugando a tirar piedras a los árboles cercanos.
“Me gustaría tener un amigo con quien jugar. No sería necesario que tuviera muchos juguetes, o una casa grande. Con que estuviera aquí me alcanzaría,” pensó Teo.
Siguió tirando piedras, y luego ramitas, a los árboles cercanos, hasta que se quedó sin nada que tirar. Suspiró, se puso de pie y sacudió sus pantalones para que no lo regañaran por ensuciar sus ropas. En ese momento escuchó algo, pero pasaron unos segundos hasta que pudo distinguir el sonido: era una canción de niños, una canción vieja que la mujer que cocinaba le cantaba mientras amasaba el pan y él la miraba.
La canción siguió sonando por un rato, pero de a poco se fue apagando. Teo dedujo que la fuente del sonido estaba alejándose hacia el interior del bosque.
“No debería entrar al bosque, porque puedo perderme y ya es después del almuerzo, y si se hace de noche y no puedo volver todos en la casa se van a preocupar y no me van a dejar salir de nuevo. Además, no sé qué puede haber en el bosque, aunque no creo que ningún monstruo del pantano vaya por ahí cantando canciones de niños. O quizás sea así como los atrapan.”
Teo era muy inteligente, tanto que las visitas siempre lo comentaban. Pero también era un niño, y su deseo de vivir aventuras era tan fuerte como en cualquiera de su edad, por lo que se adentró en el bosque, dejando su pañuelo encima del montón de leña para que si lo buscaban supieran que iba en esa dirección. Miró hacia atrás, dudando, pero al no ver movimiento en la casa pensó que no lo extrañarían realmente. Quizás la mujer que cocinaba sí lo echaría de menos.
Entró en el bosque, mirando a los árboles que había apedreado con cara de arrepentido y, por las dudas, les pidió perdón en voz alta. Pero como no le respondieron, siguió su camino.
La canción sonaba un poco más fuerte y parecía alejarse cada vez más hacia el centro del bosque, suponiendo que éste tuviera un centro. Teo caminó lentamente siguiendo la canción, pero de repente una ardilla voladora aterrizó al lado suyo y Teo salió corriendo asustado. Como iba mirando hacia atrás, no vio el arbusto que tenía delante, tropezó y cayó haciendo ¡PUM!
“¿Estás bien?” dijo una voz de niño.
“Sí, gracias,” respondió Teo sin pensarlo, porque le habían enseñado a ser cortés ante todo. "Perdón, pero no puedo verlo. ¿Dónde está?"
“Aquí,” dijo el arbusto, moviendo los brazos para que lo viera. “Pero no es necesario ser tan formal. No soy un adulto.”
“Mis padres me enseñaron a ser respetuoso con las personas que no conozco bien, aunque sean niños, o árboles, o las dos cosas” dijo Teo.
“Ah, bueno. Entonces si te digo mi nombre es como si ya me conocieras, y me puedes llamar de esa forma. Así, si no te veo y quieres llamar mi atención, sólo con gritar mi nombre yo voy a responderte. ¿Quieres?”
“Me parece justo. Mi nombre es Teo.”
“Teo-teo-teveo-veo” dijo el arbusto, que en realidad era un niño pero de piel verde claro y cabellos como raíces. “Yo soy Solly. ¿Quieres conocer mi casa? Está cerca.”
“Bueno,” dijo Teo, que no tenía nada mejor que hacer y estaba contento de haber encontrado un amigo, aunque fuera verde y oliera a flores.
Lo siguió mientras Solly cantaba su canción y saludaba a los árboles con una palmada amistosa. Los animales del bosque, que antes se escondían, salían a su paso y les olían las piernas. Llegaron rápidamente hasta el borde del pantano, que no era tan tenebroso como contaba la mujer de la cocina. Estaba más oscuro que el resto del bosque porque allí los árboles formaban una red de ramas que hacía difícil que el sol pasara. Allí crecían las más extrañas flores que Teo hubiera visto jamás. Se acercó a recoger una, pero se hundió hasta las rodillas.
“Mmm…” dijo Solly. “Tendré que ayudarte o te quedarás atrapado, y no me gusta que la gente me deje plantado.”
