Agustín García Calvo ha sido y es uno de los pensadores más importantes de nuestro país y también uno de los más prolíficos. Pertenece a una estirpe de intelectuales ya extinta capaz de destacar en varios campos al mismo tiempo y cuyo último ejemplar fue Don Miguel de Unamuno. O habría que decir penúltimo, pues García Calvo (últimamente escribe su nombre entre interrogantes, o con las siglas AGC) es el último de los escritores totales.
De hecho, hay al menos seis Agustines diferentes en el mismo García Calvo: 1) el lingüista, que reflexiona sobre los intríngulis de la gramática (algunos de ellos verdaderos hitos en el pensamiento contemporáneo, como la trilogía Del lenguaje); 2) el filósofo, que interpreta los textos de Parménides, Zenón o Heráclito y desenreda las paradojas lógicas de las cuestiones más intrincadas; 3) el político, que despotrica de manera inmisericorde contra nuestras instituciones más queridas (como la familia, el amor, la felicidad, pero también contra el automóvil, la televisión, la democracia o el despilfarro); 4) el poeta, que recita versos y canciones en teatros y auditorios; 5) el dramaturgo, que escribe tragedias, dramas y hasta comedias musicales y se esfuerza porque las representen; y 6) el escritor de cuentos y dialoguillos socráticos (como los que últimamente escribe en La Razón).
Su actitud recuerda mucho la de los filósofos cínicos, que se oponían a las ideas y convenciones de su época y escandalizaban a sus paisanos por la radicalidad de su pensamiento. García Calvo no es un hombre, es una leyenda (como Diógenes o Crates), una figura mítica (como el Cid o Hércules), hasta el punto de que Juan Manuel de Prada lo ha convertido en un personaje de ficción en una de sus novelas.