7. La democracia secuestrada por el mercado
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LA DEMOCRACIA SECUESTRADA POR EL MERCADO
En los capítulos precedentes hemos podido comprobar que la historia de la sociedad es también la historia de la disputa política entre movimientos democratizadores y movimientos oligárquicos o elitistas, entre la mayoría y la minoría social, entre los de abajo y los de arriba, o incluso entre capitalistas y trabajadores según sea el punto de vista del análisis. En todo caso, en la mayoría de los países de Occidente el resultado de esas luchas ha sido la consecución de una democracia procedimental, por un lado, y de ciertos rasgos de una democracia sustantiva, por otro. Así, al conjunto de reglas que describen un sistema democrático (elecciones periódicas, pluralidad de partidos políticos, libertad de expresión, etc.) se ha sumado la consolidación de ciertos derechos económicos y sociales tales como el derecho a la sanidad y a la educación pública. Dicho de otra forma, a los procedimientos formales de la democracia se ha sumado la construcción de un Estado de bienestar que, de forma distinta según los países, ha servido para garantizar un cierto nivel de vida digno a los ciudadanos.
Sin embargo, hasta ahora no hemos atendido más que transversalmente a cómo los cambios económicos modifican los intereses de los distintos sectores de la población y condicionan las instituciones públicas, entre ellas la democracia. De hecho, en la actualidad podemos comprobar que los grandes cambios políticos que se están efectuando se suelen justificar en aras de la necesidad económica. Por lo tanto, sabemos que existe una relación importante entre el funcionamiento del sistema económico y la democracia.
Nuestra tesis es que debemos analizar los cambios del propio sistema económico, el capitalismo, para entender el tipo de democracia que tenemos. Ello nos servirá, además, para poder saber cómo será tanto la que se está diseñando desde las élites como la que queremos construir desde abajo. Entendemos que en la actualidad, y dadas las necesidades del capitalismo, tanto la democracia en su enfoque procedimental como la democracia en su enfoque sustantivo se han convertido en obstáculos para el propio capitalismo y sus élites. En realidad, tales obstáculos están siendo derribados en el marco de un proceso de desdemocratización caracterizado por la subordinación de toda institución pública, desde el Congreso hasta la Constitución, a las necesidades que garantizarían la supervivencia del capitalismo. En este proceso desdemocratizador, el papel de la Unión Europea y el tipo de capitalismo en España son cruciales.
Los cambios del capitalismo
LOS CAMBIOS DEL CAPITALISMO
Los sistemas económicos son «distintos modos de organizar la actividad económica y las relaciones económicas entre los miembros de la sociedad con el fin de obtener un determinado nivel de producción»[1]. El capitalismo es, en este sentido, un sistema de carácter histórico y circunscrito a la época contemporánea. Surge de un modo violento, empujado por circunstancias políticas, tecnológicas, geológicas, entre otras, y adquiere formas diferentes según el territorio; poco a poco, va otorgando al mercado libre un papel prioritario como dispositivo regulador de la vida social. Esa naturaleza dinámica es la responsable de que el capitalismo se transforme en el tiempo, modificándose su configuración y la articulación de sus componentes, todo lo cual, naturalmente, afecta a cómo se relacionan las clases sociales entre sí.
De ahí que sea necesario hacer un breve repaso a los más importantes acontecimientos que han ocurrido en la economía mundial a lo largo de las últimas décadas, haciendo especial hincapié en dos fenómenos muy interrelacionados: el surgimiento del neoliberalismo y el desarrollo de la financiarización.
Como es bien sabido, después de la Segunda Guerra Mundial en los países capitalistas occidentales se pusieron en marcha una serie de reformas estructurales destinadas a recuperar la actividad económica tras la devastación bélica. A esa época de posguerra que va desde finales de los años cuarenta hasta inicios de los setenta también se la denomina «capitalismo dorado», por los altos niveles de crecimiento económico obtenidos, o «capitalismo keynesiano», en alusión al inspirador teórico de las reformas. Los motores del modelo de acumulación de posguerra[2] fueron tanto el gasto público, basado en un sistema fiscal muy desarrollado, como el consumo privado, basado a su vez en salarios crecientes en el tiempo. Además, el Estado controlaba un número considerable de grandes empresas e imperaba jurídicamente una fuerte regulación de la actividad financiera y laboral. Este último rasgo es crucial, ya que todo el sistema dependía de que los trabajadores recibieran partes importantes de la riqueza generada cada año, para que de ese modo pudieran consumirla en las empresas. Y para conseguirlo se institucionalizó un pacto capital-trabajo, esto es, un pacto entre trabajadores y empresarios caracterizado por el reparto de las rentas generadas por la actividad económica.
No obstante, en los años setenta del mismo siglo devino en el mundo desarrollado una crisis estructural que tuvo su reflejo en el estancamiento de la producción, de la inversión y de la productividad, el aumento de la inflación, el incremento del desempleo y una agudización de los desequilibrios internacionales, entre otros problemas. Por otra parte, las expresiones más obvias de la crisis fueron la declaración de quiebra del sistema monetario internacional de Bretton Woods en 1971 y la espectacular subida de los precios del petróleo en 1973[3].
Con esta crisis, tal y como indica Enrique Palazuelos, «quebró un modelo de acumulación que durante los cincuenta y sesenta había proporcionado a las economías desarrolladas un crecimiento económico elevado y relativamente estable»[4], teniendo dicha quiebra como consecuencias, entre otras, el «descenso de la tasa de rentabilidad de las empresas, la ruptura de los mecanismos redistributivos y de consenso social, y la descomposición del marco de relaciones económicas internacionales que hasta entonces habían estado vigentes»[5]. Es decir, el capitalismo se colapsaba por agotamiento del sistema imperante desde el final de la Segunda Guerra Mundial.
Tras aquella crisis, no obstante, se llevaron a la práctica unas medidas denominadas «políticas de ajuste», cuyo objetivo central era posibilitar nuevos espacios de ganancia empresarial. Teóricamente así se recuperaría la actividad económica, pero ahora ya no a partir de un esquema basado en el pacto capital-trabajo sino en otros fundamentos bien distintos.
Como vimos en el primer capítulo, aquellas medidas fueron legitimadas sobre las bases teóricas del neoliberalismo, la ideología que se convirtió en dominante en las décadas posteriores. Si bien la recuperación de la tasa de ganancia empresarial era el objetivo básico, los mecanismos por los cuales los gobiernos neoliberales trataron de alcanzar sus metas fueron, por un lado, el de la «ampliación de espacios de acumulación y ganancia a costa del sector público» y el de la «ruptura de los marcos regulatorios nacionales», y, por otro lado, el «ensanchamiento de los márgenes de ganancia en todos los sectores (recortes sociales, desregulación…)»[6].
El propio desarrollo poscrisis en conjunción con la aplicación de las políticas de naturaleza neoliberal provocó cambios de notable importancia en la configuración económica mundial. Se aceleró la globalización financiera y se transformaron tanto las relaciones entre agentes económicos como entre el sector productivo y el sector financiero. Todos esos cambios, o gran parte de ellos, han llevado a muchos autores a hablar de financiarización de la economía. En efecto, la literatura económica ha reconocido que la noción de financiarización cubre un amplio rango de fenómenos, tales como la desregulación financiera y la proliferación de nuevos instrumentos financieros; el cambio en la naturaleza de los sistemas financieros; la emergencia de los inversores institucionales; la liberalización de los flujos de capital internacionales y el incremento de la inestabilidad en los mercados de tipo de cambio; el incremento de la importancia de la financiación basada en los mercados en relación con la basada en los bancos; el incremento de la actividad no crediticia de los bancos comerciales, o el creciente poder de los accionistas en relación con los directivos y trabajadores, entre otros[7].
En todo caso, el crecimiento económico reciente en los países de Occidente ha sido más bien decepcionante. Ello significa que el modelo de acumulación neoliberal ha sido incapaz de mejorar las cifras que había proporcionado el modelo de acumulación de posguerra, al menos en los países más desarrollados. Algo fallaba en el esquema neoliberal. Y la principal responsabilidad recaía en la nueva relación existente entre capital y trabajo, es decir, en cómo se trataba ahora la conflictiva relación entre empresarios y trabajadores.
Como hemos dicho, el llamado capitalismo dorado o de posguerra se caracterizaba por un pacto capital-trabajo en el que ambas partes colaboraban cooperativamente bajo un sistema win-win (en el que todos ganan). Tal sistema solo podía funcionar en la medida en que se produjera un continuado incremento de la productividad, lo que permitía a su vez que crecieran tanto los beneficios como los salarios. Sea por el potencial de crecimiento (debido a la necesidad de reconstruir un mundo destruido por la guerra) o sea por las nuevas capacidades tecnológicas (estrechamente vinculadas a la industria militar), el capitalismo de posguerra permitió un pacto capital-trabajo en las sociedades capitalistas.
