3. La democracia griega y de los antiguos

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LA DEMOCRACIA GRIEGA Y DE LOS ANTIGUOS

Las primeras reflexiones sobre democracia en Occidente surgen en Atenas en torno al siglo V a. n. e. y representan el inicio de la tradición política republicana, en la que se aspira a la participación política pública y a la igualdad entre los ciudadanos. De hecho, a la hora de reflexionar sobre la mejor forma de organizar una comunidad, los pensadores clásicos dieron muchas vueltas a diversos temas que aún hoy siguen de ferviente actualidad y que conviene repasar para repensar nuestros sistemas políticos modernos.

Para los pensadores griegos, el conflicto fundamental se daba entre los intereses de una minoría rica, la aristocracia u oligarquía, y una mayoría pobre, el dêmos. Habiendo sido la Antigua Grecia un espacio político donde proliferaban los tiranos, que se autootorgaban el poder máximo, las reflexiones democráticas giraron en torno a los diseños institucionales que consiguieran evitar esas formas políticas autoritarias. Pero a la hora de deliberar sobre ello, surgían continuamente dilemas en torno a la aptitud y capacidad de los más pobres para tomar decisiones.

Mientras los líderes y pensadores democráticos como Efialtes (¿?-461 a. n. e.) y Pericles (495-429 a. n. e.) procuraron que todos, ricos y pobres, tuvieran el mismo poder, otros líderes y pensadores como Solón (638-558 a. n. e.), Clístenes (570-507 a. n. e.) y, sobre todo, Platón (427-347 a. n. e.) y Aristóteles (384-322 a. n. e.) pensaron que aquello era un error y apostaron alternativamente por regímenes mixtos donde el poder de los pobres quedara compensado con el poder de una élite oligárquica. Las preguntas que entonces se hicieron los pensadores griegos marcaron el pensamiento político antiguo, pero también el moderno, y por ello son objeto de reflexión aún hoy. ¿Tienen todos los ciudadanos la misma capacidad para tomar decisiones? ¿Qué personas pueden disfrutar de los derechos políticos, es decir, ser ciudadanos? ¿Quién queda excluido del concepto de ciudadanía?

De la democracia templada a la democracia radical

DE LA DEMOCRACIA TEMPLADA A LA DEMOCRACIA RADICAL[1]

Hasta finales del siglo VI a. n. e., Atenas vivió bajo diversos regímenes aristocráticos y tiránicos. Aunque en nuestra concepción habitual confundimos el concepto de tiranía con el de oligarquía, por lo que sabemos las tiranías arcaicas y clásicas tenían por lo general una base popular. Así, los tiranos gozaban de la confianza del pueblo porque la tiranía se basaba fundamentalmente en el odio contra los ricos.

Durante los períodos aristocráticos la institución con más poder fue el Consejo del Areópago, un tribunal administrativo y de justicia compuesto solo por ricos y aristócratas, quienes además ostentaban el cargo con carácter vitalicio y cuya leyenda sugiere una procedencia divina. La institución que le seguía en importancia era el arcontado, formada por nueve miembros (arcontes) que pertenecían también a las clases más ricas y quienes además serían los que pasaran a ser miembros del Consejo del Areópago al transcurrir unos años. Se trataba, en resumen, de una sociedad estratificada y con el poder político muy desigualmente distribuido. Cuando devenían los períodos tiránicos, que como hemos dicho eran momentos históricos contra los ricos, era habitual que el tirano manipulara en su favor al Consejo del Areópago y al resto de las instituciones.

Allá por el año 570 a. n. e., la comunidad ateniense se encontraba bajo una tensión social que fácilmente podía acabar en guerra civil (stásis, momento de conflicto entre dos partes). Hay varias razones que subyacían. En primer lugar, se venía produciendo un acaparamiento de tierras muy intenso por parte de la aristocracia. En segundo lugar, durante años creció y creció el número de habitantes necesitados de tierras, lo cual agravaba el problema. En tercer lugar, los pobres tenían que pedir prestado a los ricos con la garantía de su propia libertad, con lo que en caso de no poder pagar pasaban a ser esclavos de los acreedores.