Solly lo ayudó a salir y lo guió por un camino secreto e invisible por el cual atravesaron el pantano sin mojarse más que los tobillos.
“¿Cómo sabes por dónde ir y por dónde no?” preguntó Teo.
“Es muy fácil, pero no creo que te lo pueda enseñar,” respondió Solly.
“¿Por qué no?” Teo puso la cara que ponía cuando no le dejaban salir de casa.
“No creo que tengas la madera necesaria,” dijo Solly con un gesto burlón.
“Humff,” respondió Teo, ignorándolo.
Llegaron finalmente a la casa de Solly, un viejo y enorme árbol seco con un pequeño agujero como puerta, por el que apenas pasaba un niño.
“Permisooo... ” dijo Teo, moviendo a un lado la enredadera que crecía sobre la abertura.
La casa de Solly era muy grande, demasiado grande incluso para el árbol que la contenía. Teo salió y miró nuevamente la casa desde afuera. Luego asomó la cabeza nuevamente por la abertura. Se encogió de hombros. “Debe ser como las tortas que hace la señora de casa, que parecen pequeñas pero nunca puedes dar más que unos bocados antes de que se te llene el estómago,” reflexionó. Las paredes estaban cubiertas de moho, pero no de ese moho triste de las piedras a las que les da la sombra todo el día sino de un moho color verde pastel, que al tocarlo le hizo recordar los vestidos de fiesta de su madre. En el techo vio una masa de cristal, hecha de pedazos de botellas rotas, lentes de anteojos perdidos y envases de perfumes descartados. Se parecía un poco a un candelabro de esas que abundaban en su casa.
“¿Qué es eso?” preguntó Teo.
Solly, que andaba de un lado a otro limpiando la gran habitación con cara de estar avergonzado por el desorden, alzó la vista hacia donde miraba Teo y siguió con su tarea.
“Es mi lamparaña,” murmuró.
“¿La hiciste tú?” preguntó asombrado Teo.
“Ajá. Vi una como esa una vez y me pareció que toda casa debería tener una así.”
Teo buscó atentamente en todas las paredes, pero no pudo encontrar el interruptor.
“¿Y cómo la enciendes?” preguntó.
“No la enciendo de día,” respondió Solly. Teo se sintió tonto por preguntar algo así. Pero Solly notó su inquietud y le explicó: "Cuando se hace de noche, las luciérnagas entran y juegan en ella. Y cuando me duermo, se van a jugar a otro lado.”
“Ah,” dijo Teo, satisfecho, y dirigió su mirada al resto de la habitación.
Solly se movía rápidamente, barriendo las hojas del piso y recogiendo las bayas a medio comer de la mesa que había bajo la ventana. Había también una cama pequeña hecha de juncos, y en el centro, una granja de hormigas iluminada por un agujero en el techo. Pero cuando Teo se acercó, vio que más que una granja, era un pueblo entero. Habían allí varias casas de ramitas y pasto, pero hechas con mucha dedicación. Quiso tocar una, pero una hormiga abrió la puerta y lo ahuyentó con lo que parecía una escoba diminuta. Más allá, otras hormigas araban el campo ayudadas por escarabajos con tenedores en la espalda. Se parecían a los tenedores para postre que utilizaban en su casa, de los que siempre faltaba alguno.
“¿Cómo se llama este pueblo?” le preguntó a Solly, que limpiaba las ventanas con esmero y un cepillo de hojas de pino.
“No tiene nombre. Las hormigas no hablan mucho, y no se les ocurriría ponerle nombre. Las hormigas son muy aburridas, la verdad. Sólo hablan de trabajo, de la cosecha, del abastecimiento para cuando llegue el invierno, ese tipo de cosas. No hacen cosas divertidas nunca,” dijo Solly.
“¿Entonces para qué las tienes?” preguntó Teo, que no se cansaba nunca de hacer preguntas, aunque molestara a la gente. Pero Solly no se molestaba porque normalmente no tenía nadie con quien hablar.
