4. Las preguntas de los antiguos
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LAS PREGUNTAS DE LOS ANTIGUOS
En todo caso, este breve repaso de la historia democrática de la Grecia y la Roma clásicas nos va a permitir abrir a continuación distintas líneas de reflexión, a modo de preguntas clave, que serán comunes a todas las tradiciones políticas. Iremos encontrando posibles respuestas, y aportaremos las nuestras, a lo largo de todo el libro.
La participación en la vida pública
LA PARTICIPACIÓN EN LA VIDA PÚBLICA
Como vimos en el capítulo 2, la tradición liberal tiene problemas con el concepto mismo de democracia, pero aún más con el de participación. Y es que la participación en la vida pública acaba significando la toma de decisiones colectivas que recaen sobre todos los individuos, lo cual es considerado por parte del pensamiento liberal una interferencia ilegítima. De ahí que la tradición liberal haya buscado siempre fórmulas para limitar la participación política de los ciudadanos. Y a lo largo de la historia ha encontrado mecanismos eficaces para ello, como es la restricción del sufragio y, más recientemente, el diseño de instituciones que desincentiven la participación ciudadana. Estas mismas cuestiones, sin embargo, ya aparecían de una u otra forma en el pensamiento de la Antigüedad.
Una de las constantes en el pensamiento democrático griego, y que será asimismo una constante también en el pensamiento republicano, fue el fomento de la participación en la vida pública. Para Aristóteles, por ejemplo, la sociabilidad humana alcanza su máximo en la participación política, lo que requiere el despliegue de las virtudes de justicia, prudencia y amistad. El hombre sería un zoon politikon, animal político y animal con logos, donde logos significa en griego tanto pensamiento racional como palabra con sentido. El hombre existe para vivir en sociedad, lo que permite el desarrollo de todas las capacidades humanas, las cuales no pueden alcanzarse en el oikos, el espacio privado. La participación política pública será, entonces, el objetivo esencial de la vida humana. Y el fomento de la misma puede hacerse mediante diseños institucionales, facilitando que los ciudadanos participen en las reuniones públicas, o a través de la educación.
Para Solón, por ejemplo, fue muy importante la educación, y llegó a obligar a los padres a enseñar un oficio a los hijos. De hecho, en aquellos casos en los que un hijo no hubiera aprendido un oficio, se le perdonaba la obligatoriedad de mantener a su padre durante su vejez. Además, Solón consiguió aprobar una ley que obligaba a todos los ciudadanos a posicionarse en algún bando en un momento de discordia civil, todo lo cual expresaba un sentimiento de necesidad de implicación política por parte de toda la ciudadanía. Por otro lado, Pericles hizo que el Estado financiara la asistencia a los baños públicos y a los teatros, y, como hemos visto, que se redujeran los requisitos de propiedad para acceder a los cargos públicos, mecanismos todos ellos para fomentar la participación ciudadana en la vida pública.
Pero probablemente el avance más notable fue la introducción del misthos durante los tiempos de la democracia radical. El misthos era una remuneración pública que todo cargo recibía, lo cual incentivaba la asistencia a las instituciones democráticas y garantizaba que no solo los ricos estuvieran en condiciones de asistir a las reuniones políticas. Como es fácilmente comprensible, en ausencia de tal remuneración los pobres no podían dedicar tiempo a la vida pública, ya que debían compaginarla con un trabajo que les permitiese ganar suficiente dinero para sobrevivir. De esa forma, en ausencia del misthos, solo los ricos, los que disponían de ocio, podían dedicarse a lo público.
Por esas razones se trataba de una medida revolucionaria que escandalizó a la aristocracia, siempre partidaria de ser la única que se dedicara a los asuntos públicos. Así, por ejemplo, Sócrates (470-399 a. n. e.), muchos años más tarde, denunció que lo que los demócratas —y particularmente Pericles— estaban haciendo era fomentar que hubiera «gente perezosa, avariciosa y chismosa, al comenzar el sistema de pagos públicos». De parecida forma, Aristóteles se pronunció contra los demócratas: «Efialtes y Pericles restringieron en el Areópago la Bulé, Pericles introdujo el sueldo a los jueces, y así cada uno de los demagogos avanzó [de manera] creciente hacia la democracia de nuestros días». En definitiva, lo que Pericles había hecho a ojos de los aristócratas era corromper a las masas a través de compensaciones estatales y obras públicas, justificándose todo con el uso continuado de la demagogia. No cabe duda de que estas mismas acusaciones son del todo actuales.
