¡Ha vuelto la soberanía popular!
¡HA VUELTO LA SOBERANÍA POPULAR!
Por François Delapierre[1]
Después de llevar tantos golpes está naciendo de nuevo. El dique que no quiere ceder vuelve para que lo usemos como una nueva palanca para resistir. En el momento en que carecemos de ella parece tan indispensable como el oxígeno que nos hace falta. Las viejas democracias europeas que fundaron su legitimidad en la soberanía popular han entrado en el régimen de la soberanía limitada de la Europa de la austeridad. El tratado presupuestario firmado por nuestros gobiernos dispone que la Comisión Europea, instancia no elegida, intervenga en la elaboración de los presupuestos de nuestras naciones. ¡Para un francés se trata de un cambio de rumbo total y espectacular! Fue para controlar el presupuesto por lo que el pueblo de mi país hizo la gran revolución. La Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789 incluso lo reconoció en su artículo 14 como un derecho que no se podía enajenar[2].
Ampliemos un instante nuestra mirada. El cuestionamiento de la soberanía popular y la resistencia que ello provoca no constituye un fenómeno limitado a Europa. Es una realidad mundial. El capitalismo financiarizado extendido por todo el planeta, tanto como la sociedad de endeudamiento generalizado que supone, socava por todas partes la soberanía de los pueblos. El capitalismo de nuestro tiempo considera que la más nimia regulación social o ecológica, o incluso la más elemental referencia a un interés general superior a los intereses particulares, se opone a la libertad de emprender y a la libre competencia, esto es, al poder absoluto que exige la ganancia.
No se trata, por supuesto, de un nuevo estado de ánimo del sistema. Lo inédito es que el capital haya conseguido los medios para tan exorbitante pretensión. Lo ha conseguido por medio de la internacionalización del capital y del dominio financiero sobre la economía y la sociedad. A ello suele llamársele hipócritamente mundialización, como si se tratara de un proceso neutro y no del resultado de una decisión política.
Lo cierto es que nuestro mundo ha vivido, y sigue viviendo, un golpe de Estado financiero consumado por etapas. Y ello a través de los cambios decisivos que han tenido lugar durante más de treinta años: un escenario de libre mercado que produce dumping social, unos tribunales de arbitraje que permiten que una empresa quiebre la ley de un Estado, unos bancos centrales independientes que ponen los presupuestos públicos bajo la tutela de los mercados de obligaciones… Desde luego no han desaparecido las leyes, pues el mercado precisa de una organización exterior y de las sanciones que pueda imponer. Pero la soberanía, es decir, la posibilidad de definir efectivamente las propias normas, va retrocediendo constantemente. Se encuentra sometida al dominio de un capital financiero capaz de explotar cualquier diferencia entre las legislaciones para modificar su cartera. Con su extraordinaria movilidad, las finanzas salen con ventaja frente a todos los inmóviles: las poblaciones y las leyes. La liquidez aplasta la solidez. El tiempo breve de las órdenes bursátiles transmitidas en un nanosegundo suplanta el tiempo largo de la deliberación democrática.
Con respecto al enemigo… el combate de la resistencia siempre llega tarde. Han sido necesarios varios decenios de reformas para que la conciencia de tal proceso consiga emerger de modo amplio y que se esboce en el pensamiento político la vuelta de la soberanía popular. El atraso es especialmente importante en Europa, pues en nuestros países, de vieja tradición política, la izquierda no se ha deshecho todavía de la envoltura muerta de las corrientes que la configuraron en el siglo XX: el comunismo de Estado y la socialdemocracia, las dos estrategias fracasaron de manera espectacular. La primera no ha llevado a la emancipación de la humanidad, y la segunda no produce desde hace tiempo ningún progreso social. Pero sus sombras siguen proyectándose. De hecho, esas dos corrientes gemelas compartían una relativa indiferencia con respecto a las instituciones y a la democracia. Se entiende solo en la medida en que ambas pensaban que la emancipación de la humanidad dependía de un partido dirigente que guiara a las masas o del alza del nivel de vida. En España la salida del franquismo proporciona una muestra de tales modos de razonar: para las dos fuerzas, la calidad del compromiso social y el fin de la clandestinidad justificaron concesiones de gran peso con respecto a la forma del Estado y en particular a su forma republicana.