“No las tengo,” respondió, como si fuera obvio. “Están ahí, nomás, haciendo lo suyo. Me desperté un día y se habían mudado al patio de casa. Y después se largó a llover y empezaron a correr de un lado a otro, asustadas. Les pregunté si no preferían estar bajo techo y dijeron que sí, así que cavé alrededor de ellas y traje la tierra adentro, con granjas y casas y todo. De vez en cuando me piden que riegue el campo, pero por lo general no me molestan y son muy educadas. No hacen lío ni dejan cosas tiradas por ahí, así que no tengo de qué quejarme.”
“Sí, me parecieron unas hormigas muy correctas y sencillas,” dijo Teo, más por cortesía que por otra cosa.
Solly le trajo una taza de té y ambos se sentaron a la mesa.
“Espero que te guste. Yo mismo elijo las hierbas.”
Teo lo probó. Era dulce, con olor a pinos y un toque de miel.
“Sí, es muy bueno. No se parece en nada a los que tomamos en casa,” dijo Teo.
Tomaron el té en silencio. No había ruidos excepto por el ir y venir de las hormigas, y algunos pájaros que se posaban en la ventana los saludaban y se iban a ocuparse de lo que sea que se ocupan los pájaros.
Después de un rato, el sol empezó a bajar y la casa empezó a oscurecerse. El moho empezó a brillar y las primeras luciérnagas se acercaron a la lamparaña. Las hormigas guardaron sus herramientas y se fueron a sus casas. Solly seguía sentado, tomando el té en silencio y balanceando las piernas en su asiento.
“¿Puedo venir mañana?” preguntó Teo. “Si es que puedo escaparme de casa y si hoy no me castigan.”
Solly alzó la mirada de su taza de té. Sus ojos verdosos parecían a punto de derramar lágrimas.
“¿Pero... no te vas a quedar conmigo? Pensé que... podrías quedarte y jugar conmigo, podríamos ver al señor búho que vive arriba, o jugar a robarles las avellanas a las ardillas....”
Teo no sabía qué responder. No quería herir a Solly, pero tenía que volver a casa o sus padres se preocuparían mucho. O al menos eso esperaba.
“No puedo... me gustaría, pero mis padres deben estar enojados. No dije que me iba a ausentar, y deben estar buscándome por todos lados.”
Solly parecía un perro al que habían regañado. Si hubiera tenido cola, estaría entre sus piernas.
“Pero... no te puedes ir,” dijo.
Teo sintió miedo. Había algo en la voz de Solly que lo atemorizó. Pidió disculpas y retrocedió hacia la puerta.
“Voy a volver,” le dijo. “Mañana, o pasado mañana, pero voy a volver.”
“¡No!” gritó Solly. "¡Eso es lo que dicen siempre! ¡Pero nunca vuelven, y siempre me dejan solo!”
Teo se asustó y empezó a correr. Solly lo seguía, no quería dejarlo ir.
“¡No!” gritó, "¡No te puedes ir! ¡No por ahí!”
Teo no lo escuchaba. Salió corriendo por el bosque, sin mirar por donde iba. Y cayó de cabeza en un estanque. Intentó levantarse pero sus manos y sus rodillas se habían hundido en el barro y no podía sacarlas. Empezó a hundirse, como si el barro quisiera tragárselo.
“¡Solly!” gritó. “¡Ayúdame!”
Pero Solly no respondía. El agua le llegaba a la cabeza. Ya no pudo gritar de nuevo. El barro se lo estaba tragando. Con sus últimas fuerzas, logró sacar una mano y la alzó por sobre la superficie del pantano. Pero el barro ya lo había cubierto completamente y su mano no tardaría en hundirse junto con el resto del cuerpo.
“No voy a poder volver a casa,” pensó. “¿Qué va a ser de mis padres? Seguro que se van a sentir culpables por no prestarme atención. Así aprenderán.”
Estaba llorando y sus lágrimas se mezclaban con el barro. Su mano se hundió bajo el lodo.
Y entonces, unos dedos flexibles como ramas lo tomaron de la muñeca.
“¡Solly!” pensó con alegría. “Viniste.”
Solly tiró con fuerza de su mano. Pero el barro no cedía. La mano de Teo se hundía en el barro. Pero Solly no lo soltó. Incluso cuando su propia mano empezó a hundirse.