De hecho, recientemente algunos dirigentes políticos han promovido en sus comunidades autónomas leyes electorales que retiran la remuneración pública de los diputados. Tal ha sido la propuesta de María Dolores de Cospedal (1965), del Partido Popular, en Castilla-La Mancha. El efecto es el esperado, ya que en aplicación de tales normas los partidos que carecen de recursos tienen enormes dificultades para garantizar que sus representantes se dediquen a la vida pública, mientras que los partidos con recursos (bien sean financiados por las grandes empresas o a través del reparto en negro de sobres llenos de dinero corrupto) no se enfrentan a ese problema. Lo curioso es, preocupantemente, que estas propuestas cuentan con un importante apoyo de la ciudadanía, que las ve más como una medida de castigo a la clase política (sobre la que vuelca su frustración) que como una restricción democrática.
A diferencia de estos ejemplos recientes, para los demócratas griegos la participación política era un requisito inherente a la condición de ciudadano, de todos ellos, y aquellos que no participaban en la vida pública y se mantenían en la privada estaban entregándose a la idiocia. Así, los idiotas eran aquellos que solo se preocupaban de los intereses privados, y no de los públicos. De ahí que la pugna entre demócratas y aristócratas encontrara un punto de conflicto clave en la posibilidad de que los pobres, el dêmos, participara —y con qué grado de poder— en las reuniones públicas.
Según cuenta el historiador Plutarco (45-120), Pericles pensaba que era necesaria la participación de todos en el bienestar generado por Grecia. No tenía sentido, a su parecer, que mientras los soldados se enriquecían en las campañas militares los trabajadores no militares no participasen de los beneficios generados. De ahí que ideara formas de remunerar ese trabajo civil.
Las críticas de los aristócratas a estas políticas fueron feroces y muy argumentadas. Así, la fundamentación filosófica que hizo Aristóteles residía en el papel de la virtud. Para él, la virtud, que para los griegos era más importante que la riqueza, solo podía darse en aquellas personas que disfrutaran del ocio, con lo cual quedaba reservada para las clases altas. Y como el poder político debía estar ostentado por virtuosos, el propósito era evitar que los no virtuosos o los idiotas tuvieran demasiado peso político. De ahí que Aristóteles promoviera diseños institucionales que enviaran a los pobres a sus vidas privadas, a la idiocia, criticando duramente los diseños instaurados por Efialtes y Pericles, y los instrumentos que los posibilitaban, como el salario público o misthos.
Eso sí, Aristóteles criticó también con dureza que se concedieran derechos políticos a las personas que no eran libres, esto es, que dependieran de otros para vivir y tuvieran limitadas sus condiciones materiales. Razonando de este modo, Aristóteles llegaba a la conclusión de que el trabajador asalariado tenía la misma condición que un esclavo, precisamente en tanto que dependía de otra persona para sobrevivir. En consecuencia, no sería un ciudadano libre. En realidad, no creemos que le faltara razón a Aristóteles, si bien entonces aquel argumento era una justificación para limitar la capacidad política del dêmos y dejar las decisiones solo en manos de los aristócratas. Aceptando el argumento, la solución no pasaría por restringir derechos políticos a los dependientes sino por lograr la emancipación de todos. Eso es lo que veremos más adelante en el libro.
¿Quién puede ser un ciudadano?
¿QUIÉN PUEDE SER UN CIUDADANO?
Claro que cuando los griegos hablan de la necesidad de fomentar la participación en la vida pública no se están refiriendo a todas las personas por igual, sino únicamente a los ciudadanos. Así, solo podían participar en política aquellos que hubieran adquirido plenamente la condición de ciudadanos. De ahí que sea inmediata la pregunta: ¿quién tiene derecho a ser ciudadano?