En todo caso, la envoltura ya empezó a rasgarse, y primeramente lo hizo en los países que más han sufrido la catástrofe austeritaría, es decir, allí donde más está faltando el oxígeno. Las innovaciones aparecen sobre todo entre las nuevas generaciones. Pienso en los países latinoamericanos que formaron la oleada de aquellas revoluciones democráticas que expulsaron a los verdugos del Fondo Monetario Internacional. Allí nace la izquierda del siglo XXI, y junto a ella las grandes figuras presidenciales, mientras que gente muy joven es la que a menudo desempeña los papeles principales. Pero también pienso en la brillante reflexión que Alberto Garzón elabora en España.
De este modo, asoma un renacer del pensamiento de izquierdas en materia de cuestiones constitucionales. Primero se construye frente a los textos vigentes. Hay que subrayar tal paradoja. En todas partes las antiguas regulaciones, los compromisos sociales y políticos que fundaron las naciones se encuentran zarandeados por la competencia que el capital globalizado les obliga a enfrentar. Hay que reformarse constantemente, adaptarse, como si la obsolescencia programada invadiera todo el quehacer humano. Y, sin embargo, en semejante Maelstrom las viejas constituciones consideran cuestión de honor permanecer inmóviles, a pesar de que las de Francia y España ya no pueden ocultar su edad.
Francia convive todavía con el texto adoptado en 1958. Es un verdadero desfase sociotemporal el que nos separa de dicha época. Entonces, el 80 por 100 de una generación de franceses no había cursado bachiller (una proporción inversa a la de hoy), una cuarta parte de los jóvenes de 14 años trabajaban (hoy es ilegal el trabajo de los menores de 16 años), el 25 por 100 de la población se empleaba en la agricultura (un 3 por 100 hoy día), había tres canales nacionales de radio y uno solo de televisión (por ejemplo, hoy en Corea del Norte tienen tres). Aquel año las mujeres casadas no podían trabajar si no lo permitían sus maridos, mientras que eran ilegales la contracepción y el aborto. Por supuesto, no existían ni Internet ni la Unión Europea.
Todo ello explica que la cultura política de hoy tenga poco que ver con la de entonces. En 1958 dominaba una mentalidad patriarcal y rural en la que la autoridad del hombre mayor todavía no se discutía. Las instituciones derivadas de esa situación son de carácter personal, casi monárquico, y muy delegatorio, lo cual se entiende muy poco en un país donde la población altamente formada e informada expresa exigencias de argumentación y de información.
Tales fosos sociotemporales son también característicos de los países de la Europa del Sur, cuyas constituciones se redactaron bastante más recientemente pero a veces en procesos de transición que implicaban compromisos con las élites que habían mandado en las antiguas dictaduras. La amplitud de las transformaciones sociales y culturales por las que pasó España en un cuarto de siglo también ponen 1978 a años luz. Antes del pluralismo político, de la masificación de la universidad, de la movida…
En un mundo en el que la modernidad obliga a cambiar sin tregua, ¿por qué se empecinan las clases dominantes en mantener unas constituciones tan evidentemente superadas si no es porque sirven a sus intereses? Se ha establecido una alianza entre el capital financiero y las élites dirigentes de nuestros regímenes hasta fusionarse en una misma oligarquía. Paradójicamente, las constituciones concebidas para establecer la soberanía popular se han mostrado muy eficaces para dejarla fuera de juego.
¿Qué características de la soberanía figuran en nuestros actuales textos constitucionales? En primer lugar, una soberanía intermitente. No existe posibilidad alguna de participación popular fuera de los plazos electorales. Los dirigentes elegidos pueden mantenerse varios años en contra de la voluntad del pueblo, lo que, entre otras cosas, permite dejar incumplidas las promesas de sus campañas electorales. Asimismo, la adhesión al neoliberalismo de la socialdemocracia europea garantiza la impunidad a las clases dominantes. En unos sistemas fundados en el bipartidismo, queda garantizada la continuidad de las mismas políticas. Por cierto, los dirigentes políticos siguen expuestos a sanciones electorales, pero enseguida las atenúan las colocaciones en un grupo industrial o financiero importante o en posiciones de repliegue locales. Así, los intereses económicos dominantes nunca pierden… y lo saben. El lunes 7 de mayo de 2012, el día siguiente a que el presidente de los ricos, Nicolas Sarkozy, perdiera frente a François Hollande, la bolsa de París subió de manera espectacular en un 1,65 por 100. El día siguiente a la victoria de François Mitterrand en 1981, la caída había sido tan brutal que solo habían podido cotizarse diez sociedades, y fue necesario un año para que la Bolsa recuperara su nivel anterior.