Cuando este sistema y todos sus rasgos internacionales (desde los financieros hasta los geopolíticos) se vinieron abajo en torno a la década de los ochenta, el nuevo contexto institucional —las nuevas reglas de juego— quedó marcado por una interpretación neoliberal de la crisis. Según este enfoque, el problema residía en el excesivo intervencionismo del Estado en los mercados y en la fortaleza negociadora de los sindicatos, razón por la cual la solución radicaba en la reducción de ambos aspectos.
El ámbito laboral fue de nuevo clave. La lucha encarnizada contra los sindicatos, reduciendo su capacidad negociadora, junto con la propia dinámica del sistema (que terciarizaba la economía, dejando en segundo lugar las fuertes industrias con grandes masas de trabajadores afiliados a sindicatos), llevó a un reparto cada vez más desigual de la tarta. El pacto capital-trabajo se deshacía en pedazos. La experiencia del plan Meidner, en la Suecia más socialdemócrata de la historia, reflejó dramáticamente toda la época[8].
Como consecuencia de todo lo anterior, y debido al contexto de aplicación de las políticas neoliberales, desde la década de los ochenta uno de los efectos más llamativos en todas las economías ha sido el incremento de la desigualdad medido a partir de la distribución funcional, que mide la parte de la renta que corresponde a salarios, de un lado, y a beneficios empresariales, del otro. En concreto, la participación salarial en la renta ha decrecido sistemáticamente en todo el mundo, con su inverso en el crecimiento de la participación de los beneficios en la renta[9].
Este fenómeno podría explicar el menor nivel de crecimiento económico durante la etapa neoliberal. Y es que las rentas salariales son no solo un coste para las empresas, sino también su principal fuente de demanda. Y sin suficiente demanda, los empresarios no pueden vender su producción y el sistema entra en crisis. Algo que el empresario estadounidense Henry Ford supo ver cuando en 1914 decidió incrementar los salarios a sus trabajadores para facilitar que comprasen los propios productos que la empresa fabricaba.
Fuente: AMECO (2013)
De hecho, la reducción de las rentas salariales en todo el mundo provocó un efecto contradictorio. En primera instancia las empresas vieron aumentado su margen de beneficio, ya que sus costes laborales se redujeron. Eso ayuda a estimular la inversión y el crecimiento económico, y es lo que predice la teoría económica dominante. Pero en segunda instancia, y al ser la reducción de costes laborales un fenómeno generalizado, también se redujo la demanda total, y en consecuencia la rentabilidad de la inversión. Es fácil de ver. A una empresa puede convenirle que sus propios trabajadores cobren menos (y así la empresa gana más), pero es imposible que le convenga que los trabajadores del resto de las empresas vean igualmente mermados sus salarios, dado que son su fuente de mercado. Así es la contradicción central del capitalismo, la relación capital-trabajo.
En efecto, el problema que emerge bajo el neoliberalismo es el de la falta de fuentes de demanda, y es que donde antes había salarios que creaban mercado ahora no había nada. Sin embargo, también sucedía que como la participación de los beneficios en la renta fue creciendo paralelamente, se fue acumulando una gran cantidad de dinero ocioso, esto es, dinero que no se destinaba a la inversión productiva pero que buscaba otras formas de revalorizarse. Dado que los salarios habían perdido peso, y con ellos también el consumo privado, entonces la inversión productiva aparecía como menos apetecible a los empresarios. Estos decidieron dedicar cada vez mayores partes de sus beneficios al reparto de dividendos y a la inversión financiera.
Y gracias a las nuevas reglas de juego resultaba mucho más rentable invertir en los mercados financieros (deuda pública, deuda privada, acciones, futuros…) que en la economía real (industria, turismo…), todo lo cual estimula igualmente el crecimiento económico. Con el riesgo, comprobado está, de la inestabilidad financiera asociada y de la emergencia sistemática de crisis financieras derivadas de los estallidos de las burbujas. La crisis de las «puntocom» a principios del siglo XXI o la reciente crisis de las hipotecas subprime son buenos ejemplos de ello.
Ahora bien, aunque la reducción del peso de la participación salarial ha ocurrido en todas partes, también es verdad que no en todos los países se ha cristalizado o resuelto de la misma forma. De hecho, algunos países han compensado esa pérdida de peso salarial recurriendo a las exportaciones, es decir, a la demanda externa, mientras que otros lo han compensado recurriendo al crédito, o lo que es lo mismo, al endeudamiento. En conjunto se ha consolidado un modelo simbiótico, con partes que se necesitan mutuamente, basado en la relación que existe entre los países que exportan más de lo que importan y los países que importan más de lo que exportan, siendo también los primeros los que prestan el dinero que les falta a los segundos[10].
La propia financiarización de la economía mundial ha permitido a todas las economías capitalistas esquivar la crisis que hubiera provocado, en distinto contexto, la desigualdad creciente. En particular, países como España, Grecia o Portugal han podido crecer económicamente a ritmos elevados a pesar de mostrar cada vez mayor desigualdad en la distribución funcional de la renta. La razón está en que sus fuentes de demanda efectiva también han sido virtuales, como demuestra el creciente endeudamiento privado, que ha permitido a la burbuja inmobiliaria seguir manteniéndose hasta su pinchazo (y que ha dejado tras este un enorme reguero de deudas).
En definitiva, el crédito ocultaba en muchas economías, y entre ellas la española, una realidad subyacente mucho más dramática. Pero a la vez este hecho permitía a la economía crecer a tasas suficientemente altas como para crear un empleo (vinculado, en todo caso, a la propia burbuja inmobiliaria y su dinámica perversa). Surgida la crisis, el modelo estalla y el modelo de crecimiento económico dirigido por el crédito se agota. Es decir, el neoliberalismo se agota en el sistema mundial y, muy particularmente, en los países más pobres.
La falsa salida de la crisis de España
LA FALSA SALIDA DE LA CRISIS EN ESPAÑA
Así las cosas, las economías capitalistas se encuentran actualmente en una situación complicada. El modelo de acumulación de posguerra fracasó en los años setenta y ahora el modelo de acumulación neoliberal también lo ha hecho. El capitalismo necesita con urgencia un nuevo modelo de acumulación para salir de la crisis y poder seguir reproduciéndose. Las empresas necesitan espacios de ganancia y sus empresarios y directivos presionan a los políticos para cambiar las instituciones y las reglas a fin de encontrar un nuevo tablero de juego, es decir, un nuevo modelo de acumulación. ¿Y en qué estará basada esta transformación económica?
Para responder a esta pregunta nos resulta útil y paradigmático el caso de España. Como bien sabemos, la economía española se ha sostenido en las últimas décadas fundamentalmente por el sector de la construcción y sus industrias auxiliares, con lo que el estallido de la burbuja ha creado un desierto productivo. Pero además, dado que existía un importante escenario de desigualdad de rentas, también ha quedado un nivel altísimo de endeudamiento privado. No es de extrañar, pues el crédito había sido la gasolina que alimentaba la burbuja y, por lo tanto, también el crecimiento económico y la creación de empleo. Donde hubiera tenido que haber salarios altos estaba simplemente el crédito, y además en el marco de una estructura productiva muy poco diversificada y altamente dependiente del turismo y la construcción. En definitiva, los fundamentos del modelo de crecimiento español eran tan frágiles como inestables.
Desde entonces, la troika y los gobiernos europeos están tratando de recomponer el capitalismo a partir de otros fundamentos distintos, con otro modelo de crecimiento económico. Estamos ante otro cambio histórico similar al de los años ochenta, basado en la agudización de lo que entonces ocurrió. Otra vuelta de tuerca neoliberal.
En este caso, la idea consiste en instaurar un modelo de crecimiento económico dirigido por las exportaciones (export-led), es decir, donde estas tengan un papel primordial en el crecimiento económico. Para ello se requiere, en primer lugar, que las exportaciones sean superiores a las importaciones. Y, en segundo lugar, que se alcancen nichos de mercado donde las empresas españolas sean altamente competitivas. El modelo teórico de referencia es el alemán. Y es que Alemania comenzó desde inicios de siglo una política de corte neoliberal que logró modificar el modelo de crecimiento económico hacia un modelo dirigido por las exportaciones, a la par que agudizó la desigualdad interna (todo lo cual ahogó la demanda interna).
Fuente: EUROSTAT (2003)
La cuestión estriba en que todas las economías capitalistas tienen que crecer para poder crear empleo, lo que significa que tienen que encontrar espacios de rentabilidad empresarial que hagan atractiva la inversión. Esa rentabilidad puede encontrarse en el mercado interno (las propias familias, empresas y Estado son los compradores) o en el mercado externo (las compras vienen desde el exterior). Obviamente cualquier economía abierta opera en ambos mercados, pero siempre alguno de ellos es el motor fundamental.