Uno de los grandes logros de la sociedad ateniense fue que abrió progresivamente los espacios de participación política a sectores que estaban excluidos, como hemos ido viendo antes. Sin embargo, las mujeres, los metecos —extranjeros libres— y los esclavos estuvieron siempre excluidos de los procesos políticos incluso en los períodos de la democracia radical. Hoy, más de dos mil años después, uno puede pensar que el sufragio se ha extendido hasta alcanzar a toda la población. Y si bien es cierto en gran parte, no es menos cierto que el proceso ha sido más bien lento y progresivo. En España, las mujeres no pudieron votar hasta 1931, y después de la dictadura hasta 1977. Hoy, gran parte de los inmigrantes siguen sin poder hacerlo. Y en Estados Unidos la esclavitud duró hasta 1865, y sin embargo hasta 1965 no pudieron votar la mayoría de los negros.
Por su parte, para los griegos las mujeres no tenían derecho a la propiedad, y sus funciones se limitaban a proporcionar hijos a sus maridos para reproducir el cuerpo de los ciudadanos, lo que ha llevado a algunos pensadores a hablar del rol de «incubadora-esposa». Según parece, la justificación residía en los intentos de evitar la concentración de la propiedad con motivo de la herencia, que en la Grecia clásica era patrilocal, de modo que pasaba de padres a hijos. Sin embargo, el papel subordinado de la mujer choca de pleno con el papel que ideológicamente tenía lo femenino en el relato griego. Así, la matriz reproductora de la tierra y madre de todos los griegos, en tanto que según la leyenda estos vienen de las piedras que lanzó Zeus tras el diluvio universal, es Gaia, la Madre Tierra. De ahí que en las epopeyas griegas antiguas, como en las de Homero, la Tierra esté asociada a valores de reproducción y a palabras como fértil, fecunda, nutricia de muchos, fértil suelo, etc. Este tipo de metáforas, que vinculan lo ecológico a lo doméstico y lo doméstico a lo político, serán continuas en el discurso político republicano.
Otros excluidos fueron los esclavos y los metecos. Como hemos visto, las reformas de Solón redujeron el cuerpo de esclavos puesto que se impidió que los atenienses pudieran ser esclavizados, pero los esclavos se mantuvieron como el colectivo más bajo en la pirámide social. De hecho, fueron sin duda el sostén socioeconómico de la democracia ateniense. Por otra parte, los metecos pagaban impuestos y se podían registrar en el dêmos y participar en algunos procesos jurídicos, aunque siempre a través de un representante ciudadano.
Visto lo anterior, parecería injusto considerar la democracia griega, incluso en su versión radical, como una democracia directa o participativa. ¿Tiene sentido llamar democracia a una institución que excluye de la condición de ciudadano a determinados sectores sociales? Cabe plantear alguna reflexión al respecto. Los griegos consideraron que el sujeto político de ciudadanía excluía a mujeres, metecos, esclavos y varones menores de dieciocho años, pero también hoy en nuestras sociedades modernas se excluye de la misma condición, por ejemplo, a inmigrantes y varones menores de dieciocho años (y en algunos casos de más años). Como afirma Bovero, la exclusión de sectores viene marcada por la visión antropológica de cada sociedad, y no por su visión política. Así, lo que ha cambiado desde los antiguos hasta los modernos es la amplitud del concepto de «ciudadano», y no el concepto mismo. La ciudadanía, la democracia, no ha alcanzado a todos en ningún momento de la historia.
Una vez se ha delimitado el cuerpo de ciudadanos, que en Grecia serían los varones mayores de dieciocho años, cabe preguntarse si todos tienen la misma importancia o capacidad para tomar decisiones políticas. En el repaso anterior hemos comprobado que para algunos autores eso no debería ser cierto, mientras que otros, efectivamente, ayudaron con sus reformas a igualar el derecho formal de los ciudadanos y acercarse a la isonomía, o igualdad ante la ley.
Como hemos visto, siguiendo a Bovero, podemos describir gráficamente la isonomía como el círculo en el cual todos los puntos de la circunferencia, que serían los individuos, están a la misma distancia del centro, el poder. Esta es sin duda la idea que mantenían los líderes como Pericles y los demócratas radicales. Para ellos, el pueblo es sabio y cada ciudadano es igualmente capaz de asumir los puestos del gobierno. Así, el sorteo era el mejor instrumento para acceder a las magistraturas, puesto que no discrimina entre ningún punto de la circunferencia.