En ese contexto, los eupátridas («los bien nacidos» en griego) concentraban tanto el poder económico, a través de la propiedad de las tierras, como el poder político, por su control sobre las más importantes instituciones atenienses (los arcontes y el Consejo del Areópago). En un intento de evitar la violencia que aquellas tensiones pudieran desatar, los atenienses escogieron como líder a Solón, quien a continuación se encargó de redactar una constitución para Atenas. Solón era un aristócrata con muy buena fama entre los atenienses por su carácter moderado y su buen hacer como mediador entre aquellos dos bandos aparentemente irreconciliables, el de los pobres y el de los aristócratas. Precisamente el objetivo de Solón fue el de mitigar las desigualdades entre ambas partes a través de una serie de reformas. Su aspiración no era otra que alcanzar la eunomía, un buen orden capaz de conseguir el equilibrio entre clases, y evitar así la hybris, la desmesura.

Con aquella constitución, Solón estaba fundando una timocracia[2] en la que se dividía a los ciudadanos en cuatro clases sociales (pentakosiomedimnoi, hippeis, zeugitai y thêtes), clasificadas en función del volumen de su producción agrícola, y a las cuales se les otorgaba diferentes poderes políticos. Así, las dos clases superiores podían acceder a todos los cargos públicos, mientras que las dos últimas tenían restringido el acceso a las instituciones, si bien adquirían también nuevos derechos, como el de poder elegir a algunos cargos. Además, para hacer frente a la enorme influencia del Consejo del Areópago, formado solo por aristócratas, Solón creó la Bulé, el llamado Consejo de los Cuatrocientos, formado por cien individuos de cada nueva clase. Asimismo, Solón dio más peso a la Asamblea de ciudadanos (Ekklesia) y creó un tribunal de justicia (Heliaia) donde tenían representación todas las clases sociales. En definitiva, en la constitución de Solón los derechos políticos quedaron mejor distribuidos y empezaron a determinarse por la riqueza y no por el linaje, como había ocurrido hasta entonces.

No obstante, Solón no fue un demócrata y nunca puso en entredicho la división por clases sociales ni el desigual reparto de derechos políticos. Eso sí, con sus reformas sentó las bases del sistema democrático y probablemente sin aquellas no hubiera sido posible la democracia ateniense tal y como la conocemos actualmente.

En todo caso, por aquel tiempo los pobres reclamaban la condonación de las deudas y la redistribución de las tierras, algo no ajeno a nuestro tiempo actual. Solón supo escuchar parte de estas demandas y aprobó la abolición de la esclavitud por deudas, un mecanismo que había sido muy útil para los acreedores y que provocaba que los propios atenienses pudieran ser convertidos en esclavos. Efectivamente, las reformas de Solón permitieron liberar a todos los atenienses que hubieran sido esclavizados, así como cancelar las deudas del estrato social más bajo. Eso sí, a Solón solo le preocupó el fomento de la paz social entre los ciudadanos atenienses, exclusivamente varones, de modo que no abolió la esclavitud de los extranjeros ni cambió el estatus de subordinada que tenía la mujer.

Los principales beneficiados de aquellas reformas fueron los hektêmoroi, un colectivo en servidumbre que debía pagar una sexta parte de la cosecha a los eupátridas. No obstante, Solón también reformó la justicia, permitiendo que cualquiera pudiera denunciar un delito, pues hasta entonces solo la víctima o un pariente de la víctima podían hacerlo. Además, redujo las penas para algunos delitos y aprobó amnistías para los desterrados. Tiempos de reformas, qué duda cabe.