Para entender esto podemos aproximarnos al tema por la vía del Producto Interior Bruto (PIB), que medido en términos de demanda es la suma del consumo (C), la inversión (I), el gasto público (G) y las exportaciones netas (E). En España este último componente, que es la diferencia entre lo que se exporta y lo que se importa, había sido negativo en las últimas décadas, de modo que para crecer la economía había tenido que propulsarse con el resto de componentes. Concretamente lo hizo a partir del crecimiento del consumo y la inversión vinculados al sector de la construcción. Pero cuando la burbuja pinchó, la demanda interna cayó y cayeron el consumo, la inversión y las importaciones de bienes y servicios. Eso condujo a la recesión y al inicio del proceso de ajuste.
Ahora la troika ha optado por promover un tipo de crecimiento distinto, basado ya no en la demanda interna sino en la demanda externa: promueve un crecimiento basado en las exportaciones netas. Tampoco debe sorprendernos esto, puesto que optar por la demanda interna hubiera significado señalar a la distribución de la renta como un factor perjudicial, y, lógicamente, habría supuesto recomendar políticas de igualación de rentas. Y esto es, precisamente, algo que censura la teoría económica dominante.
Efectivamente, los modelos export-led suponen que el crecimiento viene propulsado por las exportaciones netas, de modo que la capacidad de exportar bienes y servicios es la que empuja la inversión interna y la creación de empleo. Estos modelos se pusieron de moda en los años setenta, en medio del renacimiento académico de la teoría neoclásica y del nuevo dominio de la teoría de las ventajas comparativas. Los países que adoptaron este modelo de crecimiento fueron Alemania y Japón en los años cincuenta y sesenta, si bien especialmente importante fue el éxito de Corea del Sur, Taiwán, Hong Kong y Singapur en los años setenta. En los ochenta y noventa se extendió por Asia y por América Latina, siendo China y México los ejemplos más notables. Y ahora las instituciones internacionales (Fondo Monetario Internacional, Comisión Europea y Banco Central Europeo, más concretamente) pretenden aprovechar la crisis para adaptar este modelo también a las economías de la periferia europea, es decir, a Grecia, Portugal y España.
Desde el punto de vista teórico, un modelo export-led obliga a los distintos países a buscar sus mercados de especialización o, dicho de forma coloquial, aquellos nichos de mercado en los que son los mejores en lo que hacen. Es lo que llamamos la teoría de las ventajas comparativas. La división internacional del trabajo de Adam Smith aplicada al espacio internacional, todo lo cual llevará, supuestamente, a un estado de mayor bienestar para todos los países.
Las críticas a este modelo son innumerables. En primer lugar, hay críticas dentro de la propia teoría dominante respecto al realismo de tal planteamiento (sobre todo porque suelen suponerse unas hipótesis —mercados de competencia perfecta y movilidad plena del capital— imposibles de cumplir).
En segundo lugar, porque la especialización en determinadas ramas puede llevar a los países a sufrir un deterioro en los términos de intercambio (la famosa tesis de los estructuralistas de la CEPAL). Esto quiere decir que los países especializados en bienes de primera necesidad o básicos —como materias primas o industria textil— ven como la abundancia de oferentes (muchos países vendiendo lo mismo) lleva a una caída de los precios, mientras que los países especializados en bienes de alto valor añadido —como industria tecnológica— mantienen precios altos. Esa relación empobrece a la larga a los países dependientes.
En tercer lugar, un modelo export-led conlleva una estrategia de empobrecimiento del vecino consistente habitualmente en disminuir los salarios para ser más competitivos. Ese efecto, generalizado, deteriora la demanda mundial y produce crisis de demanda.
En cuarto lugar, existe la tesis conocida como «falacia de composición», que insiste en que a nivel mundial las exportaciones han de ser iguales a las importaciones y, en consecuencia, no todos los países pueden ser exportadores netos. Es decir, no todos los países pueden exportar más de lo que importan, con lo que buscar estrategias para que así sea es un imposible económico. Solo algunos países, los que más ventaja llevan en el desarrollo capitalista, pueden vencer.
Todas estas críticas están dirigidas al corazón del modelo de crecimiento que quiere imponerse en España, y sin duda reflejan las carencias económicas y sociales de una visión no solo estrecha sino profundamente neoliberal. En todo caso, tal proceso suele ser denominado por sus defensores como programa de reformas estructurales, y es parte central de las reformas políticas impulsadas por la troika y por los diferentes gobiernos de España. Suelen ser programas caracterizados por un descenso del gasto social (pensiones, educación, sanidad…), la privatización de empresas y servicios públicos, la desregulación de sectores y, en definitiva, una mayor presencia de la lógica mercantil en la vida cotidiana de la sociedad.
Para lo que a nosotros nos interesa aquí baste señalar tres aspectos más. El primero, que bajo el dominio de un modelo export-led tampoco es necesario un pacto capital-trabajo; al contrario, cualquier tipo de pacto que impida un descenso de los salarios es un obstáculo para la consecución de mejores niveles de competitividad. El segundo, que ello supone una mayor importancia del mercado libre a la hora de regular ya no solo los intercambios de productos, sino también de las propias relaciones sociales. Al fin y al cabo, cuando se desregula el mercado laboral no se está haciendo otra cosa que dejar que la lógica mercantil inunde la propia relación social que se establece entre empresarios y trabajadores. El tercero, que todo lo anterior provoca un incremento aún mayor de la desigualdad y la inseguridad social, y acentúa los riesgos de fuertes estallidos sociales.
La utopía del mercado autorregulado
LA UTOPÍA DEL MERCADO AUTORREGULADO
Aunque al comienzo de la última gran crisis económica pudo parecer que los gobernantes y las élites económicas iban a apostar por una cierta vuelta al capitalismo de posguerra, o eso se deducía de algunas grandilocuentes declaraciones, lo cierto es que finalmente lo que ha ganado de nuevo ha sido la visión neoliberal. Es decir, han vencido las recetas que proponen desregulación en todos los ámbitos, desde el laboral hasta el financiero, pasando por las privatizaciones y la reducción generalizada del intervencionismo del Estado. Pero ¿estamos ciertamente ante un proyecto socioeconómico posible? ¿No es acaso una ingenuidad pensar que algo como un mercado libre o autorregulado pueda definir nuestra vida social?
Es verdad que la noción de mercado nos resulta coloquialmente simpática. Al fin y al cabo, en el imaginario colectivo es ante todo el lugar de la ciudad o pueblo donde vamos a comprar productos para poder alimentarnos y mantenernos con vida, lugares donde intercambiamos dinero por pescado, dinero por ropa, dinero por viviendas… El mercado puede definirse como un mecanismo abstracto que dota de reglas concretas un tipo de intercambio social y que, efectivamente, ha existido siempre. Aunque, para ser exactos, lo que ha existido siempre son algunos mercados. Por ejemplo, hasta el capitalismo nunca existió algo así como un mercado de trabajo, es decir, un lugar donde comprar y vender la fuerza de trabajo de los seres humanos. Así pues, no es lo mismo el capitalismo o la sociedad de mercado que una sociedad con mercados. La diferencia estriba en si el papel de los mercados opera como rector de la vida en sociedad o si, por el contrario, estos ocupan un rol marginal. Y lo cierto es que en las sociedades precapitalistas los mercados eran meros accesorios de la vida social, mientras que en el capitalismo es el mercado el que toma el timón del proceso social.
En todo caso, los pensadores liberales, y muy especialmente los más radicales, tienden a considerar que el mercado libre es ontológicamente anterior al ser humano, esto es, una institución atemporal que siempre ha existido. Se trata de una ilusión, pero a partir de ahí argumentan que la libertad de dicho mercado está obstaculizada por distintas instituciones, siendo de entre ellas la más importante el Estado. Como según esta visión el mercado ya estaba allí antes que cualquier entidad, entonces se deduce que lo único que hacemos como sociedad es coartar su libertad imponiendo normas y reglas que, como consecuencia, también recortan nuestra libertad. Por esa razón los liberales más radicales, como Hayek o Friedman, apuestan por reducir el Estado a su mínima expresión. Argumentan que, de ese modo, el mercado libre estará lo más cerca posible de su estado natural y ello, indican, es lo mejor para la sociedad.