Asimismo, otros pensadores griegos creían más adecuado ponderar esas capacidades de los ciudadanos a partir de distintos criterios, no solo restringiendo a determinadas clases sociales el acceso a los puestos del gobierno sino también a través de diseños institucionales. Como vimos, Aristóteles quería relegar la idiocia a los más pobres, gracias a un diseño mediante el cual la necesidad y el hambre les obligara a desistir de participar. Pero también Aristóteles abre la posibilidad de contar los votos de forma distinta según la clase social. De hecho, en su Política, Aristóteles consideraba que el voto debía tener un valor proporcional a la riqueza de la hacienda, de modo que el voto de un rico tuviera finalmente mucho más peso que el de un pobre.
Estas cuestiones han sido permanentemente debatidas por las diferentes tradiciones políticas, y son un foco de enfrentamiento entre la tradición del liberalismo, de carácter elitista, y la tradición republicana. Como ya hemos visto, no solo el acceso a la educación marca la predisposición de los ciudadanos a participar en la vida pública sino, y sobre todo, el diseño institucional. Ya pudimos comprobar en el capítulo 2 las diferentes trampas que pueden darse en el diseño de las instituciones, por ejemplo, de las leyes electorales, a fin de facilitar un resultado establecido de antemano. No es lo mismo diseñar unas instituciones democráticas pensando en que solo unos pocos son capaces de tomar las decisiones adecuadas que hacerlo pensando que todos tienen la misma capacidad para deliberar. No por casualidad ese es uno de los puntos de conflicto fundamentales entre el liberalismo y el republicanismo.
La palabra pública
LA PALABRA PÚBLICA
No obstante, otro elemento para la reflexión subyace a las consideraciones anteriores. Porque si la pregunta es: ¿tienen todos la misma capacidad para tomar decisiones?, inmediatamente surgen otras como: ¿todos los ciudadanos son aptos para entender la política?, ¿se puede aprender la política?
La disputa entre Sócrates y Protágoras (485-411 a. n. e.) puede ayudarnos a introducirnos en este asunto, que también se repetirá sucesivamente en adelante.
Por una parte, Sócrates, como Platón y Aristóteles, pensaba que existe una técnica política (technê polítiké) de modo que solo aquellos que la controlan pueden dedicarse al arte y cultura de la política. Siguiendo lo ya comentado, aquellos que tienen ocio son los que pueden ser virtuosos y capaces de tomar buenas decisiones; es decir, aquellos que son, dado el contexto social, la aristocracia. El resto de los estratos sociales está, de facto, incapacitado para ello. Para los demócratas radicales, sin embargo, todos los ciudadanos pueden hacer política, al ser una característica innata a todos. Así, a la política entendida como technê o nomos (adicción a lo natural) se opone la política como innato o proveniente de la physis o phusis.
La disputa prosigue cuando Sócrates le explica a Protágoras que lo que se aprende no está dado por la naturaleza y que, por el contrario, lo que viene dado por la naturaleza no puede ser aprendido. Así, Protágoras, que enseña política como filósofo, tiene un dilema: si acepta que la política se aprende, entonces el gobierno debe quedar en manos de aquellos que saben. Si por el contrario no se aprende, ¿qué hace él enseñando?
Lo que hace Protágoras es responder que la política se aprende como la lengua materna, en la medida en que todos nacen con capacidad para desarrollar sus habilidades (hablar) y que ello se consigue en función de la práctica. Así, Protágoras viene a decir que la política es un arte que es tanto natural como aprendido, y de esa forma puede justificar las instituciones de la democracia radical y la crítica a las instituciones antidemocráticas.
De ahí se sigue que en un plano de igualdad ante la ley, de isonomía, el poder no violento que toma el control es la palabra. Por ello, los debates se vuelven cruciales porque las decisiones que allí se toman determinan el futuro de la sociedad y, de hecho, incluso las vidas mismas. Por lo tanto, la capacidad de convencer, de ser elocuente, se vuelve una herramienta básica en la democracia griega, y por eso proliferan las escuelas de oratoria; muchos de los grandes líderes griegos fueron grandes oradores, capaces de saber cuándo había y no había que hablar. Se cuenta, por ejemplo, que una vez hubo Pericles alcanzado su fama, limitó sus intervenciones en la Asamblea a las mínimas posibles, sabiendo que ya estaba revestido de la autoridad suficiente para decantar la decisión hacia su interés, reduciendo también de ese modo la exposición pública, siempre arriesgada.