Por otra parte, si bien Solón mostró una enorme animadversión hacia el egoísmo de los ricos, cuya riqueza definió siempre como temporal y contra quienes aprobó leyes que limitaban la ostentación, también condenó las aspiraciones revolucionarias de carácter igualitario de los pobres. Él tenía claro que había que reducir su sufrimiento, pero no negó la necesidad de conservar los privilegios de los ricos. Dado que las fuentes más directas son los poemas del propio Solón, conviene repasar aquellos versos donde él mismo lo explica con claridad:

Al pueblo [dêmos] le di todo el poder que le hace falta

sin privarlo de honor ni darle de más.

Y de los que tenían poder y por sus riquezas eran admirados,

también me cuidé de que no sufrieran agravio alguno.

Resistí cubriéndolos a ambos con un sólido escudo

y no permití que ninguno de ellos venciera con injusticia.

Aquí hay un elemento importante. Obsérvese que para Solón, como para los griegos durante la mayor parte de la época antigua, el demos no era el pueblo en su concepción actual, sino que hacía referencia a los estratos sociales más pobres, de manera antitética a como se definía a los ricos. Así pues, el concepto de democracia era entendido no tanto como el poder del pueblo sino como el poder de los pobres.

De hecho, demokratia fue originariamente un término violento y polémico contra el que se rebelaron muchos pensadores y líderes, como el propio Aristóteles. La palabra griega krátos significa fuerza y solidez, pero también superioridad. Y como componente de democracia y aristocracia significa poder político, es decir, la capacidad de tomar decisiones colectivas. Con lo cual democracia podía significar tanto el gobierno de los pobres, que coincidía con la mayoría, como el gobierno de la Asamblea de todos los ciudadanos.

A Solón le siguió en el poder la tiranía de Pisistrato (607-527 a. n. e.), pero este fue derrotado por Clístenes, también aristócrata y antiguo arconte. A pesar de eso, Clístenes también estableció una alianza con el dêmos y profundizó las reformas de Solón. Entre las novedades se incluyó la creación de una nueva unidad político-territorial, el dêmos, donde podía registrarse el ciudadano y disfrutar de nuevos derechos políticos.

Clístenes intentó consolidar el equilibrio que buscaba Solón. Para ello diseñó nuevas instituciones que quebrasen aún más la preponderancia de los aristócratas y en las que los ciudadanos de todas las clases trabajaran juntos, lo cual teóricamente ayudaría a destensar las relaciones. Asimismo, redujo las restricciones para acceder a los cargos públicos y dio más poder a la Asamblea de ciudadanos (ekklesia) frente al aristocrático Areópago. Clístenes creó también nuevos mecanismos que evitaran la vuelta de la tiranía, siendo el más famoso de ellos el ostracismo, por el cual los atenienses podían expulsar de la ciudad durante diez años a quienes a su juicio supusieran un peligro para la ciudad.

En definitiva, tras las reformas de Solón y Clístenes se consolidó una versión de democracia templada que duró casi doscientos años, gracias a la cual los aristócratas compartieron espacios de poder con el dêmos, los estratos pobres de la sociedad. Fueron un período y un diseño institucional que más tarde añorarían pensadores como Platón y Aristóteles.

Y lo añorarían porque, más de un siglo después, algunos líderes atenienses consideraron necesario reducir aún más los privilegios aristocráticos y profundizar en los aspectos democráticos. Dichas reformas comenzaron con Efialtes y se culminaron con Pericles, en un período conocido como «democracia radical». Ambos líderes suelen ser considerados miembros del partido democrático, si bien cabe añadir que entonces no existían los partidos tal y como hoy los conocemos. Lo que ocurría es que los ciudadanos se congregaban en torno a algunos líderes y los seguían en sus líneas políticas. Y los bandos, o partidos, en pugna constante por aquellos tiempos eran el democrático y el aristocrático u oligárquico.

El objetivo de Efialtes fue dar más poder al dêmos, para lo cual abrió aún más el acceso de la mayoría de las magistraturas a todos los ciudadanos atenienses, a excepción del estrato más bajo. Además, la mayoría de las funciones del Areópago fueron suprimidas, con lo cual la Asamblea se convirtió en el verdadero poder existente. Efialtes también estableció la selección de cargos públicos mediante sorteo, mecanismo que se consideraba más justo que el sistema de elecciones. Y es que las elecciones eran vistas como un instrumento aristocrático, en tanto en cuanto significaban la diferenciación de la población entre selectos y no selectos, entre algunos válidos y otros, la mayoría, no válidos. Así, los sorteos, que no discriminaban entre la población ciudadana, eran teóricamente más justos.