En segundo lugar, se trata de una soberanía limitada. La participación en la Unión Europea acarrea transferencias de soberanía hacia instancias no elegidas. Unos componentes cada vez más esenciales de la administración pública vienen controlados por unas autoridades independientes… de los ciudadanos. Tales límites de soberanía no los puso solo una evolución reciente. El arcaísmo de nuestras constituciones deja de lado bastantes cuestiones esenciales de interés general las cuales se encuentran prácticamente entregadas a los intereses privados. Nuestros pergaminos constitucionales no dicen nada del sistema mediático, a pesar de su papel central en la vida democrática. Pero, sobre todo, no existe en nuestras constituciones algo apremiante en lo que se refiere al interés general más vital y más urgente del siglo XXI: el del medio ambiente.
Es evidente el contraste entre nuestro viejo continente constitucional y la vitalidad de las constituyentes latinoamericanas. Las de Ecuador y Venezuela, por ejemplo, prevén un referéndum revocatorio que permite al pueblo controlar a los elegidos. A partir de la mitad del mandato, una recogida de firmas —que es fijada en un 20 por 100 del censo electoral— pone en marcha la organización de un referéndum que permite suspender a un elegido. Las constituciones de Bolivia o Ecuador toman en cuenta la exigencia ecológica por medio de enfoques muy distintos. Es el caso de los derechos de la naturaleza en Bolivia o del buen vivir en Ecuador. En Argentina, una ley de prensa somete a debate democrático la organización del sistema mediático.
No propongo que se copien cada una de tales disposiciones en la futura Sexta República francesa o en la próxima Tercera República española. Solo quiero subrayar la audacia creadora de dichos pueblos. Otorga validez al procedimiento usado para reformar las instituciones: unas asambleas constituyentes que se fundan en una intensa participación popular. Con artículos de la constitución reproducidos en envases de pastas alimenticias, con millares de delegaciones locales recibidas por la Asamblea constituyente, programas intensos de alfabetización y hasta de inscripciones en los registros civiles. En dichos países el proceso constituyente fue un movimiento de inclusión política y social de aquella masa popular mantenida a raya por los regímenes oligárquicos anteriores. A tan densa participación popular se deben las mayores innovaciones de esos textos constitucionales.
Es fundamental, por consiguiente, que las nuevas constituciones que necesitamos sean obra de asambleas constituyentes elegidas con tal compromiso. No puede separarse el fondo de la forma. En el siglo XXI la emancipación supone una estrategia de revolución ciudadana, lo que significa que la acción ciudadana sea a la vez su fin y su medio. No imaginemos además que somos tan distintos de los pueblos latinoamericanos. El aumento de la pobreza es espectacular en la vieja Europa. La masiva abstención electoral es la señal de una exclusión política de gran dimensión. Los estragos del racismo disgregan a nuestros pueblos. Es vital, por consiguiente, fundar de nuevo nuestro pueblo y nuestras instituciones tomando como base un proceso que le permita apropiarse de nuevo de la soberanía popular.
Vivimos por supuesto en países más ricos que Bolivia o Ecuador. Ello implica también una responsabilidad muy particular. Nos toca iniciar la transición ecológica de nuestro modo de producción, el mayor desafío al que se enfrenta la humanidad de hoy. Ese campo implica una cuestión muy concreta de soberanía. Los representantes de los Estados firmaron varios textos para detener el calentamiento global. Algunos son probablemente sinceros. Pero las proclamas son impotentes mientras no surtan efectos en los modos dominantes de producir, de consumir y de intercambiar. La soberanía no puede quedarse fuera de tal empresa. El interés general se ve afectado totalmente por la manera de producir los bienes más numerosos en nuestras civilizaciones materiales. La ley debe tener la posibilidad de establecer normas ambientales; pero ello no basta, pues es imposible que se ponga a un funcionario público detrás de cada máquina, de cada vaca para verificar si se respeta la legislación. ¡Nos encontraríamos en la pesadilla orwelliana de 1984! Tiene que ser acentuado el poder de control de los asalariados, ya que estos conocen las modalidades de producción. La empresa tiene que garantizarles derechos efectivos para que puedan hablar y decidir.
La soberanía popular es un requisito previo para la cuestión de la república. También lo es para la ecología y para el socialismo. En una palabra, para la izquierda. La soberanía popular anuncia que la izquierda está volviendo.