Y sería lo mejor, dicen, porque el mercado libre tendría como característica innata adecuar el egoísmo propio del ser humano —y su búsqueda incesante de beneficio individual— a las necesidades de la sociedad. La conocida metáfora de la mano invisible, de Adam Smith, serviría para describir ese fenómeno. La tesis es que los vicios privados se convertirían, por mediación de la mano invisible y el mercado libre, en virtudes públicas. De esa forma se pueden justificar tanto el egoísmo como el afán de lucro, en la medida en que ambos serían en realidad condiciones necesarias para que la sociedad en su conjunto pudiera desarrollarse económicamente. Pero ¿cómo operaría esa mano invisible?, ¿cuáles son las reglas inherentes a ese mercado libre?
Adam Smith comenzaba su famosa obra haciendo alusión a la división del trabajo, la cual considera nada más y nada menos que «el mayor progreso de la capacidad productiva del trabajo»[11]. Smith parte de una cierta propensión natural de los seres humanos al intercambio, que sería lo que ha permitido ir especializándolos en determinadas tareas productivas que, en resumen, son la fuente de la riqueza.
El ejemplo que pone Smith ha sido repetido cientos de veces. En una sociedad de cazadores una persona se dedica a hacer los arcos y las flechas mientras otras se dedican a la caza propiamente dicha. El que hace los arcos y flechas, por ejemplo, intercambia sus productos por los que se obtienen de la caza. Y si lo hace así es porque descubre que puede conseguir más caza obrando de esta manera que yendo a cazar él mismo. De esta forma «la certeza de poder intercambiar el excedente del producto del propio trabajo con aquellas partes del producto del trabajo de otros hombres que le resultan necesarias estimula a cada hombre a dedicarse a una ocupación particular, y a cultivar y perfeccionar todo el talento o las dotes que pueda tener para ese quehacer particular»[12]. La existencia de mercados libres llevaría a los seres humanos a intercambiar los frutos de su trabajo. Ello empujaría a cada ser humano a especializarse en una tarea que, junto con el resto con las que se interrelaciona, llevarían al progreso. De todo esto se deduce que si alguna institución, como el Estado, impide el intercambio, por ejemplo, prohibiendo que los productos de la caza sean vendidos, no se podría avanzar socialmente. Esta es, en esencia, toda la formulación liberal respecto al mercado libre.
Lo que ocurre es que una vez uno se detiene a pensarlo críticamente no dejan de surgir problemas. En primer lugar, como indica el economista Duncan Foley (1942), «la división social del trabajo puede ser apoyada tanto por el comercio descentralizado como por mecanismos de planificación social o incluso, más frecuentemente, por una combinación de ambos»[13]. Es decir, no parece que haga falta un mercado libre para llegar a la división del trabajo. En segundo lugar, como también apunta Foley, el argumento de Smith «requiere una estrategia de negación total de las consecuencias reales del desarrollo capitalista, particularmente de las sistemáticas imposiciones de los costes sobre aquellos menos capaces de soportarlos»[14]. Por ejemplo, cuando la división del trabajo promueve la mecanización, y de ese modo la productividad y la producción totales, también impone costes en formas de desempleo a una parte de la sociedad. Y esa es la parte que se ignora conscientemente. Pero, en tercer lugar, toda la argumentación smithiana se basa en otorgar al ser humano comportamientos homogéneos de búsqueda de beneficio individual que históricamente solo han sido dominantes en las sociedades modernas. De ahí que no pueda derivarse la universalidad de las características del mercado libre.
En realidad, según el antropólogo Karl Polanyi, la definición de Smith acerca de la propensión del ser humano a intercambiar en el mercado, que luego derivaría en la concepción del Homo economicus, era más una profecía —que se cumpliría— que una observación del momento histórico. En efecto, en la época en la que Smith escribía, el conocimiento acerca de lo que había sucedido en las sociedades de cazadores-recolectores era más bien escaso. Así, tanto Smith como otros prefirieron deducir cómo se habrían comportado, otorgándoles una psicología que tenía más que ver con el tiempo moderno que con lo que realmente imperaba en aquellas sociedades. En realidad, de acuerdo con Polanyi, «los actos individuales de trueque o intercambio no conducen por regla general al establecimiento de mercados en las sociedades donde prevalecen otros principios del comportamiento económico»[15].
De hecho, según sentencia Polanyi, los mercados, entendidos como «lugar de reunión para la realización del trueque o la compraventa»[16], se van creando históricamente dentro de la sociedad de forma marginal y con un papel secundario en la organización social. No en vano, Polanyi recuerda que en muchas sociedades de cazadores-recolectores «el hombre no actúa para salvaguardar sus intereses individuales en la posesión de bienes materiales, sino para salvaguardar su posición social, sus derechos sociales, sus activos sociales. El hombre valúa los bienes materiales solo en la medida en que sirvan a este fin»[17]. Esa es, claramente, una forma de operar muy distinta a la que corresponde a la imagen egoísta y lucrativa de Adam Smith y el pensamiento económico actual. Polanyi lo apunta de nuevo al insistir en que esas sociedades se caracterizaban por «la ausencia de la motivación de ganancia; la ausencia del principio de trabajar por una remuneración; la ausencia del principio del menor esfuerzo, y sobre todo la ausencia de cualquier institución separada y distinta basada en motivaciones económicas»[18].
Así pues, los mercados habrían existido siempre en las sociedades humanas pero nunca con un papel tan importante, rector incluso, como el que tienen ahora o como el que tenían en la época de Adam Smith. Más bien habían sido accesorios de la vida económica. El desarrollo del mercado como rector de la sociedad, sin embargo, tuvo una consecuencia fundamental: la autonomización de lo económico respecto de lo político. Efectivamente, con el capitalismo el mercado se independiza de otros procesos sociales e impone sus reglas a la vida en sociedad.
No obstante, todo mercado está regulado desde su creación, lo que quiere decir que el mercado libre es una falacia o, con suerte, una utopía. Lo que interesa en realidad es saber en qué grado está regulado y a quién beneficia esa regulación. Como dice el economista Ha-Jon Chang (1963), «si algunos mercados parecen libres es solo porque hemos aceptado de tal forma las regulaciones que los apuntalan que estas se han transformado en invisibles»[19].
Ahora bien, el intento de dejar aún más libre el mercado conlleva importantes consecuencias socioeconómicas. En primer lugar, significa que aumenta la separación entre lo político y lo económico. Así, la esfera económica, dotada de autonomía y de reglas propias de funcionamiento, acaba dominando a la esfera política hasta subordinarla completamente en su desarrollo.
Y una vez que el capitalismo ha arrancado parece difícil detenerlo. El capitalismo parece engullirlo todo, convirtiéndolo en mercancía y atrayéndolo hacia su órbita. Y sin excepciones. Cualquier bien es susceptible de ser vendido y comprado. Incluso el mismo ser humano y la tierra. Y claro, como indica Polanyi, «cuando se incluyen tales elementos en el mecanismo del mercado, se subordina la sustancia de la sociedad misma a las leyes del mercado»[20]. Dicho de otra forma, pero también con Polanyi, «la supuesta mercancía llamada “fuerza de trabajo” no puede ser manipulada, usada indiscriminadamente, o incluso dejarse ociosa, sin afectar también al individuo humano que sea el poseedor de esta mercancía peculiar»[21]. El ser humano y la tierra se convierten en meros elementos accesorios de esa esfera económica autónoma, de ese sistema económico capitalista que obedece únicamente sus propias reglas.
¿Y cuáles son esas reglas? Pues fundamentalmente impera la búsqueda incesante de beneficio. Es el objetivo del capitalismo, y a ello empuja la coerción de la competencia, esto es, la presión que ejercen las empresas rivales y sus propias ganancias. Un empresario, cualquiera, necesita obtener beneficios para poder seguir sobreviviendo en el sistema. Para ello ha de adecuar no solo los costes, a fin de que sean inferiores a los ingresos derivados de las ventas, sino que debe también tener muy presente que debe tratar de ganar más que los rivales, porque eso le permitirá obtener una ventaja suficiente para bajar los precios y atraer a los clientes. Si él no lo hace, serán sus rivales quienes lo hagan y ello amenazará con expulsarlo del negocio. Esa presión es la que empuja a los empresarios a reducir salarios, a mecanizar la producción —esto es, a cambiar trabajadores por máquinas— y a cambiar las formas de organización.
Pero no solo el ser humano y la tierra se convierten en mercancías ficticias, como diría Polanyi. Prácticamente todo es susceptible de caer en la órbita del mercado. Nos hemos acostumbrado a que casi todos los productos estén ya mercantilizados y sujetos a la dinámica propia del mercado, incluso los más esenciales para la vida, como el agua y la luz. Apenas nos falta mercantilizar el aire, y todo está por ver.