Tras el asesinato de Efialtes por un complot aristocrático, Pericles profundizó en el modelo de democracia radical y, entre otras cosas, siguió facilitando la participación del dêmos, los pobres, en la vida pública. Así, extendió la elección por sorteo a todos los cargos públicos e introdujo unos procesos legales llamados dokimasia y euthunai, por los cuales los representados realizaban un escrutinio público a cada cargo público antes y después del mandato: una especie de rendición de cuentas. Con la constitución democrática radical también se logró que las mujeres pudieran acceder por primera vez a las asambleas. Una de las mujeres más notables fue Aspasia de Mileto, compañera de Pericles y maestra de oratoria de muchos atenienses.

Sin embargo, las guerras del Peloponeso supusieron un golpe definitivo a la democracia diseñada por Efialtes y Pericles. El empobrecimiento de las arcas públicas y de los ciudadanos conllevó tumultos y conflictos políticos de notable importancia. Los aristócratas acusaron a las reformas democráticas de los problemas y consideraron excesivo el poder del demos, y terminaron por tildar la democracia radical de «tiranía de la mayoría». Diversos pensadores y líderes griegos, como Isócrates (436-338 a. n. e.), Tucíclides (460-396 a. n. e.), Platón o Aristóteles, consideraron que no había sido buena idea permitir que las multitudes apasionadas y sin capacidad de juicio tomaran decisiones tan importantes. Así, apostaron por una versión de la democracia más equilibrada y que compensara la participación del demos con la dirección de la aristocracia.

En su obra La República, Platón planteó esa misma idea al describir una comunidad utópica en la que la población quedaba dividida en tres estratos: trabajadores, guerreros y gobernantes. Los gobernantes debían ser los más sabios, los amantes del saber, los filósofos. Para Platón la democracia era un bello ideal, pero manifestaba problemas al no tener en cuenta la incompetencia intelectual y moral de las masas. Frente a la maldad y anarquía del dêmos se situaban la capacidad y la bondad de la aristocracia, a la que por cierto él pertenecía. La solución residía, en consecuencia, en diseñar un gobierno equilibrado al estilo del que había dominado en los tiempos de Solón y Clístenes.

No obstante, Platón era consciente de que en La República estaba describiendo una comunidad donde cada hombre se comportaba como el autor consideraba que debía ser, y no tal y como era en realidad. Por eso redactó otra obra, Las Leyes, donde se describía una comunidad distinta. En esta ocasión la dictadura no era de los sabios sino de las leyes, eso sí, elaboradas por los sabios.

Heródoto (484-425 a. n. e.), que vivió en la época de Pericles, había sido el primer pensador en diferenciar los tipos de constitución o de régimen político, que luego recogió Platón. Por una parte existiría la monarquía, o poder de una sola persona. Por otra parte estaría la aristocracia, o poder de unos pocos. Y finalmente estaría la democracia, o poder de todos. Para Heródoto la mejor opción era la democracia, en la que los cargos públicos son elegidos por sorteo, los magistrados han de rendir cuentas y todas las decisiones deben ser refrendadas por el pueblo. Para Platón, sin embargo, cada uno de esos sistemas tenía una versión degenerada a la que se tendía siempre. Así, la monarquía degeneraba en tiranía. La aristocracia degeneraba en oligarquía y la democracia degeneraba en democracia, llamada igual. En consecuencia, Platón planteó la necesidad de establecer un sistema que combinara todas esas constituciones, es decir, un régimen mixto.