Lo cierto es que en una sociedad democrática el desigual acceso a la información o a la palabra puede utilizarse para manipular, tergiversar y mover las voluntades hacia espacios de interés privado, y no solo en la democracia griega, donde tanto la condena a muerte de Sócrates como otros tantos juicios estaban influidos por los intereses políticos de los líderes, sino también en nuestras sociedades modernas. Está claro que quienes hoy controlan la televisión y, en general, los medios de comunicación, tienen la posibilidad de moldear las voluntades y en consecuencia las decisiones democráticas.
Para compensar esa circunstancia tenemos que compatibilizar la isonomía, o igualdad ante la ley, con la isegoría, o igualdad en el acceso a la palabra. Los griegos acuñaron la palabra isegoría para describir la libertad e igualdad en la palabra. A modo de símbolo, el orador que estuviese en posesión de la palabra durante una asamblea debía portar una corona democrática que expresara la inviolabilidad del derecho a la palabra. Como hemos visto, se trataba de un cambio radical frente a diseños institucionales anteriores, en los que la palabra estaba monopolizada por los aristócratas.
Más de dos mil años después, uno quisiera creer que la palabra pública sigue teniendo ese respeto y que, a pesar del paso del tiempo y de las particularidades del sistema político representativo, la palabra sigue siendo el elemento fundamental del sistema democrático. Uno quisiera creer, en definitiva, que los parlamentos actuales son los legítimos herederos de las asambleas griegas de la democracia radical. Sin embargo, desengañados y huyendo de la ingenuidad, no podemos sino aceptar que hoy eso dista mucho de ser así. Lo hemos visto en nuestra crítica a la democracia liberal representativa a lo largo del capítulo 2, tanto en la verdadera función del debate político como en el papel que desempeñan los medios de comunicación.
Porque hoy el acceso a la palabra es tan desigual como lo es el acceso a la propiedad de los medios de comunicación. Todos los debates que tienen lugar en los parlamentos, más allá de su papel concreto en la actividad política, llegan a los ciudadanos mediados por una red de empresas de comunicación. Y estas empresas no solo ejercen presuntamente el papel de canalizador aséptico de la información, sino que también esconden intereses políticos de toda naturaleza. Así, en nuestras masificadas sociedades la palabra pública, expresada por los representantes del pueblo, muere torturada en su camino hacia los representados. Y los representados ni sueñan con poder hacer uso propio de la palabra misma. Los periodistas dignos, intérpretes y traductores de la palabra pública, se esfuerzan como pueden en trabajar, y no únicamente en tener un trabajo. Pero una y otra vez acaban colisionando con el doble muro de la tiranía de la audiencia y de la tiranía de los propietarios. La audiencia, el pueblo, no solo demanda sino que también se educa, y los propietarios saben muy bien cómo torcer la realidad para adecuarla a sus privados intereses pecuniarios, fenómenos estos inscritos en el marco de un sistema que prima la superficialidad, la banalización y la ganancia cortoplacista por encima de la profundidad, la sustancia y la crítica de la información. Triste destino el que le espera a una democracia caracterizada de tal forma.
En todo caso, también es importante no caer en la ingenuidad acerca del poder de la palabra. Sea aquí o en la Antigua Grecia, la palabra no siempre es suficiente para determinar el curso de la historia. Si uno pensara tal cosa podría fácilmente llegar a conclusiones parecidas a las de Fukuyama, para quien la desintegración de la Unión Soviética era también, y sobre todo, la derrota de las ideas de inspiración marxista. Si uno asume que los acontecimientos en el mundo real responden a la mejor o peor fortaleza de las distintas ideas en pugna, entonces puede concluir que la Historia acaba siempre recompensando a las ideas y a las palabras que dicen la verdad. Es, desde luego, una visión ingenua. Lo cierto es que a veces, muchas veces, triunfan el mal, el egoísmo, la injusticia y la insolidaridad, y eso no otorga a sus justificaciones teóricas un mayor valor. Aun la mejor de las palabras puede perecer en el mundo material por motivos muy distintos a su compromiso con la verdad.