El politólogo Michael J. Sandel (1953) asegura que «sin darnos cuenta, sin decidirlo, pasamos de tener una economía de mercado a ser una sociedad de mercado»[22], en referencia a un fenómeno que ya no tiene que ver con el paso de un sistema económico a otro sino con una radicalización de la lógica inherente al capitalismo. Porque una vez la economía capitalista ha superado a la economía feudal, y una vez lo económico domina lo político, ya solo queda que lo mercantil lo impregne todo. Pero ¿qué consecuencias puede tener todo ello para la vida política, para la vida en sociedad? Para el propio Sandel, lo primero que ocurre es que «poner un precio a las cosas buenas de la vida puede corromperlas»[23]. Y no se trata solamente de un enfoque meramente moralista.
Estamos hablando de que las necesidades del capital para encontrar espacios de ganancia no tienen límites, y que pueden surgir incluso empresas dedicadas a la compra-venta de órganos humanos. Al fin y al cabo, «si alguien está dispuesto a pagar por sexo o un riñón, y un adulto consiente en vendérselo, la única pregunta que el economista hace es: ¿cuánto? Los mercados no reprueban nada»[24]. Pero ¿es aceptable una sociedad que mercantilice el agua?, ¿y el aire?, ¿y un riñón?, ¿y el voto?, ¿y la condición de ciudadano?
Después de todo, y como indica el filósofo Debra Satz, «ciertamente algunos de los mercados que nos parecen nocivos lo hacen a causa de sus orígenes en la miseria y desesperación»[25]. Determinados bienes potenciales (como el cuerpo propio) son comercializados solo en la medida en que el propietario se ve obligado a ello por causa de su pobreza. La tradición republicana vista en capítulos anteriores nos diría que, de hecho, se comercializaría precisamente por la falta de libertad del individuo. Y entonces emerge la necesidad de resolver el problema de raíz: acabando con la pobreza que causa ese tipo de comportamientos.
Pero cuando el pensamiento liberal viene a lubricar el lado teórico del capitalismo, entonces estamos dispuestos a aceptar tremendas barbaridades. El economista Gary Becker propuso en su día establecer un precio de admisión a los inmigrantes, cuantificado concretamente en 50 000 dólares. Según él, «los inmigrantes dispuestos a pagar una gran suma por entrar, razona Becker, tendrían automáticamente unas características deseables. Serían probablemente jóvenes, capacitados, ambiciosos y trabajadores, y probablemente no harían uso de las ayudas sociales o los subsidios de desempleo»[26]. Incluso Becker llegó a proponer cobrar a refugiados que sufrían persecuciones como condición a su admisión.
Puede parecer que son argumentos exagerados, pero lo cierto es que en julio de 2013 el Gobierno de España aprobó una ley que concedía el permiso de residencia a aquellos extranjeros que hubiesen comprado una vivienda con un precio superior a los 500 000 euros. Paradójicamente, unos meses más tarde el mismo Gobierno instaló unas cuchillas altamente cortantes en las vallas que rodean a la ciudad de Melilla, con objeto de impedir que entrasen inmigrantes pobres. Lo único que se logró fue que los inmigrantes se cortasen por todas partes mientras trataban de saltar. Poco más tarde también murieron quince inmigrantes al intentar pasar por otra zona y ser recibidos por la guardia civil con disparos de pelotas de goma. Una muestra clara de la hipocresía de la política relacionada con la inmigración, que es claramente clasista.
Otros filósofos, como Robert Skidelsky y Edward Skidelsky, consideran que la insaciabilidad está enraizada en la naturaleza humana pero que ha sido altamente intensificada por el capitalismo, que la ha hecho la base psicológica de una civilización entera. Para ellos, incluso «el ocio ha perdido su verdadero significado de actividad espontánea y ha degenerado en un consumo pasivo que nos lanza, como el menor de dos diablos, al trabajo»[27].
Efectivamente, el pensamiento liberal y economicista lo ha reducido todo a una cuestión de eficiencia en la asignación de recursos. Y eso supone pensar la sociedad como un vacío de relaciones sociales, donde solo hay bienes que se intercambian entre sí y que además tienen todos el mismo valor social. Es decir, se pone al mismo nivel el agua, un refresco y una vida humana. Pero, como dice Satz, «la eficiencia no es el único valor relevante para evaluar los mercados: tenemos que pensar acerca de los efectos de los mercados sobre la justicia social, y en quiénes somos, cómo nos relacionamos con otros y qué tipo de sociedad podemos tener»[28]. Esto es algo que no solo tenía muy claro Karl Marx, que distinguía nítidamente entre el valor de cambio y el valor de uso de un bien, sino también el propio Adam Smith y los liberales clásicos. Es la aberración liberal la que intentando llevar a buen puerto la utopía del libre mercado autorregulado está destruyendo los mismos cimientos de la comunidad política.
En cualquier caso, no se trata de reducir el problema al pensamiento liberal. Más bien se trata de entender adecuadamente la relación que existe entre este y las necesidades del capitalismo como sistema económico depredador. Es la propia lógica del capitalismo la que empuja a que todo sea comercializado, marcando de esa forma un hito en la historia de la humanidad. De hecho, para el filósofo Santiago Alba Rico las sociedades precapitalistas sabían distinguir entre cosas de comer, cosas de usar y cosas de mirar, mientras que el capitalismo «es la primera sociedad históricamente conocida que trata por igual una manzana, un hombre, un martillo y una catedral»[29]. No podemos dejar de estar de acuerdo con Alba Rico cuando asegura que «hay que estar muy desesperado y muy hambriento para querer apoderarse a toda costa, sin desdeñar el engaño o el crimen, de más tierras, más petróleo, más casas, más televisiones, más coches, más riqueza virtual»[30].
En términos sociológicos, el fin del capitalismo de posguerra y la aplicación de las políticas neoliberales ha conducido a un nuevo tipo de relaciones sociales en las que prácticamente todo queda a merced de los caprichos del mercado. La posmodernidad, como época que sigue a la modernidad de posguerra, habría «acelerado el movimiento de destrucción de los vínculos sociales tradicionales haciendo saltar por los aires la continuidad de las carreras laborales, las relaciones afectivas y familiares o las lealtades políticas»[31]. Esa dependencia con respecto al mercado, respecto a su lógica irracional, tiene consecuencias incluso en el carácter de los individuos, como muy bien describe la obra del sociólogo Richard Sennet[32].
Además, muchos de los fenómenos que nacen como consecuencia de este modelo de sociedad, como el llamado ciberutopismo, nos impiden «entender que las principales limitaciones a la solidaridad y la fraternidad son la desigualdad y la mercantilización»[33]. Y es que el incremento de la desigualdad y de la mercantilización no solo amenaza las redes que sustentan las comunidades políticas, sino que también merma la capacidad de construir una alternativa al sistema mismo basada en principios diferentes.
En definitiva, el intento de llevar a cabo la utopía del libre mercado autorregulado se corresponde con las necesidades del capitalismo de seguir reproduciéndose sin límites. El pensamiento liberal facilita ideológica y culturalmente la adaptación de las sociedades a tales necesidades, pero por el camino emergen los efectos reales de tales políticas. Y estos no son otros que la inmensa desigualdad, las tensiones sociales, la falta de solidaridad, la desesperanza y un mundo que se ha abandonado a un consumismo hedónico que materialmente será imposible de mantener en un planeta agonizante. La alternativa necesaria nos llama a activar el freno de emergencia.
Los frenos al capitalismo
LOS FRENOS AL CAPITALISMO
Si el mercado libre es una utopía, ¿qué ocurre cuando intenta imponerse? El propio Polanyi ofrece una tesis interesante que debemos rescatar. Según él, cuando el mercado autorregulado avanza, empujado por nuevas políticas aprobadas por sus partidarios, la sociedad responde buscando protección y actuando precisamente en la dirección contraria. La gran crisis liberal previa a la Segunda Guerra Mundial sería el mejor ejemplo de ello, ya que desencadenó tres posibles respuestas diferentes: la revolución socialista en Rusia, el ascenso del fascismo en gran parte de Europa y las políticas intervencionistas en Estados Unidos. Para Polanyi el problema último reside en que un mercado autorregulado no puede existir más que en la mente de los liberales, porque en la práctica un mercado así destruiría la sociedad misma. Y, como una respuesta instintiva, a ojos de los individuos surgen un abanico de opciones todas las cuales tienen en común su papel de freno al mercado autorregulado.
Recordemos que el problema original era, para Polanyi, la separación de la esfera de lo económico de la esfera de lo político. Es decir, que el mercado y su lógica se habían independizado del resto de los procesos sociales. Así, la crisis abierta por el capitalismo y, más concretamente, por los intentos de llevar a cabo una economía de mercado autorregulado, solo tendría dos respuestas: «la extensión del principio democrático de la política a la economía o la completa abolición de la esfera política democrática»[34]. La primera de las respuestas implica «la abolición de la propiedad privada de los medios de producción, y con ello la desaparición de una esfera económica autónoma separada: la esfera política democrática se convierte en el conjunto de la sociedad»[35]. Eso sería el socialismo. La segunda de las respuestas implicaría que solo quedaría la vida económica, es decir, que «el capitalismo organizado en las diferentes ramas de la industria se convierte en el conjunto de la sociedad»[36]. Esto sería el fascismo.