Aristóteles recogió el testigo de dichas clasificaciones y las ajustó a su ideario. Para él, el gobierno perfecto era la politeia, o gobierno de los rectos, que se diferenciaba claramente de la monarquía y de la aristocracia. La politeia era la combinación de elementos democráticos con elementos oligárquicos, todo lo cual permitiría frenar los excesos de los pobres y daría estabilidad a la comunidad política. Más o menos como había sido común en los años de la democracia templada de Solón y Clístenes. Sin embargo, advertía Aristóteles, la politeia podía degenerar en la democracia, o gobierno de la muchedumbre, como en efecto había ocurrido en tiempos de Efialtes y Pericles.

Como todos los autores griegos, Aristóteles pensaba que la comunidad política estaba marcada por la confrontación entre los ricos y los pobres, y que de ahí nacían las constituciones oligárquicas o democráticas. Como para él los ricos eran personas virtuosas y los pobres, personas viciosas, lo que recomendaba era la instauración de una constitución mixta.

Así pues, la democracia aparecía como una institución política que podía amoldarse a diferentes esquemas, según fuese pensada por uno u otro autor. Las diferencias entre la democracia templada y la democracia radical son en todo caso notables, y reflejaron la pugna política entre aquellos dos bandos irreconciliables en la época de los antiguos.

No obstante, una de las paradojas de la democracia griega es que su instauración y consolidación vino determinada por la alianza entre los aristócratas griegos prodemocráticos y la aristocracia espartana, en absoluto democrática. Así, la democracia no llegó como resultado del buen pensar de algunos líderes, sino como resultado de elementos políticos, sociales y económicos que hicieron factible su puesta en marcha.

De hecho, también fue determinante la afluencia masiva de personas provenientes de fuera de la ciudad, de la villa, llamados por esa razón «villanos», repudiados por la aristocracia. Cabe decir que entonces, como hoy, las palabras reflejaban la ideología del momento histórico, con todas sus connotaciones positivas y negativas. Así, a los de abajo se los llamaba peyorativamente dêmos (pueblo), plêtos (masa, plebe), oi polloi (los muchos) y ochlos (la turba), mientras que a los de arriba se los consideraba alternativa y positivamente oligoi (los pocos), plousioi (los ricos), euporoi (de buenos recursos), gnorimoi (notables o principales), dunatoi (poderosos) y beltiones o aristoi (los buenos, mejores).

La República romana

LA REPÚBLICA ROMANA

Finalmente, las instituciones de la democracia griega terminaron de sucumbir bajo la conquista de Filipo II (382-336 a. n. e.), padre de Alejandro Magno (356-323 a. n. e.) y rey de Macedonia. Las ciudades republicanas dejaron de ser independientes y pasaron a ser súbditas del imperio de Macedonia. Sin embargo, la cultura helenística iría siendo absorbida tanto por los macedonios —de cuyo príncipe, Alejandro, fue tutor Aristóteles— como por los romanos.

Por otra parte, en la región del Lacio el último rey había sido expulsado en el año 599 a. n. e., y desde entonces había perdurado una república que, poco a poco, fue afianzando aspectos democráticos. A finales del siglo III a. n. e. se terminó de consolidar una institución republicana que duraría hasta la tiranía de Julio César (100-44 a. n. e.). No obstante, el aparato institucional de Roma siempre fue más sencillo que el griego, y en ningún caso alcanzó las cotas democráticas de sus vecinos helenos.

Al inicio de la República romana la tierra estaba muy repartida entre los ciudadanos, pero la oligarquía romana realizó un fuerte proceso de concentración de tierras que acrecentó enormemente la brecha entre ricos y pobres, hasta el punto de que para el siglo I a. n. e. la república no tenía ya soporte popular y estaba condenada a su desaparición.

El historiador romano Polibio (200-118 a. n. e.) consideró, de manera similar a como había reflexionado Aristóteles, que el éxito de las instituciones romanas residía en un punto intermedio entre la excesiva riqueza y las ansias de la muchedumbre. Consideró que el problema de las ciudades griegas había sido la democracia, esto es, la dictadura de los pobres, y apostó por un sistema mixto que contuviera elementos tanto monárquicos como democráticos y aristocráticos. De hecho, Polibio creó el concepto de anacyclosis, con el cual se refería al proceso según el cual cada sistema político tiende siempre a degenerar, de forma parecida a lo que pensaban los autores griegos. El historiador romano asumía que aquel era un proceso inevitable, pero que podía frenarse con la instauración de un sistema mixto.