En Estados Unidos, sin ir más lejos, las ideas socialistas fueron combatidas por el poder hasta el punto de que el senador McCarthy inició un proceso denominado «caza de brujas» con el que trató de extirpar de raíz las ideas de inspiración marxista. La criminalización no ya solo de las ideas, sino también de los colectivos que las profesaban —como los sindicatos y organizaciones socialistas, comunistas y anarquistas— fue una constante que, por supuesto, influyó en la mayor o menor expansión de tales ideas. Así las cosas, su difusión no dependió únicamente de que fueran ideas aceptadas o rechazadas por la población, sino que medió una poderosa red ideológica que buscaba, precisamente, neutralizar su difusión.
Solo con un majestuoso ejercicio de cinismo puede derivarse la fortaleza de unas ideas a partir de su grado de expansión en la base material de la sociedad. Nada nuevo. Ya mucho tiempo antes, en el siglo IV a. n. e., el extraordinario orador griego Demóstenes (384-322 a. n. e.) lo había advertido en sus discursos contra Filipo:
Nosotros jamás hemos sido vencidos con palabras cuantas veces fue necesario defender nuestros derechos, ni ha dejado de parecer que obrábamos justamente; en la tribuna vencemos y somos superiores a los demás. Pero ¿acaso fracasan por eso los negocios de Filipo y mejoran los de nuestra ciudad? Al contrario. Después de nuestros discursos, él empuña las armas y acomete y se pone en peligro de perder cuanto posee, mientras nosotros permanecemos sentados, irnos diciendo cosas que son justas y otros escuchándolas. De modo que los hechos se imponen a las palabras, y los demás pueblos están a la mira, no de las verdades que decimos o diremos, sino de las acciones que ejecutamos. Ya que con eso no se salvan los que padecen injusticias; no son discursos lo que se necesita[1].
Así las cosas, las ideas compiten en terrenos de juego que están imbricados con la base material de la sociedad. No son, desde luego, espacios independientes. La palabra es el instrumento más poderoso cuando se da la isegoría, la igualdad en el acceso a la palabra, pero aun así no es inexpugnable. La palabra, como la razón, puede ser doblegada por muchos medios distintos a la argumentación.
Las leyes y la tiranía de la mayoría
LAS LEYES Y LA TIRANÍA DE LA MAYORÍA
En el capítulo 2 vimos que las actuales democracias liberales representativas están caracterizadas por conformar un régimen constitucional en el que la norma suprema, la Constitución, establece los límites de la democracia. Esto quiere decir que la ley embrida a la democracia, en el sentido de que marca qué puede ser votado y qué no, aunque habilite, naturalmente, mecanismos que permiten modificar esos mismos límites.
Esta idea de una ley por encima de la democracia se debatió también en la Antigüedad. Se trata además de una polémica íntimamente relacionada con las que acabamos de ver y, muy especialmente, con aquella sobre la aptitud de los ciudadanos para poder tomar decisiones. Y es que en una democracia ideal, donde se dieran tanto la isegoría como la isonomía, y con el sufragio extendido al máximo número de individuos, no solo las virtudes de los ciudadanos se trasladarían a decisiones colectivas sino también sus fallos. Es decir, si la mayoría de los ciudadanos son analfabetos, irracionales, impulsivos o masoquistas, las decisiones públicas democráticas resultantes también lo serán.
Desde luego, tenemos datos más que suficientes para dudar en muchas ocasiones de la opinión mayoritaria de la población, o de la opinión de las multitudes en general. A pesar del paso de los años, una reciente encuesta señalaba que el 33 por 100 de los estadounidenses no creía en la evolución[2], mientras que en plena Guerra Fría únicamente el 38 por 100 de los norteamericanos sabía que la URSS no formaba parte de la OTAN[3]. Claro que a veces los dirigentes políticos no están mucho mejor informados, puesto que un alto cargo del PSOE —y exministro de la Presidencia— como Ramón Jáuregui (1948) llegó a afirmar en televisión que la OTAN «nos ayudó a combatir contra los nazis»[4], a pesar de que la OTAN fue creada en 1949, cuatro años después del final de la Segunda Guerra Mundial. Por otra parte, un estudio de 2010 indicaba que los jóvenes españoles mostraban bastante tolerancia hacia la pena de muerte por delitos muy graves, a la que asignaban una nota de 4,63 sobre 10, teniendo en cuenta que este tope significaba «completamente admisible» y un 1 suponía «completamente inadmisible»[5]. Como se sabe, en otras partes del mundo la intolerancia frente a la homosexualidad o hacia personas de otras etnias sigue siendo dominante y una opción mayoritaria, junto al recurso a los linchamientos populares.