Polanyi, que era judío y tuvo que huir del nazismo alemán, asume una apuesta personal. Él apoyará una salida socialista que frene tanto la barbarie del fascismo como del capitalismo. El fascismo, concretamente, parte de la idea de que «si el socialismo no ha de ser, hay que abolir la democracia»[37], pues entiende que el socialismo es inevitable bajo sistemas democráticos. Y esto sería así porque, según los autores fascistas, el socialismo es el heredero del individualismo y de la búsqueda de liberación frente al Estado. Efectivamente, ya vimos en capítulos anteriores que existe un hilo claro entre la tradición republicana y la tradición socialista, y que, al fin y al cabo, el objetivo del socialismo es liberar al ser humano de las garras del Estado. Pero esto es intolerable para un fascismo que, de hecho, buscará salvaguardar el capitalismo y destruir cualquier signo de individualismo atacando sin piedad la democracia representativa.
Hasta aquí podemos defender la tesis según la cual el avance del mercado libre destruye los cimientos de una comunidad política y abre la puerta al fascismo. El fascismo deviene entonces como un intento de salvar al capitalismo a través de la erradicación de las instituciones democráticas, todo lo cual tiene como objetivo detener el socialismo o, más generalmente, las soluciones sociales que implican la destrucción del capitalismo.
En la actualidad, la crisis económica es también el resultado de décadas aplicando políticas inspiradas en el avance del libre mercado, de modo que es fácil ver la causa del incremento no ya solo de la desigualdad, sino también de la frustración social. Pero dado que la crisis económica trata de resolverse a través de la aplicación de más políticas neoliberales, el resultado será un agravamiento de los fenómenos descritos.
En toda Europa estamos viendo un crecimiento de los partidos de ultraderecha mientras la actividad netamente fascista se ha disparado en todas partes. Peor que eso, los partidos considerados liberales o incluso socialdemócratas han empezado a asumir rasgos del discurso fascista para evitar ser engullidos electoralmente. Sin embargo, ni siquiera así han logrado detener el avance de los discursos xenófobos, antiliberales, antiindividualistas y anticomunistas. La sombra del fascismo está de nuevo sobre Europa, y crece en un caldo de cultivo caracterizado por los altos niveles de desempleo, la extensión del hambre y la pobreza y la falta de protección social por parte de los Estados.
No obstante, si todavía no ha sido peor es debido a la existencia aún de determinados resortes del Estado que permiten proteger, más mal que bien, a la población. Los restos de lo que llamamos Estado del bienestar están operando aquí como muro de contención de los estallidos sociales —tomen la dirección que tomen—, si bien no pueden durar para siempre. Especialmente en un contexto en el que han sido señalados como el objetivo fundamental de las políticas neoliberales. Así las cosas, podemos decir que el neoliberalismo y las políticas de la troika están dinamitando los muros que aún contienen al fascismo.
No en vano, el Estado del bienestar es el resultado de otro movimiento sociopolítico que tuvo como objetivo histórico frenar el avance del libre mercado: la socialdemocracia. La socialdemocracia nació como hija del socialismo cuando Eduard Bernstein y sus discípulos comenzaron a pensar que el capitalismo había encontrado mecanismos para evitar su crisis y que, además, le permitía mantener un crecimiento constante. Así, entendieron que el salto desde el capitalismo hacia el socialismo solo podría realizarse de forma gradual desde dentro del sistema capitalista y aceptando las reglas del juego parlamentario. El punto fundamental era que Bernstein «criticaba la concepción mecanicista de una ley de la necesidad, una ley de hierro del desarrollo histórico que conduciría inevitablemente hacia una sociedad socialista»[38], de tal forma que propugnó una visión reformista del marxismo.
Ya en época de la II Internacional, el movimiento socialista había decidido participar activamente en el sistema parlamentario, todo lo cual permitió a sus partidos obtener importantes apoyos electorales en un período precisamente de conquistas de derechos políticos, como el sufragio universal masculino. Además, no todo se limitaba a la participación en elecciones, sino que también se establecieron acuerdos con otros partidos con el objetivo de mejorar las condiciones de vida de la clase trabajadora. Bernstein y los suyos mantenían un importante optimismo respecto a la capacidad de la esfera política de dominar a la esfera económica. Y poco a poco los partidos socialistas —y el más importante de todos era el alemán Partido Socialdemócrata (SPD)— fueron adaptándose al sistema capitalista y aceptando que la lucha tenía que ser desde dentro de los márgenes del sistema. Con el tiempo, esa y otras luchas del movimiento obrero, unidas al contexto geopolítico de la Guerra Fría, fueron las bases para seguir conquistando derechos políticos y económicos en las sociedades occidentales. Se fue creando el Estado del bienestar, que no dejaba de ser una conquista de la lucha obrera.
Sin embargo, el paso del tiempo también llevó a los partidos socialdemócratas a abandonar toda aspiración netamente socialista. Inundados por la ideología liberal, la inmensa mayoría de estos partidos renunciaron finalmente al marxismo o a cualquier tradición socialista. Los partidos socialdemócratas suelen defender desde entonces que es posible vivir bajo un capitalismo de rostro humano. Se acepta que el sistema económico capitalista tiene una lógica interna que provoca que cada cierto tiempo se sucedan las crisis económicas, pero a la vez se asegura que es posible evitar muchas de ellas y desde luego responder ante todas salvaguardando los pilares básicos de la economía y, sobre todo, los derechos conquistados por la lucha obrera. En términos políticos eso significa apoyar la intervención del Estado, regulando la economía a priori o con grandes desembolsos de dinero a posteriori. Desde John Maynard Keynes hasta Hyman Minsky, la tradición teórica de la economía socialdemócrata ha tenido claro que era posible alcanzar un equilibrio entre la lógica del capitalismo y la satisfacción de las necesidades básicas de los seres humanos. En definitiva, la tesis de que es posible domesticar al capitalismo salvaje.
Sin embargo, los partidos socialdemócratas actuales llevan años en una deriva confusa. Convertidos a una suerte de socioliberalismo, no hay partido político socialdemócrata que se atreva hoy en día a hacer suyos programas políticos como los de la socialdemocracia clásica de Olof Palme o François Mitterrand de los años ochenta. La crisis del llamado capitalismo dorado, o época dorada del capitalismo, se llevó por delante el peso práctico con el que había contado la tradición socialdemócrata.
Y es que el nuevo contexto de globalización financiera, las nuevas reglas de juego impuestas por el neoliberalismo y, desde luego, su asunción ideológica por parte de los llamados partidos socialdemócratas, han mermado toda capacidad protectora del movimiento socialdemócrata. Lo que sostenemos es que la socialdemocracia no puede sobrevivir en un contexto socioeconómico donde se dan alguna de estas dos condiciones. En primer lugar, una arquitectura institucional que consolida un Estado de economía financiarizada. En segundo lugar, un modelo de crecimiento económico dirigido por las exportaciones (export-led). Y esto es así porque bajo cualquiera de esas condiciones cualquier pacto capital-trabajo es innecesario, de tal forma que la socialdemocracia no puede encontrar ningún anclaje económico.
En definitiva, la dinámica del capitalismo condiciona la forma en la que se relacionan entre sí las clases sociales. Y mientras que durante la época de posguerra el capitalismo encontró un modelo de acumulación basado en una visión cooperativa entre capitalistas y trabajadores, bajo el neoliberalismo esa cooperación ha sido sustituida por una competencia desenfrenada. Y ahora, con ambos modelos fracasados y con las élites económicas buscando a la desesperada un nuevo modelo de acumulación mediante más neoliberalismo, la cooperación está incluso más lejos de producirse.
Las instituciones están volviendo a cambiar para adecuarse a un nuevo modelo de acumulación que aún está por perfilar, aunque para el caso español ya lo tenemos esbozado en el horizonte. También hemos dicho que se trata de un modelo de crecimiento imposible de generalizar a nivel mundial, pero cuyo intento de instauración desencadena terremotos sociales que abren la puerta al fascismo. Además, es notorio que este proceso —o su intento— va a ser muy largo. Al fin y al cabo, las instituciones no cambian de un día para otro, sino que se requiere un tiempo bastante largo de adaptación.
Como hemos dicho, las instituciones animan la inversión capitalista y el crecimiento económico, pero eventualmente cesan su contribución al crecimiento económico: o bien el crecimiento desestabiliza las instituciones o bien las instituciones crean barreras para el crecimiento. En ese momento deviene una crisis, entendida como un período de inestabilidad que requiere la reconstrucción institucional para renovar el crecimiento y la estabilidad. Nos encontramos, queda claro, en ese momento de crisis institucional.