No obstante, el pensador republicano romano más conocido fue Marco Tulio Cicerón (106-43 a. n. e.), quien recogió las enseñanzas de los pensadores griegos y las adaptó a las circunstancias romanas. Así, Cicerón definió los sistemas políticos como regnum o rex (gobierno de uno, monarquía), optimates o civitas optimatum (gobierno de selectos, aristocracia) y civitas popularis (gobierno del pueblo, democracia). También fue Cicerón el primero que definió la res publica como la cosa del pueblo, regida por leyes e igual para todos.

Cicerón definió la libertad como la no dependencia de nadie salvo de la Ley, que sería la que hace libres a todos. De ahí que dejara escrito que «somos esclavos de la ley para ser libres». En todo caso, para Cicerón las instituciones republicanas no bastaban para conservar la paz, hacía falta que los ciudadanos fuesen virtuosos, esto es, dedicados a promover el bien común a través del servicio público. También había en Cicerón un fuerte entramado moral, que cuajaría más tarde en el cristianismo, según el cual se proclamaba la igualdad universal de todos los seres humanos en dignidad. Para él, por encima del amor a la república se encontraba el amor a la Humanidad.

Cicerón, como otros aristócratas de la República romana partidarios de un sistema político mixto, se opuso al ascenso al poder de Julio César y, más tarde, al de Octavio (63 a. n. e.-14) y Marco Antonio (83-30 a. n. e.). El complot contra Julio César fue, en realidad, una revuelta aristocrática contra el poder creciente del líder romano. César había tomado una especie de tercera vía entre el régimen oligárquico y el régimen popular, y apoyándose en las legiones y el pueblo (que provienen de la misma raíz latina: populus), se rebeló contra la aristocracia que controlaba el Senado.

Los republicanos romanos consideraron siempre que César se había convertido en un tirano y que se había aprovechado de su cargo de dictador. Esto puede sonar extraño a nuestros oídos, que se han acostumbrado a considerar como equivalentes las nociones de tiranía, despotismo y dictadura. En el mundo romano, sin embargo, la dictadura no tenía connotaciones negativas. Se trataba de una capacidad temporal que se concedía legalmente a un magistrado para realizar tareas extraordinarias, como «una situación de guerra (dictator rei publicae gerundae causa) o el apaciguamiento de una rebelión (dictator seditionis sedandae causa[3]. La dictadura era el momento en el que se disolvía la tradicional distinción entre la legislación dentro de la ciudad (que imponía límites) y las de fuera de la ciudad (donde no había límites). En todo caso, «el dictador era nombrado solamente mientras durara su misión extraordinaria, que no pasaba de seis meses, o permaneciera en su cargo el cónsul que lo había nombrado»[4]. Curioso, entonces, que en la Antigüedad la noción de dictadura tuviera connotaciones positivas mientras que la noción de democracia presentara connotaciones negativas. Tal era el sentido común entonces.

Cicerón fue asesinado años más tarde, como también murieron en menos de tres años todos los cómplices del asesinato de Julio César. Pero la muerte de César no detuvo la caída de la República romana, que cedió definitivamente el poder al imperium romano. La distancia que había generado la República romana entre ricos y pobres había hecho imposible mantener la estructura republicana, y la muerte de Julio César solo fue la muerte de un hombre, y no del sistema que inauguraba. Como afirma Luciano Canfora (1942), «cuando su poder perdura, se debe ser realista y reconocer que el tirano es alguien que tiene de su parte a fragmentos más o menos grandes, o incluso muy grandes, de la sociedad»[5]. Por lo tanto, insiste el filósofo italiano, «el problema es derrotarlo políticamente, no acabar con esa persona en singular»[6].