En la Antigua Grecia, donde incluso los tribunales de justicia estaban formados por ciudadanos griegos, elegidos por sorteo, la mayor o menor elocuencia podía determinar si había o no condena y de qué tipo. Precisamente uno de los juicios más famosos de la historia, el que acabó con la vida de Sócrates, tuvo lugar en estas condiciones. Durante el juicio, Sócrates fue en primer lugar considerado culpable por un total de 281 votos. Posteriormente, y tras la ácida intervención defensiva de Sócrates, más empeñado en corregir a los jueces que en convencerlos, un total de 360 votos lo castigaron con la pena de muerte[6]. Así, efectivamente, parece que muchos votaron su ejecución aun considerándolo inocente. Se podría decir que Sócrates fue ejecutado democráticamente.
El juicio a Sócrates permite abrir otra brecha de reflexión en torno a la relación entre justicia y democracia. Tenemos claro que la mayoría votó a favor de la muerte de Sócrates, y a ello se referirían los críticos de aquella sentencia como una tiranía de la mayoría. Pero lo que no se ha determinado es si la condena fue justa o no, es decir, si obedeció a la razón o no. Para pensadores como Carlos Fernández Liria[7], la democracia griega no fue solo la lucha entre los oligarcas y los demócratas, sino también un primer escenario de lucha que enfrentó a los sofistas y demagogos, por un lado, y a los que, como Sócrates, consideraban que lo más importante era la verdad y la ley. Dado que lo democrático y lo justo no tienen por qué necesariamente coincidir, como en este caso, en una sociedad donde lo primero —la mayoría aritmética— se impone a lo segundo —el uso del logos, el razonamiento— las decisiones pueden tomarse injustamente.
Por ello incluso así, con todos los ciudadanos teniendo idéntico acceso a la palabra, caben la manipulación y la toma de decisiones injustas de la mayoría contra la minoría. La idea gira en tomo a la siguiente pregunta: ¿qué hay por encima de la voluntad del pueblo? Algunos, como Sócrates, y después los pensadores de la Ilustración, pueden responder que la ley. De ahí que en nuestras sociedades modernas sea normal limitar la democracia a través de la ley. La ley, o su exponente más alto, la Constitución, se convierte en el marco dentro del cual opera la democracia. Como hemos dicho, se trata de una forma de embridar la toma de decisiones colectivas. De hecho, suele decirse que es el paso de una sociedad donde gobiernan los hombres hacia una sociedad donde gobiernan las leyes.
Sin embargo, inmediatamente nos preguntamos: ¿quién hace la ley? Naturalmente, en una sociedad desarrollada es el propio pueblo quien escribe la Ley. Ahora bien, el criterio con el que se pretende redactar las leyes es, en nuestras sociedades constitucionales, la razón. Pero como nadie puede otorgarse la capacidad de tener siempre razón, estamos abocados a un permanente diálogo dialéctico entre el pueblo, que vive bajo la ley, y la ley misma, redactada por el pueblo.
Por lo tanto todo ello puede dar lugar a múltiples posibilidades constitucionales, producto todas ellas del momento histórico y, más concretamente, de la correlación de fuerzas entre clases sociales. De ahí que debamos tenerlo muy presente a la hora de apostar, como hacemos, por un proceso constituyente que ponga en marcha una Tercera República en España.
De los antiguos a los modernos
DE LOS ANTIGUOS A LOS MODERNOS
Los debates abiertos por los pensadores antiguos, republicanos griegos y romanos, quedaron marginados hasta que muchos siglos después, durante el Renacimiento, se recuperaron algunos de ellos. Fue entonces cuando regresó la vigencia del republicanismo y de los debates que habían planteado los antiguos. Eso sí, ahora el contexto era diferente, pues un nuevo sistema económico, el capitalismo, estaba emergiendo junto con las doctrinas utilitaristas y liberales. Estas proponían una nueva forma de entender la política y la comunidad humana, dando respuestas muy diferentes a las que habían aportado los demócratas republicanos de la Antigüedad.