Siguiendo a los teóricos de la economía radical[39], podemos llamar Estructuras Sociales de Acumulación (ESA) al conjunto articulado de instituciones que promueven exitosamente el crecimiento económico. Cada ESA se caracteriza por dar una respuesta a las siguientes relaciones: a) Estado-economía, b) capital-trabajo, c) capital-capital, d) ideología dominante-ideología no dominante. En este sentido, estaríamos ante la búsqueda de una ESA que, dando una respuesta a esas relaciones, permitiese a su vez que la economía capitalista se reproduzca en el tiempo.
Basándose en la idea de Polanyi según la cual los intentos de crear una economía de libre mercado conllevan siempre e inevitablemente el surgimiento en el seno de la sociedad de un movimiento opuesto como respuesta al exceso de pobreza, la desintegración social y la inestabilidad, los teóricos de las ESA han postulado dos tipos generales: las ESA reguladas y las ESA liberales.
Según este enfoque, la ESA de posguerra —que sería regulada— se completó al final de 1940 y duró hasta 1973. En esta ESA no había dominio del trabajo sobre el capital, sino que más bien existía un equilibrio capital-trabajo que evitaba problemas de subconsumo y de estrangulamiento de beneficios. Había una activa regulación por parte del Estado de la actividad económica, un desarrollado Estado del bienestar, un programa de cooperación capital-trabajo y una forma de competencia entre grandes empresas de tipo no agresivo. Pero a finales de los setenta esa ESA entraría en crisis para que una nueva comenzara a tomar forma en el Reino Unido y Estados Unidos, cuya naturaleza se asemejaría al libre mercado dominante antes de la Gran Depresión. Esta nueva ESA, denominada posteriormente neoliberal, se establece definitivamente a comienzos de los años ochenta y en la nueva configuración se restituye el poder de las empresas y se pierde el equilibrio anterior. Y finalmente entraría en crisis también en el año 2008.
Y como hemos señalado, el momento actual es el de la búsqueda de una nueva articulación institucional que promueva el crecimiento económico. Si bien sabemos ya que el modelo que está en la cabeza de las élites económicas y de la troika no necesita de un pacto capital-trabajo, ahora nos toca demostrar que tampoco necesita de la democracia en ninguna de sus definiciones vistas en este libro. Es decir, que la democracia no se encuentra entre las instituciones que necesita el capitalismo. Todo lo contrario.
Por un lado, el capitalismo, que es un sistema que basa su reproducción en la persecución incesante del beneficio económico, encuentra en la privatización de los servicios públicos una muy rentable fuente de negocio. Y, por supuesto, según se privatizan la sanidad o la educación, por poner dos ejemplos evidentes, se merman las condiciones materiales con las que se define una democracia sustantiva. Es decir, para los ciudadanos más pobres es más difícil —o directamente imposible— poder disfrutar de una vida digna.
Por otro lado, la misma lógica lleva a que el capitalismo reduzca la democracia procedimental a una democracia aparente, es decir, a un ritual o ceremonia carente de eficacia. Dicho de otra forma, convierte al sistema político en incapaz de tomar decisiones reales. Y es que uno podría pensar en pleno siglo XXI que el procedimiento electoral permite a los ciudadanos, mal que bien, elegir a los gobernantes que ostentarán el poder. Así, los elegidos a través de dicho procedimiento serían los encargados de tomar todas las decisiones que correspondan a su ideario, a su programa electoral o al mandato de los ciudadanos. Pero como vimos en el capítulo segundo el asunto no funciona exactamente así, ni mucho menos.
En realidad, comprobamos que muchas de las decisiones que afectan a nuestra vida, y cada vez más, las toman no los gobernantes que elegimos sino instituciones y personas que se sitúan en el espacio privado y que, por lo tanto, no están sometidas a control democrático. Así, por ejemplo, los empresarios determinan no solo nuestras condiciones laborales sino incluso también las tendencias de consumo. El abanico de estilos de ropa o cada cuánto cambiamos los bienes que compramos en los mercados no son cuestiones que decidamos nosotros. Por otra parte, el Banco Central Europeo determina arbitrariamente los tipos de interés y la oferta monetaria, y eso tiene implicaciones directas, por ejemplo, en la cantidad que pagamos de hipoteca. Y las negociaciones entre las grandes fortunas y los grandes banqueros, sean a puerta cerrada o retransmitidas por televisión, pueden determinar si mañana nos quedamos sin trabajo o si por el contrario vamos a tener un ascenso salarial. Somos, en definitiva, dependientes de quienes ostentan el poder. Pero se trata, y he aquí la cuestión central, de un poder ajeno incluso a la democracia procedimental.
Hagamos un ejercicio teórico. ¿Qué pasaría si fuésemos capaces de constituir una democracia procedimental de tipo participativo? Es decir, ¿qué pasaría si todo el conjunto de la población ciudadana pudiera opinar y decidir sobre qué políticas llevar a cabo desde el Estado? Uno está tentado de pensar que entonces las mayorías sociales apoyarían políticas que beneficiasen a las mayorías sociales, y esto podría poner en riesgo las condiciones de supervivencia del capitalismo. Es fácil de ver. Si a la mayoría social le conviene un sistema público de pensiones pero a la vez el capitalismo se reproduce con más eficiencia con un sistema privado de pensiones estamos ante un conflicto claro. Así pues, el sistema siempre buscará evitar que la mayoría de la población pueda efectivamente llevar a cabo su intención.
Es más, ¿y si en una democracia plenamente participativa la mayoría social votase que es necesario nacionalizar todos los sectores productivos a fin de socializar sus beneficios y de controlar los costes ecológicos asociados a la actividad? ¿No significaría eso, acaso, que se estarían dilapidando los fundamentos del capitalismo? Podría ser, sin duda. De hecho, y como hemos visto en capítulos anteriores, el liberalismo siempre ha rehuido de la participación ciudadana por esos motivos: por el miedo a que se suprimiese el derecho a la propiedad y por el miedo a que el sistema capitalista pudiera fenecer víctima de los impulsos redistribuidores de las masas ignorantes.
En conclusión, la creación de nuevas instituciones va pareja de la desaparición o modificación de otras instituciones ya existentes. Y se trata de un proceso de desdemocratización porque las nuevas instituciones —como las nuevas reglas del mercado de trabajo, las privatizaciones, las desregulaciones— nos alejan de una democracia sustantiva mientras las instituciones de democracia procedimental son vaciadas mediante la superposición de otras no democráticas, como las de la Unión Europea. En resumen, compartimos la idea de que se ha acentuado «una creciente subordinación de los procedimientos democráticos de las instituciones estatales y de sus formas de intervención a las necesidades de la economía, del crecimiento y de la competitividad»[40].
La desdemocratización de España
LA DESDEMOCRATIZACIÓN DE ESPAÑA
Hemos visto ya que las llamadas leyes del mercado no operan en el vacío sino que se encuentran siempre institucionalizadas, sujetas a un conjunto de reglas, normas, leyes, valores y costumbres que operan como su límite. En efecto, en nuestras sociedades constitucionales la dinámica del mercado está limitada especialmente por las normas jurídicas, siendo la Constitución la norma suprema, aunque también por elementos culturales y de otra naturaleza. De no organizarnos así estaríamos aún más expuestos a los caprichos irracionales del mercado libre, que todo lo sacrifica en aras de una ganancia económica cortoplacista. Las constituciones, primero, y las leyes, después, moldean y definen el diseño institucional en el que vivimos como sociedad. Dicho de otra forma, constituyen las reglas de juego.
Y es cierto que la lucha social, ejercida por los trabajadores, ha conseguido históricamente modificar esas reglas de juego en su favor y consolidar en ellas garantías constitucionales que en otro tiempo no existieron (tanto derechos negativos, tales como el derecho a la libertad de expresión, como derechos positivos, tales como el derecho a las prestaciones sociales). Lo que sucede es que, como hemos visto, el desarrollo capitalista requiere la permanente adecuación de estas reglas de juego, las instituciones, a sus propias necesidades. La fuerza salvaje de la lógica capitalista presiona constantemente sobre las instituciones, convirtiéndolas en ineficientes de facto. Este fenómeno de fuerzas encontradas permite estudiar las constituciones, y las leyes, como la cristalización de una determinada correlación de fuerzas, en un momento histórico dado, entre trabajo y capital.
De ahí que la reciente avalancha de reformas legislativas, e incluso constitucionales, tenga que ser interpretada como parte de la ofensiva del capital contra los derechos conquistados previamente, es decir, contra aquellos que había logrado afianzar el movimiento obrero. Solo en España se han aprobado 44 reales decretos leyes en el año 2011, 29 en 2012 y 14 en 2013. La reforma constitucional de 2011 fue, de hecho, una exigencia bastante clara del capital al institucionalizar la prioridad de la devolución de la deuda pública a los mercados por encima de cualquier otra alternativa.
Algunas de las nuevas leyes tienen que ver directamente con el proceso de circulación del capital, como son la decena de leyes destinadas a rescatar el sistema financiero o las distintas reformas laborales, y mantienen como objetivo servir a la configuración de un nuevo modelo de crecimiento económico basado fundamentalmente en la precariedad laboral y las ganancias de competitividad derivadas de devaluaciones salariales. Otras leyes han sido aprobadas con propósitos indirectos, como la Ley de Seguridad Ciudadana y la reforma del Código Penal, con objetivos que tienen que ver con la represión, en un sentido amplio, de los movimientos de crítica y protesta social que emergen en contextos como el actual. Un contexto que refleja, sin duda, la ruptura de la paz social que hemos descrito previamente.
En la situación actual, de agotamiento del modelo de crecimiento económico español, las exigencias del capital se han radicalizado hasta tal punto que la ofensiva es verdaderamente una agresión democrática en toda regla, no un simple retoque menor de algunas leyes. Y con ese avance del libre mercado nos encontramos ante una mayor primacía de lo económico —la lógica capitalista— sobre lo político —la democracia—, de tal modo que el poder político que ejecuta las reformas no renuncia ni a socavar los cimientos democráticos para satisfacer las implacables necesidades del capital.
Un ejemplo es el reciente Real Decreto Ley 14/2013, de 29 de noviembre, de medidas urgentes para la adaptación del derecho español a la normativa de la Unión Europea en materia de supervisión y solvencia de entidades financieras. En este decreto, de apariencia técnica, se esconde una disposición adicional tercera que concede a los alcaldes un poder especial para ignorar al pleno en aquellos casos en los que pueda ejecutarse un plan de ajuste y este no cuente con la aprobación del pleno municipal. Una medida notoriamente antidemocrática que precisamente se justifica, en la memoria del propio decreto, en los siguientes términos:
[…] el objetivo de esta disposición es facilitar la mayor incorporación posible de municipios a las medidas extraordinarias citadas eliminando obstáculos que no deberían afectar al logro de la estabilidad y del reequilibrio de aquellas entidades.
Obsérvese que, en un raro ejercicio de sinceridad, se utiliza el explícito concepto de obstáculo para hacer referencia, nada más y nada menos, que al pleno municipal, que es donde reside la soberanía municipal.
Este decreto revela ejemplarmente cómo incluso la democracia procedimental española, con todas sus limitaciones ya examinadas en el capítulo segundo, supone un impedimento para el capitalismo. Dado que fue aprobado por mayoría absoluta en el Congreso de los Diputados, y con la abstención del Partido Socialista, el grupo de La Izquierda Plural tuvo que pedir amparo al Defensor del Pueblo. Esta institución respondió afirmativamente y recurrió ante el Tribunal Constitucional varios elementos de ese decreto al considerar que podría vulnerar la Constitución[41]. Hasta el momento de escribir este libro no se conoce el dictamen del Tribunal Constitucional.
La otra cara de la moneda son las administraciones que han intentado frenar la ofensiva del capital por medio de leyes que garantizaran derechos sociales. Un ejemplo es el Decreto Ley 6/2013, de 9 de abril, de medidas para asegurar el cumplimiento de la Función Social de la Vivienda aprobado por la Junta de Andalucía, que tuvo un eco legislativo en Navarra, y que ha sido recurrido por el Gobierno del Estado precisamente ante el Tribunal Constitucional. Todas las voces críticas con aquel decreto, que procuraba garantizar el derecho a una vivienda a todos los ciudadanos, insistían en que ponía en riesgo el «proceso de recuperación económica». La propia Comisión Europea envió una carta al Gobierno de España asegurando que no descartaban «que la legislación tenga efectos negativos significativos sobre los mercados financieros y las instituciones en España» porque «eleva la incertidumbre sobre el mercado de la vivienda y puede reducir el apetito inversor por los activos inmobiliarios españoles»[42]. Los llamados mercados tampoco tardaron en reaccionar. De hecho, el periódico El Mundo titulaba así una noticia del 3 de octubre de 2013: «Los fondos extranjeros exigen que no haya más leyes antidesahucio».
Finalmente, el Gobierno de España envió un recurso al Tribunal Constitucional para tratar de prohibir la norma aprobada por el Parlamento de Andalucía, argumentando entre otras cosas lo siguiente:
[…] la medida autonómica aquí impugnada tiene la virtualidad de poner en verdadero peligro una de las líneas más esenciales de actuación en materia de política económica abordadas por el Estado, a saber: la reestructuración del sistema financiero y la consecución de la estabilidad de las entidades de crédito como herramienta fundamental para conseguir una reducción de la prima de riesgo de nuestro país y de comenzar una senda de crecimiento económico.
Así, los diferentes ámbitos democráticos del Estado, resquicios donde aún se escuchan los susurros del pueblo como soberano, están enfrentados de facto con las necesidades del capital. Y son las fuerzas políticas mercenarias de ese capital las que ejecutan las estrategias que profundizan la desdemocratización de la sociedad. Mientras los representantes políticos se posicionan en línea con los intereses del capital, la apariencia general es de normalidad. Sin embargo, cuando los representantes políticos se posicionan en contra de dichos intereses, y por ende a favor de la democracia, entonces estalla el conflicto. Ocurre en los ayuntamientos, en los gobiernos de Andalucía y Navarra, pero también, y sobre todo, en países vecinos como Grecia y Portugal.
Paralelamente a todo lo anterior, el proceso de desdemocratización se ha dado también gracias a las instituciones supranacionales europeas. La Unión Europea, aún presentándose como una unión de los pueblos de Europa, no deja de ser una articulación jurídica de distintas economías con intereses muchas veces contrapuestos que compiten en el mercado capitalista mundial. Así, la arquitectura europea se ha ido construyendo al servicio de los intereses de las principales potencias económicas, especialmente Alemania, y de sus grandes empresas financieras. Es lo que el dirigente comunista Julio Anguita denominó en su momento la «Europa de los mercaderes».
Y esta construcción se ha ido realizando liderada por las élites europeas, las cuales han tenido siempre enormes recelos de los mecanismos de participación democrática. Así fue el caso de los referéndums sobre la Constitución Europea tanto en Francia como en Países Bajos, donde, a pesar de vencer la posición del «No», no se pudo impedir que esta se aprobara finalmente en los parlamentos nacionales por parte de los partidos políticos. O en los casos recientes de la imposición de gobiernos tecnocráticos como sustitución de gobiernos elegidos en las urnas. Toda la normativa jurídica europea ha ido desplazando el poder real, la capacidad efectiva de tomar decisiones, desde las constituciones nacionales hacia el espacio europeo supranacional.
La adaptación normativa ha contado con la complacencia de los gobiernos, ciertamente, y en algunos casos, como el de Portugal, han implicado hasta seis cambios constitucionales. Todo ello ha disociado aún más a los ciudadanos de los espacios de poder, quedando entonces solo una apariencia formal de democracia. Los parlamentos se han convertido en teatros de sombras en los que no se puede votar sobre los aspectos fundamentales que rigen la economía y la sociedad, mientras siguen rodeados del aura de soberanía nacional que en su momento tuvieron. En este sentido es relevante dejar de preguntar «¿quién vota?» y comenzar a preguntar «¿sobre qué se puede votar?» para describir las democracias.
Probablemente el caso más claro de esta realidad es el Banco Central Europeo, el cual está definido como una entidad pública pero independiente y gestionada por un presidente que se autodefine como ideológicamente neutral. Sin embargo, y en la medida que la economía es una ciencia social y está lógicamente influenciada por los principios y valores de aquel que formula las proposiciones, el Banco Central Europeo aplica políticas económicas que están inseridas en el ideario neoliberal de cambio de modelo de sociedad. Pero además del aspecto ideológico, esta visión tecnocrática de la política y la economía nos lleva a un escenario político que desde luego no puede considerarse democrático. Ni desde el punto de vista sustantivo ni desde el punto de vista procedimental.
En definitiva, estamos sufriendo un verdadero proceso constituyente, dirigido por las élites políticas y económicas, que tiene como objetivo construir otro tipo de sociedad ampliamente regresiva. El horizonte político de esta tendencia dibuja un lugar inhóspito donde la crisis será estructural y permanente para una gran parte de la población. Los recortes en derechos civiles, laborales y económicos en general no serán temporales sino parte consustancial del nuevo diseño institucional, pues es la penúltima carta que tiene el sistema para intentar sobrevivir.